Cuentos completos (42 page)

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Authors: Mario Benedetti

—Si te quedás quietito no te va a pasar nada.

El Flaco sonrió, pero Alberto no podía.

—¿Quiénes están en la casa?

Alberto dio un brevísimo resoplido.

—Nosotros nomás, los chicos —pudo al fin articular.

—¿Cuántos son?

—Mi hermano Joaquín y yo.

—¿Cómo? ¿No tenés una hermana vos?

—Sí, Miriam.

—¿Ella también está?

—Sí.

—¿Y por qué no la nombraste?

Alberto se mordió el labio inferior.

—Porque es paralítica.

El Flaco optó por guardar el arma.

—¿Cuántos años tenés?

—Doce.

—¿Y tu hermano?

—¿Joaquín? El viernes cumplió nueve.

—¿Y tu hermana lisiada?

—Creo que diecisiete.

—¿Cuándo vuelven tus viejos?

—Mañana de tarde.

—¿Y siempre los dejan solos?

—No siempre. A veces quedan las sirvientas.

—Y a ustedes ¿por qué no los llevan a Punta del Este?

—Será que quieren pasarla tranquilos.

—¿Sos muy travieso vos?

—Un poco.

—¿Te gusta el fútbol?

—Claro. Soy golero. Y quiero jugar en Nacional.

—Mirá vos.

—¿Y usted?

—¿Yo qué?

—¿Es de Nacional?

—Parece que se te pasó el cagazo.

—Un poco sí.

—Yo también soy de Nacional. Mejor dicho, era.

—¿Ahora es de Peñarol?

—No. Ahora ya no soy hincha.

—Qué macana ¿no?

El Flaco se rascó una oreja. El chico metió las manos en los bolsillos.

—En los bolsillos no.

—¿No puedo?

El chico puso otra vez cara de asustado.

—Bueno, ponelas si querés. Pero portate bien.

Volvieron los otros, acompañados de Joaquín y Miriam. La Negra empujaba la silla de ruedas.

—Dicen que no saben dónde guarda el padre la colección.

—Ah, no saben.

—Dicen que el padre tiene una colección, pero creen que no la guarda aquí.

El Flaco miró a Miriam.

—¿Vos tampoco sabés nada?

—No.

—Sin embargo, a mí me parece que tenés que saber algo.

—No.

Miriam parecía tranquila. A veces movía las manos sobre la frazada que le cubría las piernas inertes, nada más.

—Claro, como estás así, pensás que te vamos a tener lástima.

—¿Y no me tienen?

—No sé si es lástima. Es jodido pasar la vida así.

Pero por lo menos vivís en un apartamento bien confortable. Hay quienes pueden caminar y sin embargo la pasan mucho peor.

—Mejor si no me tienen lástima. Estoy podrida de la lástima ¿sabés?

—Me imagino. También me imagino que sabés dónde está la colección.

—Te imaginás mal.

Al principio, Joaquín lloriqueaba un poco, pero ahora parecía fascinado con los visitantes. Miriam tenía un gesto decidido.

—¿Los niños pueden irse a dormir?

—Si quieren. Pero no creo que tengan sueño.

Miró a Joaquín.

—¿Tenés sueño vos?

—No.

—Entonces quédense. A lo mejor terminan recor-dando dónde guarda el papi la colección.

—Yo nunca la vi.

—Pero sabés que tiene una.

—Sí.

—¿Sabés cuántas piezas tiene la colección?

—Un montón —dijo Joaquín.

—¿Cómo sabés que son un montón si nunca las viste?

—Porque mami siempre le está diciendo a papi que ahora es peligroso tener ese montón de armas.

—¿Y para vos cuánto es un montón?

—Y yo qué sé. Como mil.

—¿Y a vos te gustan?

—Me gustan las de la televisión.

El Flaco empezó a revisar la enorme biblioteca. Apartaba pilas de diez o veinte libros para ver si aparecía algún escondite, alguna llave, algún indicio. Miriam seguía en silencio sus movimientos. El Flaco se sintió vigilado.

—¿Leyó tu viejo todos estos libros?

—No creo.

