Authors: Mario Benedetti
Y ahora ella estaba allí. La veía y enseguida la perdía de vista. A veces distinguía su tapado azul, o su cabeza que ya no era roja, pero de nuevo la perdía. Y así avanzaba, procurando no dar codazos porque en aquella muchedumbre no había enemigos. Pero ella, que no me había visto, también se movía y no precisamente hacia mí.Fue entonces que hubo un aaah de alerta, que fue creciendo, y luego gritos y corridas y gente que tropezaba y caía, porque la represión había empezado y sonaban disparos y tableteos y había humo y palos y yo queriendo verla, intentaba correr hacia ella, pero en la confusión las distancias variaban de minuto en minuto y ya era bastante la furia que se descargaba sobre nosotros y había que escapar, tiranos temblad, quizá el temblor era ese tableteo, y todo seguía aconteciendo en un nivel onírico, sólo que esos uniformados no eran ingrávidos y el sueño se había convertido en pesadilla.
5.
La quinta vez fue en Atocha, antes de que tomáramos el tren nocturno que iba a Andalucía, un domingo de octubre de 1981. Yo llevaba cinco años viviendo en Madrid, como tercera escala del exilio. Dos días después de aquel imborrable 9 de julio, fueron a buscarme a casa de Norma, mi ex mujer, quien tuvo el buen tino de decirles que, aunque estábamos separados, tenía la impresión de que yo había viajado al extranjero. ¿Dónde? «Ni idea, él siempre viaja mucho y lógicamente, dada nuestra actual situación, no se molesta en comunicármelo.» Buena actriz, por suerte. Y yo, un sedentario congénito, tuve que irme a hurtadil as. Pero aun así, antes de cruzar la frontera, escondido en casa de amigos por tres o cuatro días, pude averiguar que Celina había sido detenida. También su hijo.Me aseguraron que el arquitecto no salía de su estupor, y que era un estupor con doble llave.
Primero estuve en Porto Alegre, luego en París, por fin en Madrid, donde no me fue fácil conseguir trabajo. Durante seis meses viví de lo poco que me mandaban mis hermanas, pero esa ayuda me provocaba (resabios de machismo, claro) una incomodidad casi a flor de piel. Me sentía un
gigolo
de mis propias hermanas, y eso, en mi marco de pequeño burgués progresista, era un escándalo. Por suerte, un buen grabador mexicano a quien yo conocía desde tiempo atrás porque había expuesto sus litografías en La Paleta, me presentó a la propietaria de una rimbombante galería del barrio de Salamanca, habló maravillas de mi conocimiento del ramo y como resultado empecé a trabajar. La dueña, una noruega veterana y buena tipa, pese a que no creyó una sola palabra del panegírico, se mostró dispuesta a sacarme del pozo. Más tarde se fue convenciendo de que yo podía serle de utilidad y empezó a mandarme a provincias a fin de que descubriera jóvenes promesas. Reconozco que descubrí varias, y doña Sigrid, como yo la llamaba, me fue tomando confianza.
Esta vez me enteré rápidamente de la presencia de Celina en Madrid. Había pasado tres años en la cárcel, acusada de servir de correo internacional, al servicio de actividades «subversivas». La habían tratado mal, pero no tan mal como a otras mujeres, casi todas mucho más jóvenes, que cayeron en aquellas jornadas de espanto. Por un lado su edad (cuando fue detenida tenía 52 y al salir 55) y sus maneras dignas y seguras que establecían una inevitable distancia con aquellos omnipotentes en bruto, y por otro sus vinculaciones con medios diplomáticos y políticos, hicieron que los militares le guardaran cierta consideración, aunque ésta siempre estuviera ligada a algo que para ellos constituía un enigma: por qué una dama culta, de buena familia, de aspecto impecable, de hábitos refinados, había arriesgado su confort, su libertad y hasta su matrimonio, comprometiéndose en una tarea loca, irresponsable, y para ellos sobre todo delictiva. Como en el fondo querían ser suaves con ella (aunque por supuesto sin hacerse acreedores a ningún tirón de orejas, ni de galones) fabricaron para sí mismos una explicación que les pareció verosímil: el hijo había estado metido hasta el pescuezo en faenas conspirativas y ella simplemente le había dado una mano. Una vez que la motivación adquirió un tinte maternal, y por ende familiar, occidental y cristiano, ya estuvieron en condiciones de tolerar su propia tolerancia. Hubo, es cierto, un suboficial que en un interrogatorio especialmente duro, frente a los altivos desplantes de la detenida perdió la compostura y la abofeteó varias veces, partiéndole el labio y dejándole un ojo tumefacto, pero también es cierto que el impulsivo fue sancionado. Celina (todo lo fui sabiendo de a poco, por amigos comunes) se sentía, en medio de todo, una privilegiada, ya que luego compartió su celda con varias muchachas que estaban literalmente reventadas. En cuanto a su hijo, sólo pudieron probarle una mínima parte de la pirámide de acusaciones, pero a él sí lo torturaron con delectación y estuvo cuatro meses en el Hospital Militar. Cumplió su condena de cinco años y luego lo deportaron. Ahora vivía con su mujer en Gotemburgo.
