Estaba ya en su fuerza el otoño, se acercaban los días de la vendimia, y todo era vida y movimiento en el campo. Unos preparaban los lagares, otros fregaban las tinajas; éstos tejían canastas y cestos o afilaban hoces pequeñas para cortar los racimos, y aquéllos disponían la piedra o la viga para estrujar las uvas, o machacaban mimbres y sarmientos secos para hacer antorchas a cuya luz trasegar el mosto de noche. Dafnis y Cloe habían abandonado ovejas y cabras, y prestaban en tales faenas el auxilio de sus manos. Él acarreaba la uva, en cestos, la pisaba en el lagar y llevaba el mosto a las tinajas, y ella condimentaba la comida de los vendimiadores, les daba a beber vino añejo, y hasta vendimiaba a veces en las cepas bajas; porque en Lesbos las viñas no están en alto ni enlazadas a los árboles, sino rastreando los sarmientos como la hiedra, de modo que una criatura apenas salida de los pañales puede allí coger racimos.
Según usanza de esta fiesta de Baco y nacimiento del vino, acudieron mujeres de las cercanías para ayudar en las faenas, y las más ponían los ojos en Dafnis y encarecían su belleza como igual a la del dios. Una de las más avispadas y audaces le besó, y el beso supo bien a Dafnis, y afligió a Cloe. Y los que estaban en el lagar echaban a Cloe no pocos requiebros, saltaban furiosamente como sátiros que ven a una bacante, y deseaban convertirse en carneros para que ella los llevase a pacer; con todo lo cual Cloe se regocijaba y Dafnis se ponía mohíno. De aquí que ambos ansiasen el fin de la vendimia, la vuelta a su frecuentada soledad campestre, y oír, en vez de aquel desconcertado bullicio, el son de la zampoña y el balar de la grey.
Pocos días pasaron y las viñas quedaron vendimiadas y las tinajas llenas de mosto. Como ya no había necesidad de tantos brazos, volvieron ellos a llevar el ganado a pacer. Muy satisfechos entonces dieron culto a las Ninfas y les ofrecieron racimos con pámpanos, primicias de la vendimia. Nunca habían descuidado este culto, porque siempre, antes de llevar al pasto la grey, iban a reverenciar a las Ninfas, y al volver al aprisco también las reverenciaban, sin dejar una vez sola de ofrecerles algo, ya flores, ya fruta, ya verdes ramos, ya libaciones de leche; generosa devoción de que recibieron más tarde recompensa divina. Por lo pronto ambos retozaban como lebreles que se sueltan, y tocaban la flauta y cantaban, y como los chivos y los borregos, luchaban hasta derribarse.
Mientras así se divertían, se les apareció un viejo, que vestía pellico, calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón muy estropeado. Sentose junto a ellos y habló de esta suerte: «Yo, hijos míos, soy el viejo Filetas, el que tantos cantares entonó a estas Ninfas y tantas veces tocó la flauta en honor de aquel Pan. Con mi música sólo he guiado yo numerosa vacada. Ahora vengo a vosotros para contaros lo que vi y participaros lo que oí. Poseo un huerto que, desde que me quité de pastor y busqué en la vejez reposo, cultivo con mis propias manos. Cuanto se cría en todas las estaciones se halla en mi huerto no bien su estación llega: en primavera, rosas, lirios, azucenas, jacintos y violetas sencillas y dobles; en verano, amapolas, peras y todo linaje de manzanas; ahora, uvas, granadas, higos y mirto verde. Los pájaros acuden a mi huerto a bandadas cuando amanece: unos vienen a picar, otros para cantar a gusto, porque hay en él sombra y tres arroyos, y tal espesura de árboles, que, si derribásemos la tapia que le cerca, pensaríamos ver un bosque.
