Dame la mano (28 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Le habría gustado poder explicar a Gwen que ese era el motivo por el que llevaba una vida que algunos consideraban fracasada, por el que incluso él mismo —y ese era el gran problema, el gran factor depresivo de su existencia— a menudo también la consideraba un fracaso: por su incapacidad para poder hacer las paces en algún ámbito con su país, con el Estado, con toda la estructura política y social. Sería incapaz de formar parte de la sociedad británica mientras siguiera rechazando y despreciando a esa misma sociedad. Le habría gustado poder hablar con su prometida acerca de ese dilema que con el paso de los años había ido cristalizando en su interior cada vez más. Era un dilema que surgía de la constatación de que, a pesar de todo, formaba parte del sistema y debía asumirlo, ya que al fin y al cabo no tenía la fuerza necesaria para seguir negándolo durante más tiempo ni para afrontar todas las consecuencias derivadas de ello, viéndose al mismo tiempo como un traidor a sus propias convicciones, a sí mismo, a su propia personalidad.

Le habría gustado ver en la mujer con la que se iba a casar a una persona ante la que pudiera mostrarse abiertamente, ante la que pudiera expresar sus contradicciones, pero sabía que Gwen no podría seguirlo. Para ella, la vida era la granja. Su maravilloso papá. Las novelas románticas, los telefilmes cursis, y la espera y la esperanza de que llegara la felicidad. Dave no creía que fuera tonta. Pero la vida de Gwen había transcurrido en una dimensión propia y estaba, a diferencia de la suya y la de la mayoría de las personas de su tiempo, demasiado marcada por la soledad, el aislamiento del mundo, la timidez y la ignorancia. Le había hablado acerca de las protestas que había llevado a cabo durante su juventud contra el despliegue de misiles de crucero, y Gwen lo había mirado boquiabierta, como si le relatara historias marcianas. Dave le había soltado un largo monólogo en el que había expresado lo mucho que le habían disgustado los años del gobierno de Thatcher y hasta qué punto eso había determinado su vida, marcada por el rechazo. Ella lo había escuchado, pero Dave supo que la cara de desesperación que vio en su prometida no tenía nada que ver con una posible opinión política enfrentada. En tal caso, él habría podido encontrar interesante la posible fricción intelectual resultante de la discrepancia. El problema era que ella no tenía ninguna opinión política. A ella le daba completamente igual si gobernaban los laboristas o los conservadores y, de hecho, tanto si mandaban unos como los otros eso no afectaría en lo más mínimo a las dificultades de su situación personal. Como le sucedía a mucha otra gente, no atendía a nada que no tuviera alguna incidencia en su entorno más cercano. Era extraño hacerlo. Y había sido un duro golpe constatar que Gwen no podía ver las cosas de otro modo.

—Ah, nada —se limitó a decir Dave, con lo que renunciaba al intento condenado desde el principio al fracaso de explicar de nuevo a su futura mujer cuál era su visión de las cosas y de hacerla partícipe de las cavilaciones, los miedos y las complicaciones a las que él se entregaba—. Solo prométeme que si te enteras de algo importante relacionado con Fiona, se lo comunicarás a la policía —añadió.

Al fin y al cabo ese había sido el punto de partida de la conversación. Que Fiona y Chad en algún momento habían cometido algún desliz que a Gwen ahora le estaba costando digerir. Algo que podía ser relevante.

Aunque lo más probable es que no lo sea, pensó él.

Gwen lo miró. Ella ya estaba en otra parte. En su propio punto de partida.

—¿Sigues…? ¿Seguimos…? Quiero decir… ¿Ha cambiado algo entre nosotros? —preguntó Gwen.

