Cuentos completos (84 page)

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Authors: Mario Benedetti

9.

¿Por qué no hablo nunca de Ana? Nunca. Con nadie. ¿Es un capítulo cerrado? ¿Qué culpas trato de esquivar? Ana, mi mujer. Por cinco años. Ana y Fernando. Fernando y Ana. Las fintas del amor duraron tres: dos años para creer que nos queríamos y sólo uno para convencernos de que no. Después el deterioro, otro año inacabable. Los larguísimos silencios, el regreso a la palabra sólo para agraviarnos. Y el último, destinado a convencer a los cuerpos de que ya no se necesitaban. Al fin se convencieron, y ella se fue con Sergio. A compartir con él la militancia y la cama. Quedé solo, exultante y a la vez harto de mi aislamiento. La contradicción duró en realidad sólo seis meses, porque una noche me llevaron, y entonces, entre movida y movida, la soledad tuvo otro color, otro sentido, al menos era una sola, podrida soledad. Cierto día de un agosto cualquiera, en uno de los sórdidos y no obstante bienvenidos recreos, supe que Sergio y Ana habían desaparecido en Buenos Aires. Eran dos de los treinta mil. Entonces, en la lobreguez de la celda, enfrentado siempre a las mismas manchas de la misma pared, me dediqué a repasar la vida de Ana, el personaje de Ana, el cuerpo de Ana, los ojos de Ana. Y también a mascullar mi ambigua culpa: que si se hubiera quedado conmigo, que si no le hubiera resultado insoportable seguir conmigo, y en consecuencia no se hubiera ido con Sergio, quizá habría estado presa como yo pero no desintegrada, perdida, desvanecida en la nada. Y me resultaba insoportable la idea de que no existiera, de que su boca, sus manos, sus caricias, sus insultos, sus rencores, sus silencios, sus reconciliaciones, sus invectivas, sus violentos portazos, ya no existieran. Ana era un ser contradictorio, injusto, pero a la vez tierno, sensible como pocos. En la horrible tregua de aquellas noches, en el tenso sosiego, con el cuerpo martirizado y memorioso, pese a todo movía mis labios para decirle viejas dulzuras o para besarla, pero ella no comparecía, y entonces decidía insultarla, mirarla con rencor para ver si de esa manera se sentía por fin aludida, pero tampoco comparecía. Dialogué infatigablemente con su mutismo, le repetía cosas que alguna vez le había dicho y me repetía cosas que alguna vez me había dicho. Pero todo era inútil, estaba desaparecida y nada se sabía de ella ni de Sergio. Años después, cuando por fin salí, me dijeron que un cura argentino casi tropezó en el patio de cierta unidad militar con un cuerpo reventado y que de éste surgió una voz que era un hilo, padre, soy Sergio Morán, diga allá afuera que a ella la mataron, que a Ana la mataron, y que a mí, ya lo ve, también. O sea que acabaron con Ana y sin embargo nunca hablo de ella. Nunca. Con nadie. Ni siquiera con Lucía, que sólo sabe que estuve casado y me separé. No la menciono ni en las descargas con Joaco o Felipe. ¿Por qué? ¿No puedo añorarla porque se fue con otro? ¿No puedo admitir mi duelo porque no supe o no pude retenerla, porque no estuve junto a ella cuando la destruyeron? En estos años, uno se vuelve un especialista en fabricarse culpas y después es difícil separar las falsas de las reales. No puedo borrar de mi vida mis cinco años con Ana y mucho menos puedo recuperarla. Sé y me lo repito que cuando se fue ya no nos queríamos ni nos necesitábamos. Pero eso no alcanza para imaginarla destruida. Y además, ¿sería cierto que no nos queríamos ni nos necesitábamos? ¿O nos habremos portado como dos tontos inexpertos, rencorosos, indignos, como dos pésimos humanos? ¿O me habré portado yo, sólo yo, como un tonto inexperto, rencoroso, indigno, como un pésimo humano? Lo cierto es que no me siento capaz de hablar de Ana. Sólo hablo de ella conmigo mismo. Y Ana, por su parte, quizá en uno de sus crónicos berrinches, se ha sumido en un ominoso silencio del que nunca nadie habrá de rescatarla. Mi escollo tal vez consista en que todavía no sé si la quise o no, si la quiero o no.

10.

