Authors: Mario Benedetti
5.
Cuando Lucía sube al piso de Fernando la conversación es menos tensa que cuando Fernando sube al de Lucía. Ella se siente más aliviada en el ámbito creado por el nuevo amigo, transitoriamente liberada de su soledad y sus fantasmas, del culto de sus fotos y sus cartas. Y entonces no permanece callada ni se echa a llorar. Encara su situación con mayor serenidad y pone al día a Fernando sobre sus últimos movimientos y gestiones. Por fin ha conseguido trabajo, y para colmo en una librería. Alguien le presentó a don Fermín, el viejo librero, precisamente cuando éste buscaba una empleada que fuera capaz de vender libros como los libros que son y no como licuadoras o zapatos. El amigo común no necesitó explicarle al viejo quién era Lucía y de dónde venía, para que entendiese todo el resto. Es un sabio, dice ahora Lucía, pero un sabio al estilo medieval, esos que lo conocían todo y sin embargo no se deshumanizaban. Me siento bien con él y además el trabajo me gusta. Ella había sido periodista allá en Santiago, ay Fernando, pero en España eso es algo casi inalcanzable, gremio cerrado y excluyente como pocos, todavía hay muchos de la otra época y ésos no abandonan ni por infarto. Ella quisiera escribir de tantas cosas: las que ha visto, las que ha sufrido, las que ha dejado atrás. Pero aquí el sufrimiento pasó de moda como tema periodístico, ¿no te parece? Y fíjate, no les echo en cara ese rechazo. La tortura agota a sus víctimas, pero también se agota como noticia. No más de esa barbarie, por favor, parecen decirte con su penúltima simpatía, déjanos escuchar a Madonna y a Julio Iglesias, déjanos ver nuevamente
Dinastía
y recordar cómo era
Dallas
, guárdate a ese carroza de Pinochet y déjanos con Lady Di, con Stephanie, con Boris Becker, con la farándula de Marbella. No le pidas peras al olmo. No es nada fácil comprender a América Latina desde Europa, ni siquiera desde España, que parece (y, pese a todo, es) lo más cercano. Y esto es así aun cuando exista buena voluntad. Imagínate si no existiera. Bueno, es humano. Cuando estás en medio del confort, y tiendes a la seguridad, y trabajas todo el año en función del ocio de agosto, hay que ser muy solidario o muy masoquista o simplemente exiliado, para amargarte la vida pensando en el hambre o la tortura que sufren prójimos lejanísimos. Yo, por principio o por orgullo (todavía no lo tengo bien claro), ya no menciono la palabra tortura. Me resulta insoportable la repugnancia solidaria. Casi prefiero la repugnancia a secas. Estarás pensando que estoy un poco rayada, y no lo descarto. Tengo motivos varios, pero no quisiera estarlo. Si a Eduardo lo mataron por asfixia, no quiero que a mí me asfixien con la desesperanza. Lo primero, dijo entonces Fernando, es que vos misma te rescates. Mirá que cuando uno tiene el ánimo en un pozo, nadie puede ayudar, el único que puede hacer algo es uno mismo. Sin embargo tú me ayudaste, dijo Lucía, me sacaste de los pelos cuando estaba a punto de hundirme. Bah, vos también lo hiciste conmigo. Aquella primera noche en tu casa, cuando te soltaste a llorar, sentí que, sin que vos misma lo supieras, también llorabas por mí. Con una habilidad que a él mismo le asombra, Fernando pone a punto su tortilla a la española, o sea una tortilla de papas pero bien hecha, tal vez su mayor deuda con la Patria Madrastra. Sirve el vino catalán, ya verás qué delicia, y se atreve a brindar: por todo lo que nos falta. Ella sonríe y comenta: eso es casi como brindar por el mundo.
6.
