Cuentos paralelos (3 page)

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Authors: Isaac Asimov

Pero era imposible. Schwartz contempló su camisa. Era la que se había puesto esa misma mañana, o la que debería haber sido esa mañana, y se trataba de una camisa limpia. Reflexionó, hundió el puño en el bolsillo del pantalón y extrajo una manzana.

La mordisqueó alocadamente. Era fresca y todavía conservaba cierta frialdad de la nevera que la había contenido hacía dos horas o lo que deberían haber sido dos horas.

Después de eso sólo le quedaba el sueño... tal vez...

Se le ocurrió que la hora había cambiado. Estaba atardeciendo, o como mínimo las sombras iban alargándose. La silenciosa desolación del lugar empezó a inquietarle repentinamente.

De un salto se puso en pie. Era obvio, tendría que buscar personas, cualquier persona. E igualmente obvio, tendría que encontrar una casa, y el mejor medio para hacerlo era buscar una carretera.

Instintivamente se volvió hacia el punto donde los árboles parecían menos abundantes y emprendió el camino.

El suave frío del atardecer atravesaba lentamente su camisa y las copas de los árboles iban volviéndose oscuras y amenazadoras, cuando Schwartz topó con aquella franja recta e indefinida de macadam. Se lanzó hacia ella y notó la dureza bajo sus pies.

En ambas direcciones había un vacío total, y Schwartz volvió a percibir por un momento la misma frialdad. Había esperado ver coches. Habría sido facilísimo pararlos haciendo gestos y decir (lo dijo en voz alta, tal era su ansiedad):

—¿Es posible que vaya a Chicago?

¿Y si no se encontraba cerca de Chicago? Bien, cualquier ciudad importante. Sólo tenía cuatro dó1ares y setenta y cinco centavos en los bolsillos, pero siempre podía recurrir a la policía. ..

Echó a andar por la carretera, por el centro de la misma, sin dejar de mirar en ambas direcciones. La puesta de sol no le causó impresión alguna, ni el hecho de que las primeras estrellas estuvieran saliendo.

Ningún automóvil. Nada. Y pronto estaría todo muy oscuro.

Creyó que la sensación inicial de mareo estaba presentándose de nuevo, ya que el horizonte de su izquierda centelleaba. A través de las brechas de los árboles se veía un débil brillo azulado. No era del rojo inquieto que él imaginaba que tendría un incendio forestal, sino un fulgor suave que parecía deslizarse lentamente. Y el macadam que tenía bajo los pies aparentaba chispear con idéntica suavidad. Se agachó para tocar el firme y lo notó normal. Pero había aquel centelleo debilísimo que alcanzaba las comisuras de sus párpados.

Estaba hambriento y muy, muy asustado cuando vio aquella luz a la derecha.

Era una casa. Schwartz gritó alocadamente y nadie respondió, pero era una casa. El aguzado instinto del miedo, el hambre y la soledad así se lo aseguraban, por lo que salió de la carretera y fue campo a través dando tumbos, cruzó zanjas, esquivó árboles, atravesó matorrales y un riachuelo y, por fin, llegó allí..., con las manos extendidas para tocar la estructura dura y blanca.

No era ladrillo, ni piedra, ni madera, pero ni por un momento le prestó atención a ese detalle. Parecía porcelana, pero a él no le importó en absoluto. Schwartz se limitó a buscar la puerta, y al llegar a ella y no ver timbre alguno, la pateó y aulló como un loco.

Oyó movimiento en el interior, y el sonido de una voz humana.

Gritó otra vez.

—¡Eh, los de la casa!

Hubo un zumbido tenue y blando, y la puerta se abrió. Por ella salió una mujer, con una chispa de alarma en la mirada. Era alta, fuerte y delgada, y tras ella se veía la enjuta silueta de un hombre de recias facciones, vestido con ropa de trabajo.

Para Schwartz ambos eran tan bellos como bella puede ser para un hombre la visión de unos amigos.

