Descansa en Paz (25 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Hagar se inclinó hacia delante, examinó la frente de Elvy como si fuera a encontrar allí algún tipo de entrada, pero sólo vio la tirita. Frunció los labios y dijo:

—Piensa en los apóstoles. Ellos podían hablar así de repente cualquier idioma. Que tú tengas un poco de inspiración tampoco es tan raro después de que se te haya aparecido la virgen, ¿no?

Elvy asintió y se irguió.

—No. Supongo que no.

—Entonces, ¿vamos a seguir? —Hagar saludó con la cabeza en dirección a la casa, desde donde ahora el hombre las miraba a través de la ventana—. Ahí dentro no había más que ramas secas.

Elvy sonrió pálidamente.

—El Señor ha hecho milagros más grandes que hacer que crezcan brotes de un árbol muerto.

—Eso es verdad, sí —dijo Hagar—. Ya estás otra vez en forma.

Siguieron caminando.

Bondegatan, 18:30

Flora estaba sentada enfrente del ordenador cuando sus progenitores volvieron a casa. Había entrado en un chat de discusión cristiano y había defendido un punto de vista satánico en el tema de los zombis, también les había contado que en su parroquia en Falköping ahora celebraban misas negras con el propósito de acelerar la llegada de Belcebú. Lo más divertido fue al principio, cuando los otros todavía pensaban que era una devota de la iglesia pentecostal que había visto la luz o la oscuridad, cuando trataban de convencerla para que volviera al buen camino, pero ella había ido demasiado lejos y estaba perdiendo la credibilidad justo cuando se abrió la puerta de casa y Margareta gritó:

—¡Ju, ju! ¿Hay alguien en casa?

La chica escribió: «Adiós. Nos vemos en el Infierno», y salió del chat. Después se quedó con los dedos sobre el teclado esperando el barullo. Ahí estaba la escandalera que siempre marcaba la vuelta a casa de sus padres después de los viajes. El ruido de las bolsas con las compras.

—¡Ju, juuu!

Flora cerró los ojos, vio a su padre y a su madre hundidos en un mar de bolas de plástico de todos los colores. Crujía cuando sus cabezas desaparecían de la superficie. Le habría gustado poner a Manson, exorcizar sus voces con una descarga de guitarras, pero había una cosa que le picaba la curiosidad: cómo se tomaría su madre esto de los redivivos. Elvy la había llamado y le había contado que su madre había telefoneado desde Londres, así que estaba informada. ¿Cómo iba a reaccionar?

Efectivamente, el suelo de la cocina estaba cubierto de bolsas de plástico con los logotipos de tiendas inglesas. En medio de ese fangal estaban Margareta y Göran sacando cosas, Viktor se hallaba justo al lado esperando con mal contenida impaciencia su pistola de agua a pilas. Flora cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó contra el marco de la puerta. Margareta la vio.

—¡Hola, cariño! ¿Qué tal todo?

—Bien. —Le hizo la pregunta como siempre. Alegre y animada. Ninguna alusión a que había pasado algo especial, de manera que Flora añadió—: Algo muerto.

Una sonrisa cruzó como un latigazo la cara de Margareta mientras rebuscaba en una bolsa de plástico. Flora vio por el rabillo del ojo que Göran la miraba con severidad. Margareta sacó un paquete y se lo dio a Viktor.

—...y aquí tienes.

Viktor arrugó la frente y abrió la caja, sacó una escultura de Gandalf realizada con todo lujo de detalles y la giró entre las manos. Su decepción era enorme. Flora vio la etiqueta en la caja: 59,90 libras.

—Sólo tenían de esas que parecen de verdad —adujo Göran extendiendo las manos—. Así que...

—¿De esas qué que parecen de verdad? —repitió Viktor.

—Pistolas. Y cuando se apretaba el gatillo hacían ruido también como las de verdad. Y nos parece que... no vas a tener eso. Por esa razón te compramos la escultura.

—¿Para qué quiero yo esto?

—Para tu habitación. ¿No lo quieres?

Viktor miró la escultura. Se le hundieron los hombros.

—Sí, sí, claro.

Margareta había empezado a rebuscar en otra bolsa, y dijo sin levantar la vista:

—¿Y qué se dice entonces?

—Gracias —dijo Viktor, y le echó una mirada a Gandalf como si tuviera ganas de matarlo.

Margareta se levantó con otro paquete y se lo entregó a Flora.

—Y aquí está el tuyo. Es uno de esos que hay que tener, ¿no?

Lo que había que tener era un iPod. Flora le devolvió el paquete a su madre.

—Gracias, pero ya tengo uno.

Margareta señaló el paquete sin cogerlo.

—Pero se pueden tener... —Se volvió hacia Göran—. ¿Cuántos eran? ¿Doscientos?

—Trescientos —especificó Göran.

—...En ese caben trescientos discos. Todo.

—Ya —dijo Flora—. Lo sé. Pero no lo necesito. Tengo el mío.

Se hizo el silencio. Cayó una bolsa de plástico con un ruido que parecía un suspiro. Flora disfrutó. No podía comprarse todo, no, hay cosas que no se pueden comprar.