»Hoy, a eso de medio día, he sorprendido allí a un muchacho que tenía granadas y arrayán, y era blanco como la leche, rubio como la llama y limpio y luciente como recién salido del baño. Estaba desnudo y solo, y se entretenía en saquearme el huerto como si fuera suyo. En balde me eché sobre él para prenderle, receloso de que me destrozase arrayanes y granados con sus travesuras, porque él se me esquivó, ágil y leve, ora deslizándose entre los rosales, ora escabuyéndose entre las malvalocas, como un perdigonzuelo. No pocas veces me afané para coger cabritillos de leche o me cansé persiguiendo becerras; pero esta res de hoy es muy otra, y no hay quien sepa cazarla. Fatigado yo pronto, como es natural a mis años, y apoyado en mi báculo, no sin procurar a la vez que no se fugase, le pregunté quién era de mis vecinos y por qué se entraba a robar en el cercado ajeno. Él, sin responder palabra, se puso junto a mí, sonrió con singular ternura, me tiró a la cara los granos de mirto, y no sé cómo me ablandó el corazón y me quitó el enojo. Roguele entonces que no tuviese miedo de mí y se dejase prender, y juré por los mirtos que enseguida le daría suelta, regalándole manzanas y granadas y consintiendo que en adelante cogiese mi fruta y segase mis flores, si alcanzaba de él un solo beso. Riose el muchacho al oírme, con risa sonora, y salió de su pecho voz más dulce que el cantar de la golondrina, del ruiseñor y del cisne cuando es vicio como yo. “A mí, ¡oh Filetas! —dijo—, nada me cuesta que me beses. Más gusto yo de besos que tú de remozarte. Mira, con todo, si el don que pides conviene a tus años, los cuales no te valdrán para quedar exento de perseguirme cuando me hubieras besado, y no hay águila, ni gavilán, ni ave alguna de rapiña que me alcance, por ligera que sea. No soy niño, aunque parezco niño, sino más viejo que Saturno. Yo soy anterior al tiempo todo. A ti te conozco de muy atrás, cuando, zagalón todavía, guardabas tu rebaño en el llano de la laguna. Yo estaba a la vera tuya siempre que tocabas la flauta bajo los chopos, enamorado de Amarilis. Tú no me veías, por más que yo solía ponerme cerca de la zagala. Al cabo te la di, y de ella te nacieron hijos, que son valientes vaqueros y labradores. En el día cuido, como pastor, de Dafnis y de Cloe; y después que los reúno al rayar el alba, me vengo a tu huerto, me divierto con sus plantas y flores y me baño en sus fuentes. Por eso, flores y plantas están lozanas y hermosas, regadas con el agua de mi baño. Mira como no hay rama alguna desgajada, ni fruta arrancada o caída, ni arbolillo sacado de cuajo, ni fuente turbia. Y alégrate, además, porque sólo tú, entre los hombres, lograste verme en la vejez”. Apenas dijo esto, empezó a revolotear entre los arrayanes lo propio que un pajarillo, y saltando de rama en rama, se subió a lo más alto del follaje. Entonces noté que tenía alas en las espaldas, y entre las alas un arco, y luego no vi nada de esto, ni a él tampoco le vi. Ahora bien, si no he vivido en balde, y si con la edad no he llegado a perder el juicio, yo os declaro, hijos míos, que estáis consagrados a Amor, y que Amor cuida de vosotros».
En grande se holgaron ellos, como si oyeran un cuento, y no un sucedido, y preguntaron quién era el tal Amor, si era niño o pájaro, y qué poder tenía. De nuevo habló así Filetas: «Dios, hijos míos, es Amor, joven, hermoso y volátil, por lo cual se complace en la mocedad, apetece y busca la hermosura y hace que broten alas en el alma. Tanto puede, que Júpiter no puede más; dispone los gérmenes de donde todo nace, reina sobre los astros y manda más en los dioses, sus compañeros, que en cabras y ovejas vosotros. Todas las flores son obra suya. Él ha creado estos árboles. Por su virtud corren los ríos y los vientos suspiran. Yo vi al toro en el celo, y bramaba como picado del tábano; yo vi al macho enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo mismo, cuando mozo, amaba a Amarilis, y ni me acordaba de la comida, ni tornaba de beber, ni me entregaba al sueño. Me dolía el alma, me daba brincos el corazón y mi cuerpo languidecía; ya gritaba como si me azotasen; ya callaba como muerto; a veces me arrojaba al río para apagar el fuego en que me quemaba; a veces pedía socorro a Pan, porque amó a Pitis; elogiaba a Eco, porque después de mí llamaba a Amarilis, o rompía mi flauta, porque atraía a las vacas, y a mí Amarilis no la atraía. Ello es que no hay remedio para Amor: ni filtro, ni ensalmo, ni manjar con hechizo; no hay más que beso, abrazo y acostarse juntos desnudos».