Este es el momento, decía a Dave su voz interior, ahora podrías echarte atrás. Con un motivo bastante bueno. Se desesperaría, pero no tendría que atribuirse a sí misma el fracaso de nuestra relación. Toda la culpa recaería sobre Fiona, la vieja arpía de lengua viperina, y Gwen podría odiarla para siempre y no tendría que torturarse por su insuficiencia. Hazle ese favor, se dijo Dave. Aprovecha este momento de indulgencia.

No podía hacerlo. Sabía que era lo correcto y sin embargo no podía hacerlo. Ella era la única salida que le quedaba para escapar de aquella fría habitación. De su vida al borde de la suficiencia vital. De dormir por el día, de pasarse las noches bebiendo. De la sensación de fracaso que nunca más quería volver a tener.

—No, Gwen —dijo él con la voz ronca, producto de la lucha interior que mantenía consigo mismo para superar ese momento—. No ha cambiado nada.

Gwen se levantó con una sonrisa.

—Me gustaría acostarme contigo, Dave —dijo—. Ahora. Aquí. Lo deseo tanto…

Dios mío, se exclamó Dave, horrorizado.

4

El teléfono sonó cuando Colin empezaba a pensar en el almuerzo. Ya eran las dos y media y tenía hambre de verdad. En la granja de los Beckett no había nadie que pareciera dispuesto a ocuparse de la cocina. Gwen había salido por la mañana y nadie sabía adónde había ido, mientras que Chad se había encerrado en su dormitorio, literalmente, porque la puerta estaba cerrada con llave y cuando Colin había acudido a preguntar no había obtenido más que un gruñido malhumorado como respuesta.

La inspectora Almond estaba allí. Se había presentado por sorpresa y enseguida había aclarado que quería hablar a solas con Jennifer. Hacía media hora que estaban sentadas en el salón mientras Colin esperaba en el piso de arriba, cada vez más inquieto. Y más hambriento.

Bajó corriendo para responder a la llamada. Tal vez aquello le daría la oportunidad de tantear la situación que se desarrollaba en el salón con un buen motivo.

—¿Sí? —respondió mientras consultaba el reloj, para ver si captaba algo de la conversación que estaba teniendo lugar justo al lado, si bien el esfuerzo fue en vano.

—Hola. —La que se oyó al otro lado de la línea fue una voz de mujer, pero casi era un susurro y muy difícil de comprender—. ¿Con quién hablo, si me hace el favor?

—Brankley. Colin Brankley. Está llamando a la granja de los Beckett.

—¡Ah, Colin! Usted es el marido de Jennifer, ¿verdad? Soy Ena. Ena Witty.

Colin no tenía ni la menor idea de lo que tenía que ver con ella.

—¿Sí? —preguntó él.

—Soy… soy una amiga de Gwen Beckett. ¿Podría hablar con ella, por favor?

—Lo siento, pero no es posible —dijo Colin—, Gwen no está en casa. ¿Quiere que le deje algún recado?

Ena Witty pareció desconcertada ante aquella información.

—¿Dice que no está? —preguntó casi con incredulidad.

—Exacto. ¿Quiere que la llame cuando llegue?

—Sí, por favor. Es… Tendría que hablar con ella acerca de un asunto importante. En cualquier caso, a mí me parece que lo es. Pero tampoco estoy segura, por eso… tal vez… Bueno, ya llamaré más tarde…

A Colin le pareció que su interlocutora estaba bastante confusa. Estaba a punto de dar por finalizada la conversación cuando de repente oyó que se abría la puerta de la calle y que poco después arrancaba un motor en el patio. Gracias a Dios, parece que Almond ya se marcha, pensó. Tenía que ocuparse de su esposa enseguida.

—De acuerdo, señorita Witty —dijo Colin, algo impaciente—. No se preocupe, le diré a Gwen que ha llamado. ¿Ella tiene su número?