Fernando, solo en su himalaya, ha resuelto dejar por un rato la Hermes con la hoja a medio llenar, cebarse un mate y sentarse en la mecedora. De vez en cuando es bueno hacerse un espacio para la reflexión. Cuando se llega a los 45 años en soledad (tras lapsos en compañía y en semisoledad) se sufre un poco pero también se le toma el gusto a la vida en singular. Mira a su alrededor y reconoce que su covacha de hombre solo no está mal. Libros por doquier, discos, pósters. Una de las paredes está casi totalmente cubierta con afiches de arte, entre los que se destaca uno estupendo de Botero, adquirido en Oslo, con esa gorda implacable e inmensa que empieza a vestirse, mientras en la cama de dimensión olímpica yace, agotado y ya dormido, o simulando estarlo, el insignificante complemento conyugal, ese pobre hombrecito que convoca piedades completas. En las repisas hay detalles (un cenicero búlgaro, una virgen negra de Barcelona, un caballito bicolor de Sargadelos, un candelabro de Atenas, un balconcito de Tenerife, un sanmartín de Tours, un mannekenpis de Bruselas, un gallito de Lisboa) que en conjunto son un muestrario de su exilio. Bueno, no sólo de su exilio; también de las salidas al exterior que debe efectuar cada tres meses puesto que en España no le dan residencia (no puede documentar que recibe dinero del extranjero, entre otras cosas porque no lo recibe, y tampoco puede demostrar que gana lo suficiente para sobrevivir sin asaltar a nadie, y todo eso porque, considerando que no posee residencia, tampoco puede lograr contrato de trabajo y, en consecuencia, sus faenas de traductor y periodista son vergonzantes y clandestinas). O sea que con lo que gana en un trimestre no sólo debe comer, pagar el alquiler de la covacha y comprarse alguna camisa y dos calzoncillos, sino además juntar suficientes pelas para su periódica salida. Su salvación (se incorpora a medias para tocar con la punta de los dedos una tabla de dibujo, o sea madera sin patas) ha llegado con la traducción de novelas policíacas. Merced a esa ganga, ha podido extender el radio de sus safaris, y eso, por varios motivos, le vino bien. La verdad es que estaba un poco aburrido de sus obligatorias visitas trimestrales a Perpignan (ya lo conoce de memoria), que era la salida más módica. Fue así que pudo conocer París, Oslo, Bruselas, Roma, Atenas, Lisboa. Está también el chanchito de Pomaire que le regaló Lucía y que tiene un valor adicional ya que fue de las poquitas cosas que ella pudo sacar de Chile. Y aquella pipa que le dio un viejo griego, con quien pasó uno de los episodios más recordables de su exilio. Estuvieron casi dos horas, en una esquina primero, luego en un café de Atenas, bebiendo ouzo y conversando o más bien haciendo que conversaban, es decir hablando cada uno su lengua y sin embargo comunicándose, con gestos, con miradas, con risas, con palmadas en el hombro ajeno o en la frente propia, con acompañamiento de las manos, con dibujos en el aire o en las servilletas, como si aquello fuera un ensayo de una pantomima a cuatro manos. Él no había desconfiado en ningún momento, y el viejo parece que tampoco. Fernando sabía que allí le había quedado un amigo, a quien en cualquier lugar del mundo podría reconocer. Al final el viejo (que se llamaba Andreas, eso quedó claro, gesticulación mediante) le regaló su pipa y Fernando le dio su bufanda, que el otro se puso de inmediato pero en la cabeza. Ambos rieron, hicieron un último brindis con los restos del tercer ouzo, y ése fue el adiós. Fernando recuerda que nunca pensó que aquel trago heleno fuera tan traicionero, porque no bien se puso de pie, toda Atenas le dio vueltas como una calesita homérica y sólo pudo regresar a su hotel de una sola estrella apoyándose en los rugosos muros de la antigua Grecia y en las lisas paredes de la moderna. En otro estante hay un llavero que es además un pequeño mosaico, obtenido en Florencia de las cuidadas manos de una boloñesa, con la que sí habló largamente (en este caso, cada uno entendía y hasta chapurreaba el idioma del otro) y además terminó la jornada acostándose con ella. La cosa fue de lo más normal, no con amor porque eso es imposible en 24 horas (en Europa no existe la especialidad «a primera vista») pero sí con un crescendo de simpatía. Resultó que Claudia era nada menos que profesora de arte en Bologna y había venido a confirmar algunos datos e impresiones en la Galleria degli Uffizi. Fue allí donde se encontraron. Como ella había concluido sus apuntes en la víspera, pasaron el día juntos, en realidad cada vez más juntos. Él trató de llevarla a su pensión de mala muerte, pero el cancerbero de rigor no permitió la entrada de la
signorina
, de modo que tuvieron que trasladarse al hotel de buena vida en que Claudia se alojaba. En consonancia con sus cuatro estrellas, era menos pudibundo y la única precaución consistió en emplear distintos ascensores. En esa única noche Claudia fue muy tierna, y aun ahora, o sea tres años después, a Fernando el corazón no se le estruja pero se permite una breve taquicardia. Cuando se despidieron, él le dio sus señas en Madrid. Quizá algún día te busque, dijo ella, pero no le dio las suyas. Es por mi marido, ¿sabes?, lo puede tomar a mal. O sea que era casada, vaya vaya. La noticia como adiós.