La mujer habló, y su voz era, aunque líquida, autoritaria, y Schwartz extendió la mano hacia la puerta para sostenerse en pie. Sus labios se movieron, inútilmente, y de pronto los temores más sobrecogedores obstruyeron de nuevo su garganta y asfixiaron su corazón.

Porque la mujer hablaba en un idioma que Schwartz jamás había oído.

2. La acomodación de un extraño

Loa Maren y su impasible esposo estaban jugando a cartas ese fresco anochecer, mientras el arropado personaje del rincón que ocupaba la silla eléctrica de ruedas dormitaba sobre su libro-filme. Era una escena anormal, el breve intervalo entre el trabajo y la hora de acostarse.

Arbin Maren pasó los dedos cuidadosamente por los rectángulos finos y lisos mientras meditaba la siguiente jugada. Y, lentamente, mientras se decidía, sonaron bruscos golpes y broncos gritos en la puerta, unos gritos que no acababan de convertirse en palabras.

Su mano se alzó de pronto y se detuvo justo encima de la carta que iba a extraer del grupo que sostenía. Los ojos de Loa reflejaban temor, y un instante después la mujer miró a su esposo sin poder contener los temblores de su labio inferior.

—Saca de aquí a Grew. Deprisa —dijo Arbin.

Loa no respondió. Estaba junto a la silla de ruedas, emitió sonidos tranquilizadores con su lengua.

El personaje dormido abrió la boca y despertó con gestos de aturdimiento. Irguió su reclinada cabeza y buscó a tientas el libro-filme que había caído en la manta que cubría sus piernas.

—¿Qué pasa?—preguntó, irritado.

—¡Chis! No pasa nada —musitó vagamente Loa, y llevó la silla a la habitación contigua.

Después cerró la puerta y apoyó su espalda en ella. Su fino pecho subía y bajaba mientras sus ojos buscaban los de su marido. Los golpes violentos seguían sonando.

Se mantuvieron muy juntos en el momento de abrir la puerta, casi a la defensiva y la hostilidad asomó en sus miradas al encararse con el hombre bajito y regordete que les sonreía.

—¿Podemos ayudarle en algo? —dijo Loa.

E inmediatamente se echó hacia atrás al ver que el desconocido abría la boca y extendía una mano para no caer al suelo.

—¿Estará enfermo? —preguntó tontamente Arbin—. Vamos, ayúdame a entrarlo.

Fueron pasando las horas después del incidente, y en el silencio de su dormitorio Loa y Arbin fueron preparándose lentamente para acostarse.

—Arbin— dijo la mujer.

—¿Qué quieres?

—¿Es seguro?

—¿Seguro?

Al parecer, Arbin eludía deliberadamente el significado de la pregunta.

—Ese hombre... El hombre que hemos entrado en la casa. ¿Quién es?

—¿Cómo voy a saberlo? —fue la irritada respuesta—. ¿Podemos negarle cobijo? Mañana, si él no puede identificarse, informaremos al Cuerpo Regional de Seguridad y ahí acabará todo —la tranquilizó.

Pero su esposa rompió el silencio posterior, con más urgencia en su fina voz.

—¿No crees que podría ser agente de la Sociedad de Antiguos? Está Grew, ya sabes.

—No es agente policial, Loa. Olvida eso. ¿Supones que recurrirían a una artimaña tan complicada por un pobre viejo confinado a la silla de ruedas? ¿No podrían presentarse a la luz del día y con autorización legal de registro? Por favor, no fantasees. Además, ¿por qué iban a sospechar algo? Nuestra producción esta temporada será la cantidad exacta que nos exigen según el cupo fijado para nuestras tierras, suponiendo una fuerza laboral de tres personas. . .

—Sí, sí. Pero es que, Arbin, he estado pensando. Si él no es policía, no puede ser de la Tierra.

