Cuentos paralelos (4 page)

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Authors: Isaac Asimov

Las evasiones de Ennius eran raras y escasas. Debían de ser escasas, porque en Chicago, tranquila por el momento, era necesario vestir ropa impregnada de plomo, siempre, incluso en la cama, y tomar metabolina de forma continua.

Se hallaba platicando sobre ese mismo hecho en el antiguo Instituto de Investigaciones Nucleares, en donde estaba visitando al único terrestre del planeta al que podía tratar como igual.

—La metabolina —dijo mientras levantaba la píldora de color bermellón para examinarla— es tal vez el símbolo auténtico de todo lo que su planeta significa para mí, amigo mío. Su función es reforzar todos los procesos metabólicos mientras yo permanezco inmerso en la nube radiactiva que me rodea y que ustedes ni siquiera perciben. —Tragó la píldora—. ¡Ya está! Ahora mi corazón latirá con más rapidez, mi respiración emprenderá una carrera por su cuenta, mi hígado hervirá y se deshará en esas síntesis químicas que, me informan los expertos médicos, constituyen la fábrica más importante del organismo... Y eso lo pago después con un cerco de dolores de cabeza y lasitud.

El doctor Shekt le escuchaba con cierto aire de diversión. Normalmente se referían a él como "Shekt el que todo lo mira de cerca", no porque llevara gafas o fuera miope, sino tan sólo porque el hábito prolongado le había llevado a la práctica inconsciente de considerar atentamente todas las cosas, de sopesar ansiosamente todos los hechos antes de opinar. Era alto y entrado en años, y su marchita silueta se encorvaba formando un interrogante.

Pero estaba muy instruido en cultura galáctica y se hallaba relativamente a salvo del hábito de la hostilidad y la sospecha universales que hacían tan repugnante al terrestre típico para aquel hombre del Imperio, Ennius.

—Estoy seguro de que no la necesita —dijo Shekt—. La metabolina es simplemente una de sus supersticiones, confiéselo. Si la cambiara por pastillas de azúcar sin que usted lo supiera, no se sentiría peor, ni mucho menos.

—Lo dice en la comodidad de su ambiente... ¿Va a negar que su metabolismo básico es superior al mío?

—Sé que es una superstición del Imperio, Ennius, que nosotros, los hombres de la Tierra, somos distintos del resto de seres humanos, pero la verdad no es ésa. ¿Ha venido aquí como misionero de los antiterrestres? —Ennius gruñó.

—Por la vida del emperador, sus camaradas de la Tierra son los mejores misioneros en ese sentido. Al vivir aquí, enjaulados en su mortífero planeta, emponzoñados por su propia rabia, son simplemente una úlcera crónica en la galaxia.

»Hablo en serio. ¿Qué habitantes de otro planeta tienen tanto ritual en sus vidas cotidianas como para adherirse a él con una furia tan masoquista? No pasa un día sin que yo no reciba delegaciones de una u otra de sus instituciones exigiéndome la pena de muerte para pobres diablos cuyo único delito ha sido entrar en una zona prohibida, eludir el Sesenta o simplemente comer más de lo que les corresponde.

—Ah, pero usted siempre concede la pena de muerte. Su aversión idealista parece reacia a oponerse.

—Las estrellas son testigos de que me esfuerzo para denegar la muerte. Pero ¿qué puede hacer uno? El emperador ordena que todas las subdivisiones del Imperio sigan sin intromisiones en sus costumbres locales... Y eso es correcto y sensato, ya que resta apoyo popular a los necios que de otro modo buscarían revueltas martes y jueves alternos. Además, si me mostrara terco cuando consejos, senados y cámaras insisten en la muerte, se alzada tal griterío y habría tantos chillidos y denuncias del Imperio y todas sus obras que yo preferiría dormir entre una legión de diablos durante veinte años antes que enfrentarme diez minutos a una Tierra en esas condiciones.

