Descansa en Paz (26 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

—¿Papá?

—Sí.

—¿Va a venir mamá aquí?

—¿Cómo? ¿A qué te refieres?

El pequeño se acurrucó en la cama con las rodillas encogidas contra la tripa.

—¿Va a venir así como está ahora, muerta?

—No. Vendrá después. Cuando se ponga buena.

—Yo no quiero que venga y esté muerta.

—No va a venir.

—¿Seguro?

—Sí.

David se inclinó sobre la cama y le dio un beso al niño en la mejilla y en la boca. Normalmente Magnus solía poner dificultades a eso de jugar al juego de las muecas, pero ahora se quedó quieto y se dejó besar. Cuando David se levantó, Magnus estaba con el ceño fruncido. Estaba pensando algo, quería preguntar algo. David esperó. Magnus le miró a los ojos.

—¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?

A David se le paralizaron las mandíbulas. Pasaban los segundos. En algún rincón del cerebro una voz sensata le gritaba: «Di algo, di algo ahora, le estás asustando».

—Duérmete ahora, pequeño. Todo se va a arreglar —logró contestar al final.

Dejó la puerta de la habitación abierta, entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera con la esperanza de que el ruido del agua ahogara el llanto.

David se había imaginado muchas veces la muerte de su esposa. Había intentado imaginársela. Mal. Muchas veces le había asaltado la idea de la muerte de Eva. Eso. Porque esas cosas pasan, cada día hay noticias de ésas en los periódicos. Fotografías de carreteras, lagos o un claro del bosque anodino. Aquí chocó fulano, ahí se ahogó mengano, asesinaron a zutano.

Y él había pensado. Una vida en punto muerto; rutinas, obligaciones, quizá con el tiempo un resquicio de luz en algún sitio. Pero ahora, cuando había ocurrido, el peor de los dolores venía, lógicamente, de algo que él no había podido imaginarse.

«¿Papá?, ¿puedes arreglártelas sin mamá?».

¿Cómo podía preguntar eso un niño de ocho años?

Se quedó sentado en el suelo con la cabeza inclinada sobre la bañera mientras el nivel del agua iba subiendo lentamente. Tal vez hiciera mal ocultándole su dolor a Magnus, pero Eva no estaba muerta, él no podía llorarla. Y Eva tampoco estaba viva, no podía esperar nada. No podía hacer nada.

Cerró el agua, quitó el tapón y fue a la cocina, donde descorchó otra botella de vino. Antes de que tuviera tiempo de servírselo, apareció su hijo con el edredón alrededor del cuerpo.

—Papá, no puedo dormir.

David le llevó al dormitorio que compartía con Eva y le arropó. El chico casi desapareció dentro de la cama grande. Aquí acudía con paso inseguro cuando era pequeño y se despertaba por la noche. Ahí estaba la seguridad. David se acostó al lado de Magnus y le puso la mano en el hombro. El pequeño se pegó a él y respiró hondo.

David cerró los ojos, y pensó: «¿Dónde está mi cama grande?».

Había estado preocupado por la mañana por si su madre había visto las noticias matinales, pero no las había visto, por eso cuando ella llamó por la tarde, horrorizada por los acontecimientos de la noche anterior, él la dejó hablar un rato y luego le dijo que no tenía tiempo. Tanto ella como el padre de Eva debían estar al corriente de lo sucedido, pero en aquellos momentos él no se sentía con fuerzas para atenderlos.

La respiración de Magnus se volvió más profunda. Ahora tenía la cabeza metida debajo del brazo de David.

«¿Adónde puedo ir yo?».

Lo único que vio fue la encimera de la cocina donde estaba la botella de vino llena. Allí iría en cuanto su hijo se hubiera dormido del todo. Porque su cama grande era Eva, su único refugio, y no podía acudir a él. Permaneció con la cabeza completamente hundida en la almohada, mirando el resplandor azul que de vez en cuando se reflejaba en el techo. Los truenos retumbaban ahora lejanos, como gigantes refunfuñando al otro lado de las montañas, y el golpeteo de la lluvia sonaba como pasitos de ninfas saltando en el metal de la ventana.

«... y los muertos han despertado...».

Un pensamiento cruzó por su mente y él, agradecido, lo atrapó al vuelo.

«Y si todo... si todo lo imposible empezara a ocurrir ahora».

Sí. Si llegaran los vampiros; si las cosas flotaran y desaparecieran; si los troles salieran de las montañas; si los animales empezaran a hablar o volviera Jesús; si todo se volviera diferente...

David sonrió. Sí, aquel pensamiento reconfortante le hizo sonreír. Era una burla que la sociedad siguiera funcionando con normalidad, como las excursiones al parque o la señorita Reloj
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, pero su hundimiento en la mitología sería un alivio. El empeño de los científicos por comprender el fenómeno desde los conocimientos biológicos no tenía nada que ver con él. Venid ángeles, venid ninfas, empieza a refrescar.

