Authors: Mario Benedetti
El primer síntoma de que la estación reanudaba su rutina, fue una corriente de aire. Ambos estornudaron. Luego se encendieron todas las luces. Raúl sostuvo el espejito mientras ella se ponía presentable. Él mismo se peinó un poco. Cuando subían lentamente las escaleras, se cruzaron con la primera avalancha de madrugadores. Él iba pensando en que ni siquiera la había besado y se preguntaba si no se habría pasado de discreto. Afuera no hacía tanto frío como la víspera.
Sin consultas previas, empezaron a caminar por el boulevard Bonne Nouvelle, en dirección a la sucursal de Correos. «¿Y ahora?», dijo Mirta. Raúl sintió que le había quitado la pregunta de los labios. Pero no tuvo oportunidad de responder. Desde la acera de enfrente, otra muchacha, de pantalones negros y buzo verde, les hacía señas para que la esperaran. Raúl pensó que sería una amiga de Mirta. Mirta pensó que sería una conocida de Raúl. Al fin la chica pudo cruzar y los abordó con gran dinamismo y acento mexicano: «Al fin los encuentro, cretinos. Toda la noche llamándolos al apartamento, y nada. ¿Dónde se habían metido? Necesito que Raúl me preste el Appleton. ¿Puedes? ¿O acaso es de Mirta?».
Quedaron mudos e inmóviles. Pero la otra arremetió. «Vamos, no sean malos. De veras lo preciso. Me encargaron una traducción. ¿Qué les parece? No se queden así, como dos estatuas, por no decir como dos idiotas. ¿Van al apartamento? Los acompaño.» Y arrancó por Mazagran hacia la rue de l'Echiquier, acompañando su apuro con un bien acompasado movimiento de trasero. Raúl y Mirta caminaron tras ella, sin hablarse ni tocarse, cada uno metido en su propia expectativa. La chica nueva dobló la esquina y se detuvo frente al número 28. Los tres subieron por la escalera (no había ascensor) hasta el cuarto piso. Frente al apartamento 7, la muchacha dijo: «Bueno, abran». Con un movimiento particularmente cauteloso, Raúl descolgó del cinto su viejo llavero, y vio que había, como siempre, tres llaves. Probó con la primera; no funcionó. Probó con la segunda y pudo abrir la puerta. La chica atropelló hacia el estante de libros que estaba junto a la ventana, casi arrebató el Appleton, besó en ambas mejillas a Raúl, luego a Mirta, y dijo: «Espero que cuando venga esta noche hayan recuperado el habla. ¿Se acuerdan de que hoy quedamos en ir a lo de Emilia? Lleven discos, please». Y salió disparada, dando un portazo.
Mirta se dejó caer sobre el sillón de esterilla. Raúl, sin pronunciar palabra, con el ceño fruncido y los ojos entornados, comenzó a revisar el apartamento. En el estante encontró sus libros, señalados y anotados con su inconfundible trazo rojo; pero había otros nuevos, con las hojas a medio abrir. En la pared del fondo estaba su querida reproducción de Miró; pero además había una de Klee que siempre había codiciado. Sobre la mesa había tres fotos: una, de sus padres; otra, de un señor sospechosamente parecido a Mirta; en la tercera estaban Mirta y él, abrazados sobre la nieve, al parecer muy divertidos.
Desde que apareciera la chica del Appleton, no se había atrevido a mirar de frente a Mirta. Ahora sí la miró. Ella retribuyó su interés con una mirada sin sombras, un poco fatigada tal vez, pero serena. No la ayudó mucho, sin embargo, ya que en ese instante Raúl tuvo la certeza, no sólo de que había hecho mal en divorciarse de su esposa montevideana, histérica pero inteligente, malhumorada pero buena hembra, sino también de que su segundo matrimonio empezaba a deteriorarse. No se trataba de que ya no quisiera a esa delgada, friolenta, casi indefensa mujer que lo miraba desde el sillón de esterilla, pero para él estaba claro que en sus actuales sentimientos hacia Mirta quedaba muy poco del ingenuo, repentino, prodigioso, invasor enamoramiento de cinco años atrás, cuando la había conocido en cierta noche increíble, cada vez más lejana, cada vez más borrosa, en que, por una trampa del azar, quedaron encerrados en la estación Bonne Nouvelle.