Göran dio una palmada.

—Me parece —dijo el padre—, que sois increíblemente desagradecidos.

—¿Sabéis lo que ha ocurrido? —preguntó Flora. Margareta meneó la cabeza: «No hables de eso ahora», y Flora hizo como si no hubiera captado el gesto. La muchacha continuó—: Pues sí, anoche sobre las once...

—¿Habéis comido algo? —le interrumpió Margareta, cogiendo finalmente el paquete de las manos de su hija. Sin esperar respuesta, agitó el paquete delante de Flora—. ¿Quieres que lo vendamos o que se lo demos a otro, eso es lo que quieres?

Flora miró a su madre con los labios apretados, que se abrieron un segundo y dejaron escapar un temblor en el labio inferior, antes de volver a cerrarse.

«Podría sentir lástima de ella, pero no quiero».

—Quédate tú con él —respondió Flora.

—¿Para qué?

—Ah, no sé. Para escuchar a Björn Afzelius
[11]
.

Flora volvió a su habitación y cerró la puerta. Tenía la cabeza espesa, pues en su mente se mezclaban de forma pegajosa mala conciencia, rabia y cansancio, mucho cansancio. Puso
Portrait of an
American Family
en el estéreo para airearse y despejar la cabeza. Se tumbó en la cama y se dejó taladrar por las vibraciones, para que la voz de Manson actuase como bálsamo allí donde le dolía y como alfileres para avivar lo entumecido.

White trash get down on your knees,

Time for cake and sodomy.

Cuando la primera canción se llevó lo peor, puso
Wrapped in plastic,
se tumbó en la cama y cerró los ojos.

Well, I know the steak is cold

but it's wrapped in plastic.

Sí. Ven a nuestra casa. La carne está fría, a veces sencillamente se pudre, pero la hemos envuelto con el rollo de plástico, te prometemos que no vas a notar el olor. Quédate un rato.

Rollo de plástico.

Flora tuvo una visión de Estocolmo envuelto totalmente en plástico. Plástico sobre las aceras, una fina película sobre las aguas de Strömmen; cuando uno intentaba mojar los dedos en el agua, lo único que sentía era que se abombaba el plástico. Plástico sobre la cara de la gente, plástico líquido para protegernos de las bacterias. Un perro pequeño avanzaba dando vueltas dentro de una burbuja de plástico rígido.

Bajó el volumen y abrió los ojos. Al lado de su cama estaba su madre con los brazos cruzados:

—Flora —le dijo—, mientras vivas con nosotros...

—Ya sé. Ya sé.

—¿Qué es lo que sabes?

Flora se conocía todo el rollo. Cómo debía comportarse uno, cómo se comportan en general «todos los jóvenes que nosotros conocemos». Lávate las orejas, pon el iPod, escucha a Kent, sí, deja que los lamentos de Jocke Berg te acunen hasta el conformismo. Acepta lo que te dan, sé agradecida. Y da algo a cambio.

No iba a tragar. Esta vez no.

—¿No piensas hablar de ello? —le preguntó Flora.

—¿De qué?

—Del abuelo.

La madre agitó los brazos mientras tomaba aire.

—¿Qué puedo decir de eso?

Flora miró a su madre y vio en sus ojos un miedo que no le correspondía a ella manejar. Giró la cabeza hacia la pared y no quiso insistir.

—Nada. Háblalo con tu psicólogo —le dijo.

—¿Qué?

—He dicho: háblalo con tu psicólogo. Déjame en paz.

Sintió la presencia de Margareta detrás de ella unos segundos más, y a continuación salió dando un portazo.

«El viejo pequeño...».

Eso era lo que aterraba a su madre.

Hacía medio año, cuando volvieron a casa después de una visita a la unidad de psiquiatría para menores, a la que Margareta había obligado a Flora a acudir, Margareta, de pronto, se había abierto y le había contado lo de su padre.

—No puedo soportarlo —había dicho entonces—. No soporto esa mirada vacía, que no diga nada, que sólo esté allí sentado. —Por entonces llevaba ya varios meses sin ir a visitar a Tore—. Y al mismo tiempo —siguió diciendo ella—, al mismo tiempo es como si yo me imaginara que dentro del abuelo, dentro de su cabeza hay... hay otro viejo más pequeño... un viejo pequeño que piensa con claridad y observa el mundo y me acusa, que piensa: ¿por qué no viene mi hija a verme? Ese viejo está ahí dentro esperando, pero no puedo soportarlo.

Ella suponía que uno de los grandes temas de conversación entre Margareta y el psicólogo, al que visitaba una vez a la semana —dos veces durante el peor periodo de autolesiones de Flora—, era precisamente ése, su padre.

Ya entonces, la muchacha pensó que lo mejor sería que fuera de una vez a Täby. Pero Margareta creía en la psicología. Creía que uno podía salir de allí entero. Sólo con ir trabajando los problemas de uno en uno, ordenadamente, se conseguía finalmente la paz y la armonía. Probablemente, también un diploma. Todos los problemas se pueden solucionar, con una excepción: los insolubles.

