Cuentos completos (64 page)

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Authors: Mario Benedetti

Y en tercer término había descubierto también que el nuevo alrededor, con sus rostros tajantes como acantilados y sus tradiciones frondosas e insobornables, le reservaba sin embargo, detrás de su tupido orgullo, una vulnerable zona de ternuras pueriles, de ayudas a buscar, de obstinaciones generosas. Y hasta había llegado a entender que la soledad entre iguales, la soledad libremente elegida para un instante o un semestre, podía ser un aceptable venero, una fuente de buenas nuevas, en tanto que la soledad de la diáspora, la soledad proscripta, solía ser una mala noticia. Todo en ella era extraño, desde las paredes pulcras hasta el cielo avarísimo, desde los simples buenos días hasta el relumbre del consumismo, desde los fastos de la miseria hasta los bustos de la televisión.

Las habitaciones de albergue, las camas por una noche, los desayunos en la barra, las caminatas nocturnas, las sumas y restas en la agendita para ver cuánto le quedaba, los teléfonos («no dejes de llamarme cuando llegues») que clamaban destemplados en ámbitos indigentes o suntuosos, eran simples volutas de esa soledad, meros adornos, nunca soluciones. Por eso, cuando por fin aparecía alguien que abría una puerta e invitaba a la confianza, cuando llegaba un rostro que reconocía en el acosado los síntomas de un acoso mayor, casi ecuménico, entonces las sobrias desesperaciones se iban desprendiendo como las capas de una cebolla.

Es verdad que ninguno de estos descubrimientos, ni siquiera la suma de los mismos, le había llevado a la abolición de sus nostalgias. Náufrago momentáneamente a salvo, siguió empero haciendo señales para el regreso. Y fue una de esas señales la que finalmente convocó la contraseña esperada, el pretexto clave. Siempre había tenido pereza de abarcar la gastada patria como una tierra prometida. El escudo, la bandera y el himno, bautismos anacrónicos, desafíos de otra época, qué podían significar, al fin de cuentas, si eran indiscriminadamente usados tanto por los muchachos que se pudrían de rencor en los calabozos como por los canallas que los verdugueaban. Sin embargo, la patria se le fue armando como un rompecabezas, hallando aquí un rostro que se correspondía con una esquina, allá una cometa que buscaba su nube. La patria se le fue componiendo sin bandera, sin himno, sin escudo. Más bien como se reconstruye un árbol genealógico, una partida de ajedrez o un palimpsesto. Y así la saudade se le convirtió en olfato, en tacto, en gusto, antes que en oído o en visión. Tuvo necesidad de oler el viejo salitre, de apoyar las palmas en el roble de su mesa, de hundir los dientes en un durazno a punto. De modo que cuando la posibilidad, aunque riesgosa, se le puso a tiro, enseguida supo que la iba a aprovechar.

La operación no era tan complicada. Sólo atravesar el océano, instalarse brevemente en el país contiguo y conectar allí con gente amiga que lo arrimase a una zona peculiar de la frontera. Las instrucciones eran atravesarla a pie, con sólo una mochila. Del otro lado no habría contactos ni gente esperándolo. Simplemente caminar. Eso sí: con una brújula, un mapa de la región, y en todo caso una ambigua apariencia de
hippie
o
globetrotter
. Y eso lo había hecho. El
jeep
de los compinches lo había dejado a dos kilómetros de la imaginaria línea fronteriza. No encontró a nadie en el trayecto. Anduvo varias horas a campo traviesa, recibiendo el sol en la frente habituada a la clausura. Una vez que pasó la frontera, las novedades fueron una liebre asombrada, una víbora que se alejó prudente, dos alacranes vagabundos. Y aquí y allá una brisa intermitente que doblaba los pastos, las espigas.

Sabía que tendría que caminar muchas horas y muchas más al día siguiente, de modo que cuando el sol amenazó con hundirse en el horizonte, también él decidió internarse en la discreta espesura. Cuando halló un árbol que le pareció amistoso, resolvió pasar la noche bajo su inerme protección. Ni siquiera se preguntó qué árbol sería, ya que él era, después de todo, animal de ciudad y disfrutaba siéndolo. Pero hacía frío. Aprendió dócilmente que en el campo hacía frío. La mochila se transformó rápidamente en saco de viaje. Se introdujo por primera vez en aquella suerte de mínimo hogar, disfrutó del calorcito que le empezó a subir desde las piernas, y esta vez, a pesar del silencio cercano y la calma lejana, durmió profundamente, sin preocuparse de bichos ni de heladas.