7.
La gratitud puede ser un afluente del amor. Pero cuando la corriente de gratitud se junta con el caudal del amor, siempre sobreviene una etapa indecisa, en que no se sabe a ciencia cierta cuál es cuál. En esa ambigüedad se movieron Lucía y Fernando. Dos o tres veces a la semana Lucía trepaba las cinco plantas y en otras ocasiones también Fernando la acompañaba a casa. No obstante, ella prefería venir a verlo; se sentía mejor en la intimidad ya asentada de aquel exiliado que aparentemente se había jugado por el no regreso. Fernando no tenía teléfono, así que ella no podía avisarle. Sabía que podía llegar en cualquier momento, abrazar a Fernando, besarlo en ambas mejillas (hay costumbres europeas que tienen su gracia) y desparramarse por fin en aquella mecedora que se había convertido casi en un territorio propio, o por lo menos en un enclave de su amistad. Él siempre la recibía con cariño y hasta con euforia. Se le iluminaba la mirada cuando sonaba el timbre y era ella. Fernando cultivaba su soledad con el mismo refinamiento que si se tratara de la violeta africana que Miguel y Carmen le habían dejado en custodia cuando decidieron volver a Uruguay. Él reconocía que, a sólo dos meses del primer encuentro en lo de los Pinto, Lucía había empezado, casi sin darse cuenta, a formar parte de su vida. Hablaban o callaban; eso no era lo importante. Lo esencial era saberse en compañía. Ya se habían contado sus respectivas historias (el fracaso matrimonial y la prisión de él en Montevideo, la odisea de ella en Santiago) pero una sola vez y con pudor, sin entrar en el detalle del contraído espanto o la monstruosa crispación, sin ponerse a rememorar las fisuras del miedo o la contigüidad del desvarío. La gratitud no se teñía de súplica; simplemente instaba, sin proponérselo, a la solidaridad y la obtenía. En realidad, era una operación de ida y vuelta. La solidaridad de las palabras empezó usufructuando puentes levadizos pero acabó construyendo puentes estables, estableciendo así un vínculo peculiar, cada vez con menos heridas y más necesidad del otro. La solidaridad era también manos que se encontraban, abrazos casi furtivos, o la compartida visión de la noche a través del angosto ventanal de la buhardilla. Casi siempre cocinaba él, pero ella solía traer, ya preparadas, unas ensaladas exquisitas. Por fin llegó una noche en la que Fernando, sin ninguna premeditación, se encontró inaugurando una nueva fase: Lucía, hemos sido cuidadosos, prudentes, maduros, respetuosos del otro, cuerdos, tal vez demasiado cuerdos. Nos hemos respetado para poder querernos. Lo que pasaste se hermanó con lo que pasé. Tengo la impresión de que nos necesitamos. Yo por lo menos te necesito. Pero quiero decírtelo francamente: tal vez hubiera sido un grueso error precipitar las cosas cuando nos conocimos, pero creo que ahora sería un error no menos grave que nos priváramos de nuestros pobres y escarmentados cuerpos, yo del tuyo, vos del mío. Cuando nos abrazamos, casi a escondidas de nosotros mismos, yo quisiera abrazarte toda. Sé que para vos es difícil, alguna vez tocamos el tema pero con pinzas. Ahora bien, ¿acaso no es más difícil mantenernos a profiláctica distancia? No podemos saber qué nos traerá el futuro; en cambio sí sabemos qué nos trajo el pasado. Apenas tenemos una aleatoria y frágil potestad sobre el presente y en él estamos, en él estoy contigo. Y vos, ¿estás conmigo? Lucía pestañeó por fin. Es claro que estoy contigo, Fernando. Me siento conmovida, pero creo que podría confirmar todo cuanto has dicho. Pero tengo miedo. No sabes cuántas veces comprobé y reconocí mis ganas