Cuentos completos (45 page)

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Authors: Mario Benedetti

Compensaciones

Pedro Luis le llevaba un año a Juan Tomás, pero eran tan exactamente iguales que todos los tomaban por mellizos. Además, como Pedro Luis se había atrasado un año en primaria debido a una escarlatina con complicaciones, a partir de ese momento habían hecho juntos el resto del colegio, todo el liceo y los dos años de Preparatorios [que fue de Arquitectura] así que la gente se había habituado a verlos por partida doble. Tanto los compañeros de clase como los profesores, cuando se dirigían a uno u otro empezaban inquiriendo de cuál de los dos se trataba. Sus jugarretas en Preparatorios pasaron a integrar el folklore estudiantil: cuando preparaban los exámenes se repartían las materias, y de ese modo sólo estudiaban la mitad, ya que cada uno daba dos veces [una como Juan Tomás y otra como Pedro Luis] la misma asignatura. Así pasaban de año aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Su solidaridad y colaboración fraternales llegaban a tales extremos que en más de una ocasión atendieron intermitentemente a alguna noviecita.

Sólo al entrar en Facultad sus caminos se bifurcaron, y fue por causas políticas: Pedro Luis tomó hacia la izquierda, Juan Tomás hacia la derecha. Pero ni uno ni otro se limitaron a opinar, sino que se lanzaron de lleno a las respectivas militancias. Juan Tomás empezó vinculándose a ciertos grupos de agitadores anticomunistas; Pedro Luis, a un movimiento clandestino de extrema izquierda. Una sola vez discutieron a fondo, todavía en los comienzos de la bifurcación, pero no pudieron entenderse, de modo que el tema quedó tácitamente abolido. Ambos siguieron viviendo en casa de los padres; por consideración a los viejos, que no acababan de entender la ruptura, había entre ambos el acuerdo tácito de no introducir tópicos conflictivos en las conversaciones hogareñas. Pero Juan Tomás sabía —por sus compinches— de las andanzas ilegales de Pedro Luis; y éste también estaba al tanto —por sus compañeros— de las faenas parapoliciales de su hermano menor.

Cuando estaban en segundo año de Facultad, Juan Tomás abandonó los estudios y se incorporó formalmente a los planteles policiales. Con frecuencia le llegaban a Pedro Luis noticias de que su hermano era responsable y ejecutor de torturas varias. El mayor, en cambio, siguió sus estudios, aunque no con el mismo ritmo, ya que la militancia le absorbía mucho tiempo. Durante este período cada uno desconfiaba del otro, y andaban por caminos tan separados, que ya nadie los confundía. Para los compañeros de Pedro Luis, aunque sabían de la sórdida existencia de Juan Tomás, virtualmente no contaba la presencia física de éste; para los socios y colegas de Juan Tomás, aunque conocían la militancia de Pedro Luis [si no lo habían detenido hasta ahora, por algo sería] no había adquirido importancia el problema de la increíble semejanza. Por otra parte, se diferenciaban hasta en el vestir: Juan Tomás llevaba casi siempre camisa, corbata roja, campera negra, y usaba portafolio, en tanto que Pedro Luis, fiel a la informalidad estudiantil, andaba con vaqueros, polera, y un bolsón de viaje colgado del hombro.La situación culminó un sábado de tarde. Pedro Luis había estudiado la noche anterior hasta muy tarde, así que, después del almuerzo familiar [minestrón, ravioles, cerveza] decidió echarse una siestita. Tenía sueño liviano, sabía que con una horita le alcanzaba: sólo hasta las tres, luego tenía reunión con los compañeros. Se despertó a las seis, sin embargo, la cabeza horriblemente pesada. Ya no podía llegar a la reunión, qué joda, así que se duchó y se afeitó. Cuando abrió el ropero, se encontró con que allí no estaban ni los vaqueros, ni la polera, ni el bolso. Fue sólo un relámpago [«el hijo de puta me puso una pichicata en la cerveza»], suficiente para imaginar a sus compañeros, reunidos con Juan Tomás y proporcionándole toda la vital información que éste buscaba. Ya era tarde. Imposible avisar a nadie. Sencillamente: el desastre.