Filetas, después que los hubo doctrinado, se fue, recibiendo de ellos algunos quesos y un chivo, al que asomaban ya los pitones. No bien ellos se quedaron solos, y oído entonces el nombre de Amor por vez primera, se apesadumbraron más, y de vuelta a sus chozas, comparaban lo que sentían a lo que el viejo había referido: «Padecen los amantes —decían— y padecemos nosotros; no cuidan de sí mismos, como nosotros nos descuidamos; no logran dormir, y nosotros tampoco dormimos; se diría que arden, e idéntico fuego nos abrasa; desean verse, y para vernos ansiamos que llegue el día. Esto, de juro, es amor. Nos amábamos sin saberlo. Pero si esto es amor y somos amados, ¿qué nos falta? ¿Qué nos aflige? ¿Para qué nos buscamos? Filetas nos dijo la verdad; el mozuelo que vio en su huerto no es otro que el que en sueño se apareció a nuestros padres y les ordenó que nos diesen a guardar el ganado. ¿Cómo le podremos prender? ¡Es pequeñuelo y se fugará! ¿Cómo huir de él? Tiene alas y nos alcanzará. ¿Pediremos a las Ninfas que nos protejan? En vano pidió Filetas protección a Pan cuando su amor con Amarilis. Tomemos los remedios de que él hablaba: besos y abrazos y acostarse juntos desnudos. Es cierto que hace mucho frío, pero le sufriremos, a fin de tomar el último remedio». Así repasaban ambos de noche la lección que Filetas les había dado.
Al día siguiente llevaron el ganado a pacer, y al verse, se besaron, lo cual nunca habían hecho antes, y se estrecharon las manos y se abrazaron. Con el tercer remedio, con el de acostarse juntos desnudos, era con el que no se atrevían, sin duda por requerir mayor atrevimiento que el que cabe, no ya sólo en doncellicas ternezuelas, sino también en cabreros de corta edad. Aquella noche estuvieron tan desvelados como la anterior, y ya con recuerdos de lo hecho, ya con pesar de lo omitido, decían en sus adentros: «Nos hemos besado, y de nada aprovecha; nos hemos abrazado, y tampoco hemos tenido alivio. Por fuerza, el único remedio de amor ha de ser acostarse juntos. Menester será ponerlo por obra. Algo ha de haber en ello más eficaz que el beso».
En tales discursos acabaron por dormirse, y sus ensueños fueron amorosos: besos y abrazos. Aún lo que no habían hecho despiertos, lo hacían soñando: se acostaban juntos desnudos.
Despertáronse luego con el alba más prendados que nunca, y se apresuraron a salir a pastorear, impacientes de renovar los besos. No bien se vieron, corrieron con blanda sonrisa hasta juntarse; se besaron y se abrazaron; pero el tercer remedio no se empleó. Ni Dafnis se atrevía a proponerlo, ni Cloe quería tomar la iniciativa. Él acaso hubo, pues, de disponerlo todo.
Sentados estaban ambos junto al tronco de la encina, y gustaban del deleite que hay en el beso, y no lograban hartarse de su dulzura. Ceñíanse con los brazos para que la unión fuese más apretada. Una vez, como Dafnis apretase con mayor violencia, Cloe se cayó sobre un costado, y Dafnis, siguiendo la boca de Cloe para no perder el beso, se cayó también. Reconocieron entonces en aquella postura la que en sueños habían tenido, y se quedaron así durante mucho tiempo, como si estuviesen atados. Sin adivinar lo que había después, creyeron haber tocado al último límite de los gustos amorosos, y consumieron en balde la mayor parte del día, hasta que al llegar la noche se separaron maldiciéndola, y recogieron el hato. Quizás hubieran llegado pronto al término verdadero, a no sobrevenir un alboroto en aquel rústico retiro.
