Fiona había asentido.
—Ha sido un error acceder a hablarle. Probablemente he reaccionado exactamente como él esperaba que hiciera. Y aun así…
Había encendido otro cigarrillo. No era la primera vez que Chad se preguntaba cómo alguien podía fumar tan compulsivamente durante décadas y décadas y seguir gozando de una salud de hierro.
—Me pregunto quién me llama —había dicho tras dar un par de caladas nerviosas al cigarrillo—. Si alguien se comporta así es porque se propone algo, sea lo que sea. Pero ¿por qué tengo que ser justamente yo su objetivo?
Él se había encogido de hombros.
—Tal vez sea solo casualidad. Ha encontrado tu nombre en la guía telefónica y te ha llamado. Es probable que tenga más de una víctima. Quién sabe si no pasa el día entero haciéndolo, cambiando de uno a otro. Tal vez insista contigo porque eres la que reacciona de forma más airada.
—¡Hay que ser un enfermo para eso!
—Sí, algo así. Sin embargo puede que sea inofensivo por completo. Quizá quien está al otro lado sea alguien desesperadamente reprimido, alguien que jamás se atreve a salir de su casa, ni osa dirigir la palabra a los desconocidos. Alguien que se siente poderoso mientras hace esas llamadas. Pero que no oculta más intención que esa.
Fiona se había mordido el labio inferior.
—¿Y no crees que puede tener algo que ver… con aquella historia?
Chad había entendido enseguida a qué se refería.
—No. ¿Con qué sales tú ahora? Eso sucedió hace una eternidad.
—Sí, pero… tampoco debe de haber terminado, ¿no?
—¿Y quién crees que es el autor de las llamadas?
Ella no contestó, pero él sabía que tenía a alguien concreto en mente. Y también sospechaba de quién se trataba.
—No lo creo —dijo—. ¿Por qué precisamente ahora? Tantos años después… Sí, ¿por qué ahora, Fiona?
—No creo que durante este tiempo haya dejado de odiarme.
—Entonces ¿aún está viva?
—Creo que sí. Allí arriba, sobre Robin Hood’s Bay…
—No te dejes llevar por la ira —le había advertido él.
—Tonterías —había replicado ella, con la máxima aspereza de la que fue capaz. Sin embargo, la mano en la que sostenía el cigarrillo le temblaba ligeramente.
Entonces fue cuando le soltó lo que quería pedirle en realidad.
—Me gustaría que borraras todos los correos electrónicos. Todos los que te he escrito. Es decir, todos los correos que te he escrito sobre… «aquello».
—¿Borrarlos? ¿Por qué?
—Me parece más seguro.
—Nadie puede leerlos.
—Gwen sigue utilizando ese mismo ordenador.
—Pero creo que es por eso por lo que tengo que ponerle una contraseña al trasto. O sea, ¿que no sirve para nada o qué? Menuda bobada, todo esto de los ordenadores… En todo caso, no creo que Gwen intentara fisgar en mis asuntos. No se interesa tanto por mí.
Por primera vez desde que había empezado la conversación, ella había sonreído. Más como una alusión que por diversión.
—En eso creo que te equivocas. Solo adora a Dios más que a ti. Pero tus antenas no están hechas para las relaciones interpersonales. Sin embargo… —Fiona se puso seria de nuevo—. Te pido que borres mis correos. Así me sentiría más segura.
El ordenador ya estaba listo y Chad abrió la bandeja de entrada de su correo. En el transcurso del último medio año, Fiona le había mandado cinco correos a Chad, cinco correos que en todos los casos llevaban datos adjuntos. Entre ellos había los correos de ella, típicos mensajes de saludo.
Alentadores cuando el tiempo había sido malo y Fiona había supuesto que a Chad le dolerían los huesos. Mordaces cuando se había enfadado porque él no le había escrito en mucho tiempo. Irónicos cuando había encontrado a algún viejo conocido común que no había tenido reparos en hablarle mal de él. A veces le comentaba una película que había visto. Otras se quejaba de que se estaba haciendo vieja. Pero jamás había dedicado ni una sola palabra a los viejos tiempos. Al pasado que habían compartido juntos.
Hasta el mes de marzo de ese año. Entonces le había llegado a Chad el primer correo con un fichero adjunto, junto con las instrucciones para abrirlo.
«¿Por qué?», le había preguntado en su correo de respuesta, nada más, solo ese ¿por qué? en letras gruesas e inclinadas, seguido de al menos diez signos de interrogación.
«Porque debo sincerarme», había sido la respuesta de Fiona. «Porque debo contárselo a alguien. Y como no puedo contárselo a nadie más, ¡te lo cuento a ti!»
«¡Pero si ya lo sé todo!», había respondido él.
«Por eso mismo eres inofensivo», había replicado ella.
No le servirá de nada, había pensado él entonces.