Para Celina esos años fueron decisivos. La prisión había cortado su vida en dos, y la libertad la había esperado con una pródiga canasta de problemas. En primer término, su matrimonio. La falta de solidaridad demostrada por el arquitecto (siempre había sido un hombre estrechamente vinculado a las transnacionales) había liquidado la convivencia conyugal, ya seriamente deteriorada en el momento de la detención. Fueron seis meses de discusiones interminables y por fin Celina decidió romper una unión que había durado nada menos que treinta años. Cuando todo estaba resuelto y habían por lo menos llegado al acuerdo de iniciar el divorcio una vez que Trejo regresara de un corto viaje a su paraíso norteño, el proyecto tuvo una brusca e imprevista modificación, ya que el arquitecto sufrió un síncope en el aeropuerto Kennedy, exactamente cuando los altavoces llamaban para su vuelo de Pan American. Mientras el hijo siguió en el penal, Celina permaneció en Montevideo, a pesar de que el muchacho, en cada visita, le pedía que se fuera: «Yo sé por qué te lo digo. Andate vieja.» Pero la vieja sólo hizo sus bártulos cuando él le telefoneó desde Estocolmo que había llegado bien.
Precisamente, Celina venía ahora de Suecia, donde había pasado un mes con el hijo y la nuera. Su proyecto era estar dos meses en España y luego decidiría. Su situación económica le daba cierta seguridad, y aunque ayudaba frecuentemente al hijo, no pasaba dificultades.
Cuando la localicé por teléfono, gritó «Leonel» antes de que le aclarara quién la llamaba. Teníamos que vernos, claro, pero le dije que el domingo yo debía partir por tren nocturno hacia Andalucía y le propuse que me acompañara, así aprovechábamos el viaje a Huelva y Málaga y Granada para contarnos una vez más quiénes éramos. Hubo veinte segundos de silencio que me parecieron media hora y por fin dijo que bueno. Yo me encargaría de los billetes y de reservar los compartimientos, individuales y de primera por supuesto. ¿De acuerdo? De acuerdo. Imaginé que estaría sonriendo y que aún ahora la Gioconda saldría perdidosa.
La noche del domingo llegué a Atocha media hora antes de lo convenido. Ella en cambio apareció con veinte minutos de atraso. Desde lejos venía pidiendo perdón, perdón, y lo siguió diciendo ya muy quedo junto a mi oído cuando nos abrazamos. No había tiempo para ternuras, de modo que fuimos casi corriendo hasta el andén y por el andén hasta el final, donde estaba nuestro vagón. En realidad subimos dos minutos antes de que el convoy comenzara a moverse. Un tipo bastante amable nos acompañó hasta nuestras respectivas cabinas individuales, tal vez un poco extrañado de que no tuviéramos una doble.