Ciertos mancebos ricos de Metimna, deseosos de solazarse durante la vendimia y de hacer alguna jira, echaron un barco a la mar, pusieron por remeros a sus criados, y se vinieron a las costas de Mitilene, donde hay ensenadas seguras, lindos caseríos, cómodas playas para bañarse, y bosques y jardines, ya por obra de Naturaleza, ya por industria humana, y todo bueno y grato para la vida. Costeando de esta suerte, saltaban de diario en tierra, sin hacer daño a nadie, y se entregaban a varios pasatiempos. Ora desde alguna roca que avanzaba sobre la mar, pescaban con anzuelos colgados de una caña por un hilo delgado; ora con redes y con perros cazaban las liebres que habían huido de los majuelos, espantadas por los vendimiadores; ora cogían con lazo ánades silvestres, ánsares y avutardas, con lo cual, a par que se recreaban, proveían su mesa. Y si algo necesitaban aún, lo tomaban de los campesinos, pagándolo más caro de lo que valía. El pan y el vino era lo único que les faltaba, y también un sitio donde albergarse, pues no hallaban seguridad en dormir a bordo por la otoñada, y temerosos del temporal, traían de noche la nave a tierra.
Un rústico de por allí había menester de una soga, rota ya o gastada la de que antes se servía para sostener en alto la piedra del husillo de su lagar; y yéndose de oculto hacia la playa, halló la nave sin quién la guardase; desató la amarra, se la llevó a su casa y la usó en dicho empleo.
Por la mañana los mancebos de Metimna buscaron en balde la amarra. Nadie confesó haberla tomado. Disputaron un poco con sus huéspedes por este motivo, se embarcaron y se fueron. Navegaron treinta estadios, y llegaron a los campos donde moraban Dafnis y Cloe. Aquel llano los pareció muy a propósito para correr liebres. Y como carecían de soga o cuerda que les sirviese de amarra, entretejieron y retorcieron largas varillas de verdes mimbreras, con las cuales amarraron la nave a tierra por la alta popa. Soltaron luego los perros para que olfatearan y levantaran la caza, y tendieron las redes en los sitios que juzgaron más adecuados. Los perros, con sus ladridos y carreras, espantaron las cabras, y éstas abandonaron los cerros y alcores y se vinieron hacia la mar, donde entre la arena no tenían pasto, por lo cual algunas de las más atrevidas se acercaron a la nave y se comieron la mimbre verde a que estaba amarrada. En la mar a la sazón había resaca, porque soplaba viento de tierra, de suerte que, no bien el barco quedó libre, las olas le empujaron y se le llevaron lejos. Pronto se percataron de ello los cazadores, y unos corrieron a la orilla, otros atraillaron los perros, y todos gritaron de manera que cuanta gente había en los vecinos campos acudió al oírlos, pero de nada valió su venida. El viento sopló más fuerte y se llevó el barco con celeridad irresistible.
Los de Metimna, enojados con la pérdida de tantas prendas de valor, buscaron al cabrero, y habiendo hallado a Dafnis, se pusieron a darle golpes y a desnudarle; y hasta hubo uno que valiéndose de la cuerda con que atraillaba los perros, iba a atarle las manos a la espalda. Maltratado así Dafnis, gritó y pidió socorro a los rústicos, y sobre todo llamó a Lamón y a Dryas. Acudieron éstos, que eran dos viejos recios, con las manos endurecidas en las labores del campo, y se hicieron respetar, exigiendo que se tratase el negocio en justicia y fuesen oídas las partes. Todos se conformaron y Filetas, el vaquero, fue nombrado juez porque era el más anciano de los que allí estaban presentes, y por su rectitud, famoso en aquella comarca.