¿Y qué hace uno con ellos? ¡Ignorarlos! ¿Viejos pequeños dentro de la cabeza? Pero si eso no existe. No hay nada de lo que hablar, ni pensar en ello siquiera.

Ahora el viejecito había salido de paseo. Ahora andaba por ahí sobre dos piernas y con los ojos vacíos. Ahora había en Danderyd un dedo acusador dispuesto a señalar a Margareta.

Pero era un problema sin solución. Por lo tanto no había ningún problema. No existía.

Flora rebobinó y subió el volumen.

Well, I know the steak is cold

but it's wrapped in plastic.

Plástico.

Media hora después empezaron los truenos de la tormenta, que causó problemas en la conexión a Internet. Flora intentó llamar a Elvy, pero no cogía el teléfono. Cuando llamó a Peter, él respondió a la primera señal.

—Sí, soy Peter. —Hablaba en voz baja, casi en un susurro.

—Hola, soy yo, Flora. ¿Qué pasa?

—La policía está limpiando esto.

Aunque hablaba en tono bajo, Flora pudo apreciar la nota de desprecio que había en él.

—¿Y eso por qué?

Silbó en el auricular cuando Peter resopló.


¿Por qué?
No lo sé. Les parecerá divertido.

—¿Has podido guardar la moto?

—Sí, pero han cogido todas las bicis.

—No.

—Que sí. Nunca había visto
tantos.
Ocho furgones y un autobús. Ahora se los están llevando a todos. A todos.

—¿Y a ti?

—No. No puedo hablar más. No debo hacer ruido. Ya hablaremos.

—Sí. Suer...

Se cortó la línea.

—...te.

Kungsholmen, 21:15

David miraba fijamente el paquete de frambuesas guardado en el congelador cuando el primer rayo resquebrajó el cielo sobre el distrito de Norrmalm. El trueno que le siguió un par de segundos después lo sacó de su ensimismamiento y guardó los frutos en el último cajón; sacó una bolsa de pan.

«Roast'n Toast. Consumir antes del 16 de agosto». Todo era normal cuando compró el pan una semana antes y la vida, una sucesión de días, más o menos buenos, unos detrás de otros. Cerró la puerta del congelador y se quedó mirando el pan.

«¿Cuánto tiempo?».

¿Cuántos días?, ¿cuántos años tendrían que pasar antes de que su memoria se pudiera fijar en un buen recuerdo
posterior
al accidente de Eva? ¿Iba a ocurrir alguna vez?

—Papá, mira.

Magnus estaba sentado a la mesa señalando fuera de la ventana. Finos trazos de tiza resplandecían en el lienzo negro del cielo y el retumbo del trueno se oía algo después, como si ambos fenómenos no estuvieran relacionados. Magnus contó por lo bajinis y dijo que la tormenta se encontraba a tres kilómetros. Una película de agua se deslizó sobre la ventana.

David sacó del paquete un par de tostadas duras como piedras, las puso en el tostador para que Magnus tomara algo antes de irse a la cama. Se le había pegado la salsa de los espaguetis que había hecho y ninguno de los dos había comido mucho. Después habían visto
Shrek
por cuarta vez. El niño se había comido media bolsa de patatas y su padre se había bebido tres vasos de vino. Ya no tenía hambre.

La casa temblaba con las detonaciones cada vez más cercanas. David consiguió que Magnus se comiera una tostada con queso y mermelada y se tomara un vaso de leche. Había pasado de considerar a Magnus como una máquina de la que debía hacerse cargo a verlo como el único ser vivo de la tierra. Después del vino, la segunda tendencia había empezado a ser la dominante, y debía hacer verdaderos esfuerzos para no echarse a llorar en cuanto miraba a su hijo.

Éste fue a lavarse los dientes, y tan pronto como desapareció de su vista el pánico se apoderó de David. Echó mano de la botella de vino y bebió lo que quedaba; se quedó contemplando los relámpagos inclinado sobre la mesa de la cocina.

Un minuto después Magnus regresó y se puso a su lado.

—Papá, ¿por qué se mueve la luz más deprisa que el sonido?

—Porque... —David se pasó las manos por la cara—. Porque... buena pregunta. No sé. Tendrás que... —Se interrumpió. Había estado a punto de decir: «Tendrás que preguntárselo a mamá». En vez de eso dijo—: Ahora tienes que ir a acostarte.

Arropó bien a Magnus y le dijo que estaba demasiado cansado para contarle un cuento. Entonces, el pequeño le pidió que le leyera uno, y David le leyó el del leopardo que perdía una de sus manchas. Magnus ya lo había oído muchas veces, pero siempre le parecía igual de divertido cuando llegaban al momento en el que el leopardo se contaba las manchas y descubría que le faltaba una.

Aquella noche David no estaba nada inspirado. Intentó imitar la voz de sorpresa del leopardo, pero la sonrisa de compromiso de Magnus fue tan penosa que tuvo que dejarlo, leyó sólo el cuento tal y como estaba. Cuando se terminó, los dos se quedaron en silencio un buen rato. En el momento en que David hizo un intento de ir a levantarse, Magnus le dijo:

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