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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (21 page)

Ella vivía en la calle Treinta y Tres, a cuatro cuadras de la plaza, pero pasaba muy a menudo (por lo menos, tres veces en la tarde) por la puerta de la mercería. Eso al menos había oído decir a Mamá y a Eusebla, pero la muerte de sus padres era un tema prohibido. El Tito Lagomarsino me procuró la versión que circulaba en la cocina de su casa: que el padre, antiguo empleado de la Sucursal del Banco República, había falsificado cuatro firmas y se había suicidado antes de que nadie hubiera descubierto la módica estafa de veinticinco mil pesos. Según la misma fuente de rumores, poco después «la madre había muerto de dolor».

Había, por lo tanto, dos sentimientos muy diversos, casi contradictorios, en las relaciones del pueblo con María Julia: la lástima y el desprecio. Era la hija de un estafador, estaba por lo tanto deshonrada. De modo que no resultaba una compañía especialmente deseable, ni siquiera una aceptable camarada de juegos para el renglón hijas en aquel reducido mercado departamental. No obstante ello, era una inocente, y esta teoría había sido convenientemente difundida por el padre Agustín, un sacerdote panzón y gallego, que aprovechaba sus engoladas recomendaciones de piedad para cargar las tintas sobre el suicida, «un impío que jamás había pisado los umbrales de la casa de Dios». El resultado de esa dualidad era que las buenas familias estaban siempre dispuestas a sonreírle a María Julia cuando la encontraban en la calle, incluso a pasarle la mano sobre el pelo en desorden y después murmurar: «Pobrecita, ella no tiene la culpa.» Con eso quedaba cumplida la cuota de cristiana misericordia, y a la vez se ahorraban fuerzas para cuando llegara la hora de cerrarle las puertas de todas las casas, apartarla de todas las cofradías infantiles y hacerle sentir que estaba algo así como marcada.

2.

Si hubiera dependido sólo de mi madre, estoy seguro de que no habría podido verme a menudo con María Julia. Mi madre tenía una normal capacidad de lástima y de comprensión; no constituía lo que Eusebla llamaba un corazón petrificado, pero era sin embargo una esclava de las convenciones y los ritos de aquella orgullosa éste de almacenemos, boticarios, tenderos, bancarios, empleados públicos. Pero el asunto también dependía de mi padre, que si bien podía ser un malhumorado, un tímido, un neurasténico, de ningún modo soportaba esas variantes semicanallescas de la injusticia. Claro que en su pasión por lo correcto, había también un destello de terquedad; uno no podía estar muy seguro en cuanto a ese impreciso límite en que él dejaba de ser exclusivamente digno, para ser, además, simplemente porfiado.

Bastó, por lo tanto, que en el curso de una cena, mamá dejara constancia de la aprensión con que la aristocracia del pueblo miraba la presencia de la hija del estafador, para que el viejo se pusiera automáticamente de parte de la chiquilina.

Y allí terminó mi soledad. No la soledad angustiosa y amarga que después iba a convertirse en mal endémico de mis treinta años, sino la soledad atrayente y buscada, la soledad exclusiva que todas las tardes me esperaba en el altillo, ese reducto hasta el que llegaba el pulso tranquilo de la siesta del pueblo, de la siesta total. A ese feudo de mi primera, entrañable intimidad, tuvo acceso un día el saco azul de María Julia. Y María Julia, claro. Pero el saco azul fue lo que más me impresionó: todo su contorno resaltaba sobre la cal de las paredes y hasta parecía estar inscripto en un halo celeste, de vacilantes límites.