—¿Qué? ¿Pretendes decir que procede de los mundos exteriores? Eso es más ridículo todavía. ¿Por qué va a venir a este planeta muerto un habitante del Imperio?...

—Exacto. Porque nadie lo buscará aquí. No habla el idioma ¿verdad? Balbucea. ¿Eres capaz de comprenderle? ¿Una sola palabra? ¿No ves que puede sernos útil? Si es un extranjero en la Tierra no estará inscrito en la Oficina del Censo, y le alegrará muchísimo no tener que presentarse ante ellos. Podemos emplearlo en la granja, en lugar de mi padre, y volverán a ser tres personas, no dos, las que deban satisfacer el cupo de tres la próxima temporada.

Loa miró ansiosamente el incierto semblante de su esposo, que meditó mucho antes de responder.

—Duerme, Loa. Seguiremos hablando con el sentido común que proporciona la luz del día.

Los cuchicheos acabaron, se apagó la luz y por fin el sueño se adueñó de la habitación y de la casa.

La mañana siguiente correspondió a Grew considerar el asunto. Era un hombre que había sido fuerte y activo. Su espalda era amplia, sus brazos muy musculosos. Ningún rasgo indicaba cincuenta y cinco años. No obstante, sus piernas, dos masas cilíndricas de materia enervada, iban marchitándose y consumiéndose poco a poco de tal forma que, según las costumbres de la Tierra, Grew debía ser presentado para ser eliminado sin dolor y su lugar ocupado por un hombre más joven y capacitado.

Cuando habló lo hizo mirando con pena aquellas piernas, muertas desde hacía dos años.

—Tus problemas, Arbin, provienen al parecer del hecho de que yo estoy inscrito como trabajador, por lo que el cupo de producción se fija para tres. Este es el segundo año que he sobrevivido a mi hora. Es suficiente.

—No vamos a discutir eso. —Arbin estaba preocupado—. Hemos producido suficiente.

—Dentro de dos años habrá el censo, y me iré de todos modos.

—Tendrás otros dos años de libros y descanso. ¿Por qué habrías de verte privado de eso?

—Porque otros se ven privados. ¿Y qué me dices de Loa? ¿Durará otra temporada? ¿Crees que no la he visto cuando está tan cansada que no puede andar, cuando no tiene ni fuerzas para llorar? ¿De qué me sirve la vida si es a costa de la muerte de mi hija?

—Está ese hombre —sugirió ansiosamente Arbin—. ¿Qué te parece?

—Un desconocido —musitó Grew—. Se presenta dando golpes en la puerta, surgido de la nada, es imposible entender lo que dice... ¿Quién es?

El granjero se encogió de hombros.

—Es apacible, y está mortalmente asustado. Balbucea sin cesar y después se queda acurrucado, sin moverse, perdido en alguna parte de su mente.

—¿Y si está loco?. . . ¿Y si está esquivando a las autoridades como yo mismo?

—Eso no parece probable.

Pero Arbin se removió, muy nervioso.

—Lo dices porque quieres aprovecharte de él... Bien, así pues el problema es cómo disponer de este desconocido para obtener nosotros el máximo provecho. ¿Sabes qué haría yo? Lo llevaría a la ciudad.

—¿A Chica? —Arbin se sentía horrorizado—. Eso sería la ruina.

—Ni mucho menos —dijo tranquilamente Grew—. ¿Recuerdas el video-noticiario de la semana pasada? El Instituto de Investigaciones Nucleares posee un instrumento que al parecer consigue que la gente aprenda con mayor facilidad. Quieren voluntarios. Presenta a ese hombre.

Arbin sacudió la cabeza, desesperado.

—No sé nada de eso... Pero, Grew, pedirán el número de registro, y sabes que tener las cosas en desorden es una invitación a que investiguen. En ese caso averiguarán lo tuyo.

