Cuentos completos (47 page)

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Authors: Mario Benedetti

De entrada me sorprendió que el boletero no tuviera aspecto de tal, aunque si alguien me hubiese obligado a una definición, no habría sabido decir cómo era el aspecto de un boletero inconfundible. Éste era joven, delgado; tenía unos anteojos de armazón oscura y cristales de miope; su aspecto era de estudiante de letras o de primer clarinete. El vestíbulo del teatro estaba desierto y eso estimuló mis esperanzas. Pero la razón de esa paz era muy simple: no había localidades. Cuando pregunté si existía alguna remota posibilidad de conseguir seis entradas [«sólo seis entradas, señor»], el muchacho levantó la vista de un ajado ejemplar del
New Yorker
y me miró con tajante desprecio: «¿A esta hora seis localidades? ¿En qué mundo vive?» El tipo tenía razón. Yo no estaba nada seguro del mundo en que vivía. Pero me sentí como un provinciano al que rezongan porque no se atreve con la escalera mecánica o con el teléfono público. A pesar de todo, no me fui enseguida. Me quedé unos minutos mirando las fotografías del elenco, tal vez con la secreta esperanza de que alguien viniera a devolver seis entradas, ni una más, ni una menos.

Entonces sonó el teléfono. El muchacho hizo un nuevo gesto de fastidio, ya que debía interrumpir otra vez su lectura del
New Yorker
, o quizá porque estaba cansado de repetir con voz gangosa que no había localidades. De pronto su rostro se transfiguró. Se quitó los anteojos con un gesto rabioso, y dijo casi sollozando: «¡No! ¡No! ¡No puede ser!» Después colgó, con un gesto brusco y desprendido, tan maquinal como marginal, y hundió la vencida cabeza entre los dedos flacos y temblorosos.

Yo era el único testigo de aquella congoja. Pese a la agresiva respuesta que me había propinado, pensé que podía sentirse mal y me acerqué. Le toqué apenas un brazo, sólo para que notara mi presencia. Le pregunté si le sucedía algo, si había recibido una mala noticia, si lo podía ayudar, etc. Entonces levantó la cabeza, y me miró con los ojos sin cristales, como a través de una ventana con lluvia o de un recuerdo inmóvil.

«Murió Margaret Sullavan.» Lo dijo lentamente, marcando cada sílaba, como si quisiera dejar bien claro que se sentía indefenso, que se sentía desgraciado, y que no se estaba mandando la parte.

Entonces fui yo el que dije, en otro estilo y en otro idioma, claro, como para mí mismo y para nadie más: «No, no puede ser». El muchacho no entendió las palabras en español, pero seguramente comprendió mi asombro, mi tristeza. Me recosté contra la pared, porque necesitaba algo en que apoyarme. Nos miramos el boletero y yo: él, un poco asombrado de haber hallado imprevistamente a otro viudo de Margaret, allí, en el teatro, al alcance de su mano huesuda; yo, apenas consciente de que en ese instante se extinguía el último rescoldo de mi ya lejana adolescencia.

De pronto el boletero se pasó una mano por los ojos, a fin de arrastrar sin disimulo las lágrimas, y me preguntó con la voz entrecortada, pero ya no gangosa: «¿Cuántas entradas dijo que quería? ¿Seis?» Abrió un cajoncito y extrajo seis entradas, unidas por un alfiler, y me las dio. Le pagué, sin decir nada. Darle una propina en aquellas circunstancias habría sido un agravio; algo absolutamente descartable entre dos viudos de la misma imagen. Nos dimos la mano y todo. Como dos deudos. Casi como hubiera podido sentirse James Stewart, pareja de Margaret en tantas películas.

Cuando salí en dirección al restorán italiano, yo también me froté los ojos, pero en mi estilo: no con la palma sino con los nudillos. En realidad, no conocía cuál podía ser el grado o la motivación del amargo estupor del boletero, irascible y cegato. Pero en mi caso sí que lo sabía: por primera vez en mi vida había perdido a un ser querido.