Los hechos
son siempre vacíos,
son recipientes
que tomarán
la forma
del sentimiento
que los llene.
JUAN CARLOS ONETTI
Hijo de un maestro primario y de una costurera; delgado, de buena estatura, ojos oscuros y manos suaves, podía haber pasado por un habitante promedio de Rosales, ese pueblito aséptico, alfabetizado e industrioso, con su destino más visible ligado a dos fábricas [poderosas, humeantes, cuadradas] de capital extranjero. Oliva era comisario como pudo haber sido albañil o bancario, es decir no por vocación sino por azar. Por otra parte, durante largos años la policía casi no había tenido sentido en la vida cotidiana de Rosales, ya que allí nadie delinquía. El último crimen, un recuerdo que tenía por lo menos veinte años, había sido un típico crimen de amor: el almacenero don Estévez había matado a su mujer, enferma de un cáncer incurable, nada más que para ahorrarle las últimas semanas de insoportable agonía. Alguna que otra noche asomaban en la plaza, dignificada por la iglesia y la jefatura, dos o tres alcohólicos moderados, pero la policía nunca intervenía porque esos tipos tenían la borrachera alegre y se limitaban a entonar viejas milongas o a rememorar un evangelio de chistes que ellos creían indiscutiblemente procaces y que en realidad eran de una inocencia casi adolescente.
El comisario frecuentaba el café, donde jugaba a la generala con el dentista o el boticario, y a veces hasta aparecía por el Club, donde discutía amigablemente con el periodista Arroyo sobre deportes y política internacional. En rigor, la especialidad periodística de Arroyo no eran ni los deportes ni la política internacional, sino la sabia, escurridiza astrología, pero en su diaria sección de horóscopos ["Los astros y vos"] hacía a menudo referencias muy concretas y muy verificables sobre distintos matices de un futuro presumiblemente cercano. Y eran matices en tres zonas: la internacional, la nacional y la pueblerino. Tantos aciertos se había anotado en los tres órdenes, que su sección astrológica en
La Espina de Rosales
[diario de la mañana] era consultada con atención y respeto no sólo por las mujeres sino por todos los rosaleros.
Quizá valga la pena aclarar que el nombre del pueblo no era —ni es— Rosales. Aquí se lo adopta sólo por razones de seguridad. En el Uruguay de hoy no sólo las personas, los grupos políticos o los sindicatos, han ido pasando a la ilegalidad; también hay barrios y pueblos y villas, que se han vuelto clandestinos.
Es a partir del golpe del ’73 que el comisario Oliva sufre una radical transformación. El primer cambio visible fue en su aspecto externo: antes no usaba casi nunca el uniforme, y en verano se le veía a menudo en mangas de camisa. Ahora el uniforme y él eran inseparables. Y ello había dado a su rostro, a su postura, a su paso, a sus órdenes, una rigidez y un autoritarismo que un año atrás habrían sido absolutamente inverosímiles. Además había engordado [según los rosaleros, se había "achanchado"] rápida e inconteniblemente.
Al principio, Arroyo miraba aquel cambio con cierta incredulidad, como si creyera que el comisario estaba simplemente desarrollando un gran simulacro. Pero la noche en que mandó detener a los tres borrachitos de rigor por «desórdenes y vejámenes al pudor», cuando la verdad era que habían cantado y contado como siempre, esa noche Arroyo comprendió que la transformación iba en serio. Y al día siguiente las columnas de "Los astros y vos" comenzaron a expresar un pronóstico sombrío para el futuro cercano y rosalero.