—¿Y para qué los tiene? ¿Como decoración?

—Puede ser.

El Flaco hizo señas al Rubio y al Pecoso, como encargándoles que hicieran otra revisación a fondo por todo el apartamento.

—La Negra y yo alcanzamos para vigilar a este trío.Miriam se miró las manos. Le sonrió a Alberto.

Ahora parecía tranquilo, pero le brillaban los ojos.

—¿Tenés frío?

—Un poquito.

Con un gesto casi imperceptible, la muchacha llamó la atención del Flaco.

—¿Le das permiso a mi hermano para que vaya a buscar un pullover?

El Flaco estuvo un rato callado. Después miró a la Negra.

—Acompañalo, ¿querés?

Ella le puso al chico una mano en el hombro, y así salieron.

—¿Puedo sentarme? —preguntó Joaquín.

—Ufa. Sí, podés.

El chico se acomodó en un sillón. El Flaco enfrentó de nuevo a Miriam.

—Y a vos ¿te volvió la memoria?

—No.

—Digamos que si te vuelve, me vas a contar dón-de están las armas de tu viejo.

—Tengo la impresión de que no me va a volver.

El Flaco encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Miriam.

—Gracias, no puedo fumar. No sólo mis piernas son una porquería. Tampoco mis pulmones son de primera.

Ahora el Flaco registraba las paredes. Les daba golpecitos con los nudillos, como buscando algún punto que sonara a hueco.

—¿Vos estás de acuerdo con tu viejo?

—¿En qué?

—Por ejemplo, en política.

—Generalmente no.

—¿Por qué?

—No voy a entrar en detalles acerca de mis diferencias con mi padre.

—¿Sabés que tu viejo genera odios muy firmes?

—Me lo imagino.

—Y vos ¿lo odiás un poco?

—No.

—¿Lo querés entonces?

—Ya te dije que no pienso entrar en detalles.

—Sin embargo, a veces es bueno desahogarse con alguien. Tenemos toda la noche, si querés.

—Decime ¿vos qué sos? ¿Guerrillero o analista?

—¿No puedo ser las dos cosas?

—Ah, caramba.

—Tate tranqui. Casi no soy lo primero, pero mucho menos lo segundo.

—¿Por qué casi no sos lo primero?

—Porque no tengo vocación.

—¿Y por qué lo hacés?

—Digamos que lo considero un deber.

—¿Sólo por eso?

—Bueno, hay más cosas. Pero yo tampoco voy a entrar en detalles.

—Touché.

—Por lo menos decime una cosa: ¿para qué quiere las armas tu viejo?

—Igual que con los libros.

—¿Decoración?

—Más o menos.

El tono bajo de las dos voces ha terminado por adormecer a Joaquín. Miriam se pasa la mano por la frente.

—¿Estás cansada?

—Un poco. Pero tengo aguante, no te preocupes.

—¿De veras no me vas a decir dónde está la colección?

—Buscala. Siempre creí que cuando ustedes decidían llevar a cabo una de estas operaciones, ya venían con la información completa.

—Eso es lo ideal. Pero no siempre es así. Tenemos que irnos con la colección, ¿entendés?

—Claro que entiendo. ¿Me vas a pegar?

—¿De veras pensás que podría pegarte?

—¿Por qué no? A ustedes cuando los agarran les dan duro, ¿no?

—No es lo mismo.

—Ya sé que no es lo mismo.

El Flaco parecía dispuesto a seguir aquel tableteo verbal. Pero volvió la Negra con Alberto.

—Flaco, éste se está cayendo. ¿Puede dormir?

—Si no lo autorizo, igual se va a dormir, ¿no?

—Quise decir: si puede dormir en su cama.

—Mejor que duerma aquí, en el sofá. Ya el otro claudicó. En todo caso, traéles frazadas.

Volvieron el Rubio y el Pecoso. No estaban satisfechos.

—¿Y?

—Nada.

—¿Revisaron bien? ¿Revisaron todo?

—Milímetro por milímetro.

—Sin embargo, es seguro que están aquí.

—Quién sabe. ¿No te parece que mejor nos vamos?