La vecina orilla

1.

No sé por qué, pero cuando los viejos fueron a despedirme a Carrasco, y sobre todo cuando iba camino del avión y miré hacia arriba y los vi juntos, y a la vez separados, levantando las manos para saludarme, la vieja arrimando los nudillos a los anteojos porque seguramente había aparecido algún lagrimón, y yo mismo, carajo, refregándome un ojo con la mano que me quedaba libre, bueno, cuando los vi allí, como la pareja inexplicable que siempre fueron, quizá malunidos por mí, me vino de alguna parte un lejanísimo recuerdo, tan lejano que al principio creí que no era mío, pero sí era, porque después, en el avión, o sea ahora, sentado en la fila nueve [donde está la puerta de emergencia y hay más sitio para acomodar estas largas piernas que Dios me ha dado], me pongo a completar el recuerdito, y lo voy apuntalando, con detal es, hasta que casi lo reconstruyo del todo, y decido empezar precisamente con él esta libreta de apuntes, que acaso nadie nunca lea, o quizá sí. Y es de este modo: la familia estaba almorzando, es decir los mayores: mi viejo, mi vieja [que entonces eran menos viejos], el abuelo, el tío, y quizá alguien más, y yo, que tenía cuatro o cinco años, andaba en el triciclo recién estrenado, y me iba al jardín y entraba otra vez haciendo un ruido con la boca que creía igualito a la bocina del ómnibus interdepartamental, y el viejo me hacía señas para que no armara tanto bochinche y yo no le hacía caso. Y de pronto vino y en medio de uno de mis mejores bocinazos me agarró de una oreja y vi hasta la constelación de Orión, aunque en ese entonces desconocía su nombre. Por aquellos tiempos no era vengativo, tampoco ahora lo soy, pero vaya a saber por qué mecanismo emocional, o simplemente deportivo, dejé con toda frialdad el triciclo frente a la puerta, arrimé una silla, me senté junto a mi tío, y le zampé al viejo este inesperado testimonio: «Anoche miré bajo la mesa, y vos y Clarita tenían las piernas juntas». Mamá abrió unos ojos de este tamaño, no me lo olvido; el viejo apretó los labios y me miró con una terrible resignación. Casi como un anticristo que ordenara: «Impedid que los niños se acerquen a mí», o quizá sencillamente: «Botija podrido», vaya uno a saber. Lo cierto es que a partir de ese momento el viejo y la vieja pasaron como tres meses sin hablarse. Y mamá me sugería en voz alta: «Decile a tu padre que te dé dinero para la leche». Y el viejo también tenía su iniciativa: «Decile a tu madre que hoy no vendré a cenar». Por supuesto, Clarita no se apareció más por nuestro hogar dulce hogar, y hoy me atrevo a creer que al viejo le gustaba mucho aquella gurisa [como diez años menor que él y como cinco menor que mamá] delgada, rubia, de ojos verdolaga, con cara de sueño, pero de lindo sueño, no de pesadilla, y que tenía un modo tranquilo de mirar, y manos delgadas y suaves, con unas venitas azulosas, casi imperceptibles pero que todo el mundo percibía, incluso un estúpido de cinco [¿o serían seis?] años como el suscrito. Porque en verdad se necesita ser estúpido para haberle arruinado la vida al pobre viejo con ese comentario jodido. Sobre todo porque yo creo que a Clarita también le gustaba el viejo. Simplemente habrá tenido miedo de la presencia acalambrante de mamá, que desde el pique le tomó cierta inquina. Yo no diría que eran celos de esposa desconfiada. Más bien se trataba de un odio hecho y derecho, cultivado lentamente y palmo a palmo.