Dejamos el equipaje y los abrigos y sólo entonces tuvimos tiempo de mirarnos. «En marzo voy a ser abuela», fue lo primero que me dijo. Algo así como un alerta. «Ah, yo no. Para no correr ese riesgo espantoso, tomé la precaución de no tener hijos.» Nos volvimos a mirar, pero indirectamente, gracias al cristal de la ventanilla. «Leonel, ¿será que por fin estaremos tranquilos vos y yo?» «Querida, has cometido tu primer error: yo no estoy tranquilo.» Tomé su mano y la conduje hasta ese reloj llamado cuore. El mío, claro. «Falluto, es por la corrida. A tus años. Mirá que no quiero chantajes cardiovasculares.» Mi desilusión debió notarse porque apartó la mano del reloj y la pasó por mi pelo. «Quiero empezar por un comunicado oficial», dijo, «he llegado a la conclusión de que te quiero.» «¿Y cuándo fue eso?» «En la cárcel. Una noche me di varias veces la cabeza contra el muro. Por estúpida. Hace siglos que te quiero.» «¿Y entonces por qué desaparecías y te ibas a los Estados Unidos y te casabas y todas esas cosas horribles?» «Yo también podría preguntarte por qué te quedabas y te desgastabas entre los fierros y llegaba de improviso tu hermana y te casabas y te divorciabas y todas esas cosas horribles.» Sí, era cierto. En algún momento deberé darme la cabeza contra el muro.
Fuimos a cenar al vagón restaurante, pero no había ni crema aurora ni churrasco, así que tuvo que ser jamón de York y trucha a la almendra. «¿No te parece que desperdiciamos la vida?» «También hubo cosas buenas. Pero si te referís a la vida nuestra, a la vida vos-y-yo, estoy de acuerdo, la desaprovechamos.» Avancé la mano, como en el vapor de la carrera, por entre las copas y el tenedor, y ella la aceptó: «Aquí no somos hermanitos.» Tuve la impresión de que recordábamos todas nuestras frases (después de todo, no eran tantas) pronunciadas desde 1937 hasta ahora. Glosé otro versículo: «Tampoco somos inseparables.» «¿Te parece que no? Fíjate que siempre volvemos a encontrarnos.» Venía el camarero, traía y llevaba platos, vino, agua mineral, postres, café, y no sentíamos vergüenza de que nos sorprendiera mirándonos, y no como rutina, sino así, encandilados.
Pagamos, volvimos al vagón, estuvimos un rato en el pasillo vigilando las luces que llegaban, nos cruzaban y se iban. Le rodeé los hombros y ella recostó la cabeza. Como por ensalmo, los cuerpos empezaron a contarse historias, a hacer proyectos. No querían separarse. «Mañana en el hotel podríamos tener una habitación doble», dije. «Podríamos.»
De pronto me apretó el brazo, no dijo nada y se metió en su cabina. Me quedé un rato más en el pasillo, luego entré en la mía. Me quité la ropa, me puse el pijama, me lavé los dientes, bebí un vaso de agua. Sin demasiada convicción saqué de mi maletín los cuentos de Salinger que pensaba leer. Pero antes de acostarme toqué suavemente con los nudillos en la puerta doble que separaba los compartimientos.
Del otro lado también hubo nudillos y algo más. El cerrojo de la segunda puerta sonó duro, decidido. También descorrí el de mi lado. Nunca se me había ocurrido que si dos pasajeros se ponen de acuerdo en abrir la puerta doble, las cabinas pueden comunicarse.
Celina. Ya no es pelirroja ni delgadita ni sus rasgos etéreos han de confundirse con la niebla. También yo soy otra imagen. No preciso buscarme en el espejo desalentador. Sé que dos fiordos anuncian una calvicie que ni siquiera es prematura. Tengo un poco de barriga, vello blanco en el pecho, manos con las inconfundibles manchas del tiempo.
Ella apaga la luz, pero a veces algún foco atraviesa las estrías de la persiana y nuestros cuerpos aparecen, pero con barrotes de sombra, casi como dos cebras, esos pobres animales que jamás están desnudos. Nosotros sí. Nunca habíamos tenido nuestras desnudeces. Es un descubrimiento. Los besos del goce, las lenguas del apremio, los vellos contiguos por fin se reconocen, se piden, se inquieren, se responden.
Es incómodo hacer el amor en un ferrocarril, pero mucho más incómodo es no hacerlo. El jadeo del tren se funde con el nuestro, es un compás como el de un barco. Fuera el viento golpea como hace tantos años golpeaba el río como mar, y en realidad es mi adolescencia la que penetra alborozada en los quince años de mi único amor.