—Te equivocas, Arbin. El Instituto quiere voluntarios porque la máquina está aún en fase experimental. Estoy seguro de que no harán preguntas. Si el desconocido muere, seguramente no estará peor que ahora... Venga, Arbin, pásame el proyector de libros y pon la señal en el rollo seis.

Cuando aquella mañana Schwartz abrió los ojos fue para sentir ese dolor apagado, ese dolor que asfixia el corazón y se nutre de sí mismo, el dolor de un mundo familiar perdido.

En otra ocasión lo había sentido, y se produjo un destello momentáneo que dio brillo muy vivo a una escena olvidada. Él, un mozalbete, en la nieve del pueblo invernizo, con el trineo esperándole, y el tren al final de ese trayecto, y después de eso, el gran barco.

El temor en parte nostálgico, en parte frustrante al mundo de lo familiar, le unió momentáneamente con aquel joven de veinte años que había emigrado a los Estados Unidos. Sin saber cómo, había decidido que todo esto no podía ser un sueño. . .

Se incorporó bruscamente en el instante que la luz situada encima de la puerta se encendió y se apagó y sonó la incomprensible voz de barítono de su anfitrión. Después se abrió la puerta y llegó el desayuno: un puré harinoso que no reconoció, aunque tenía cierto sabor a gachas de maíz (con una sabrosa diferencia), y leche.

—Gracias —dijo, y asintió vigorosamente.

El granjero dijo algo como respuesta y cogió la camisa de Schwartz, colgada en el respaldo de la silla. La examinó atentamente por todas partes, prestando atención especial a los botones. Acto seguido, tras dejarla de nuevo en la silla, abrió la puerta corrediza de un armario y Schwartz, por primera vez, percibió visualmente el cálido aspecto lechoso de las paredes.

«Plástico», pensó, empleando ese término general con la irrevocabilidad usual en los profanos. Observó además que no había rincones o ángulos en la habitación: todos los planos se enlazaban formando una suave curva.

Pero el otro hombre estaba mostrándole objetos y haciendo gestos inconfundibles. Era obvio que Schwartz debía lavarse y vestirse.

Con ayuda e instrucciones, obedeció... Pero no encontró nada para afeitarse, y sus gestos tocándose el mentón no provocaron más reacción que un sonido incomprensible acompañado por una mirada de clara repugnancia por parte del otro hombre. Schwartz se rascó su barba cerdosa y grisácea y suspiró de forma audible.

Y luego lo llevaron a un vehículo pequeño, alargado y provisto de dos ruedas, al que le ordenaron entrar mediante gestos. El suelo empezó a moverse bajo ellos y la desierta carretera retrocedió a ambos lados, hasta que se alzaron ante Schwartz edificios bajos de color blanco chispeante. Y más allá apareció el tono azul del agua.

Schwartz señaló ansiosamente.

—¿Chicago?

Era el último jadeo de esperanza que le quedaba, porque evidentemente nada de lo que había visto se parecía menos a esa ciudad.

El granjero no dio respuesta alguna...

3. El gobernante y el gobernado

Ennius cumplía su cuarto año como procurador de la minúscula provincia de Terra. En calidad de representante directo del emperador, su posición social estaba a la par, hasta cierto punto, con la de los virreyes de los inmensos sectores galácticos que extendían irregularmente sus relucientes moles ocupando cientos de parsecs cúbicos de espacio. Ese era, quizás, un consuelo académico para su esposa y su hija.

Pero en realidad el cargo de procurador de Terra era apenas mejor que el exilio. Ni riquezas ni esplendor, aquí. Ninguna solemnidad regia en la que brillar, y tampoco existía el bullicio del comercio y la vida. En lugar de eso había palacios desiertos en las laderas de las montañas continentales, únicos lugares donde la radiactividad atmosférica era lo bastante baja para permitir habitación continuada. Eso y una población pendenciera que odiaba al procurador y al Imperio y cuya enemistad inveterada, eterna, maliciosa y mortífera había que juzgar y sopesar.

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