de tu cuerpo. Cuántas veces advertí tu deseo del mío. Es más que deseo, Lucía; o mejor dicho, es deseo y algo más. Es cierto, pero igual tengo miedo. Ignoro (y me dirás que nunca lo sabré si no paso por la prueba) hasta dónde los mandatos de mi cuerpo serán capaces de vencer a las amonestaciones de ese mismo cuerpo. Somos adultos, Lucía. Por supuesto que lo somos, pero la crueldad ajena, Fernando, nos ha hecho más viejos. Tus canas están a la vista; yo las tapo pero las tengo. Más viejos o más maduros, no lo sé bien, pero también más indefensos. Tú a tus 45, yo a mis 37, no somos adolescentes, no faltaba más. ¿Pero de cuánto adolecemos? ¿Por qué, a pesar de nuestras edades, llegamos, cada uno solo, a esto que es más un cruce que un encuentro? Uno puede enviciarse con la propia soledad y en ocasiones (es casi una droga) envenenarse con ella. Es arduo abrirle de pronto la puerta y decirle: Vámonos, vamos a encontrarnos con otra soledad, con otro desamparo. Y esto aunque se trate de un querido desamparo, como el tuyo. Fernando asintió con la cabeza pero no dijo nada. Dio unos pasos hacia la ventana, como si tuviera interés en la noche exterior, con escasas pero suficientes estrellas y con ondas de voces y chirridos metálicos. Pensó que su noche interior, en cambio, estaba oscura y muda. Cuando llegaba a la conclusión de que se había apresurado, de que se había dejado llevar por un impulso y que tal vez el arrebato echara a perder para siempre su relación con Lucía, sintió que los brazos de ella lo ceñían desde atrás y luego empezaban lenta, morosamente, a desabrocharle la camisa, de arriba abajo. A pesar de la sorpresa, él no intentó darse vuelta, enfrentarla. Sólo podía ver, reflejado en el vidrio de la ventana, aquel rostro único, irrepetible, que asomaba sobre su hombro. Cuando aquellas manos que tan bien conocía, desabrocharon el último botón, sintió junto al oído este presagio: No sé qué pasa, pero de pronto me he quedado sin miedo. Me has dado tanto, Fernando, me has dado tanto. Yo quiero darte mi soledad, que es lo único que verdaderamente poseo. Y voy a dártela ahora.
8.
Quiero ser otra vez mujer sentirme mujer y el deseo me devuelve a la vida porque es mío y es suyo quiero sentir mi piel y por suerte la siento quiero que mis manos recuperen el tacto y por fortuna disfrutan lo que tocan lo que acarician lo que abarcan quiero querer y me atrevo a admitir que estoy queriendo no como quise a eduardo pobrecito mío nada es repetible sólo una vez se es nueva sólo una vez la sorpresa es dolor y el dolor es entrega y la entrega es el color del mundo el placer del mundo la esperanza del mundo pero quiero ser otra vez mujer y lo estoy siendo no como un esmero solitario sino porque fernando es dulce va seduciendo centímetro a centímetro mis poros sedientos de sus palmas hambrientos de sus labios fernando es dulce y su peso no me pesa sus huesos se amoldan a mis cuencas y reconozco sin ambages la jugosa tristeza de ser feliz no como con eduardo claro porque esta bienaventuranza es asimismo parte de mi duelo este auge también es parte de mi quebranto pero el cuerpo es pragmático y nos salva me salva por el goce como este que ahora me penetra nos salva por las lenguas que comunican y consuelan nuestras soledades nos purifica en el gemido que es llamado y es respuesta y así voy y vengo vas y vienes fernando en mí yo hogar de ti cuna de ti lecho de ti dime otra vez lucía porque con tu clamor me das mi identidad me das mi cuerpo me das mi entraña me das me das oh cuánto me estás dando fernando eduardo fernando eduardo fernando fernando fernando otra vez soy.