Authors: Mario Benedetti
Tanteó la puerta de hierro, sabiendo lo que hacía, y comprobó que estaba abierta. La empujó suavemente para que no rechinara, y penetró, después de veinticinco años, en el jardín de siempre. A la derecha, el cantero de malvones blancos y la estatua con los tres angelitos que seguían orinando. Después la piedra larga, donde en las mañanas de verano había jugado interminables solitarios de payana. Luego el abeto del Cáucaso, que había llegado en su cajoncito de procedencia europea, aunque no precisamente del Cáucaso, y que todos anunciaron que se iba a secar. Allá atrás, medio oculta por la casa, la glorieta; uno de los bancos se había roto, y las hojas —quién sabe— parecían más débiles y oscuras.
Entonces la puerta se abrió y Pascual vio algo así como la madre de Isoldita, o la tía, o acaso una parienta vieja, que no sabía exactamente qué decir. Pero la sonrisa conservaba su nombre. «¿Cómo le va, Isoldita?», dijo con cierta vergüenza. Ella le tendió la mano y él sintió la obligación de entrar, la horrible curiosidad de intrc>ducirse en la sala y enfrentarse al gran retrato al óleo de la madre, hecho por aquel pintor vasco que había cobrado trescientos pesos por olvidar el tiempo y las arrugas. No se detuvo allí, pasó rápidamente siguiendo a Isoldita, pero la ojeada le bastó para comprobar qué poco recordaba de aquel rostro. La cuñada llevaba luto, por Susana, claro, y toda la casa estaba a oscuras, las persianas cerradas y hasta un toldo corrido. «Matías está arriba», dijo ella, como disculpándose. Pascual se sintió levemente mareado. En rigor le vino una bocanada de asco al sentir un dolor agudo en las coyunturas por el esfuerzo de subir esa misma escalera que antes había trepado en cuatro saltos.
Isoldita abrió la puerta y con las cejas le indicó que entrara. Era el antiguo dormitorio de la madre pero estaba él —¿era «eso» Matías?— en el lado izquierdo de la cama con una bufanda grisácea, los ojos abo;agados y el cabello en mechones. Pascual se acercó, cada paso costándole una,vida, y Matías dijo, sin esfuerzo aparente: «Sentate allí, por favor.» Se sentó, no había abierto la boca y el otro ya agregaba: «Mirá, tenía que hablarte. Ha habido un mal entendido ¿sabés?» Pascual sintió un repentino calor en las sienes y movió los labios: « ¿Te parece?» Matías estaba nervioso, con las manos estrujaba la colcha y no hallaba acomodo.
De pronto empezó a hablar, lo dijo todo casi de un tirón. Más tarde Pascual iba a recordar confusamente que él había querido interrumpir la explicación, pero que de nada había servido. Matías, aflebrado, incrustando las palabras en su propia tos, gritando a veces, acomodando maquinalmente la almohada que siempre tendía a resbalársele detrás de la cabeza, parecía afanoso por llegar al final, por convencerse de que el otro entendía: «Voy a serte franco. Claro, quizás ya no sea tiempo de ser franco. Pensarás así y tendrás razón, toda la razón del mundo. Lo cierto es que cuando murió mamá... el quince hizo veinticinco años, parece mentira... yo dejé de verte, de hablarte... te juro que habías terminado para mí... Sí, ya sé, no viniste a verme, me negaste el saludo, eso fue lo peor, porque yo creía que no querías hablarme de las joyas... Claro, claro... Ya sé que no, pero entonces lo ignoraba todo. Sólo comprendía que no querías hablarme porque te habías llevado el collar, los anillos, los pendientes... Para mí eso era indiscutible, porque habían desaparecido y vos no hablabas de ese tema prohibido. Yo no sé qué habrán representado para vos; para mí, al ínenos, eran la presencia de mamá. Por eso no podía perdonarte, ¿me entendés? No podía perdonarte que no quisieras hablar del asunto, y, a la vez (aquí está mi necedad), no quería hablarte yo. Comprendé que yo no podía pedirte nada. Esperé que vinieras, no sabés con qué ansia esperé que vinieras. ¡Pero cómo te odiaba! Durante veinticinco años, día por día, ¿no te parece francamente horrible? Quién sabe hasta cuándo se hubiera estirado ese rencor si no muere Susana... Nos llamó hace unos días, ¿sabés? Apenas podía hablar, pero nos dio las joyas. Era ella, la cretina. Se las había llevado cuando la muerte de mamá. Ella, la inmunda Isoldita la miraba y no podía creerlo. Veinticinco años... ¿te das cuenta? Y yo sin hablarte... yo sin verte ...»