Ena no lo sabía. Dictó el número a Colin y después de dudar unos instantes en los que al parecer estuvo considerando hasta qué punto era un extraño el que se hallaba al otro lado de la línea, añadió:

—Tengo… verá, tengo un problema muy grande… Estoy bastante desconcertada y necesito hablar con alguien. Es urgente. Pero naturalmente sé que… Bueno, que ahora mismo Gwen tiene otros asuntos de los que preocuparse. He leído en los periódicos el terrible crimen que ha sacudido la granja. Según se dice, la víctima era una buena amiga de los Beckett, ¿verdad? ¡Qué terrible debe de haber sido para Gwen!

—Todos estamos a su lado —dijo Colin. No quería ahondar más en el tema. No conocía a esa amiga de Gwen y desconocía el grado de confianza que se tenían ambas mujeres—. Bueno, señorita Witty… —dijo, y ella comprendió al fin que le estaba metiendo prisa.

—Perdone que le haya molestado —dijo Ena—. Y, por favor, diga a Gwen que me llame enseguida. De verdad, es muy importante.

Colin volvió a prometerle que le pasaría el recado, se despidió y colgó el teléfono de golpe. Se dirigió en dos zancadas al salón y vio que Jennifer estaba sentada en el sofá, muy pálida. Le pareció que su esposa estaba bastante agotada.

—Cariño, por fin. Ya se ha ido. ¿Quieres que prepare un poco de té? ¿O preferirías comer algo?

Jennifer negó con la cabeza.

—No tengo hambre. Pero si tú…

—No me apetece comer solo —dijo Colin. Se encogió de hombros, tiritando—. ¡Dios, cuanta humedad y que frío que hace aquí! Y encima fuera hay niebla. Hace un día horrible, ¿no crees?

Ella no respondió. Sin vacilar ni un momento, Colin se arrodilló frente a la chimenea.

—Ayúdame —pidió a Jennifer—. Si nadie más se preocupa por esto, tendremos que hacerlo nosotros.

Mientras se esforzaban en encender el fuego le preguntó con marcada indiferencia:

—¿Que quería esa? La inspectora Almond, quiero decir.

Jennifer, que le tendía la leña, se detuvo un momento.

—Lo sabe —murmuró.

—¿Qué sabe?

—Aquella historia. Que yo era profesora y… bueno, todo aquello. Me lo ha dicho.

—¿Y qué relación tiene todo eso con este caso?

—Quería saber si conocía a Amy Mills. La chica a la que asesinaron en julio, ¿sabes?

—¿Por qué tendrías que conocerla?

—Era de Leeds. Estudió allí. La policía cree que yo podría haberle dado clases.

Colin también se detuvo y la miró.

—Pero no es así, ¿verdad? Le has dicho que no habías oído jamás su nombre y…

—No. No la conocía.

Colin dejó la chimenea tal como estaba, a pesar de que todavía no ardía ningún fuego capaz de mitigar el frío que reinaba en la sala y la desolación de ese día de niebla. Jennifer se sentó en la pequeña alfombra dispuesta frente a la leña con la mirada perdida. Él estaba en cuclillas ante ella y le tomó las manos entre las suyas. Las tenía heladas.

—¿Seguro que no la conocías?

—Seguro.

—Esto es realmente… —Respiró hondo para dominar su enfado, aunque la rabia crecía ya en su interior—. No tienen nada —dijo con amargura—, nada de nada. Ni el menor indicio, por eso se han puesto a hurgar en el pasado de la gente. ¿Quieres saber lo que pienso? Que esa policía está desesperada. Y presionada. Por eso se dedica a revolver en historias pasadas e intenta construir algo a partir de ellas. ¡Tendremos que estar atentos, a ver qué más descubre sobre nosotros!

—Sabe que por aquel entonces de vez en cuando tomaba pastillas.

—¿Y? ¿Acaso está prohibido?

—Quería saber si sigo tomándolas.

—¿Y tú qué le has respondido?

—Le he dicho la verdad. Que ocasionalmente me tomo algún tranquilizante antes de ir a la ciudad, por ejemplo, o si tengo algún plan en especial. Pero que ocurre muy de vez en cuando.

