Authors: Mario Benedetti
Recuerdo esta escena porque así estábamos distribuidos, casi como en el cierre de un capítulo de D'Amicis, cuando en la puerta de la cocina sonaron golpes de miedo. Mi padre, más pálido que de costumbre, se levantó y fue a abrir. Nunca olvidaré el aspecto del vecino, Saverio Tarchetti, que apareció en el marco de la puerta con una impresionante herida en el hombro y otra más leve en una mano. Un hermano mayor, Dino, lo sujetaba de un brazo y le pidió a mi padre que los acompañara hasta el médico más cercano, cuya casa quedaba a unas cinco cuadras, en el Camino Garzón. Antes hubo que hacerle al herido una cura elemental, sumarísima, y mi madre no vaciló en rasgar una de nuestras únicas tres sábanas a fin de que mi padre pudiera hacer un precario vendaje. Por allí no había teléfono público ni privado para llamar a la Asistencia. El teléfono más próximo, dijo Dino, quedaba más lejos aún que la casa del médico.
Era medianoche. Días después supimos con detalles qué había pasado. Los Tarchetti eran una laboriosa familia italiana, magnífica gente, generosa y alegre durante casi todo el año, pero inusualmente agresiva en Navidad, Año Nuevo y en los cumpleaños familiares. Sólo en tales celebraciones tomaban vino en abundancia y el resultado era siempre lamentable. En un cumpleaños anterior, el ahora herido había rociado el exterior de la vivienda con abundante nafta y seguramente la habría incendiado, pero en el instante en que iba a arrojar un fósforo encendido, unos vecinos a quienes la tradición familiar había vuelto vigilantes se le echaron encima hasta reducirlo. En la pasada Navidad, Ruggero, otro de los cinco hermanos, había saltado, con las botas puestas, sobre el vientre de un
fratello
, Paolo, que estuvo varias semanas orinando sangre. Un quinto hermano, Giorgio, el menor, que en la ocasión era el dueño del cumpleaños, le había asestado esta vez dos puñaladas a nuestro huésped de medianoche.
Cuando al fin mi padre se dispuso a salir con Dino y Saverio, mi madre dijo que ella por nada del mundo se iba a quedar sola, de modo que me tomó de la mano y así emprendimos la marcha. Mis siete años, recién cumplidos, iban temblando, pero no de frío. La noche era cálida y serena, y la luna hacía más blancos los trozos de sábana que iban poco a poco tiñéndose de sangre a la altura del hombro y la mano del herido. Éste no decía palabra, ni siquiera se quejaba, como si concentrara todas las energías que le quedaban en dar un paso tras otro, flanqueado y ayudado por Dino y por mi padre. Mi madre y yo éramos la retaguardia, formando una comitiva casi fantasmal. Yo me aferraba a la mano materna, con la vista fija en aquellas manchas de sangre que crecían, oscureciendo la pálida contribución de la luna.
Después de una eternidad (el paso del herido era cada vez más lento y vacilante) llegamos a casa del médico, pero ahí todo estaba cerrado y oscuro. Dino empezó entonces a aporrear la puerta y a gritar una y otra vez: «¡Dottore Acosta! ¡Dottore Acosta!». Pasó una segunda eternidad antes de que
il dottore Acosta
abriera cautelosamente un postigo y asomara su personal modorra. Rápidamente se despejó, sin embargo, no bien le echó un vistazo a nuestro miserable quinteto. Nos abrió la puerta y entramos todos. Afortunadamente hacía diez días que el doctor tenía teléfono, así que, en una breve secuencia tartamuda, le indicó a mi padre que pidiera una ambulancia, mientras él atendía al derrengado Saverio, que a esta altura había optado por desmayarse. Estuvimos allí una tercera eternidad hasta que por fin se hizo presente la ambulancia y se llevó a Saverio, a Dino y al médico.