Ella llegó una tarde, autorizada por mi padre para jugar conmigo, y la encandilante novedad de tenerla allí, agregada a la preocupación de doblegar mi timidez no me dejaron comprender, en un primer momento, la claudicación que eso significaba. Porque Maríajulia penetró en tierra conquistada y allí se instaló, como si sus derechos sobre el altillo fueran equivalentes a los míos, cuando en verdad ella era una recién llegada y yo en cambio había demorado un año y medio en imaginar en todos sus detalles aquella especie de refugio inexpugnable, del que cada mancha en la pared tenía un contorno que para mí representaba algo: la cara de un viejo contrabandista, el perfil de un perro sin orejas, la proa de un bergantín. En rigor, la invasión de María Julia sólo tuvo efecto sobre las paredes reales, el cielo azul, la ventana real. Como esos países provisoriamente subyugados, que, por debajo de las botas del invasor, mantienen una subterránea vivencia de sus tradiciones, así preservaba yo, en vigilado secreto, todo cuanto había imaginado respecto el altillo, a mi altillo. María Julia podía mirar las paredes, pero no podía ver qué representaba cada mancha; podía tal vez, escuchar el cielo, pero no sabía reconocer en aquel silencio la llamada lejana de las bocinas, los amortiguados fragmentos de los gritos. A veces, nada más que para confirmar el mantenimiento de mi zona privada, le preguntaba qué podía representar esta o aquella mancha. Ella miraba la pared con ojos bien abiertos, y luego, con voz de quien dicta una ley, se expedía con lacónica certeza: «Es una cabeza de caballo», y aunque yo sabía que en realidad era una cabeza de perro sin orejas, no por eso dejaba que en mi boca se formara ni una sola sonrisa de presunción o de desprecio.

Pero no todo aquel período estuvo colmado por sus aires de dominadora o mi estrategia de dominado. En alguna ocasión María Julia dejaba caer imprevistamente alguna confidencia. Creo que en el fondo de su nervioso orgullo, ella me reconocía el rango y el derecho de ser su primer y único confidente. «Yo sé que en todo el pueblo me miran como un bicho raro. ¿Y sabés por qué? Porque papá hizo un calotito en el Banco y después se mató.» Así llamaba a la estafa: no calote sino calotito. Lo decía con una naturalidad cuidadosamente fabricada, como si en lugar de muertes y delitos estuviera hablando de juguetes o navidades. «Tía dice siempre que lo que la gente le reprocha a papá, no es el calotito sino el suicidio.»

A mí el tema me dejaba bastante confuso. En casa no existía el hábito de llamar a las cosas por su nombre. El arma preferida de mamá era el rodeo; el viejo, en cambio, usaba y abusaba del silencio alunado. Por eso, o quién sabe por qué, lo cierto era que yo no tenía la costumbre de la franqueza, así que no podía responder de inmediato cuando María Julia me apremiaba con preguntas como ésta: «¿Vos qué pensás? El suicidio, ¿es una cobardía?» Once años. Tenía once años y preguntaba eso. Claro, me obligaba a interrogarme. A veces, cuando ella se iba y yo me quedaba solo, me ponía a pensar tensamente, trabajosamente, y al cabo de media hora no había conseguido solucionar ningún problema de metafísica infantil, pero en cambio había logrado un dolor de cabeza estrictamente adulto.

En definitiva no podía imaginar el suicidio. Tampoco la muerte lisa y llana. Pero por lo menos la muerte era algo que un día llegaba, algo no buscado. El suicidio, en cambio, era sentir gusto por esa estéril, repugnante nada, y eso era horrible, casi una locura. Que esa locura fuese asimismo arrojo, o simplemente cobardía, significaba para mí un problema sólo secundario.

No vaya a pensarse, sin embargo, que fuéramos criaturas anormales, de esos pequeños monstruos que en cualquier época y en cualquier familia se alzan de pronto para trastrocar el sistema y los ritos de la infancia, raros engendras que en vez de jugar con muñecas o con trompos, extraen mentalmente raíces cuadradas o conversan sobre silogismos. No. Sólo ahora aquellos temas solemnes adquieren para mí una importancia que entonces no tuvieron; sólo mis posteriores contactos con el misterio o la muerte, otorgan una aureola de muerte o de misterio a nuestros diálogos de entonces. Cuando yo tenía doce años y ella once, el suicidio, la nada, y otros rubros no menos sobrecogedores, sólo representaban una breve interrupción en la lectura o en el juego.