—Correcto. Como hace mucha gente. Oye, no tiene derecho a preguntar esas cosas. Y tú no tienes por qué contestarle. No es asunto suyo.

—No se lo ha creído —susurró Jennifer.

—¿Qué es lo que no se ha creído?

—Que yo… que realmente lleve una vida normal. Me ha mirado de una manera tan rara… Creo que quería endosarme a toda costa un problema de adicción, porque de ese modo podría sostenerse que tengo un comportamiento impredecible y que tal vez también sea peligrosa. Y su colaborador ya está comprobando mi declaración acerca del caso de Amy Mills. Está buscando información en las escuelas a las que esa chica asistió en Leeds y preguntando a sus padres.

—No encontrará nada que pueda utilizar contra ti.

—Probablemente no —dijo Jennifer, pero su voz sonó monótona y desesperada.

Colin le apretó las manos con más fuerza.

—Cariño, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que te atormenta tanto? No tienen nada contra ti y no encontrarán nada. No te dejes amedrentar por eso.

Jennifer lo miró. Colin podía sentir el miedo de su esposa. Maldita fuera, estaba furioso. Furioso por esa Almond, por esa persona tan desconsiderada. Porque sabía que alteraba tanto a Jennifer.

—Te saca de quicio tener que hablar de todo eso de nuevo, ¿verdad? —preguntó él con cautela—. Que vuelva a salir todo a la luz. Que vuelva a levantar polvareda. Es el lastre de todos esos sentimientos, ¿no es cierto?

Ella asintió. Era prisionera de la depresión, se veía claramente que la tenía paralizada. Durante los primeros tres años después del asunto las cosas habían sido de ese modo todo el tiempo, y desde entonces Jennifer la había tenido controlada. Pero él tampoco se engañaba a sí mismo: el precario estado de ánimo de su esposa flaqueaba a la primera de cambio, sobre todo cuando alguien se proponía que así sucediera.

Le habría encantado estrangular a aquella inspectora.

—Nunca lo superaré —susurró Jennifer.

—No es cierto. Es agua pasada. Es agua pasada, diga lo que diga esa imbécil.

—Era mi vida. La escuela. La chica. Lo era todo.

—Lo sé. Así es como lo viviste. Pero hay muchas cosas más que merecen la pena en la vida. No solo cuenta el trabajo.

—Yo…

—Nos tenemos el uno al otro. Nuestro matrimonio se mantiene intacto, feliz. ¿Te das cuenta de la cantidad de personas que desearían que les fuera como a nosotros en ese sentido? Tenemos un bonito hogar. Tenemos buenos amigos. Tenemos a nuestros encantadores perros… —Colin sonrió irónicamente con la esperanza de arrancarle una sonrisa a ella. De hecho, su esposa intentó sonreír, pero fue en vano—. Vamos, mujer —dijo él. Alargó un brazo y le apartó un mechón de pelo de la frente—. Mira, no creo que la inspectora Almond vuelva a molestarte. Anda buscando a tientas… ¡Literalmente, además! ¡Debes mirar más allá! No sacará nada de Leeds, de la escuela, de Amy Mills. Al final tirará la toalla y tendrá que ponerse a buscar en otra parte. Pero es que, además, en el momento del crimen de Fiona estabas paseando con los perros. Y Gwen iba contigo, puede dar fe de ello. ¿Se lo has dicho a Valerie Almond, eso?

En lugar de responder, Jennifer prefirió preguntar.

—¿Quién acaba de llamar?

Colin hizo un gesto de desdén con la mano.

—Una conocida de Gwen. Ena Witty, o algo parecido. Una persona bastante confusa. Tenía algún tipo de problema y quería hablar urgentemente de ello con Gwen. Parecía muy nerviosa y desconcertada. Tenemos que decir a Gwen cuando llegue que la llame.

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