Shekt suspiró y se rascó el escaso cabello de su cabeza.

—Ojalá pudiera negar sus afirmaciones, procurador, pero no puedo. Sin embargo, no somos distintos de ustedes, los de los mundos exteriores. Simplemente somos más desafortunados. Estamos apiñados aquí, en un mundo prácticamente muerto, inmerso en un mar de radiación que nos encarcela, rodeados por una galaxia inmensa que nos rechaza. ¿Qué podemos hacer contra la sensación de frustración que nos corroe? ¿Desearía usted, procurador, que enviáramos al exterior nuestro exceso de población?

Ennius se alzó de hombros.

—¿Me preocuparía eso a mí? Preocuparía a las poblaciones. A ellas no les interesaría caer víctima de enfermedades terrestres.

—¡Enfermedades terrestres! —Shekt frunció el ceño—. Se trata de un absurdo que debería erradicarse. No somos portadores de muerte. ¿Ha muerto usted por estar entre nosotros?

—A decir verdad —dijo Ennius, sonriente—, hago todo cuanto puedo para evitar contactos indebidos.

—Eso es porque también usted teme la propaganda creada, al fin y al cabo, por la estupidez de sus fanáticos.

—Vaya, Shekt, ¿no tiene base científica alguna la teoría de que los terrestres son radiactivos por sí mismos?

—Sí, ciertamente lo son. ¿Cómo iban a evitarlo? Igual que usted. Igual que cualquier persona en cualquiera de los cien millones de planetas del Imperio. Nosotros somos más radiactivos, en eso estoy de acuerdo con usted, pero apenas lo bastante para causar daño a alguien.

—Pero el hombre medio de la galaxia cree lo contrario, me temo, y no siente deseos de averiguarlo experimentalmente. Además...

—Además, va usted a decir, nosotros somos distintos. No somos seres humanos, ya que mutamos con más rapidez a causa de la radiación atómica y por lo tanto hemos cambiado en muchos aspectos... Tampoco está demostrado.

—Pero la gente lo cree.

—Y en tanto lo crea, procurador, y en tanto los terrestres seamos tratados como parias, descubrirá en nosotros las características a las que usted objeta. Si nos presionan de modo intolerable, ¿hay que extrañarse de que nos defendamos? Odiándonos como nos odian, ¿tienen derecho a quejarse de que nosotros también odiemos?... No, no, nosotros tenemos mucho más de ofendidos que de ofensores.

Ennius se sentía mortificado por la ira que había suscitado. Hasta el mejor de aquellos terrestres tenía el mismo punto débil, la misma sensación de la Tierra contra el universo entero.

—Shekt perdone mi grosería, por favor —dijo con sumo tacto—. Acepte mi juventud y mi hastío como excusas. Tiene ante usted a un pobre hombre, un joven de cuarenta (y cuarenta años es la edad de un bebé en la administración civil profesional) que está afanándose en su aprendizaje en la Tierra. Podrían pasar años antes de que los necios del negociado de Provincias Exteriores me recuerden lo bastante para promoverme a un cargo menos mortífero. De forma que ambos somos prisioneros de la Tierra y ciudadanos del gran mundo de la mente en donde no existen distinciones ni de planeta ni de características físicas. Deme la mano, pues, y seamos amigos.

Las arrugas del rostro de Shekt se alisaron o, más exactamente, fueron sustituidas por otras más indicativas de buen humor. El doctor se echó a reír abiertamente.

—Esas palabras son las de un suplicante, pero el tono sigue siendo el del diplomático imperial de carrera. Es un mal actor, procurador.

—En ese caso desquítese conmigo siendo un buen profesor, y hábleme de ese sinapsificador suyo.

—Vaya, ¿ha oído hablar del instrumento? ¿Es la física otra de sus aficiones?

—Cualquier conocimiento es de mi incumbencia. En serio, Shekt, me gustaría mucho conocer los detalles.

