Authors: Mario Benedetti
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba la imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en la casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso de que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en el Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte que todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío.
La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo, ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera siempre pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo está sin pilas y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como I acknowledge receipt of your kind letter, o Very truly yours, lo suficiente para que los de allá puedan contestar Dear sirs, o Gentlemen. También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de oro 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.
De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, sólo Aldo, y me dijo, mire abuelo que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ése, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.
Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré ni chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.
A las diez de la mañana el Jefe de Redacción lo había llamado a su despacho y él captó de inmediato que el gesto era severo. Gilardi, voy a encargarle una nota importante, espero que no me decepcione. Como único comentario, él apretó los labios, sabedor de que eso no lo comprometía a nada. El 8 de marzo de 1971, empezó el jefe, o sea dentro de tres días, se cumple el primer aniversario de la muerte del diputado Mateo Prado, quien, como usted sabe, gozó siempre, dentro y fuera de su partido, de una justa fama de hombre probo, inteligente y honesto. Como usted también sabe, ingresó al Parlamento en representación de F, su departamento, y yo diría que en especial de Y, su ciudad natal. Tengo la intención de que el diario cubra generosamente este aniversario: habrá por lo tanto un nutrido currículum, opinarán dirigentes políticos de variada procedencia (aunque cuidadosamente elegidos), se incluirán fotografías reveladoras de sucesivos capítulos de su vida, y por supuesto habrá un editorial austeramente laudatorio, como es nuestro estilo. Y voy al grano: quiero que mañana temprano viaje usted a Y, y allí busque y encuentre a gente que conoció a Prado. Puede hacer todas las entrevistas que considere convenientes. A esta altura ya habrá advertido que lo que pretendo es un retrato plural, con muchas voces y entrañables evocaciones. Quiero un Mateo Prado fundamentalmente humano, el hombre corriente que fue en Y antes de consagrarse a la política. Eso sí, y esto no se le olvide, un retrato que sirva de complemento al homenaje. Yo sé que usted no comulga con las ideas que defendió Prado, pero también sé que usted es un buen profesional y en consecuencia sabrá esconder sus reticencias. Hay que ser generoso, Gilardi, hay que ser generoso. Hoy es lunes; el miércoles a la tarde quiero su nota sobre mi mesa. Puede explayarse si quiere, hasta doce folios. Esta vez no se va a quejar de la falta de espacio.
El martes al mediodía el ómnibus interdepartamental depositaba a Gilardi en la plaza Independencia de Y. Como primera medida, tomó una habitación en el Hotel Imperial, se refrescó un poco y dejó allí el maletín con la muda de ropa interior, la camisa de recambio, el cepillo de dientes, el dentífrico y pocas cosas más, entre ellas la novela de Conrad que había empezado a leer durante el viaje. Cuando entregó la llave en la recepción, adoptó un aire distraído para preguntar al empleado si don Mateo Prado se había alojado alguna vez en el hotel. ¿Quién? ¿El diputado? No, no creo, tenía familiares aquí, así que se alojaría con ellos. Pero, ¿lo conoció? Qué más remedio, contestó el otro. Gilardi cruzó lentamente la plaza soleada y se instaló en el café Moderno. Cuando el mozo le trajo el cortado, él deslizó el nombre. El otro lo miró con desconfianza, como si tratara de descubrir la intención última de la pregunta. Desde que se instaló en Montevideo, el diputado venía poco por estos pagos, dijo con cautela. Ya lo sé, pero, ¿usted lo conocía de antes? Claro, quién no. Gilardi explicó que era periodista y que el diario lo había enviado a Y para recoger opiniones sobre Prado. ¿Y van a figurar los nombres? No, incluso no tiene por qué darme el suyo. Lo reclamaron de otras mesas y probablemente aprovechó la tregua para reflexionar, pero diez minutos después estaba nuevamente junto al periodista. Mire, joven, a mí no me gusta hablar de lo que no conozco, detesto repetir lo que dicen de alguien. Está bien, no lo haga, pero usted también debe tener una impresión directa, personal. Sólo de eso puedo hablar. Cuando aún vivía en Y, Prado venía casi todas las noches al café y jugaba a los dados o al
poker
con cuatro o cinco parroquianos que no siempre eran los mismos, y bueno, les hacía trampas, no todas las veces, claro, para que así ellos tomaran confianza, pero la noche en que decidía trampear, entonces los esquilmaba, ya que, naturalmente, cuanto más perdían, más fuerte jugaban. ¿Y la policía toleraba el juego? Por ese lado no había problema, el comisario siempre supo darse su lugar. ¿Y los parroquianos no se daban cuenta de que él los estafaba? No, en ese entonces le tenían demasiado respeto (por el padre, ¿sabe?) como para desconfiar. Después, bastante después, se lo perdieron, pero él ya no se aparecía por aquí. ¿Y usted cómo se daba cuenta? Y bueno, son muchos años: el fullero tiene tics profesionales, gestos rutinarios pero reveladores, un particular brillo en los ojos cuando el fraude culmina.
Antes de almorzar, Gilardi entró en la farmacia. Un boticario es siempre un portavoz. Pero éste no mordió el anzuelo. El diputado era un cliente como cualquiera. Recuerdo que consumía demasiadas aspirinas. Ignoro cómo habrá combatido años después las jaquecas parlamentarias, que son las peores. En realidad, no había que alejarse mucho para encontrar un restaurante medianamente acogedor, punto de encuentro de agentes viajeros y comerciantes locales. Eligió una mesa junto a la ventana, así tenía una panorámica de la plaza, con la iglesia, el supermercado, el café Moderno, el hotel Imperial. Trató de imaginar el ambiente en que se había desenvuelto aquel Mateo anterior a la política, pero todavía le faltaban elementos. Con todo, y gracias a dos fugaces conversaciones (una en el quiosco de periódicos, otra en la librería Rodó), ahora por lo menos sabía que el padre de Mateo había sido estanciero, con excelentes campos de pastoreo. En los años cuarenta había ganado mucho dinero, pero en los cincuenta lo había perdido en varias urgentes y desastrosas excursiones a los casinos de Carrasco y Punta del Este. En 1958 se había pegado un tiro. Sólo dejó un papel con un garabato: Perdónenme, pero me conozco y sé que no podría soportar la pobreza.