Mis padres y yo emprendimos el regreso, más bien cabizbajos, y recuerdo que el viejo respiró profundamente y dijo: «Siempre hay alguien que está peor que uno», y enseguida agregó: «Pero eso tampoco arregla las cosas». Luego me tomó de la mano y pasó el otro brazo sobre el hombro de mamá y no sé si a ella se le aguaron los ojos o es que así me parecía a través de mis lágrimas. Y bien, esta imagen última, con los tres caminando, enlazados y tristes, bajo la luna solidaria, es en verdad el recuerdo más entrañable que conservo de mi infancia, que no fue lo que se dice un paraíso.
Ah, me olvidaba. Saverio se salvó. En el siguiente Año Nuevo, el segundo de los hermanos empujó al cuarto desde la azotea y el salto terminó en doble fractura de la pierna derecha. Pero nosotros ya no estábamos allí y quizá para esa época ya había teléfono.
Por segundo año consecutivo, los Williams y los Peabody se encontraban en el agosto de Puerto Pollensa. Como tantos ingleses, franceses, escandinavos, se sentían atraídos por la relativa bonanza de ese balneario, más acogedor que otros puntos de la costa mallorquina. Tres años antes, los Peabody habían pasado su agosto en Arenal, pero tanto el bullicio nocturno como la muchedumbre que diariamente se arracimaba en la arena (a veces era difícil hallar un sitio para extender simplemente una toalla) les hizo huir despavoridos hacia algún otro punto de la isla.
El Mediterráneo les encantaba, pero aspiraban a un poco de tranquilidad. Hugh Peabody era ingeniero, trabajaba en Liverpool y llegaba al verano completamente exhausto. De modo que su aspiración primordial era descansar, durmiendo reparadoras siestas al estilo español, leer novelas de entretenimiento, comer mejillones, gambas y lenguados, en busca del fósforo que tanta falta le hacía en el año laboral, y nadar durante horas en esa hermosa piscina natural que era la bahía de Pollensa, con el decorativo paisaje de las barquitas de turismo y los desnudos bustos de las jóvenes nórdicas que se tostaban concienzudamente y al
spiedo
.
El taxista que los había traído desde el aeropuerto de Palma había resultado todo un sociólogo y, al encontrarse con que los Peabody entendían español, se consideró habilitado para desarrollar su teoría de que los franceses y alemanes vienen a las playas mallorquinas sencillamente para atesorar salud, pero que en cambio los ingleses y los nórdicos vienen como una demostración de status. Por eso permanecen toda la jornada con sus encremados pellejos al sol: al regresar a Londres o a Copenhague o a Oslo, su trabajosamente adquirido color moreno será el irrefutable documento de que efectivamente estuvieron en el Mediterráneo y lograrán así que los vecinos de menos recursos los envuelvan con sus miradas de admiración y envidia.
Hugh soltó una carcajada tartamuda, o sea británica, ante el diagnóstico del taxista, pero su español no le alcanzó para inquirir acerca de las fuentes del mismo. El locuaz disertante captó la duda en el aire y dijo que por favor no fueran a pensar que todo era una improvisación suya: la tarde anterior se lo había escuchado a un especialista en turismo que tenía un programa en una emisora local de FM.
Luego, ya en el hotel, Hugh les comentó a Diana, su mujer, y a Peter, hijo de ambos, que ahora entendía por qué siempre habían venido a Mallorca tantos escritores extranjeros: el Mediterráneo, con sus aguas transparentes, sus nubes lentas y algodonosas, su sol radiante, estimulaba sin duda la imaginación. Si un simple taxista lugareño —argumentaba Hugh— es capaz de un
gossip-fiction
de tal envergadura (lo del programa de radio era seguramente pura invención), uno puede conjeturar qué notables resultados artísticos habrán sido capaces de obtener en este clima gentes como George Sand o Robert Graves.