El físico examinó atentamente al otro y en su rostro se reflejó la duda. Se levantó, y su mano nudosa se alzó hasta su labio, que pellizcó mientras meditaba.

—Casi no sé por dónde empezar.

—Bien, por las estrellas, si está considerando por qué punto de la teoría matemática va a empezar, olvídelos todos. No sé nada de sus factores de probabilidad en neuroquímica electrónica.

Los ojos de Shekt chispearon.

—Sin embargo, sabe correctamente el nombre de esa rama de las matemáticas.

—Un error. Ha sido el primero que me ha venido a la mente, y si no me hubiera parecido un galimatías, no lo habría pronunciado. ¿Qué es su sinapsificador?

—Bien, en esencia se trata de un dispositivo para incrementar la capacidad de aprender de un ser humano.

—No me diga. ¿Y funciona?

—Ojalá lo supiéramos. Los detalles básicos son éstos: el sistema nervioso del hombre y de los animales está formado por neuroproteínas, que no son más que moléculas enormes en equilibrio eléctrico muy precario. El menor estímulo excita a una molécula, que a su vez excita a la siguiente, que a su vez repite el proceso hasta que se llega al cerebro. El mismo cerebro es un agrupamiento inmenso de moléculas similares conectadas entre sí en todas las formas posibles. Puesto que hay aproximadamente diez elevado a la vigésima potencia, es decir, un uno seguido de veinte ceros, de tales neuroproteínas en el cerebro, el número de posibles combinaciones es del orden de diez factorial elevado a la vigésima potencia, un número tan impresionante que si todos los electrones y protones del universo fueran universos ellos mismos, y todos los electrones y protones de esos universos volvieran a ser universos, en ese caso todos los electrones y protones de todos los universos así creados seguirían siendo nada comparados con el número del que le hablo. . . ¿Me comprende?

—Ni una palabra, gracias a las estrellas. Aunque intentara hacerlo, ladraría como un perro por puro dolor del intelecto.

—¡Hum! Bien, en cualquier caso, lo que denominamos impulsos nerviosos es simplemente el desequilibrio electrónico progresivo que se desplaza por los nervios hasta el cerebro y luego desde el cerebro hasta los nervios. ¿Entiende eso?

—Sí.

—Bien, le felicito a usted por ser una lumbrera. Mientras ese impulso recorre una célula nerviosa, lo hace a velocidad rápida, ya que las neuroproteínas están prácticamente en contacto. Sin embargo, las células nerviosas poseen una extensión limitada, y entre una y la siguiente existe una pequeña separación de tejido no nervioso. En otras palabras, dos células nerviosas contiguas no están realmente conectadas.

—Ah— dijo Ennius—, ¿y el impulso nervioso debe saltar la barrera?

—¡Exactamente! La separación disminuye la fuerza del impulso y aminora la velocidad de su transmisión en una cantidad igual al cuadrado de su anchura. Y esto es válido igualmente para su cerebro. Imagine ahora que pudiera descubrirse algún medio para reducir la constante dieléctrica de esta separación entre las células.

—¿La constante die-qué?

La capacidad de aislamiento de la separación. El impulso salta la brecha con más facilidad. La persona pensaría más rápidamente y aprendería más rápidamente.

—Bien, ¿funciona? —

He ensayado el instrumento con animales.

—¿Y con qué resultado?

—Caramba, que casi todos mueren por desnaturalización de la proteína cerebral... , por coagulación, en otras palabras, como preparar un huevo duro.

Ennius se sobresaltó.

—Hay algo inefablemente cruel en la sangre fría de la ciencia. ¿Y qué me dice de los que no han muerto?