El único liceo del pueblo tuvo por primera vez un paro estudiantil. Al igual que en otras localidades del Interior, asistían al liceo jóvenes de muy desparejadas edades: unos eran casi niños y otros eran casi hombres. En este paro inaugural, los muchachos protestaron contra el golpe, contra el cierre del parlamento, contra la clausura de sindicatos, contra las torturas. Totalmente desprevenidos con respecto al cambio operado en Oliva, desfilaron con pancartas alrededor de la plaza, y antes de concluir la segunda vuelta, ya fueron detenidos. Todavía los policías le pidieron disculpas [algunos eran tíos o padrinos de los «revoltosos»], agregando a nivel de susurro, entre crítico y temeroso, que eran «cosas de Oliva». De los sesenta detenidos, antes de las veinticuatro horas el comisario soltó a cincuenta, no sin antes propinarles una larga filípica, en el curso de la cual dijo, entre otras cosas, que no iba a tolerar «que ningún mocoso lo llamara fascista». A los diez restantes [los únicos mayores de edad] los retuvo en la comisaría, incomunicados. A la madrugada se oyeron claramente quejidos, pedidos de auxilio, gritos desgarradores. A los padres [y sobre todo a las madres] les costó convencerse de que en la comisaría estaban torturando a sus muchachos. Pero se convencieron.
Al día siguiente, Arroyo se puso aún más sombrío en su anuncio astrológico. Soltó frases como éstas: "Alguien acudirá a siniestras formas represivas destinadas a arruinar la vida de Rosales, y eso costará sangre, pero a la larga fracasará." En el pueblo sólo había un abogado que ejercía su profesión, y los padres acudieron a él para que defendiera a los diez jóvenes, pero cuando el doctor Borja se lanzó a la búsqueda del juez, se encontró con que éste también estaba preso. Era ridículo, pero además era cierto. Entonces se armó de valor y se presentó en la comisaría, pero no bien mencionó palabras como habeas corpus, derecho de huelga, etc., el comisario lo hizo expulsar del recinto policial. El abogado decidió entonces viajar a la capital; no obstante, y a fin de que los padres no concibieran demasiadas esperanzas, les adelantó que lo más probable era que en Montevideo apoyaran a Oliva. Por supuesto, el doctor Borja no regresó, y varios meses después los vecinos de Rosales empezaron a enviarle cigarrillos al penal de Punta Carretas. Arroyo pronosticó: «Se acerca la hora de la sinrazón. El odio comenzará a incubarse en las almas buenas.»
Sobrevino entonces el episodio del baile, algo fuera de serie en los anales del pueblo. Una de las fábricas había construido un Centro Social para uso de sus obreros y empleados. Lo había hecho con el secreto fin de neutralizar las eventuales rebeldías laborales, pero hay que reconocer que el Centro Social era usado por todo Rosales. Los sábados de noche la juventud, y también la gente madura, concurrían allí para charlar y bailar. Los bailes de los sábados eran probablemente el hecho comunitario más importante. En el Centro Social se ponían al día los chismes de la semana, arrancaban allí los futuros noviazgos, se organizaban los bautizos, se formalizaban las bodas, se ajustaba la nómina de enfermos y convalecientes. En la época anterior al golpe, Oliva había concurrido con asiduidad. Todos lo consideraban un vecino más. Y en realidad lo era. Pero después de la transformación, el comisario se había parapetado en su despacho [la mayoría de las noches dormía en la comisaría, «en acto de servicio»] y ya no iba al café, ni concurría al Club [su distanciamiento con Arroyo era ostensible] ni menos aún al Centro Social. Sin embargo, ese sábado apareció, con escolta y sin aviso. La pobrecita orquesta se desarmó en una carraspera del bandoneón, y las parejas que bailaban se quedaron inmóviles, sin siquiera desabrazarse, como una caja de música a la que de pronto se le hubiese estropeado el mecanismo.