La imagen esclarecedora llegó un sábado de tarde, no en mi altillo sino en la plaza. Yo venía con mi madre de los Grandes Almacenes Gutiérrez. Frente al busto de Artigas, mi madre y su tía se saludaron y todos nos detuvimos. Era una experiencia nueva, vernos y hablamos en público. En realidad, sólo vernos. Mientras las mujeres hablaban, ella y yo permanecimos callados y quietos, como dos artefactos. En el momento no comprendí bien. Yo era tímido, eso estaba claro, pero, ¿y ella? De pronto, la tía nos miró y le dijo a mi madre: «¿Vio, doña Amelia? Son inseparables.» Maldita la gracia que le hizo a mi madre. «Sí, son buenos compañeros», asintió con angustia. Pero a la otra no la desviaban así como así. «Mucho más que buenos compañeros, son realmente inseparables.» Y agregó después con un guiño de empalagoso complicidad: «¿Quién sabe, eh, doña Amelia, qué pasará en el futuro?» Toda la zona de¡ pescuezo que bordeaba el saco azul, quedó roja a manchones. Yo sentí un imprevisto calor en las orejas. Pero a esa altura ya sonaba otra vez la voz áspera y sin embargo confianzudo: «Mire, doña Amelia, cómo se ponen colorados.» Entonces mamá me atenazó el hombro y dijo: «Vamos.» Todos dijimos adiós, pero yo miraba fijo el busto de Artigas. Sólo después, cuando mamá y yo entramos en la Farmacia Brignole a comprar creta mentolada, sólo entonces me di cuenta de que había adquirido una certeza.

De modo que dos días después, en el altillo, lo que pasó fue una meta confirmación. Yo leía Bertoí,,k, Bertoidino y Cacaseno; era divertido, pero no me reía. Nunca pude reírme cuando leo en voz baja. De pronto levanté los ojos y encontré la mirada de María Julia. Vi que se mordía el labio superior. Me sonrió, nerviosa. «No podés leer, ¿verdad?» Yo podía leer, claro. Pero me dio no sé qué contradecirla y meneé la cabeza. «¿Y sabés por qué?» Quedé inmóvil, esperando. «Porque somos novios.» Yo cerré el libro y lo dejé al costado. Después, suspiré.

3.

«Un hombre derecho», dijo Amílcar Arredondo, señalando el cajón. Yo hubiera querido levantar la cabeza y mirarlo, nada más que para ver cómo era eso, cómo lucía el rostro imperturbable del hombre que había arruinado y enfermado al viejo.

«No le sentó el trasplante. Una de esas personas acostumbradas a su pueblo. Lo sacaron de allí y ya vieron: se acabó.» Ahora sí lo miré. En ese momento encendía el cigarrillo de don Plácido, mi padrino, y su rostro estaba casi tan compungido como ufano. «Puta, qué asco», murmuré, y Arredondo, que captó por lo menos mi mirada, se acercó a ponerme una mano en la nuca. «Hay que resignarse, Rodolfo. Hay que aprender del coraje de tu pobre viejo.» Las cosas que hay que oír. El coraje de mi pobre viejo.

Después de todo, qué importaba Arredondo. Era un canallita, como tantos otros, de aquí o del Interior. Al vicio le había visto enseguida el lado flaco. 0 quizá desde el principio el viejo ble consciente de que este avivado iba a ser su ruina. Un canallita como tantos otros. No todas las víctimas se morían. El viejo, en cambio (callado, como siempre) se murió.

Algo de cierto había en eso de la falta de adaptación al transplante. En Montevideo, el viejo se aburría. Ya no había piezas de género que extender sobre el gastado mostrador, ni viejas clientas que revisaran el muestrario de festones, ni solteronas que compraran sedalina. Durante treinta años había anhelado el descanso con modesto fervor, una vez que lo había obtenido, se había quedado inmóvil, con los ojos lejanos, cada vez más incrustado en sí mismo.