Soñó pues con fruición y en colores particularmente nítidos. Que se acercaba por fin a su antigua casa de la ciudad, pero lo precedía una ambulancia y él se quedaba en la acera de enfrente, a la expectativa. Que de la casa extraían un cuerpo en una camilla, alguien tapado con una frazada oscura, pero era obvio que se trataba de él mismo. Sólo cuando la ambulancia partía, él se decidía a cruzar la calle, metía su vieja llave en la cerradura de siempre, la puerta se abría sin rechinamientos, y él inopinadamente despertaba.

Despertaba a la mañana fresca y radiante, a la realidad de pájaros e insectos, y también de unas ramas altas que se balanceaban nítidas ofreciéndole trozos disponibles de cielo. Despertaba a una jornada en que se sentía particularmente vivo. Nunca se había interesado por los sueños, propios o ajenos, y sin embargo en ese instante resolvió que aquel bulto inerme llevado por la soñada ambulancia era la parte acabada de su vida, era su antiguo ser timorato y doliente. Miró a su alrededor con una curiosidad tan premiosa que casi le dio vértigo, y respiró a todo pulmón, como si tomara fuerzas para empezar a contar desde cero. Por cierto le extrañó que no cantara un gallo, pero éste iba a ser tan sólo el primer esquema a descartar. Le asombró asimismo que esa vida silvestre, que él había diseñado tantas veces en términos hostiles y abstractos, fuera allí tan concreta y sin embargo tan acogedora. Bostezó reverente, sin hacer ruido, y de a poco fue sacando las piernas del saco de dormir. De pronto advirtió que a su izquierda la vegetación se ahuecaba como un lecho. Entonces, libre y sin testigos, salvo la mirada de un pájaro negro allá en la rama alta, se arrojó sobre esa patria verde, metiendo la cabeza en el colchón de hojas. Cuando por fin el animal de ciudad, ese obstinado, levantó la frente, vio que las hojas más cercanas estaban húmedas. Debe ser el rocío, pensó todavía en borrador, todavía en esquema. Para comprobarlo decidió pasar la lengua por las cuatro gotas. Cuatro gotas saladas. No era rocío.

Puentes como liebres

iremos, yo, tus ojos y yo, mientras descansas,
bajo los tersos párpados vacíos,
a cazar puentes, puentes como liebres,
por los campos del tiempo que vivimos.

PEDRO SALINAS

1.

Había oído mencionar su nombre, pero la primera vez que la vi fue un rato antes de subir al vapor de la carrera. Mis viejos y mis hermanas habían venido a despedirme y estaban algo conmovidos, no porque viajara a Buenos Aires a pasar una semana con mis primos sino porque a mis dieciséis años nunca había ido solo «al extranjero».

Ella también estaba en la dársena pero en otro grupo, creo que con su madre y con su abuela. Fue entonces que mamá le dijo discretamente a mi hermana mayor: «Qué linda se ha puesto la hija de Eugenia Carrasco. Pensar que hace dos años era sólo una gurisa.» Mamá tenía razón: yo no podía saber cómo lucía dos años atrás la hija de Eugenia, pero ahora en cambio era una maravilla. Delgada, con el pelo rojizo sujeto en la nuca con un moño, tenía unos rasgos delicados que me parecieron casi etéreos y en el primer momento atribuí esa visión a la neblina. Luego pude comprobar que, con niebla o sin niebla, ella era así.

Al igual que yo, viajaba sola. Poco después, ya con el barco en movimiento, nos cruzamos en un pasillo y me miró como reconociéndome. Dijo: «¿Vos sos el hijo de Clara?», exactamente cuando yo preguntaba: «¿Vos sos la hija de Eugenia?» Nos avergonzamos al unísono, pero fue más cómodo soltar la risa. Tomé nota de que, cuando reía, podía ser una pícara que se hacía la inocente, o viceversa.

Inmediatamente cambié mi rumbo por el suyo. Iba pensando proponerle que cenáramos juntos y ensayaba mentalmente la frase cuando nos encontramos con el restaurante, así que se lo dije. «Y mirá que tengo plata.» Me gustó que aceptara de entrada, sin recurrir al filtro de negativas e insistencias tan usado por los adultos en los años treinta.

«Ah, pero somos algo más que el hijo de Clara y la hija de Eugenia ¿no te parece? Yo me llamo Celina.» «Y yo Leonel.» El mozo del restaurante nos tomó por hermanos. «Qué aventura» dijo ella. Estuve por decir
aventura
incestuosa
, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo «aventura incestuosa» y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella también pero por solidaridad, estoy seguro.

Me preguntó si sabía en qué estaba pensando. Qué iba a saber. «Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho.» Albricias: el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto. Y el mozo que preguntaba si mi hermanita también. Y ella que sí, claro, «por algo somos inseparables». Se fue el mozo y dije: «Ojalá». «Ojalá qué». Me di cuenta de que había conseguido desorientarla. «Ojalá fuéramos inseparables.»