—No, no me parece. Tenemos tiempo y seguridad para buscar.

—Mirá que aquí no hay nada. Ni colección ni un corno. Ni siquiera un revólver de fulminante. Nada.

—Mirá que hay. Estoy seguro.

Miriam se movió en su silla de ruedas. Maniobró hasta colocarse frente a la Negra.

—Tendría que ir al baño. ¿Me llevás?

—¿La llevo, Flaco?

—Sí, claro.

La Negra empujó la silla por un corredorcito. Abrió la puerta del baño e introdujo allí a Miriam. Iba a cerrar nuevamente la puerta desde afuera, cuando Miriam la llamó con un gesto, y también con un gesto le indicó que cerrara la puerta desde adentro.

—¿Qué pasa? ¿Te sentís mal?

—No.

—Entonces te dejo sola. ¿O precisás ayuda?

—No, no preciso ayuda, pero quedate.

—¿Qué querés entonces?

Miriam se agitó un poco en la silla. Se le colorea-ron las mejillas antes de responder.

—Decile al Flaco que vaya a la cocina. A la derecha de la ventana. El tercer azulejo floreado.

Sobre el éxodo

Es obvio que el éxodo empezó por razones políticas. En el extranjero los periodistas empezaron a escribir que en el paisito la atmósfera era irrespirable. Y en verdad era difícil respirar. Los periodistas extranjeros siguieron escribiendo que allí la represión era monstruosa. Y realmente era monstruosa. Pero el hecho de que esas verdades fueran recogidas y difundidas por periodistas foráneos dio pie a las autoridades para una inflamada invocación al orgullo nacional. El error gubernamental fue quizá haber puesto la invocación en boca del presidente, ya que en los últimos tiempos, no bien asomaba en los receptores de radio y las pantallitas de televisión la voz y/o la imagen del primer mandatario, la gente apagaba de apuro tales aparatos. De modo que los pobladores jamás llegaron a enterarse de la invocación al orgullo nacional que hacía el gobierno. Y en consecuencia se siguieron yendo.

Primero se fueron todos los sospechosos que andaban sueltos. Después se empezaron a ir los parientes y los amigos de los sospechosos [presos o sueltos]. Al principio, aunque eran muchos los que emigraban, siempre eran más los que iban a despedirlos a puertos y aeropuertos. Pero el día en que partió un barco con mil emigrantes y fueron despedidos por sólo 24 personas, el hecho insólito fue registrado por la indiscreta cámara de un fotógrafo. extranjero, y la publicación de tal testimonio en un semanario de amplia circulación internacional dio lugar a una nueva invocación patriótica del presidente, y en consecuencia al momentáneo y preventivo apagón de los pocos receptores que aún contaban con radioescuchas y de las escasas pantallitas que aún tenían televidentes. Lo curioso fue que el gobierno no pudo verosímilmente castigar ese nuevo hábito, ya que, a partir de la crisis petrolera, había exhortado a la población a no escatimar sacrificios en el ahorro del combustible y por tanto de energía eléctrica. ¿Y qué mayor sacrificio [decía el pretexto popular] que privarse de escuchar la esclarecida y esclarecedora voz presidencial? No obstante, debido tal vez a esa circunstancia fortuita, el pueblo tampoco esta vez llegó a enterarse de que su orgullo patrio había sido invocado por el superior gobierno. Y siguió yéndose.

Cuando los sospechosos que andaban sueltos, más sus amigos y familiares, emigraron en su casi totalidad, entonces empezaron a irse los que pasaban hambre, que no eran pocos. La última encuesta Gallup había registrado que el porcentaje de hambrientos era de un 72,34%, comprobación importante sobre todo si se considera que el 27,66% restante estaba en su mayor parte integrado por militares, latifundistas, banqueros, diplomáticos, cuerpos de paz, mormones y agentes de la CIA. El de los hambrientos que se iban representó un contingente tanto o más importante que el de los sospechosos y «sospechosos de sospecha». Sin embargo, el gobierno no se dio por enterado y como contrapropaganda empezó a difundir, por los canales y emisoras oficiales, un tratamiento de comidas para adelgazar.