Pedro Luis entró como una tromba en el dormitorio de Juan Tomás. Abrió el ropero, y no se sorprendió al encontrar allí la camisa, la corbata roja, la campera negra, el portafolio. En cinco minutos se vistió con la ropa de su hermano, abrió el portafolio, comprobó su contenido, y salió disparado, sin despedirse siquiera de los viejos. Tomó un taxi, que lo dejó frente a la «oficina» de Juan Tomás. Cuando entró, los policías lo saludaron con familiaridad, y él les hizo un guiño. En el segundo pasillo, un muchachón robusto se cruzó con él, le preguntó qué tal había salido «aquello», y él dijo que bárbaro.

Acabó por orientarse cuando un segundo robusto, que llevaba como él campera negra, le señaló una puerta cerrada: «Te espera el jefe». Golpeó con los nudillos, cautelosamente, y alguien, de adentro, lo invitó a pasar. En mangas de camisa, el jefe, sudoroso y eléctrico, conversaba con otros dos. Cuando vio de quién se trataba, interrumpió un momento el diálogo: «¿Te fue bien?» «Claro, como siempre», dijo Pedro Luis. «Ya termino. Quiero que me cuentes.» Pedro Luis se apartó y quedó de espaldas a la ventana.

El jefe empezó a dar rápidas instrucciones a los dos hombres. Era obvio que quería quedar libre para disfrutar de las buenas nuevas. De modo que Pedro Luis pudo hasta permitirse el lujo de no abrir enseguida el portafolio donde estaba —lustroso, contundente y neutro— el treinta y ocho largo de Juan Tomás.

Las persianas

Marcelo llegó como todas las noches a su apartamento de solo. Lentamente se fue despojando: sobre la mesita dejó el llavero, el bolígrafo, los lentes, la billetera, la cajita de preservativos [siempre llevaba una, por las dudas, aunque por lo general acababa rota o arrugada, de tanto vegetar en el bolsillito delantero del pantalón], el portafolios, el peine, el reloj con almanaque, el escarbadientes de plástico, las pastillas de pepsina y pancreatina, el pañuelo, la cédula de identidad con su cara de pocos amigos.

Había en el ambiente un tufo bien espeso, así que puso en marcha el acondicionador de aire, no en el punto más violento [siempre que lo ponía, acababa resfriándose] sino en el más suave y silencioso. Se quitó el saco y la corbata, se arremangó la camisa. Abrió la ventana. Desde el exterior venía un vaho caliente. Miró hacia el otro bloque del edificio. Casi todas las ventanas y persianas estaban cerradas. Le costó bastante cerrar las persianas. «Voy a tener que cambiarle la falleba».

Sumando los dos bloques, el edificio tenía apartamentos. En realidad, él tenía poca o ninguna relación con los otros habitantes. A veces, cuando asistía a la asamblea de propietarios, conversaba cinco minutos con uno u otro, los suficientes para ofrecer o aceptar un cigarrillo o lamentarse juntos por el calamitoso estado de las cañerías.

Sabía, eso sí [se enteró por azar] que en un apartamento del otro bloque, precisamente el que quedaba frente al suyo, vivía una mujer sola, ya madura pero todavía muy presentable. En las asambleas la llamaban «señora Galván». Nunca se encontraban en el ascensor, ya que cada bloque tenía su ascensor propio, pero en alguna rara ocasión habían coincidido en el ritual de abrir o cerrar ventanas y persianas, y se habían saludado con un discreto movimiento de las cabezas: semicalva la de él, pelirroja la de ella.