Ella entendió que era algo así como una declaración de amor. Y era.

Cuando estábamos terminando la crema aurora, me preguntó por qué había dicho eso, y estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por entre el tenedor y las copas, pero ella: «Ay no, acordate que somos hermanitos». Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1937, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías, las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando. Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella: «Me gusta cómo decís que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo decía yo que me gustaba. Sí, ya sé, qué pavadas. Pero a nosotros nos sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios de frases famosas.

Cuando estábamos en el churrasco ella dijo que hasta ahora no se había enamorado, pero quién sabe. «Además, sólo tengo quince años.» Y yo dieciséis. Pero quién sabe. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz. Del churrasco no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que el mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre.

En el postre nos contamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas. «A mí también me entusiasman las matemáticas», exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopiadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres estaban separados, pero lo había asimilado bien. «Era mucho peor cuando estaban juntos y se insultaban a diario.» Lamenté profundamente que mis padres no se hubieran divorciado, más bien estaban contentos de estar juntos. Lo lamenté porque habría sido otra coincidencia, pero la verdad es que no me atreví a modificar de ese modo la historia. «Leonel, no lo lamentes, es mucho mejor que se lleven bien, así se ocupan menos de vos. Si viven agraviándose, se quedan con una inquina espantosa y después se desquitan con uno.»

Tomamos café, que estaba recalentado, casi diría que repugnante, pero sin embargo nos desveló. Al menos ni ella ni yo teníamos ganas de volver a nuestros respectivos camarotes. Celina compartía el suyo con dos viejas; yo, con tres futbolistas. Menos mal que la noche estaba espléndida. Aquí ya no había niebla y la Vía Láctea era emocionante. Estuvimos un rato mirando el agua, que golpeaba y golpeaba, pero hacía frío y decidimos sentarnos adentro, en un sofá enorme. Ella se puso un saquito porque estaba temblando, y yo, para trasmitirle un poco de calor, apoyé mi largo brazo sobre sus hombros encogidos. El ruido del agua, el olor salitroso que nos envolvía y los pasillos totalmente desiertos, creaban un ambiente que me pareció cinematográfico. Era como si actuáramos dentro de una película. Nosotros, la pareja central.

Estuvimos callados como media hora, pero los cuerpos se contaban historias, hacían proyectos, no querían separarse. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, yo balbuceé: «Celina». Movió apenas el cabello rojizo, sin mirarme, a modo de saludo. Un largo rato después, cuando yo creía que estaba dormida, dijo despacito: «Pero quién sabe».

2.

La segunda vez fue siete años más tarde. Me había quedado solo en Montevideo. Toda la familia estaba en Paysandú, con mis tíos. Yo no había podido acompañarlos porque había dejado de estudiar y trabajaba en una empresa importadora. El gerente era un inglés insoportable: o sea que estaba totalmente descartado el que yo pidiera una semana libre. El
leitmotiv
de su puta vida eran los repuestos para automóviles, que constituían el principal renglón de la empresa. Hablaba de pistones, pernos, válvulas de admisión y de escape, aros, cintas de freno, bujías, etc., con una fruición casi sibarítica. Reconozco que también hablaba de golf y los sábados siempre aparecía con los benditos palos, porque al mediodía, cuando cerrábamos, se iba con el hijo al Club, en Punta Carretas, y allí se hacían la farrita.

Era un mediocre, un torpón, y sin embargo autoritario, enquistado en un gesto definitivamente agrio que también incluía al hijo, que era flaquísimo y curiosamente se llamaba Gordon. Al viejo sólo lo vi hacer bromas y reírse en falsete cuando venía de inspección, cada tres meses, el director general, un yanqui retacón de cogote morado, nada torpe por cierto, que no jugaba al golf ni entendía demasiado de pernos y bujes, pero que vigilaba el negocio como un sabueso y en el fondo despreciaba profundamente a aquel británico de medio pelo y ambición chiquita. Reconozco que esos matices los advierto ahora, a varios lustros de distancia, pero en aquel entonces no hacía distingos: odiaba a ambos por igual.

Mi trabajo era múltiple. Vendía accesorios en el mostrador, atendía la caja, cotejaba cada factura con la mercadería correspondiente (se habían detectado varias evasiones de pistones) y en los ratos libres, o en horas extras, el gerente me llamaba para dictarme cartas que yo tomaba taquigráficamente. Ocho o nueve horas en ese ritmo me dejaban aturdido y fatigado. De más está decir que no era un trabajo esplendoroso.

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