Sólo entonces parece aflojarse y relajar un poco músculos y nervios. Pero en seguida recuerda lo demás y se apoya en la mesita de noche. Las manos le tiemblan un poco, pero abre ruidosamente uno de los cajones y saca un paquete verde y alargado. «Tomá», dice, y lo tiende a Pascual. «Tomá, te digo. Quiero castigarme por mi necedad, por mi desconfianza. Ahora que al fin tengo las joyas, quiero que te las lleves. ¿Entendés?»
Pascual no dice nada. Tiene sobre las rodillas el paquetito verde y se siente como nunca ridículo. Trata de pensar: «De modo que Susana ...», pero ya Matías ha arrancado de nuevo y habla a los tirones: «Hay que recuperar el tiempo perdido. Quiero tener otra vez un hermano. Quiero que vengas a vivir con nosotros, aquí, en tu casa. Isoldita también te lo pide.»
Pascual balbucea que lo va a pensar, que ya habrá tiempo para discutirlo con calma. No puede más, eso es lo grave. Quiere salir de la sorpresa, saber a ciencia cierta qué piensa de esto, pero la voz del otro lo acorrala, le exige —como el más adecuado recibo de las joyas— el fétido perdón.
Matías tiene ahora otro acceso de tos, mucho más violento que los anteriores, y Pascual aprovecha la tregua para ponerse de pie, murmurar cualquier evasiva, prometiendo volver, y estrechar el sudor de aquella mano que parece gemela de la suya. " cuñada que ha asistido, sin pronunciarse, a todo el arrepentimiento, lo acompaña otra vez hasta la puerta. «Adiós, Isolda», dice, y ella, agradecida, no le exige que vuelva.
Mira sin nostalgia la piedra larga y los angelitos, cierra la puerta de hierro de modo que rechine, y de nuevo se encuentra en la calle. A decir verdad, no ha claudicado. La mano izquierda sigue apretando el paquete y él siente de pronto unas ganas irrefrenables de fumar. Entonces se detiene en la esquina, enciende un cigarrillo, y al sentir en el paladar la vieja fruición del humo, ve repentinamente todo claro. Ahora las joyas ya no importan, el odio hacia Matías sigue intacto; la prima Susana que en paz descanse.
(1955)
El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
—Hola, Matilde —dijo y se dio vuelta.
La mujer sonrió y le tendió la mano.
—No sabía que los hombres fueran tan presumidos. Él se rió, mostrando los dientes.
—Pero a esta hora —dijo ella— usted tendría que estar trabajando.
—Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.
—Además —dijo— estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.
—Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
—¿Dispone de un rato? —preguntó él.
—Sí.
—¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?
—Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.
—Aquí se come bien —dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.
Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.
—¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?
—Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
—Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una mancha de tinta.
—Nunca hemos conversado francamente ——dijo—. Usted y yo.
—Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.
—¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.
—¿Amiga de su mujer? —preguntó ella.
—Sí.
—Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.
—Quisiera conocerla —dijo ella.
—¿A quién? ¿A esa que pasó?
—No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.
—Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
—No sea hipócrita. Yo sé como soy.
—Yo también sé como es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.
—¿Cómo es estar casado? —preguntó ella. Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.
—Debía haberme lavado. Mire qué mugre...
La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.
—Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.
—Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda —dijo la mujer—, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una espec;.e de foto retocada.
—Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
—Supongo que sí.
—Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
—Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.
—Prefiero la foto sin retoques.
—¿Para qué?
—Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
—Bueno, para verla —agregó él—. Con esos retoques ya no sería usted.
—¿Y eso importa?
—Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»
—La quiere, ¿eh? —preguntó ella.
—¿A Amanda?
—Sí.
—Naturalmente. Son nueve años.
—No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
—Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.
—¿Y no es así?
—Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.
—¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.
Él sonrió sobre el pan con manteca.
—No es un punto en contra ——dijo— porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.
—En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.
—Vamos, no se enoje —dijo él—. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
—¿Nada menos?
—Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.
—¡Oh!
—Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.
—¿Y eso está mal?
—Realmente, no lo sé.
—¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
—Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.
—Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
—Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.
—No me interprete mal —dijo él—. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
—Yo, por ejemplo.
—Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.
—¿Y la conciencia?
—La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.
«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.
—Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos.
—Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.
—¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?
—Bueno.
—Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
—Es ridículo. De eso estoy seguro.
—Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mi.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un gesto.
—Mire, Matilde —dijo—. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.
—¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
—Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
—Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
—Que está en condiciones de conseguirlo todo.
—Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.