Chad recordó que la noche anterior había preguntado a Fiona cuál había sido el desencadenante. Lo que había motivado que hubiera empezado a escribirle todo aquello que nadie debía saber salvo él, que ya lo sabía todo y desde luego no disfrutaba recordándolo.
—Tal vez —le había respondido ella después de reflexionar mientras fumaba—, tal vez lo motivó la conciencia de que no me queda mucho tiempo de vida.
—¿Estás enferma?
—No. Pero soy vieja. No nos engañemos, esto no puede durar mucho más.
Él había leído algo de lo que le había enviado, pero no todo. A menudo se había sentido abrumado por el contenido. Le había enfurecido ver cómo todo aquello volvía a reavivarse, cómo se reabrían viejas heridas. Cómo salían a la luz cosas que habían quedado enterradas mucho tiempo atrás.
Chad hizo clic sobre el primer correo electrónico, con fecha del 28 de marzo. El estilo del contenido era típico de Fiona.
Hola, Chad, ¿cómo estás hoy? ¿Bien? El tiempo es seco y cálido, ¡tienes que estar bien! He estado escribiendo algo que deberías leer. Solo va dirigido a ti. Tú conoces la historia, pero tal vez no sepas todos los detalles. Eres la única persona en la que confío.
Fiona
PD: Haz doble clic sobre el fichero. Luego, simplemente haz clic en «Abrir».
Chad abrió el fichero.
Por aquel entonces, a finales de ese verano de 1940 que nos cambió la vida, por lo menos no nos preocupaba ningún pariente. Los padres de muchas de mis amigas estaban en el frente y las familias temían recibir malas noticias en cualquier momento. Mi padre, en cambio, ya había muerto antes de la guerra, a principios de 1939. En una de sus célebres incursiones por las tabernas de la zona en las que se gastaba el poco dinero que ganaba barriendo las calles, se había enzarzado completamente borracho en una pelea con otros beodos. No llegó a saberse quién empezó ni por qué discutían, pero a buen seguro no fue por nada en especial. En cualquier caso, mi padre acabó gravemente herido y tuvieron que llevarlo al hospital, donde contrajo el tétanos. Era una época en la que no había tantos medios para combatirlo como hoy en día, por lo que acabó muriendo en poco tiempo. Mi madre y yo nos quedamos solas y nos vimos obligadas a ir tirando con la pensión familiar que recibíamos del gobierno. De todas maneras, así teníamos menos problemas económicos que antes, porque por lo menos no había nadie que se bebiera el poco dinero que conseguíamos. Además, mi madre encontró un par de empleos como asistenta que redondeaban lo justo nuestros ingresos. De un modo u otro, nos las arreglamos para salir adelante.
En el verano de 1940 cumplí once años. Vivíamos en East End, en Londres, en un pequeño ático. Recuerdo algunos veranos terriblemente calurosos en los que nuestro piso se convertía en un verdadero horno. Alemania estaba a punto de meterse en una guerra mundial. Francia había sido ocupada y los nazis se habían instalado también en las islas anglonormandas, que pertenecían a Inglaterra. Aquí la gente estaba nerviosa, y aunque el gobierno emitía consignas de resistencia, pesó mucho la voluntad popular de entrar en la guerra y vencer rápidamente a la Alemania nazi.
—¿Qué haremos si llegan hasta aquí? —le preguntaba a mi madre.
Ella negaba con la cabeza.
—No llegarán, Fiona. No se puede ocupar una isla tan fácilmente.
—Pero ¡ya han ocupado las islas del canal de la Mancha!
—Son pequeñas, no tenían medios de defensa y además están muy cerca de Francia. No te preocupes.
No obstante, en lugar de venir, los alemanes empezaron a mandarnos bombas a principios de septiembre. Empezó lo que se conoció por el Blitz, los continuos bombardeos sobre el Reino Unido. Noche tras noche, Londres era atacada. Noche tras noche, sonaban las sirenas y la gente se reunía en los refugios antiaéreos mientras los edificios se derrumbaban y calles enteras quedaban reducidas a escombros y a ceniza. A la mañana siguiente el lugar tenía un aspecto completamente distinto, porque de repente faltaba una casa o no había más que ruinas humeantes bajo el cielo. De camino a la escuela veía cómo la gente buscaba entre los escombros los efectos personales que pudieran haber sobrevivido a ese infierno. Una vez vi a una joven sucia y delgada que rebuscaba como una loca entre los cascotes a los que había quedado reducida una casa que se había desplomado. Tenía las manos y los brazos cubiertos de sangre y las lágrimas rodaban por sus mejillas sucias de polvo dejando atrás un rastro brillante.
—¡Mi hijo está ahí debajo! —gritaba—. ¡Mi hijo está ahí debajo!
A nadie parecía preocuparle, y eso a mí me chocó profundamente. Cuando por la noche se lo conté a mi madre, esta palideció y me abrazó enseguida.
—Yo me volvería loca si te pasara algo —dijo.
Creo que debió de ser ese día cuando se le ocurrió por primera vez la idea de que yo tenía que marcharme de Londres.
