Descansa en Paz (32 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Varias cámaras de televisión sobresalían por encima del gentío, otras más estaban reunidas ante la tribuna donde ahora el ministro de Sanidad se colocaba bien la chaqueta, se inclinaba hacia delante y probaba el micrófono...

«Camaradas, asistentes...».

...y dijo:

—Bienvenidos. Como representante del gobierno, antes que nada quiero pediros disculpas. Esto se ha demorado demasiado tiempo. Gracias por vuestra paciencia. Como comprenderéis, esta situación nos cogió por sorpresa y tomamos una serie de decisiones que tal vez ahora pueda parecernos que no fueron tan acertadas...

Magnus tiró de la mano de su padre y él se agachó para oírle.

—¿Sí?

—Papá, ¿por qué habla este señor?

—Porque quiere gustar a todos.

—¿Qué dice?

—Nada. ¿Quieres que coja a Baltasar?

El pequeño negó con la cabeza y apretó la cesta con más fuerza contra el pecho. David pensaba que debía de tener los brazos cansados, pero no insistió. Vio a su suegro con los brazos cruzados sobre el cuerpo y el ceño fruncido. Quizá el temor de David ante una actuación desafortunada no iba tan desatinado. Por suerte, el ministro tuvo la sensatez de acabar pronto y ceder la palabra a un hombre vestido con un veraniego traje claro que se presentó como el jefe de neurología de Danderyd.

De sus primeras palabras se desprendía que él no era partidario de aquella presentación tan espectacular, aunque no lo dijo a las claras.

—Vayamos al motivo concreto de mi intervención: se han propagado muchos infundios y especulaciones, pero lo cierto es que la gente puede leerse los pensamientos cuando está cerca de los redivivos. No voy a alargarme explicando que todos nosotros hemos intentado rechazar esos hechos, negarlos o atenuarlos. El fenómeno persiste... —Apuntó hacia la zona con un gesto que David juzgó innecesariamente teatral—. Cuando crucéis esas verjas vais a percibir los pensamientos de quienes se hallen a vuestro alrededor. Aún no sabemos cómo se produce este fenómeno, pero debéis estar preparados para esa experiencia, que no es totalmente... agradable.

El neurólogo guardó silencio un momento y dejó que sus palabras surtieran efecto; era como si hubiera esperado que algunas personas salieran inmediatamente del grupo y abandonaran la zona por miedo a aquella experiencia tan terrible. No sucedió tal cosa. David, cuyo trabajo consistía en manejar los sentimientos del público, se dio cuenta de que la impaciencia estaba empezando a crecer entre los asistentes. La gente cambiaba de pie y se rascaba los brazos o las piernas. No estaban interesados en conocer esas consideraciones, sólo querían entrar a ver a sus muertos.

El neurólogo no se dio por vencido.

—El efecto es menos perceptible ahora que vuestros redivivos han sido instalados por separado. Ésa es una de las razones de que estemos aquí, pero la anomalía aún perdura, y quiero pediros que en la medida de lo posible... —El neurólogo ladeó la cabeza y dijo en un tono ligeramente jocoso—:... que intentéis pensar cosas buenas, ¿de acuerdo?

La gente miraba a su alrededor, se observaban los unos a los otros, algunas personas sonrieron como para demostrar ante los demás la benignidad de sus pensamientos. A David se le agudizó el dolor de estómago, como si fuera una señal premonitoria de que todo aquello estaba a punto de saltar por los aires, y se agachó apretándose el vientre con las manos.

—Bien, eso era cuanto tenía que decir —concluyó el neurólogo—. En la entrada os informarán exactamente de dónde se encuentra la persona a la que buscáis. Gracias.

David percibió un roce de ropas cuando el tropel de gente se puso en movimiento hacia delante. Si se movía, iba a cagarse encima.

—Papá, ¿qué te pasa?

—Me duele un poco el estómago. Se me pasará.

Sí. La presión remitió fugazmente y fue capaz de ponerse derecho; entonces, miró por encima de las cabezas de miles de personas que se dividían en dos grandes grupos mientras se agolpaban ante las verjas. Sture sacudió la cabeza y dijo:

—Esto va a tardar horas de esta manera.

«Eva, ¿estás ahí?».

A modo de prueba, David envió un pensamiento lo más fuerte posible, pero no obtuvo respuesta. ¿Dónde empezaba, exactamente, ese «campo» del que hablaban, y por qué podían las personas oírse exclusivamente unas a otras y no a los redivivos?

Se acercó a ellos y les saludó un policía que merodeaba ocioso en medio de aquel pacífico tropel de gente. Ellos le devolvieron el saludo y el agente señaló la cesta que Magnus llevaba en los brazos.