Los Williams venían de otro nivel, hasta de otra clase. No se alojaban en un hotel del Puerto, sino en una suntuosa residencia del pueblo de Pollensa, a unos veinte kilómetros del puerto y de la playa, pero de todas maneras, como su hija Mary Ann y el chico Peabody se habían hecho buenos amigos el año anterior, los dos matrimonios solían encontrarse dos veces por semana.
El ingeniero Peabody era laborista, pero su compatriota Fred Williams no era un conservador cualquiera: digamos que estaba situado a la derecha de la Thatcher. Dueño de «una fábrica y media» (la mitad de la segunda fábrica pertenecía al primo Harold, aunque esa coparticipación nunca había sido motivo de inquietud, ya que el pariente se preocupaba mucho más de salir de caza, tanto de zorros como de mujeres, que de verificar la marcha de la empresa), hacía ya varios años que pasaba julio y agosto en Pollensa con su familia.
Los Williams eran propietarios de la confortable casa con piscina y nunca descendían a tomar el sol, menos aún a bañarse, en la playa del Puerto. Para eso estaba su elegante piscina. «Jamás podría bañarme en unas aguas que incluyen los escupitajos, los orines y los excrementos de toda esa gente que viene a los hoteles», decía con un mohín de repugnancia Katty Williams, madre de Mary Ann. A diferencia de sus padres, la muchacha tenía el pelo de un negro azabache y unos ojos verdes que desde el primer momento fascinaron a Peter.
Hugh y Diana, que formaban parte de «esa gente que viene a los hoteles», se sentían más que indirectamente aludidos, y aunque nunca lo comentaban, ni siquiera entre ellos, no podían dejar de evocar sus propios orines, escupitajos y excrementos. A veces Hugh tenía la impresión de que los Williams, de tan finos que eran, no tenían necesidades fisiológicas; eso lo dejaban para los obreros de su «fábrica y media».
En homenaje a la buena amistad de Mary Ann (diecisiete años) y Peter (sólo quince), en los encuentros familiares no se hablaba de política sino de bóbilis bóbilis. A veces Hugh y Fred debían dar tremendos rodeos para no caer en la plusvalía, la seguridad social o el derecho de huelga, pero lo cierto es que se las arreglaban para no transitar por esas zonas vedadas.
Los Williams poseían, entre otras cosas, un lindo y moderno barquito, el
Karen
, siempre atracado en el muelle del Puerto, frente a la Lonja, y a veces salían a navegar los tres, con el agregado de Peter. Y éste observaba: la diferencia entre Mary Ann y sus padres no era sólo de la piel, el cabello y los ojos. A pesar del trato normalmente familiar, Peter advertía una casi imperceptible frontera entre los mayores y la muchacha. Es claro que también la había entre él y sus propios padres, pero (aunque todavía no le había puesto nombre) tenía conciencia de que en su caso la distancia era la del
gap
generacional. Lo de los Williams era otra cosa. Peter detectaba a veces en los azules ojos de Katty Williams un breve relámpago de acero cuando miraba a la muchacha, y también en los ojos verdes de ésta un destello que podía ser de temor o por lo menos de aprensión.
«Quiero que cuando naveguemos vengas siempre con nosotros», era el pedido que Mary Ann le formulaba a Peter en presencia de sus padres. Éstos no hacían comentarios, pero normalmente lo invitaban. Y Peter encantado de la vida, ya que a esta altura, como era previsible, se había enamorado perdidamente de Mary Ann. Su jornada entera era de expectativa y cuando la muchacha aparecía en el Puerto, no siempre con los padres (a veces la traía el chófer en el Mercedes gris), y a pesar de las prevenciones de Katty, nadaban juntos y luego se tendían al sol. Peter no lograba, pese a todos sus esfuerzos, apartar sus ojos ansiosos de los desnudos pechitos morenos de Mary Ann, sin importarle las atrevidas evoluciones que tres aviones norteamericanos hacían y rehacían sobre la placidez de la bahía.