Marcelo encendió el televisor y empezó a recorrer los canales. En el primero, una parejita rubia y casi etérea corría grácilmente en la mitad primaveral de un bosque, para concluir, al cabo de los treinta segundos de rigor, en la oferta de un
shampoo
sin lugar a dudas maravilloso. [La noche anterior había visto, en un comercial de botas y botitas, la mitad invernal del mismo bosque.] Otro canal: la pantera rosa. Cambio urgente. Ahora un señor gordito, con voz de falsete, entrevista compulsivamente a un espigado industrial que maneja como un prócer los monosílabos. Es obvio que el gordito se siente frustrado ante ese laconismo que no figuraba en sus planes. En su desesperación, formula preguntas cada vez más largas y complejas, pero el industrial sigue respondiendo con monosílabos que, aunque esto suene a disparate, son cada vez más breves. Un alevoso primer plano muestra la frente del gordito [¿cómo dicen los cronistas de boxeo?], ah sí, «perlada de sudor». Marcelo quisiera sentir piedad pero no puede, y acude esperanzado al próximo canal. Teleteatro, por fin. Elige conscientemente la propuesta. Nunca pudo evitar que lo fascinaran esos forcejeos sentimentales, a cuál más gelatinoso. Ya ha aprendido el secreto. De marzo a octubre todos los amores son
no correspondidos,
pero a principios de noviembre ya la mayoría de ellos empiezan a corresponderse. Y es lógico, porque la telenovela debe concluir, antes de Navidad, con un desenlace edificante. Marcelo hace una prueba que otras noches le ha resultado entretenida. Baja el sonido del televisor y comienza a imaginar los diálogos. El actor está un poco tieso, recostado en la pared de utilería [quizá la aparente tiesura sólo sea miedo a un posible derrumbe] y la expresión de la actriz, que está a un metro y medio de distancia, es de gran exaltación. Las palabras que, en su pasatiempo, coloca Marcelo en labios del actor, son de persuasiva conquista. Las que luego pone en boca de la actriz son de angustioso y progresivo acatamiento. Qué pasión, carajo. La muchacha se acerca prometedora al hombre que, canchero, no mueve ni el meñique; tan sólo mira. Ya está, piensa Marcelo, ahora se abrazan. Pero no. La bofetada fue tan tremenda que, aun sin sonido, a Marcelo le pareció sentirla. «Una cosa por lo menos está clara: yo jamás serviría para libretista de televisión».

Como tratamiento homeopático de alienación, ya es suficiente. Así que apaga el televisor. Sin la combustión de santa ira que propagaba la pantallita, el ambiente parece ahora más fresco. Marcelo se desviste, se ducha en silencio [años atrás habría cantado
El último organito
, ideal para acompañar el enjuague]. Vuelve así, desnudo, al ambiente único, secándose aún con la toalla a cuadros.

Se enfrenta al espejo del placard y, como siempre, la imagen de su propia panza lo desalienta. Ya no sabe qué dejar de comer y de beber: suspendió el pan, las bebidas gasificadas, ¡los ravioles!, la sal, los postres. Todo en vano. La cintura apenas disminuyó tres centímetros en cinco meses. Cinco meses que fueron, en cuanto a alimentación, los más aburridos de sus treinta y nueve años. En ese preciso instante decide que el sacrificio no vale la pena, y para mañana se promete un almuerzo con pastas, vino tinto y copa melba. Reconoce que la decisión es cobarde pero también estimulante.

Nuevamente se mira al espejo, y le parece notar cierto bultito en la ingle. Se acerca más al espejo pero no alcanza a distinguir de qué se trata, ya que esa zona está cubierta de vello. Entonces se coloca los anteojos y vuelve a examinarse: eh, es algo así como un forúnculo todavía inmaduro. Se tranquiliza.

De frente a la ventana cerrada hace ejercicios respiratorios durante cinco minutos. Luego los suspende porque no quiere sudar. Hace ademán de ponerse el pijama, pero desiste. Con este calor será mejor dormir desnudo. Enciende la radio portátil y suena el viejo y querido bandoneón de Troilo. Como burlándose de sí mismo, baila unos pasos de tango [¡qué desastre!], así como está, solo y desnudo, con cortes y todo.