Cuando la azafata se acerca a ofrecerme la coca-cola de rigor, estoy en pleno mea culpa. Nadie me quita del marote que con esa maldita intervención, lo siniestré para siempre al viejo. Porque ya entonces se llevaba muy mal con la vieja. Casi diría que no se llevaban. Nunca he visto dos tipos tan distintos y tan deshechos el uno para el otro. El viejo siempre fue un sujeto sensible, cálido, demasiado tímido para mi gusto, todo lo culto que puede ser un casi ingeniero [que no es demasiado, pero siempre un poquito más que un ingeniero]. Siempre ha sido un buen lector, le gustan la pintura y la música, y por suerte no cree, como algunos de sus casi colegas, que la vida es un logaritmo. Mamá en cambio es bastante terca [para plantearlo sin subjetivismo, cosa vedada a un hijo amantísimo, habría que decir que es terca como una mula], reseca en sus sentimientos [sólo se conmueve con sus propias penurias, nunca con las ajenas], orgullosa de su enciclopédica ignorancia, refractaria a la lectura y a las artes en general, hábil en tareas manuales, de buen fondo [aunque para encontrarlo haya que hacer tremenda prospección], más propensa al reproche que a la tolerancia, en fin: un hueso duro de roer. Creo que hubo dos cosas que impidieron la verdadera liberación [también llamada segunda independencia] del viejo: a) mi investigación en la submesa, que hizo fracasar desde el inicio una relación que prometía, y b) el incurable catolicismo de mi progenitor, que le nublaba siempre la posibilidad de un divorcio, que después de todo habría sido su salvación y su rescate. Si me atengo a mis vagos recuerdos, Clarita era alegre, linda, tan simpática que hasta me había conquistado a mí. Más de una vez he pensado, ahora que ya tengo mis diecisiete años [por otra parte, dignamente cumplidos en una celda], que me gustaría encontrar, no a Clarita, claro, ya que hoy debe ser, si todavía vive, una vieja de treinta y ocho años, pero sí a una mujercita que fuese hoy como era Clarita cuando arrimaba, bajo la mesa, sus lindas piernas a los pantalones del viejo.

2.