—Nada concluyente, puesto que no son seres humanos. El peso de la evidencia parece favorable... Pero necesito hombres. Mire, todo reside en las propiedades electrónicas naturales del cerebro de un individuo. Todos los cerebros producen microcorrientes de un tipo especial. Ninguna es exactamente igual... como las huellas dactilares, o la configuración de vasos sanguíneos de la retina. En todo caso, esas microcorrientes son más individualizadas. El tratamiento, creo, debe tomar en cuenta eso y, si no me equivoco, no se producirá más desnaturalización... Pero no tengo seres humanos con los que experimentar. He pedido voluntarios, pero...

Extendió las manos.

—No voy a culparlos, hombre. —Y Ennius sonrió—. Pero hablando en serio, si el instrumento estuviera perfeccionado, ¿qué haría usted con él?

El físico se encogió de hombros.

—No me corresponde a mí decirlo. Dependerá del Gran Consejo.

—¿No considerará la posibilidad de ponerlo a disposición del Imperio?

—El Gran Consejo. Vaya a visitarlos.

Ennius meneó la cabeza.

—Ellos no consentirían que saliera de la Tierra una sola cosa. ¿Querrá hablar usted con ellos?

—¿Yo? ¿Qué puedo decir yo?

—Hombre, que si la Tierra es capaz de idear un sinapsificador que haga lo que usted dice, y lo pone a disposición de la galaxia, tal vez se anulen algunas limitaciones en la emigración a otros planetas.

—¿Cómo? —repuso irónicamente Shekt—. ¿Y arriesgarse a epidemias, a nuestras rarezas y a nuestra antihumanidad?

—Incluso es posible que los trasladen en masa a otro planeta —dijo Ennius sin alterarse—. Medítelo.

La luz de aviso centelleó alocadamente, y Shekt accionó el conmutador.

—¿Qué pasa?

—Doctor Shekt, tenemos un voluntario.

—¿Un qué?

—Un voluntario, doctor. Aquí hay alguien deseoso de ofrecerse para el experimento.

El semblante del físico se tornó macilento.

—Iré ahora mismo. —Dió la vuelta en su silla—. Tendrá que excusarme, procurador.

—Por supuesto. ¿Cuánto dura la operación?

—Es cuestión de horas. ¿Desea verla?

—No puedo imaginar algo más horroroso, mi querido Shekt. Estaré en la mansión del Estado hasta mañana. ¿Me informará del resultado?

Shekt pareció reflejar alivio.

—Sí, desde luego.

—Perfecto... Y piense en lo que he dicho.

En cuanto se marchó Ennius, el doctor Shekt, tranquilo y cauteloso, tocó el comunicador y un joven técnico entró corriendo con su bata blanca resplandecientemente limpia y el pelo castaño y largo recogido en la nuca.

—¿Hay realmente un voluntario? —preguntó Shekt—. ¿Un voluntario, no otro hombre enviado como de costumbre?

—Sí —fue la enfática respuesta. Acto seguido asomó un tono de precaución—. ¿Cree que sería preferible desembarazarnos de él?

—No. Voy a verlo.

Pero la mente de Shekt era un frío torbellino. Hasta la fecha, el secreto había sido total. El simple hecho de que se presentara un voluntario era inquietante... E inmediatamente después de la visita de Ennius. El mismo Shekt poseía los conocimientos más vagos posibles sobre las fuerzas enormes y nebulosas que iban a desatarse a lo largo y a lo ancho de la ajada faz de la Tierra, pero sabía lo bastante para sentirse a merced de ellas.

4. El voluntario en contra de su voluntad

Arbin estaba nervioso en Chica. Se sentía rodeado. En alguna parte de Chica, una de las mayores ciudades de la Tierra (decían que albergaba a 50.000 seres humanos), en alguna parte de la ciudad había representantes del Imperio exterior. Él jamás había visto un hombre de la galaxia, pero en Chica su cuello se retorcía continuamente por temor a verlo. Si le hubieran obligado a explicarse, no habría podido aclarar cómo iba a identificar a un no terrestre en caso de que lo viera, pero creer que eran distintos en algo era una sensación arraigada incluso en sus mismos tuétanos.

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