Pero el bandoneón deja paso al
informativo gigante
[«¿cómo será un informativo enano?»] y por ahora las noticias no son bailables. Puede que lo sean cuando muera Franco, pero ¿morirá? Entonces se acuesta, lee un rato, pero este Séptimo Círculo no es muy entretenido. Apronta el despertador, apaga la portátil y trata de dormir. Entonces llega el consabido calambre del pie izquierdo. Los dedos se le encogen, como si quisieran pellizcar la sábana. Putea un poco, con la escasa convicción de quien no tiene destinatario a la vista. No hay otro remedio que encender la luz, levantarse, saltar en un solo pie, absolutamente ridículo, masajearse durante un largo rato la zona acalambrada hasta que los cinco ganchos vuelven a ser dedos.

Otra vez se acuesta, y ahora sí se duerme enseguida, como escurriéndole el bulto al próximo calambre. La pesadilla no es demasiado terrible: él camina por un puente que no está sobre un río sino sobre la tierra, y abajo, junto a un arbusto rojizo, está Mabel, su antigua novia de provincia; él quiere gritarle, llamarla, pero aunque mueve los labios no le sale la voz; ella mira obstinadamente a otra parte, como buscando o esperando a alguien que, por supuesto, no es él.

No lo sacude el despertador; en realidad lo despierta la luz del nuevo día. En un primer instante cree estar despertando de una larga siesta, pero enseguida advierte su error y se sobresalta cuando comprende cuál es la causa de tanta luz: las persianas están abiertas, o mejor dicho se abrieron después que él las cerró [«esa falleba de mierda»]. Vale decir [y aquí el respingo es mayor] que todas sus boludeces de la víspera, o sea la búsqueda del forúnculo, los pasos de tango, los ejercicios respiratorios, los saltitos cuando el calambre, todo eso pudo ser visto por la vecina de enfrente. Ya se imagina a la señora Galván telefoneando al mediodía a sus buenas amigas: «¿Vos podrás creer que anoche había un tipo en pelota en el apartamento de enfrente? ¡No te imaginás todo lo que hizo! Bailó, saltó, y se revolvía los pelos ahí adelante... ¿entendés?» Y la amiga le diría: «¿No será un exhibicionista?» Y la señora Galván dirá que no, que ella lo conoce [sólo de vista, claro] y es un tipo serio, ya grande. Y la amiga le dirá que ésos son los peores. Ajá. Pero ¿y si la señora Galván dice que no lo había pensado pero que efectivamente puede ser un exhibicionista, con qué cara va a mirarla de ahora en adelante? Porque una cosa es desnudarse, y desnudar a una linda hembrita, así es bárbaro, pero que semejante pelotudo brinde un estúpido
show
con las persianas abiertas, eso le parece sencillamente una porquería.

Se viste rápidamente, se lava la cara y los dientes. En verano siempre prefiere bañarse de noche. Además quiere salir lo más temprano posible, a fin de no encontrarse en el hall del edificio con la señora Galván. Antes de salir, casi cierra las persianas. ¿Para qué? Tarde piaste.

Baja en el ascensor número dos, pero al abrir la puerta en planta baja, ve a la señora Galván. Evidentemente, el encuentro para ella es un
shock
. Marcelo, por su parte, no la puede mirar de frente. Pide permiso y se queda unos minutos en la puerta de la calle, esperando a nadie. La mujer permanece un momento junto a la puerta del ascensor. Lo mira, pero cuando le parece advertir que Marcelo también la mira o va a mirarla, entonces aparta la vista. Por fin Marcelo percibe que ella va a acercarse. Está a punto de huir despavorido, pero prefiere aclarar la situación. Hay que cortar por lo sano.

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