Lo que pasó en estos últimos meses debe haber sido una de las pocas cosas que han unido a mis padres. Sintetizando: estuve en cana. Por eso estaban tan emocionados en el aeropuerto, ahora que por fin consiguieron mandarme a Buenos Aires. Comprendo que para ellos es una tranquilidad. Para mí, también. No quiero ver otro calabozo ni en película. De ahora en adelante, las películas se dividen para mí en dos categorías: las que tienen cárceles y las que no. Sólo pienso ver las de la segunda categoría. Con sólo 34 días, quedé podrido de cárceles. Agoté el tema, como quien dice. Eso sí, para que ustedes [¿quiénes son ustedes?] no se hagan ilusiones pensando que soy un joven revolucionario, o un rebelde con causa, o cualquiera de esas categorías insignes, quiero aclarar que yo no caí por razones políticas sino por boludo. Para mí es doloroso confesarlo, pero ésa es la ingrata verdad: caí por boludo. Nunca me metí en política, lo confieso. En mi clase había algunos que no se metían en política porque les gustaba estudiar, y la política quita tiempo, eso es cierto. Pero a mí no me gusta estudiar. De mí se puede decir cualquier cosa, menos que soy un traga. O sea que en mi clase era el único ejemplar de una especie a punto de extinguirse: la de aquellos que no aman ni el estudio, ni la política. Aclaro que tampoco era un caso perdido: siempre pasé de año, o sea que estudié lo estrictamente necesario. Más bien diría que con atender al profe cuando se mandaba la lata, ya me alcanzaba. Tengo la apreciable virtud de que los datos, las fechas, las fórmulas y los nombres, se me fijan indeleblemente en el mate. Tampoco vayan a pensar que en política soy un indiferente. Eso no. Si estoy contra las matemáticas, ¿cómo no voy a estar contra el fascismo? A mí no me gusta que nadie me empuje, y mucho menos que me empujen con una metralleta. Eso está claro. Lo que no me agrada de la militancia política son las discusiones interminables, las votaciones a la madrugada, y sobre todo la autocrítica, que me trae el recuerdo de mis lejanas y aguadas épocas de confesionario, otra cosa que tampoco me gustaba. Y no porque haya tenido o tenga nada que esconder. Nada importante, quiero decir. Uno siempre tiene algo que esconder. Pero nunca tuve una culpa gorda para el confesionario o la autocrítica. Tal vez por eso no me gustan. Quizá les tenga un poco de envidia a esos tipos que disfrutan relatando sus pecados mortales al cura atónito, o vociferando sus resabios pequeñoburgueses en una asamblea estudiantil. Sin embargo, no caí [repito] por las buenas razones, sino por boludo. Resulta que el jueves 22 se conmemoraba un año de la muerte de Merceditas Pombo, quizá hayan visto el nombre en los diarios [no en los de Monte sino en los de Baires], una piba de primera que se les murió en la máquina. Dicen que le aplicaron el submarino seco, y como ella era asmática ¿no? Bueno, la iniciativa empezó a crecer de a poco [la idea original fue de Eduardo] y al final el programa se redondeó: el jueves teníamos que venir todos con una rosa roja y dejarla en la mesa del [o de la] profe. La operación se hizo en un secreto total. Como yo nunca milité, me dejaron para el final. Pero igual les dije que sí. Cuando no hay reuniones interminables ni votaciones a la madrugada ni autocrítica, siempre los acompaño. Además, eso de traer una rosa roja me gustó. Era una provocación, cómo les diré, poética; una provocación imaginativa. Y traje la rosa, que por supuesto capiangué de un jardín vecino, perteneciente a un te-erre, o sea [para los ignaros] teniente retirado. Todos trajeron su rosa. Y las fueron dejando. No falló ni uno. Entonces nos sacaron a todos de las aulas, y nos pusieron en el patio, contra la pared. No tienen sensibilidad poética, qué se va a hacer. Posteriormente vinieron los botones y también la pregunta de cajón: quién era el autor de la idea. Todos sabíamos que había sido Eduardo pero nadie dijo nada. Era lindo aquel silencio. Empezaron a llamar por grupitos de cinco, y nos interrogaban en la bedelía. Fue precisamente ahí donde caí de boludo. En mi grupo, fui el primero de los cinco. El coso me preguntó si sabía de quién había sido la idea. Y le dije que la idea de mi rosa había sido mía, pero que no sabía de quién había sido la idea de las otras rosas. Me pareció que esa boludez era el colmo de la habilidad. Pero no. Entonces el segundo dijo lo mismo: que la idea de su rosa había sido suya, pero que no sabía de quién había sido la idea de las otras rosas. Los otros tres dijeron lo mismo. Y no sé por qué misterioso conducto, la martingala llegó rápidamente al patio y cuando entró el siguiente quinteto las cinco respuestas fueron las mismas, y así sucesivamente. A medida que el cansancio empezó a