Cuentos completos (79 page)

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Authors: Mario Benedetti

Miles de ojos

Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

JORGE LUIS BORGES

Desde temprano habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex torturador (todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya no había peligro. La tan cuestionada ley de amnistía ahora tenía el aval del voto popular. A las felicitaciones él había respondido con risas, con murmullos de aprobación, con entusiasmo, sin escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a solas, como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los diarios que habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó precisamente aquellas páginas, aparatosamente tituladas, que analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se detuvo en Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta nuevo aviso, era imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía especialmente el riego de jardines. Pero él gozaba de amnistía. Todo le estaba permitido. Si le habían perdonado torturas, violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto excesivo de agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno que se quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba y volvía a regar, dos o tres veces las mismas plantas, que ya no agradecían la lluvia. Cuando sintió en los pies el frío de las zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla, entró en la casa y se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez allí, hizo un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente el carrito y se puso en la cola de la Caja. Un signo de igualdad y fraternidad, pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se resignaba a hacer la cola. De pronto sintió que una mano fuerte le tomaba el brazo y experimentó una corriente eléctrica. ¿Como una picana? No. Simplemente una corriente eléctrica. Se dio vuelta con rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de rostro amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado. Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la billetera. Él sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve tartamudeo de excusas y agradecimiento y recogió la billetera. Precisamente en ese momento había llegado su turno, así que fue colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y metió todo en la bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena, nadie hizo comentario alguno pero él comprobó que uno de los clientes, un bancario que pasaba a diario frente a su casa haciendo
jogging
, levantaba inequívocamente las cejas. Pensó en los perros de caza, cuando, al detectar la proximidad de la presa, levantan las orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces. Estoy amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y yo estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la heladera lo que correspondía, y lo demás en la despensita, sin mayor orden. Mañana, cuando viniera Antonia a hacer la limpieza, sabría a qué estante pertenecía cada cosa. Encendió la radio pero sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen rato contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se desnudó, se duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue al garaje, encendió el motor del Peugeot, pensó hacer todo el camino por la Rambla pero mejor no, siempre es más seguro por Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más seguro? Vamos, vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un Mercedes, que de pronto frenó. El conductor le hizo señas para que se detuviera. Él vaciló. Sólo por una décima de segundo. El corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás es segura. Fue sólo un instante, pero en ese destello calculó que, si bien había suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el motor del otro era mucho más potente y le daría alcance sin problemas. De modo que se resignó y frenó junto al Mercedes. El otro asomó una cara sonriente. Lleva la valija abierta, amigo, ¿no se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta, así que dijo gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha y prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había perdido tras la curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia adelante. No había otros coches a la vista. ¿Podría ser que la valija se cerrara sola? ¿Por qué no? Boludeces, muchacho, boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó abierta la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había dos sitios libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo llevó a una playa de estacionamiento. Recordó que debía comprarse una camisa. Entró en una tienda y le dijo al vendedor que la quería blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es para usted? Sí, es para mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado? ¿Cómo apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece bien que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo estrangule. Hoy en día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy amnistiado. Nadie quiere que lo estrangulen. Ya no se usa. Se llevó la camisa blanca, para vestir, de mangas largas, y de cuello flojo (39 en vez de 38, que era su número). Le pareció carísima, pero no quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de soberbia y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en rojo, un desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las dudas saludó con la mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su intención fue acercarse, pero el semáforo se había puesto verde y el auto arrancó con estruendo, entre las risotadas de sus ocupantes. Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de felicidades. ¿Por la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable, destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a seguir? Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía, por cierto había visto otras, más dramáticas que la de ese idiota. Cosas del pasado. Abur. Por orden del presidente, la buena gente había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no iban a escribir verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces. Ahora habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena, amigo lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un restaurante donde nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el churrasco a la pimienta, vio que desde otra mesa alguien lo saludaba, pero estaba tan lejos que su miopía no le permitió distinguir quién era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El nombre era del corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista. Sobre la amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que le dijera a ese señor que muchas gracias, pero que no era posible. Ya no pudo seguir comiendo a gusto. Al concluir no pidió café sino un té de boldo, pero ni así. Salió rápidamente, sin mirar al corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo señas en vano. Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado bien temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo menos aquel apartamento, que él había financiado, era tierra conocida y no devastada. Eugenia estaba vestida poco menos que para una fiesta. Estarás tranquilo ahora, me imagino, fue la bienvenida. Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo advirtió. No seas estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el presidente, ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó una carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y fueron. Durante todo el trámite, él estuvo con la cabeza en otra parte, pero así y todo pudo cumplir como un buen soldado. En un momento, ella había apretado su abrazo de forma exagerada y él sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se mareó. ¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada menos que Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había aflojado el abrazo, dijo que había estado regio, él pudo respirar normalmente, y ella empezó a besarlo, como lo hacía siempre en la etapa
post coitum
, de abajo hasta arriba. De pronto él anunció que se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado, quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso, es por otra cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta altura del partido, no iba a caer en trampa tan ingenua. También podía suceder que, precisamente por ser tan ingenua, no fuese trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado está mi cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas cuadras hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo examinó con cuidado. Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras cosas porque soplaba un viento que auguraba tormenta. Trató de ir esquivando (antigua precaución) las esquinas con semáforos, que obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco fijo. Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina estaba encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy temprano, y luego, cuando me fui, como era de día, no me di cuenta? Vaya, todo estaba en orden. Quería descansar. Abrió la cama, se quitó la ropa (siempre dormía desnudo) y tomó un somnífero suave, suficiente para descansar unas horas. Por supuesto, no tenía ninguna reunión esta noche. Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando advirtió que sus ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente dormido, comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos que lo miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.

Pacto de sangre

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubeola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; várices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las l amarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia. Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de microondas. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez, puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.). Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordarás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso sólo porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes mijita las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo con qué pavadas me venís ahora. A lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamás como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decís, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

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