Täby Kyrkby, 20:20

En dos horas les dio tiempo a visitar doce casas, unas veinte personas. Algunos cerraron la puerta nada más oír de qué se trataba, pero otros, más de los que ellas habían calculado, estaban dispuestos a escucharlas. La propia Elvy había recibido varias veces la visita de los testigos de Jehová y se los había sacado de encima, con respeto, eso sí. Una vez sentada al lado de la ventana de la cocina, se había fijado en su ruta, en lo rápido que solían volver a la calle después de llamar en una casa. A Elvy y a Hagar les fue mucho mejor.

Quizá se debiera a las circunstancias especiales, o a la ardiente fe de Elvy. Aunque había tenido su visión y había recibido su mandato, no era tan ingenua como para creerse capaz de poder convertir inmediatamente a todos los demás. Esas cosas no pasaban ni siquiera en la Biblia.

La amenaza de tormenta las envolvió todo el tiempo como una gasa de algodón fina e invisible, pero era como si la tormenta se hubiera cruzado de brazos y sentado a esperar que ellas terminaran su labor antes de desatarse.

La mayoría de las personas a las que habían conseguido atraer o convencer eran mujeres de su misma edad, pero también a un par de hombres. Quien abrazó con mayor entusiasmo su misión fue un hombre de unos treinta años. Era asesor informático, les confesó, y les ofreció sus servicios en caso de que necesitaran ayuda para disponer de una página web a través de la cual propagar su mensaje. Le dijeron que iban a pensar en ello.

Pasadas las ocho la tormenta ya no podía aguantarse más. Ya estaba tan oscuro como si fuera una noche invernal cuando el viento agitó las copas de los árboles y justo después empezó a chispear. En un par de minutos el goteo se convirtió en un diluvio.

Elvy y Hagar abrieron los paraguas; la lluvia que caía sobre la tela formó una cortina de agua a su alrededor y repiqueteaba contra la chapa de los coches aparcados con tal intensidad que ellas apenas podían oírse. Cogidas del brazo, avanzaron camino de casa.

—¡Pobres apóstoles! —gritó Hagar, y Elvy no supo a qué se refería, pero no valía la pena preguntarle porque era imposible que su acompañante oyera algo con aquel ruido. Siguieron bregando en silencio con el agua arremolinándose alrededor de sus zapatos bajos.

Diluviaba con tanta fuerza que apenas quedaba aire para respirar. Para no acabar totalmente agotadas, avanzaban despacio debajo de los paraguas. Justo cuando alcanzaron la casa de Elvy llegó el primer rayo, y sólo dos segundos después, un estruendo que retumbó en toda la calle como un tambor siniestro.

* * *

Hagar cerró su paraguas y lo sacudió.

—¡Uf! —dijo, riéndose—. ¿Será el fin del mundo, tú crees?

Elvy sonrió ladeando la cabeza.

—No sé más que tú.

—Huy, huy, huy... —Hagar meneaba la cabeza—. Las puertas del cielo se han abierto de par en par, como suele decirse.

La respuesta de Elvy no se oyó porque la tormenta se había aproximado, y una detonación sacudió la casa e hizo sonar las copas de vino del aparador. Hagar dio un salto y le preguntó:

—¿Te dan miedo las tormentas?

—No. ¿Y a ti?

—No mucho. Tengo que... —Hagar inclinó la cabeza y bajó el volumen de su audífono. Luego dijo con la voz un poco más alta—: Ahora no oigo tan bien, porque con esta tormenta... suena demasiado fuerte.

Los estruendos de los truenos llegaban cada vez más seguidos y Hagar miraba asustada al techo. Eso de que no tenía miedo de las tormentas parecía que no era cierto del todo. Elvy la cogió de la mano y Hagar se la apretó agradecida dejándose llevar hasta la sala de estar. La propia Elvy sólo se sentía... esperanzada. Todo era como debía ser, y ellas habían hecho cuanto estaba en su mano.

Cuando entraron en la sala de estar, Elvy observó que la luz de la lámpara del techo temblaba un poco. Después se apagó, como todas las lámparas de la casa, y se quedaron a oscuras. Hagar apretó la mano de Elvy con más fuerza y le preguntó:

—¿Rezamos?

Apoyándose la una en la otra consiguieron ponerse de rodillas. Hagar hizo un gesto de dolor.

—No puede ser... mi rodilla...

Elvy la ayudó a levantarse y, en vez de eso, se sentaron muy juntas en el sofá. Después unieron las manos e inclinaron la cabeza en actitud orante, mientras la lluvia seguía cayendo sobre el tejado y los truenos llenaban el mundo.

* * *

Cuando el apagón se hubo prolongado ya diez minutos y el estroboscopio de la tempestad apuntaba aún hacia la casa, Elvy bajó las persianas, encendió dos velas y las colocó sobre la mesita auxiliar. Hagar, que estaba casi tumbada en el sofá para aliviar el dolor de la rodilla, pasó de parecer un monstruo del cine a la luz de los relámpagos a convertirse en la digna representación de una santa.

Elvy daba vueltas de un lado a otro del salón con creciente irritación.

—No sé —dijo—. No sé.

—¿Qué? —Hagar se hurgaba con los dedos detrás de la oreja, pero Elvy le hizo un gesto con la mano para que no se molestara. No tenía nada importante que decir.