Las evacuaciones habían tenido lugar anteriormente. Habían comenzado el 1 de septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia. Dos días antes de que Inglaterra declarara la guerra a Alemania, cientos de miles de británicos procedentes de las grandes ciudades habían emigrado ya a las zonas rurales. Había un temor generalizado a los ataques aéreos, pero sobre todo a la posibilidad de que los alemanes pudieran atacarnos con gases. Los ciudadanos debíamos llevar en todo momento una máscara antigás encima y por todas partes había carteles de advertencia que nos recordaban la realidad del peligro al que nos enfrentábamos. «Hitler will send no warning», rezaban unas gigantescas letras de color negro sobre un fondo amarillo chillón, lo que significaba que en cualquier momento podía cogernos desprevenidos.
En primer lugar fueron evacuados los niños, junto con las mujeres embarazadas, los ciegos y otros discapacitados. Alguna vez mi madre llegó a preguntarme si yo también quería marcharme, pero en esas ocasiones yo me había negado en redondo y ella había tenido que aceptarlo. Cuando eso ocurría me sentía muy aliviada, porque toda esa historia me producía un miedo atroz, casi verdadero terror. Se había tomado la decisión de llamar a esa primera operación de evacuación Pied Piper, en alusión al personaje del flautista de Hamelín, un cuento que la mayoría de los niños conocíamos a la perfección: el flautista se lleva a los niños muy lejos y nadie vuelve a verlos jamás. No es que eso fuera muy alentador. De algún modo se había instalado en nosotros la idea de que se nos llevarían y no regresaríamos nunca.
Además, habían llegado rumores de que la operación había resultado ser bastante caótica. Inglaterra estaba dividida en tres zonas: zonas de evacuación, zonas neutrales y zonas destinadas a recibir a los evacuados. Se hablaba de trenes abarrotados, de niños pequeños traumatizados, incapaces de soportar que los hubieran separado de sus padres. Se hablaba también de una mala organización en lo referente a la recepción en otras ciudades por parte de otras familias. La región de Anglia Oriental se declaró completamente atestada, mientras que un montón de padres de acogida de otras regiones esperaban sentados a que les mandaran a alguien. La gente echaba pestes del gobierno porque había destinado una suma de dinero insuficiente para la operación y, por si fuera poco, seguían cayendo bombas. A finales de año la mayoría de los evacuados volvieron con sus familias a sus lugares de origen.
—¿Lo ves? —le dije a mi madre—. Qué bien que no me desplazaran a mí.
Pero entonces llegó el verano de 1940, cuando todo el mundo se dio cuenta de que la guerra duraría más de lo previsto, de que los nazis avanzaban y de que ya estaban peligrosamente cerca. Desde el mes de junio se llevaron a cabo de nuevo grandes operaciones de evacuación. El gobierno requería a los progenitores, en especial a los que vivían en Londres, que mandaran a sus hijos a las zonas evacuadas.
Una vez más, el centro de Londres quedó plagado de carteles. En esa ocasión mostraban la imagen de un niño con unas grandes letras encima: «Mothers! Send them out of London!».
Sin embargo tampoco fue una medida obligatoria, cada cual debía decidir lo que prefería hacer. Durante un tiempo conseguí rebatir los argumentos de mi madre respecto a la posibilidad de mandarme a una zona segura.
Pero llegó el otoño y comprobé con aflicción que me costaba cada vez más convencerla.
A principios de octubre una bomba dio de lleno en nuestra casa. Estábamos sentadas juntas en el refugio antiaéreo con otros vecinos del bloque, cuando de repente oímos un ruido ensordecedor por encima de nuestras cabezas que debió de reventarnos los tímpanos. Simultáneamente, la tierra empezó a temblar y del techo cayeron polvo y fragmentos de mortero.
—¡Fuera! —gritó un hombre—. ¡Rápido, todos fuera!
Hubo quien se vio superado por le pánico al salir. Otros llamaban a la prudencia.
—¡Ahí fuera es un infierno! ¡Quedaos aquí! ¡El techo resistirá!
Mi madre creyó que sería mejor quedarse dentro, puesto que fuera seguían oyéndose impactos de bombas que caían en rápida sucesión por las cercanías, lo que significaba que había más probabilidades de morir en la calle que de acabar enterrados allí dentro. Yo habría preferido salir, porque el mero miedo a morir lentamente víctima de la asfixia ya me dificultaba la respiración, pero al final no hice nada. Me limité a quedarme allí dentro, temblando y tapándome la cara con las manos.
A primera hora de la mañana cesó la alarma y salimos arrastrándonos del refugio, temerosos de ver lo que nos esperaba arriba. Nuestra casa había quedado reducida a un montón de escombros. Y la de al lado también. Y la otra. De hecho se habían derrumbado varias casas, casi la calle entera. Nos restregamos los ojos y observamos con desconcierto aquella imagen de absoluta devastación.