desfibrar la actitud inflexible de la primera media hora, algunos muchachos comenzaron a hacerme señas de aprobación, de saludo, y hasta de aplauso. Yo no tengo pasta de héroe, pero debo confesar que empecé a sentirme contento. Había sido fácil. No sé de dónde me vino la idea, pero había dado resultado. Sin embargo, los milicos me marcaron. Porque fui el primero en dar la explicación. Deben haber pensado que yo era un líder o algo así. Me volvieron a llamar. «Así que vos sos el autor intelectual», me dijo uno de bigotito fino, que además tenía un eczema asqueroso bajo el ojo. Empecé a decirle que sencillamente se me había ocurrido traerle una rosa a la profe, porque era muy buena y enseñaba muy bien la materia, que era nada menos que matemáticas. Lo que se llama una mentira piadosa, porque a la tipa ésa jamás le entendí un corno, y además la odiaba, no porque fuera odiosa, sino porque enseñaba matemáticas. Pero el individuo no sólo no mostró el menor convencimiento frente a mi lúcido planteo, sino que me encajó una piña en el pómulo derecho, que rápidamente pasó a primer plano. Es seguro que este detalle habría servido también para aumentar el volumen de mi prestigio en el patio, pero no tuve la ocasión de inflar mi vanidad. Dos de los preguntones me agarraron de un brazo y me sacaron violentamente de la bedelía. De ahí a la chanchita, y en ella a jefatura. De entrada les aclaré que era menor y por lo tanto. Golpe en los riñones. Que eso estaba contra la ley. Patada en el tobillo. Ergo: renuncio al tema de la minoría de edad. Me llevaron a una celdita repugnante: el olor a mierda me volteaba. Durante el mes que estuve allí, me sacaron varias veces, sólo para golpearme. Por lo general no me hacían preguntas; se limitaban a darme la biaba. Ni picana ni submarino, apenas trompadas y patadas. Lo que se dice un privilegiado. Y tengo plena conciencia de serlo, ya que asistí a sesiones de picana y submarino. Creo que me llevaban para ablandarme. A mí me daba miedo, a quién no. Los torturados no eran menores como yo, pero tampoco eran veteranos. Había uno solo que era un jovato, no sé si tenía canas porque siempre lo llevaban de capucha, pero se le veían las pulpas flojas de la gente con más de treinta y cuatro. Pero cómo aguantaba ese viejo. Los más jóvenes no hablaban, no confesaban nada, ni decían los nombres y datos que los otros querían, pero cuando les aplicaban la máquina gritaban como condenados. El jovato en cambio, no les daba ni ese gusto. No sé ni siquiera si tenía voz gruesa o finita. Cerraba los puños y chau. Y cuando terminaba la sesión, que a veces duraba horas, salía caminando, ni siquiera se desmayaba. Uno de los muchachos perdió el conocimiento y parece que no lo recuperó más. Eso les da mucha bronca. Es lo peor que les puede hacer un detenido: morirse. Enseguida llaman al médico para que lo resucite. Y el doctor hijo de puta [el mismo que dice hasta qué punto se puede torturar sin que el tipo espiche] hace lo posible, pero a veces los finados son tercos, y no hay quien los convenza de que vuelvan a respirar. Entonces los verdugos putean al médico, y él no dice ni mu, porque claro, son capaces de torturarlo también a él. Mientras tanto, al inerte le tiran agua en la cabeza, le dan palmadas para que reaccione, es la única ocasión en que parecen apostar a la vida. Pero algunos los joden: se mueren. Y entonces vienen los mutuos reproches. Un día hubo dos que se agarraron a piñazos. Creí que se iban a aplicar la picana entre ellos, pero naturalmente no exageran. A mí me tenían encapuchado; sólo me sacaban la capucha cuando me llevaban de espectador. Algunas veces vomité; una de ellas sobre el pantalón de un tira. No lo hice adrede, pero no estuvo mal. Me la ligué, claro. Fue la noche que me dieron como en bolsa; creí que iba a terminar en la máquina, pero no. Se ve que tenían instrucciones: a los menores sólo piñazos y patadas. Alguna vez pude hablar con dos de la celda vecina. Yo estaba solo en la mía, que era minúscula y maloliente, pero la de ellos era más amplia y por consiguiente con más olor a mierda. Allí había como tres: un estudiante, un bancario y un obrero. Cuando se recuperaban un poco, y empezaban a respirar normalmente, enseguida se ponían a discutir: que el foco, que el partido, que las deformaciones pequeñoburguesas, que el desviacionismo, que el revisionismo, y dale que dale. Igual que en las asambleas del Liceo. A veces discutían tan violentamente que los gritos se oían en todo el piso. Yo no entendía un carajo, tampoco ahora entiendo. La cana les aplicaba la máquina a los tres por igual. O sea que para la cana los tres eran lo mismo: pueblo. La cana sí tiene un criterio unitario.

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