Cuando la vida se detiene, se escribe
lo pasado o lo imposible
JOSÉ HIERRO
¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?
FERNANDO PESSOA
A partir de 1980, yo había estado varias veces en Copenhague y siempre había cumplido con el rito de rendir homenaje a la legendaria sirenita de Eriksen. Debo reconocer, sin embargo, que sólo en esta última ocasión me pareció advertir en su rostro, y hasta en su postura, una casi imperceptible expresión de viudez.
Cierta noche, estimulado tal vez por varias jarras de Calsberg, me atreví a mencionar el tema ante varios amigos latinoamericanos, verdaderamente expertos en exilios daneses. Por las dudas, y a fin de que no me creyeran más borracho de lo que estaba, traté de darle al comentario un ligero tono de autoburla, pero, para mi sorpresa, todos se pusieron serios y uno de ellos, un santafecino llamado Alfredo, dijo lentamente, como si estuviera midiendo las sílabas: «No se trata de que sólo tenga expresión de viuda; en realidad, es viuda».
Ahí nomás se me pasó la borrachera, y entonces fue Julio, exiliado chileno, quien tomó la palabra: «El protagonista de esta historia es compatriota mío. Aunque te parezca mentira, fue Pinochet quien lo empujó hacia la sirenita. Después de soportar castigos y humillaciones en cárceles chilenas, Rodrigo, natural de Concepción, recaló en Copenhague. No habían transcurrido veinticuatro horas desde su llegada (antes aun de cumplir el primero de los trámites complementarios para confirmar su estatuto de exiliado), cuando ya estaba perdidamente enamorado de la sirenita. Fue un amor a primera vista, aunque, eso sí, rodeado de imposibles, como ocurre, después de todo, siempre que alguien se enamora de un personaje inalcanzable y célebre. Digamos, de Catherine Deneuve, Ana Belén, Sonia Braga. O también de la sirenita de Copenhague. Es claro que Rodrigo tenía sus rarezas, pero tú, que hasta no hace mucho también fuiste exiliado, bien sabes que en el exilio lo raro es apenas un matiz de lo normal. Por otra parte, Rodrigo hablaba pocas veces de su pasión recién estrenada.
»Simplemente, reservaba alguna hora de su jornada para contemplar a la sirenita, como una forma de comprobar que en sí mismo iba creciendo un amor, tan desacostumbrado como indestructible. Además, cuando se enteró de que la sirenita, en lejanos y cercanos pretéritos, había sufrido escarnios, castigos y hasta mutilaciones, halló en ese pasado una nueva zona de afinidad con su propia y escarmentada historia. Así hasta que un día resolvió transformar lo imposible en verosímil. Estábamos en pleno invierno (aquí es una estación realmente inhóspita) pero a él no le pareció justo postergar su proyecto hasta la primavera. Por razones obvias, eligió las horas de la madrugada: no quería arriesgarse a que se formara un corrillo de curiosos (incluido algún indiscreto policía) y que decenas o centenares de ojos mancillaran su más gloriosa intimidad. Eran las tres y cuarto de un domingo de enero cuando Rodrigo llegó hasta el objeto de su amor. Ella estaba como siempre, inocentemente desnuda, y Rodrigo pensó que no era lícito que él permaneciera miserablemente vestido. De manera que, a pesar de los 12 grados bajo cero, se fue despojando, una por una, de todas sus prendas, que quedaron dobladas y en orden junto a sus pies descalzos y ateridos. Ahora sí estaban en igualdad de condiciones su amada y él. Castigados, desnudos, estremecidos. A esa altura, Rodrigo debe haber apretado sus dientes para que no castañetearan y por fin debe haber abrazado tiernamente a su sirena, en el tramo más feliz de su nueva existencia. Que fue breve, claro, porque allí lo hallaron, horas después, dulcemente yerto, sin nueva vida y también sin vida vieja. Y es por eso ¿entiendes? que la pobre sirenita tiene esa cara de viuda que le has visto. Más aún, te diré que desde entonces ha pasado a ser una de los nuestros. Una exiliada más, inmóvil junto al mar, que sueña con la vuelta».