—¿Qué llevas ahí?

—A Baltasar.

—Es su conejo —explicó David—. Cumple años hoy y... —Se calló, sospechando que holgaba tal aclaración.

El policía sonrió.

—Felicidades, entonces. ¿Has pensado entrar con el conejo?

Magnus miró a su padre.

—Sí, eso es lo que habíamos pensado —contestó éste. No se atrevió a mentir por miedo a que el niño dijera otra cosa.

—No es muy apropiado.

Sture dio un paso al frente.

—¿Y eso por qué? —preguntó—. ¿Por qué no puede llevar consigo el conejo?

El agente mostró las palmas de las manos en un gesto inequívoco: «Yo sólo cumplo órdenes».

—No está permitido llevar animales dentro, es cuanto sé —contestó—. Lo siento.

El policía se alejó y Magnus se sentó en el suelo con la cesta en las rodillas.

—Yo no entro.

Sture y David se miraron el uno al otro. Ninguno de los dos quería quedarse fuera con el niño, evidentemente, y quedaba descartado dejar a Baltasar en el coche. David miró enfadado al policía, que seguía dando vueltas con las manos a la espalda, le habría gustado pulverizarle con el pensamiento.

—Vamos a alejarnos un poco más allá.

Describiendo un cuarto de círculo amplio, se alejaron del gentío y llegaron a una zona de bosque en donde David, para su alivio, comprobó que habían colocado dos aseos públicos. Se disculpó y entró en el que parecía menos castigado por los actos de vandalismo, se sentó y explotó en una especie de liberación. Cuando hubo terminado, descubrió que no había papel. Intentó utilizar el folleto que le habían dado, pero el papel satinado sólo empeoró la situación. Se quitó los calcetines, se aseó con ellos y los tiró al agujero.

«Así... ahora...».

Se sintió mucho mejor. Todo iba a salir bien. Se ató los cordones de los zapatos en torno a los pies desnudos y salió. Abuelo y nieto estaban esperándolo, y parecía que guardaban algún secreto.

—¿Qué pasa? —preguntó David.

Sture se abrió un poco la chaqueta, como si fuera un contrabandista, y le enseñó el bolsillo interior, donde sobresalía la cabeza de Baltasar. El niño soltó una risita y Sture se encogió de hombros. «Si cuela, cuela». David no tenía ninguna objeción al respecto. Ahora se encontraba limpio por dentro, aliviado y optimista. Justo lo que el neurólogo había ordenado.

Volvieron hacia las verjas. Sture se quejaba de que Baltasar estaba tratando de mordisquearle la camisa y Magnus se reía. David miró a Sture, que sobreactuaba con su chaqueta, y sintió un enorme agradecimiento. Aquello no habría sido posible sin él. La preocupación por ver cómo podrían introducir de extranjis a Baltasar parecía haber desviado totalmente la atención de Magnus del encuentro inminente.

Llegaron a la entrada a tiempo de presenciar otra presentación. La muchedumbre había disminuido considerablemente durante su ausencia, por lo que los vigilantes no podían ser especialmente estrictos en el control de identificación de los familiares, pero sucedió algo delante, en la tribuna, antes de que volvieran a la fila.

Dos señoras mayores subieron al escenario y conectaron el sistema de sonido de los altavoces; una de ellas se acercó al micrófono antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar.

—¡Atención! —gritó, y asustada por la fuerza de su propia voz, se retiró un poco. La otra señora se llevó la mano a la oreja. La que había hablado cobró ánimo, avanzó otra vez y repitió—: ¡Atención! Sólo quiero decir que esto es un error. Los muertos han despertado porque sus almas han regresado. Esto tiene que ver con nuestras almas. Todos nosotros estamos perdidos si no...

No tuvo tiempo de decir nada más. Los altavoces se apagaron y su fórmula para no condenarse sólo pudieron oírla quienes estaban justo allí delante. Un hombre muy corpulento vestido de traje, probablemente algún tipo de guardia de seguridad, subió al escenario, alejó a la señora del micrófono sin contemplaciones y la hizo bajar de la tribuna. La otra señora bajó detrás.

—Papá —preguntó Magnus—, ¿qué es el alma?

—Algo que algunas personas creen que llevamos dentro de nosotros.

El niño se palpó el cuerpo con las manos en un intento de sentirla.

—¿Y dónde está?

—En ningún sitio concreto. Es, como si dijéramos, un pequeño fantasma invisible del que surgen todos los pensamientos y los sentimientos. Algunos creen que cuando morimos abandona el cuerpo.

—Yo lo creo —contestó el chico.

—Sí —dijo David—, pero yo no.