Yo podía comprenderlo. Mamá, no. Ella, a los quince días de pormenorizar su nostalgia de la vida pueblerino, a los quince días de repetir y repetir que la ciudad le resultaba asfixiante, ya había conseguido amistades: dinámicas señoras de impertinentes y busto horizontal, dedicadas fervorosamente al chisme y a la beneficencia, tranquilas porque sus hijos concurrían a la Sagrada Familia y sus maridos al Club de Bochas, siempre mejor dispuestas a perdonar los excrementos de sus perritas que las contestaciones de sus sirvientas, buenas amas de casa que se esperaban de zaguán en zaguán para comentar, con aterrorizados movimientos de cejas y de labios, el eficacísimo vaivén de las tres o cuatro pizpiretas del barrio.

Mamá no podía comprenderlo, porque ella siempre fue patológicamente sociable, pero yo sí podía entender al viejo. Sin necesidad de esfbrzarme, sólo mediante el fácil recurso de exagerar hasta la caricatura mis primeras reacciones, mi propio desacomodarniento ante el transplante.

Después que don Silberberg compró la merceria, vino un período que pareció de fiesta. Mamá hablaba abundantemente en las comidas, haciendo proyectos, acomodando imaginarios muebles, diseñando futuras alfombras. Papá sonreía. Pero era una sonrisa sin alegría, la mueca amable, desanimada, de un hombre que se retira del trabajo sin odiarlo, simplemente porque le llegó la hora del descanso. Allá, en el pueblo, todavía lo sostenía la actividad del último inventario, las despedidas de los amigos, la puesta en marcha de su sucesor. Luego, en Montevideo, cuando alquilamos el apartamento de la calle Ctrro Largo, el viejo se desarmó, creo que debe haber pensado que su vida se había quedado sin motivo y sin sostén.

Yo a veces me le acercaba y trataba de hablarle. Quise llevarlo al fútbol, al cine, a pasear simplemente. Sólo me aceptaba la última de esas invitaciones, una vez cada diez, y nos íbamos al Prado, en un ruidoso tranvía de La Comercial. En el trayecto iba tan callado, que algún optimista le hubiera creído nada más que absorbido por el espectáculo de la gente, del tránsito de las calles con tupida arboleda. Pero en realidad él no miraba nada. Se dejaba llevar, simplemente. Y sólo por afecto hacia mí, a fin de que yo creyese que él se estaba distrayendo, a fin de que yo me sintiera verdaderamente influyente, seguro de mí mismo, vocacionalmente poderoso.

Alguna tarde, después de caminar un rato entre los árboles, se sentaba en un banco y me dirigía alguna pregunta que quería ser personal y, como nunca llegaba a serlo, me dolía. «Y bueno, ahora que tenés veinte años, ahora que ya votás y sos un hombre, ¿qué es lo que te preocupa?» Mi respuesta no importaba. Tampoco él estaba demasiado atento. Formulando la pregunta, había cumplido, y no era cosa de golpear dos veces en la misma conciencia.

Cuando apareció Arredondo, con el proyecto de colocar ventajosamente los pocos miles.de pesos obtenidos con la venta de la mercería, más otros pocos que el viejo tenía en títulos, más un seguro a mi nombre que vencía en esos meses, cuando apareció Arredondo con todas sus falsas cartas en la mano, todo estaba maduro para recibirlo. El viejo se dejó convencer con una expresión de incredulidad que en cualquier otro hubiera sido de fastidio. Esa noche, después de la cena, mientras mamá estaba en la cocina, le pregunté: «¿No le ves cara de cretino, de vividor?» «Posiblemente», dijo, y se acabó. No hubo otro comentario. Simplemente, cuatro días más tarde, hubo la aceptación del plan Arredondo, quien recibió la noticia con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos que inadvertidamente subastaban su alma. En realidad, no podía creer en tanta dicha.

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