Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De pie ya la gente, sacrificó a Baco un borrego añal; encendió lumbre y preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga, pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fue aquello un no cesar de besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas. —Por ti vine, Cloe—. —Lo sé, Dafnis—. —Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?—. —¡No me había de acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta, adonde concurriremos apenas se derrita la nieve—. —Pero cuánta hay, ¡oh, Cloe! Yo temo derretirme antes que ella—. —Anímate, Dafnis, el sol calienta ya mucho—. —Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi corazón—. —Me burlas con lisonjas y luego me engañarás—. —Nunca; por las cabras, por las que quisiste que te lo jurase.
Así charlaban, respondiendo Cloe a Dafnis como un eco, cuando los llamó Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron luego una libación a Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios, despidieron a Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan. Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó primero a los padres, y a Cloe la última, a fin de guardar en toda su pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó del todo mal.
Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo y la hierba retoñó, salieron todos los zagales a apacentar sus ganados, y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más poderoso. Lo primero fue correr a la gruta de las Ninfas, luego a Pan y al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer y besándose. Buscaron flores para coronar a las Ninfas, y aunque las flores apenas empezaban a entreabrirse, acariciadas por el céfiro y reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes e hicieron ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras. Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes respondían de entre la enramada, expresando poco a poco el nombre de Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo silencio. Por dondequiera balaba el ganado; los corderillos ya retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la ubre, y los moruecos perseguían a las ovejas que aún no habían tenido cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y a hurto las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido a los helados viejos, enardecían más a estos mozos, llenos de fervor y de brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía a buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo. Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso y atrevido. Pedía, pues, a Cloe que se prestase a cuanto él quisiera, y que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas, como único remedio para calmar el amor.
Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían a la yacija desnudos ambos. —Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y con las cabras los machos, contestó él—. —Mira cómo, después de la obra, ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, a lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor—. —¿No reparaste, repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos, hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas? ¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más vestido que yo con su pelo y con su lana? Dafnis no pudo menos de convenir en que sí era. Tendiose, no obstante, al lado de Cloe y meditó largo rato, sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando a los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y echándose a llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las bestias.
Tenía Dafnis por vecino a un labrador propietario, llamado Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad a una mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba Lycenia, con ver de diario a Dafnis cuando llevaba por la mañana las cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía a la majada, entró en codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos y tan acechona anduvo, que consiguió hablar con él a solas, y le dio una flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado si bien se avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba a Cloe, al verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego pretextó con Cromis que iba a visitar a una vecina que estaba de parto; los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la viesen, y vio cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron sin ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de salvación a aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto.
Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir a ver de nuevo a la partida, y se fue derecha a la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban. Fingiéndose con primor toda consternada. «¡Sálvame —dijo—, oh, Dafnis! ¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte gansos! Fatigada con tal peso, no he podido volar hasta lo alto de aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa a lo hondo del soto. Te lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi ganso. Mira que no me atrevo a entrar sola, de puro medrosa. No dejes que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila, y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe ambos rebaños. Harto la conocen las cabras de verla siempre en tu compañía».
Dafnis, sin prever nada de lo que iba a pasar, se levantó muy listo, empuñó su cayado y siguió a Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, a lo más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase a su lado, cerca de una fuentecilla. «¡Oh, Dafnis —le dijo—, tú amas a Cloe! Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase, enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en abrazo y en remedar a los carneros, sino en brincos y retozos más dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas, entrégate a mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced de las Ninfas, seré tu maestra».
Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz enamorado, se arrodilló a los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si fuera algo de raro y revelado por el cielo lo que Lycenia le había de enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla y grata de lo que presumía, y empezó enseguida a instruir a Dafnis. Mandole que volviese a sentarse a la verita de ella; que le diese besos, tales y tantos como él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y por último, que se tendiese a la larga.
Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de lo que se usa. Naturaleza misma enseñó a Dafnis lo demás.
Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastorial, quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! A mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviese herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas a que se preste a todo, tráetela a este sitio, para que si grita, nadie la oiga; si llora, nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe».
No bien Lycenia dio estos preceptos, se fue por otro lado del soto, como si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió a perturbar a Cloe sino con el beso y el abrazo, a fin de que no gritase como perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que saliese. Así fue que tomó la determinación de no deleitarse con ella sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia, y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó a la cabeza de él las guirnaldas de violetas, y le besó el cabello, a su ver más que las violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los dio a comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía a su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre.
Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento; la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con grande empuje para llevar fresco el pescado a gentes ricas de la ciudad. Lo que suelen hacer los marineros para engañar o aliviar sus fatigas, lo hacían éstos también a par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos, unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor. Cuando iban por alta mar, el canto se perdía en la extensión y se desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En el fondo de aquella ensenada había una garganta o estrechura de cerros, donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo repetía todo: ya repetía el ruido de los remos, ya repetía el cantar; y era cosa de gusto el oírlo, pues primero llegaba el son que venía directo de la mar, y el son que venía directo de la tierra llegaba más tarde. Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía a la mar; se embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba retener algo de aquellos cantares para tocarles luego en su flauta. Pero Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba hacia la mar para ver a los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque buscando a los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino silencio en la mar y en el valle, preguntó a Dafnis si más allá del escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la besó con más dulce beso; ciñó a sus sienes la guirnalda de violetas, y empezó a contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le diese diez besos más en pago de la enseñanza. «Hay —dijo—, niña mía, muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fue Eco; mortal, por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda clase de cantar, tuvo a las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó a la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba; pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez. Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su hermosura, e infundió su furor en el alma de los pastores. Estos, como perros o lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda la tierra sus miembros llenos de armonía. Y la tierra los escondió en su seno por complacer a las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y fieras; que imitasen, en suma, a Pan mismo cuando toca la flauta. Pan, apenas le oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame a la Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto».
En premio de la historia, Cloe dio a Dafnis, no sólo diez, sino muchos más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era mentira.
El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él tocaba la flauta a porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles o trepaban a ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no aterrase a Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí, impedía a Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza no preguntaba la causa.