En la última semana un nuevo personaje había hecho irrupción en el clan Williams. No iba a la casa de Pollensa, sino que se encontraba con ellos en el puerto, y cuando Mary Ann y Peter se alejaban caminando por el muelle, el recién llegado y los Williams se quedaban tomando tragos en la Lonja. Al principio Peter temió que aquel intruso (de unos veinticinco años), con un aspecto que por cierto no era nada británico, fuera un cortejante de Mary Ann, o candidato a serlo, pero pronto advirtió su error. Le preguntó a la muchacha quién era el personaje. «¿Quién? ¿Ése? Un tipo que mis padres conocieron el año pasado en Southampton. Creo que tiene algo que ver con sus negocios.» Él quedó feliz y tranquilo, ya que notó cierto desapego en el tono de la muchacha.
Cierta tarde, Peter y Mary Ann salieron después del almuerzo en el
Karen
, pero una vez alejados de la costa detuvieron el motor y se tendieron en cubierta a tomar el sol. Mary Ann se quitó la blusa y a la vista de aquellos pechitos que ya conocía del pasado agosto y que ahora empezaban a entrar en sazón, Peter sintió que estaba a punto de marearse, pero no a causa del suave vaivén del barco.
Mary Ann sonrió, con lo cual no contribuyó, por cierto, a que el muchacho recuperara la calma. «¿Te sientes mal?», se limitó a preguntar. «No, creo que me siento insoportablemente bien. Lo que ocurre es que eres muy hermosa.» Y mientras decía algo tan convencional, su mirada parecía fascinada por el alegre busto de su amiga. «¿Te gustan?», preguntó ella. Él dijo que sí, pero sólo con la cabeza. En verdad no se sentía capaz de articular ni una sola palabra. «¿Quieres tocarlos?» Peter acercó lentamente su mano y ella, para ayudarle, la llevó hasta uno de sus pequeños promontorios. Para el muchacho fue como si el barquito, la bahía, los hoteles de la costa, las velas del
windsurfing
, el mundo entero, hubieran desaparecido. Sólo él y Mary Ann.
«Mejor vamos abajo», dijo ella, esta vez sin sonreír y con la voz más grave. De modo que bajaron. Como la litera era estrecha, se tendieron en el piso. Previamente ella se quitó el pantaloncito y, para que todo fuera más fácil, también ayudó a Peter a quitarse el short. «¿Nunca lo hiciste, verdad?», preguntó ella. Peter negó con la cabeza. «Yo tampoco. Mejor, así aprendemos juntos.» Hay que reconocer que, ahora sí, el vaivén del barco les ayudó bastante y hasta les permitió improvisaciones, ejercicios de la imaginación. Después de un rato de silenciosa paz, lo hicieron una segunda vez. Mary Ann encendió un cigarrillo y él también quiso fumar, pero ella dijo: «No, todavía no. Eres un niño. Por Dios, cómo has cambiado en sólo un año». Él recostó su cabeza rubia en aquel vientre recién descubierto, y ella dijo: «No te hagas ilusiones ¿eh? Quería hacerlo contigo y lo hicimos, quería que tú me estrenaras, sencillamente porque me encantas, de veras me encantas, pero yo llevo conmigo toda una historia: una historia que no puedo contarte». «¿Qué historia? ¿Es porque eres mayor que yo?» «No, Peter. Es otra historia. No puedo contártela. Además, no creo que Fred y Katty me traigan consigo el año próximo.» «¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Por qué son ellos tan rubios y tú eres morena?» «Caprichos de los genes, Peter, ¿sabes qué son los genes?» Por supuesto, él no sabía. Quedaron callados. Luego ella dijo: «Tenemos que regresar. No quiero que el chófer llegue a buscarme antes de que atraquemos el barco. No olvides que también es clandestino el simple hecho de que nos embarquemos». Sin embargo, cuando se iban acercando a la Lonja, divisaron la figura gris y un poco siniestra del chófer. «Señorita», dijo éste, antes aún de que desembarcaran, «hace veinte minutos que la espero».