Cierto día circuló el rumor de que en Australia había gran demanda de obreros especializados. Inmediatamente se embarcaron rumbo a Oceanía unos treinta mil obreros, cada uno con su mujer, sus hijos y su especialización. Es sabido que, en cualquier lugar del mundo, los grandes industriales captan rápidamente las situaciones claves. Los del paisito también las captaron, y al comprender que sus fábricas no podían seguir produciendo sin la mano de obra especializada, desmontaron urgentemente sus planes y plantas industriales y se fueron con máquinas, dólares, muzak, familia y amantes. En algunos contados casos dejaron en el país un solo empleado para que presentará la liquidación de impuestos, pero en cambio no dejaron ninguno para que la pagara.

Otro día circuló el rumor de que, también en Australia, había gran demanda de servicio doméstico. Inmediatamente se embarcaron rumbo a Sydney cuarenta mil sirvientas, mucamos, etc., incluido en el etcétera un ex mayordomo que estaba sin trabajo desde el secuestro del embajador británico. En las grandes familias de la oligarquía ganadera, las damas de cuatro a seis apellidos también captaron rápidamente la situación, y al comprender que, sin servicio doméstico habrían tenido que ocuparse ellas mismas de la comida, la limpieza, el lavado de ropa [los lavaderos y tintorerías hacía meses que habían emigrado] y la higiene de letrinas y fregaderos, convencieron a sus maridos para que organizaran con urgencia el traslado familiar a algún país medianamente civilizado, donde al oprimir un botón de inmediato acudieran sirvientitas que hablaran inglés, francés, y no tuvieran piojos ni hijos naturales. Porque aquí, en el mejor de los casos, al llamado del timbre sólo aparecían los piojos. Y no se sabía por cuánto tiempo seguirían apareciendo.

Hay que reconocer que los militares fueron de los que se quedaron hasta el final. Por disciplina, claro, y además porque percibían suculentos gajes. En el momento oportuno, su voluntad de arraigo les había hecho emitir un comunicado especialmente optimista, en el que se señalaba que en el último año había disminuido en un 35,24% la cantidad de personas que habían sufrido accidentes de tránsito. Los periodistas extranjeros, con su habitual malevolencia, intentaron minimizar ese evidente logro, señalando que no constituía mérito alguno, ya que en el territorio nacional había cada vez menos gente para ser atropellada. El único diario que reprodujo este insidioso comentario fue clausurado en forma definitiva.

Sí, los militares [y los presos, claro, pero por otras razones] se quedaron hasta el final. Sin embargo, cuando el éxodo empezó a adquirir caracteres alarmantes, y los oficiales se encontraron con que cada vez les iba siendo más arduo encontrar gente joven para someterla a la tortura, y aunque a veces remediaban esa carencia volviendo a torturar a los ya procesados, también ellos, al encontrarse en cierta manera desocupados, empezaron a buscar pretextos para emigrar. Las becas que proporcionaba la gran nación del Norte para cursos de perfeccionamiento antiguerrillero en la zona del Canal, comenzaron a ser masivamente aceptadas. Aproximadamente la mitad de los oficiales en servicio fueron canalizados hacia el Canal. En cuanto a la mitad restante, se dividió en dos clanes que empezaron a luchar por el poder. Eso duró hasta que una tarde, un coronel medianamente lúcido reunió en el casino del cuartel a sus camaradas de armas y les zampó esta duda cruel: «¿A qué luchar por el poder si ya no queda nadie a quien mandar? ¿Sobre quién carajo ejerceremos ese poder?» El efecto de semejante duda filosófica fue que al día siguiente se embarcaron para el exterior el noventa por ciento de los oficiales que quedaban. Los que permanecieron [casi todos muy jóvenes, pertenecientes a las últimas promociones], felices de hallarse por fin sin jefes, intentaron organizar un partidito de fútbol en la plaza de armas, pero cuando advirtieron que el total de fieles servidores de la patria no alcanzaba a los 22 que marca la reglamentación de la FIFA, decidieron suspender el partido. Y al día siguiente se fueron en el alíscafo.

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