Fernando y Lucía vivían sus nuevos tiempos. Separados o juntos. Cada uno en su recinto, con sus paredes, con su trabajo, con su necesidad del otro. Y cada dos, tres días, juntándose, siempre en el quinto cielo de Fernando, como cábala porque allí se buscaron, se encontraron, allí cayeron por fin las vallas y el amor renovó, rehizo, remodeló sus cuerpos, les quitó herrumbre y tufo a soledad, los hizo deseables y visibles, les mezcló las congojas y los disfrutes, les reveló semejanzas y desemejanzas, identidad de sí mismos y del contiguo. Separados o juntos. Pero la separación ya no fabricaba como antes sus excusas de lucidez y molicie a fin de persuadir de su sentido a cada respectivo solitario, sino que también dirigía sus antenas al (o a la) que estaba allá, en el otro extremo del tenso bramante. Hubo una fase del amor lacrado, de sueños al abrigo, de negarse a someterlo al viento helado del febrero madrileño, tiempo de no mostrarse a otros, de salvaguardar la intimidad y cultivarla, de ponerse al día y sobre todo de ponerse a la noche, de mirarse juntos para luego recordarse separados, de dialogar interminablemente para irse familiarizando con cada recodo, con cada misteriosa guarida del otro. El pasado llegaba en ondas discontinuas, con imágenes, palabras, sensaciones y les hacía pagar un dividendo de angustia, pero ellos no le hurtaban el bulto, lo asumían con serenidad, conscientes del lugar que esos trances ocupaban en sus vidas, pero también cuidando de no detenerse morosamente en el detalle, en la reseña de la mortificación o de la ansiedad y menos aún del infierno corporal. En una ocasión, Fernando sintetizó en un breve testimonio su relación con Ana, claro que sin nombrarla, y si bien Lucía no preguntó nada porque cualquier pregunta incorporaba un riesgo, absorbió el dato sin premeditación pero con toda su memoria disponible. Ella, por su parte, habló de Eduardo con naturalidad y sin entrar en pormenores. En rigor, se trataba de vínculos y experiencias distintas, pero en alguna medida la muerte ominosa los nivelaba, los devolvía a la niebla de su injusta expiación. Y llegó el día en que el enclaustramiento terminó y Fernando y Lucía, sin resolverlo expresamente, salieron a la calle con su amor a punto, lo sometieron a la prueba y el contacto de la primavera, y al llenar los pulmones y colmar las miradas con esa cíclica y siempre inaugural resurrección de la naturaleza, fantasearon que ésta les daba su visto bueno, que el cabeceo afirmativo de los árboles era la anuencia que les faltaba para sentirse bien, cada uno individualmente y también entre sí, y que el trino colectivo y ensordecedor de los pájaros retornantes era sencillamente una celebración a ellos destinada. Es claro que todo esto lo pensaban pero no siempre lo decían, porque cada uno se azoraba de la vecindad con lo cursi, sin recordar que el amor siempre hace equilibrio sobre esa cuerda floja, pero es difícil que se derrumbe (qué ridículo puede ser un beso visto desde fuera y sin embargo qué sabroso suele ser desde dentro). El buen tiempo fue permitiendo que los abrigos, las bufandas y las medias de lana se fueran soltando como escamas, y que otras escamas, pero del ánimo (los prejuicios, las inhibiciones, los remilgos) también se fueran desprendiendo y quedaran inmóviles y nimias en la zona común de la falsa vergüenza y el invierno. Y la noche en que aparecieron juntos en lo de Joaco y Teresa, no fue preciso hacer ningún anuncio, ya que a esa altura nadie podía dudar de que eran (separados o juntos) una pareja.

11.

¿Entonces no sabes por qué no regresas? Sí, creo que lo sé, pero Lucía, se trata de una sensación, y nunca he sido muy ducho en eso de convertir una sensación en palabras, ya sean pocas o muchas. Lo cierto es que no quiero volver. Algo se rompió en mí, y no he podido recomponerlo, no he podido soldar esos pedazos. Lo malo es que tampoco soy de aquí. Tengo amigos, gente a la que quiero. Pero estoy afuera. Fíjate que te digo esto y simultáneamente me lo estoy diciendo a mí mismo. Soy más inseguro de lo que aparento. Simulo que soy y estoy seguro, sólo para que no me avasallen. Pero Fernando, ¿quién quiere avasallarte? Que yo sepa, nadie, pero por las dudas, ¿no? Lucía ríe con ganas. Te causa gracia, ¿eh? pero vos, ¿volverías? Mira, Fernando, lo veo como una posibilidad tan lejana que no quiero empezar a planteármelo desde ya. La situación en Chile no es la de Uruguay o Argentina, pero cuando el regreso sea posible para todos los chilenos, entonces sí creo que volvería. Fernando gruñe un poco pero no dice nada. ¿Qué pasa? ¿Piensas en nosotros? Fernando gruñe otra vez, pero esta vez agrega, cómo podría no pensar. Lucía sonríe, y es una sonrisa triste y tierna. ¿Para qué vamos a amargarnos desde ahora? Todo es transitorio, Fernando, todo es provisional. Estamos con un pie aquí y otro en la frontera. Es tu caso y es el mío. ¿Qué proyectos podemos hacer? Ahora conquistamos un trocito de bienestar y agradezcámoslo a Dios, al azar o a quien sea, y si la palabra bienestar te parece muy pomposa, digamos un pedacito de cariño, y qué bien que nos vino, ¿o no? Disfrutémoslo, pué. Y no te me pongas hipocondríaco. ¿Pido permiso para abrazarte? ¿Me lo concede el oriental? Sí, el oriental se lo concede, y en pleno abrazo, con el beso de Lucía entibiando su mejilla, ve que su propio rostro lo contempla desde el reflejo de la ventana y le sorprende un poco que aquellos labios finos, suspicaces, perplejos, se muevan en silencio para decir Ana.

El césped

algo vuela hacia el sol y no se sabe
si es la pelota o si es la misma tierra

BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO

ante su red aguarda
la portería aún, araña parda

MIGUEL HERNÁNDEZ

1.

El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo después, cuando el balón brinca ya en las redes, no alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una época en que había un
centre-half
y un
centre-forward
, cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El espectador veterano sabe que cuando el fútbol se convirtió en balompié y la
ball
en pelota y el
dribbling
en finta y el
centre-half
en volante y el
centre-forward
en alma en pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan, ¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien. Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor idóneo sigue colgado de la «o» de su gooooooool, que en realidad es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo llega por fin al desenlace de la «ele» final de su gooooooool privado, ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece, ¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés, veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico, alguien últimamente en alza según los cronistas deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro. Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra, casi un paño verde como el del casino, con la importante diferencia de que allá los números son fijos, permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda) podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos, sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran, bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan, es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera hace guiños en clave, señales secretas como las del truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de saludable euforia y además no aparece en los controles antidopping.

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