Cuando Oliva preguntó «¿Quién de las mujeres quiere bailar conmigo?», todos se dieron cuenta de que estaba borracho. Nadie respondió. Dos veces más hizo la pregunta y tampoco respondió nadie. El silencio era tan compacto que todos [policías, músicos y vecinos] pudieron escuchar el canto no comprometido de un gallo. Entonces Oliva, seguido por sus capangas, se acercó a Claudia Oribe, sentada con su marido en un banco junto al ventanal. En el sexto mes de su primer embarazo, Claudia [rubia, simpática, joven, bastante animosa] se sentía pesada y se movía con extrema cautela, ya que el médico la había prevenido contra los riesgos de un aborto.
«¿Querés bailar?», preguntó el comisario, tuteándola por primera vez y tomándola de un brazo. Aníbal, el marido, obrero de la construcción, se puso de pie, pálido y crispado. Pero Claudia se apresuró a responder: «No, señor, no puedo.» «Pues conmigo vas a poder», dijo Oliva. Aníbal gritó entonces: «¿No ve la barriga que tiene? Déjela tranquila, ¿quiere?» «No es con vos que estoy hablando», dijo Oliva. «Es con ella, y ella va a bailar conmigo.» Aníbal se le fue encima, pero tres de los capangas lo sujetaron. «Llévenselo», ordenó Oliva. Y se lo llevaron. Rodeó con su brazo uniformado la deformada cintura de la encinta, hizo con la ceja una señal a la orquesta, y cuando ésta reinició desafinadamente la queja interrumpida, arrastró a Claudia hasta la pista. Era evidente que a la muchacha le faltaba el aire, pero nadie se animaba a intervenir, entre otras contundentes razones porque los custodias sacaron a ventilar sus armas. La pareja bailó sin interrupción tres tangos, dos boleros y una rumba. Al término de ésta, y con Claudia a punto de desmayarse, Oliva la trajo otra vez hasta el banco, dijo:«¿Viste cómo podías?», y se fue. Esa misma noche Claudia Oribe abortó.
El marido estuvo incomunicado durante varios meses. Oliva disfrutó encargándose personalmente de los interrogatorios. Aprovechando que el médico de los Oribe era primo hermano de un Subsecretario, una delegación de notables, presidida por el facultativo, fue a la capital para entrevistarse con el jerarca. Pero éste se limitó a aconsejar: «Me parece mejor no mover este asunto. Oliva es hombre de confianza del gobierno. Si ustedes insisten en una reparación, o en que lo sancionen, él va a comenzar a vengarse. Estos son tiempos de quedarse tranquilo y esperar. Fíjense en lo que yo mismo hago. Espero ¿no?»
Pero allá en Rosales, Arroyo no se conformó con esperar. A partir de ese episodio, su campaña fue sistemática. Un lunes, la columna «Los astros y vos» expresó en su pronóstico para Rosales: «Pronto llegará la hora en que alguien pague.» El miércoles añadió: «Negras perspectivas para quien hace alarde de la fuerza ante los débiles». El jueves: «El autoritario va a sucumbir y lo merece.» Y el viernes: «Los astros anuncian inexorablemente el fin del aprendiz. Del aprendiz de déspota.»
El sábado, Oliva, concurrió en persona a la redacción de
La Espina de Rosales
. Arroyo no estaba. Entonces decidió ir a buscarlo a la casa. Antes de llegar les dijo a los custodias: «Déjenme solo. Para entenderme con este maricón hijo de puta, yo me basto y me sobro.» Cuando Arroyo abrió la puerta, Oliva lo empujó con violencia y entró sin hablarle. Arroyo no perdió pie, y tampoco pareció sorprendido. Se limitó a tomar cierta distancia del comisario y entró en la única habitación que daba al zaguán y que oficiaba de estudio. Oliva fue tras él. Pálido y con los labios apretados, el periodista se situó detrás de una mesa con cajones. Pero no se sentó.