«¿Por qué no ocurre nada?».

No es que se hubiera esperado la conversión inmediata de las masas, pero algo..., algo que hiciera de la misión algo más grande que dos señoras viejas dando tumbos y vendiendo fe de puerta en puerta. Ella había sido elegida, designada personalmente y marcada. ¿Sería así para todos los predicadores?

Probablemente. Se trataba de aferrarse a su visión, no dejar que se desvaneciera.

«¿Pero cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?».

Había llegado a la entrada en su deambular cuando sonaron unos golpecitos discretos en la puerta de la calle. Elvy abrió.

En la puerta estaba la vecina hecha una sopa. El cabello le caía en mechones mojados y tenía el vestido empapado.

La iluminaron una tanda de relámpagos y su aspecto era absolutamente miserable.

—Pasa, pasa —dijo Elvy, apremiándola para que entrara en casa.

—Perdona... —repuso la vecina—, pero como dijiste que, bueno, que tu casa estaba abierta. Mi marido se puso fuera de sí cuando os fuisteis. Bebió mucho y luego se marchó de casa y... si fuera así, que ésta es la última noche, pues...

—Te entiendo —dijo Elvy, y era verdad—. Entra.

* * *

Todavía estaba la vecina en el cuarto de baño secándose el pelo cuando llamaron otra vez a la puerta.

«Qué manera de aporrear...».

Pero entonces Elvy recordó que el apagón debía de afectar también al timbre. Temerosa de que fuera el vecino en busca de su mujer desaparecida, abrió la puerta al tiempo que preparaba un discurso acerca de la libertad de las personas.

Pero no era el vecino, sino Greta, una de las señoras mayores que se había mostrado convencida aquella tarde durante su visita. Venía mejor preparada que la vecina. Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos con un impermeable en forma de poncho de color verde chillón, y debajo de él traía una cesta.

—Bueno, he traído café y unos bollos. Así podemos velar juntas.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara otra de las mujeres. Ella traía un paquete de velas, por si hacían falta. Finalmente llegó Mattias, el hombre joven experto en ordenadores. Dijo que había pensado traerse su ordenador portátil, pero que no parecía muy buena idea mientras siguiera la tormenta.

Cuando estuvieron todos reunidos en la sala de estar y encendieron más velas, con las tazas llenas de café y los bollos servidos, todos empezaron a dar explicaciones. La tormenta había amainado, así que Hagar pudo subir el volumen de su aparato y participar en la conversación.

Había sido la tormenta, declararon todos. Era una advertencia. Si aquella noche iba a significar el fin del mundo o al menos un cambio radical de la vida tal como la conocemos, no querían pasarla solos cuando tenían la posibilidad de vivirla con otros que pensaban como ellos.

Después de hablar de ello un rato, las miradas se volvieron hacia Elvy. Ella comprendió que esperaban que ella dijera algo.

—Sí —dijo Elvy—. Es cierto que solos no podemos conseguir nada. La fe sólo puede mantenerse viva cuando se comparte. Ha sido una bendición que hayáis venido aquí. Juntos somos más grandes que la suma de nuestras partes. Vamos a velar juntos esta noche, y si es la última, al menos le haremos frente juntos. Mano con mano.

Elvy se avergonzó después de terminar su discurso. No había sido nada inspirado. Sólo había tratado de decir lo que ellos esperaban. Se hizo un silencio mientras los otros reflexionaban sus perogrulladas, hasta que Hagar gritó:

—¿Tienes colchones para todos?

Elvy sonrió:

—Cuando hay sitio en el corazón, donde caben cuatro...

—¿No podemos cantar algo? —preguntó el hombre joven.

Sí, claro que podían cantar. Pero ¿qué?

Todos se devanaron los sesos buscando algo acorde para la ocasión. Hagar miró a su alrededor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Vamos a cantar algo —le dijo Elvy en voz alta—. Estamos pensando qué.

Hagar pensó un segundo, y luego entonó:

«Más cerca de Dios, a ti...».

Todos la siguieron lo mejor que pudieron. La luz de las velas flameaba debido al aire que expulsaban mientras cantaban a voz en grito, ahogando el ruido de los truenos.

Bondegatan, 21:50

En la sala de estar del ático estaban celebrando que alguien cumplía cincuenta años. La tormenta se había alejado, y desde su ventana Flora podía oír las risas de los invitados retumbando en el hueco de las escaleras. Al fondo Peps cantaba
Hög standard,
y a Flora no le cabía en la cabeza que pudieran poner eso sin avergonzarse.

La muchacha permanecía quieta, rumiando su desprecio hacia aquella clase media en cuyo seno había nacido. Era posible destacar un poco, se podía estar un poco loco o ser un poco negro, mientras eso ocurriera dentro de ciertas normas estéticas. Todo lo que se saliera de eso había que tratarlo con el psicólogo. Nunca se sentiría a gusto con ellos. Sólo tenía ganas de gritar, agitar los brazos, explotar cuando la tolerancia se cernía a su alrededor como una camisa de fuerza.

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