Magnus se volvió hacia su abuelo, que tenía la mano en el pecho como si estuviera a punto de darle un infarto.

—¿Abuelo? ¿Tú crees en el alma?

—Sí —respondió Sture—. Totalmente. También creo que estoy a punto de tener un agujero en la camisa. ¿Podemos acercarnos ya?

Se pusieron al final de la cola. Había todavía unas doscientas personas delante de ellos, pero la fila avanzaba a buen ritmo. Dentro de diez minutos estarían dentro.

Heden, 12:15

Cuando Flora llegó a Heden y vio la afluencia de personas y lo deprisa que avanzaban las colas, aumentaron sus esperanzas de conseguir entrar. Ella no tenía el mismo apellido que su abuelo ni ninguna manera de demostrar su parentesco. Había telefoneado a Elvy por la mañana para que le firmara una autorización, pero, como de costumbre, sólo había podido hablar con una vieja, que le dijo que Elvy estaba ocupada.

Se colocó en una de las filas que avanzaba hacia las verjas. Los últimos días había hablado a menudo con Peter, que había evitado ser descubierto durante las tareas de limpieza y había permanecido escondido en su sótano. No obstante, la tarde anterior se le había acabado la batería y no tenía ninguna posibilidad de salir hasta algún sitio donde hubiera alguna toma de electricidad mientras continuara la febril actividad de adecentar la zona.

«Joder, cómo tienen que haber trabajado».

Buena muestra de ello era la proeza de levantar en dos días aquella valla, que a buen seguro tenía más de tres kilómetros de longitud, que se extendía alrededor de toda la zona. Una de las pocas veces que Peter se había aventurado a salir, le había contado que aquello estaba lleno de soldados y que el trabajo no cesaba ni durante la noche. Habían conseguido mantener alejada a la prensa, o habrían llegado a algún tipo de acuerdo, y nadie había escrito nada sobre Heden hasta que el primer ministro dio a conocer oficialmente la noticia.

Flora avanzó poco a poco, colocándose la mochila que llevaba llena de fruta para Peter. Le resultaba insoportable estar entre la gente, así que se puso a contar mentalmente los números primos: «Uno, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete...».

Ese miedo palpable en las calles no era nada comparado con el allí reinante. Orientara hacia donde orientase sus antenas, captaba las mismas señales. La gente parecía como siempre, probablemente con la mirada algo más perdida o más decidida, pero por dentro percibía monstruos abisales y terror ante la idea de encontrarse frente a lo absolutamente desconocido, frente a
lo otro.

«... diecinueve, veintitrés...».

A diferencia de ella, la mayoría de los presentes no había visto nunca a ninguno de los redivivos. Se trataba de familiares que se habían despertado en el depósito de cadáveres, seres queridos a los que los soldados habían sacado de sus tumbas y conducido a secciones cerradas. Había infinitas posibilidades de imaginarse lo peor, y eso era precisamente lo que hacía la gente. Flora intentó aislar la mente del omnipresente terror. No lograba comprender por qué habían decidido organizar el reencuentro de aquella manera.

Agachó la cabeza, cerró los ojos e intentó concentrarse en los números primos.

«Veintinueve, treinta y uno... treinta y siete...». Habían obrado así para demostrar que lo tenían todo bajo control. «Treinta y nueve, no...».
«Mamá con la cara y los dedos putrefactos».
«Cuarenta y uno... Cuarenta y uno...».

—¡Atención!

Resonó una voz reconocible a través de la niebla de pensamientos. Abrió los ojos, levantó la cabeza y vio a su abuela por primera vez desde hacía cuatro días. Hagar se encontraba justo detrás de ella.

Flora se quedó tan desconcertada que descuidó el control extrasensorial y se vio invadida por una ola de pensamientos incoherentes y asustados que ahogaron el sonido de la voz de su abuela. Entendió algo de «almas» antes de que su abuela fuera alejada del escenario. Flora echó a correr hacia allí.

Un vigilante sujetaba por los hombros a Elvy, pero la soltó cuando se acercó Flora. Aquél dirigía ahora su atención hacia el hombre vestido de traje situado junto al equipo de sonido. El vigilante alzó el dedo hacia el hombre, hacia el amplificador:

—...no toques eso, joder. Tú te quedas aquí.

—¡Abuela!

Elvy alzó la vista y Flora se sobresaltó. La anciana había envejecido varios años desde la última vez que se vieron. Tenía la cara gris, hundida, y unas ojeras oscuras bajo los ojos, como si llevara varias noches sin dormir. Los brazos que estrecharon a Flora parecían lánguidos, débiles.

—Abuela, ¿qué tal estás?

—Ah, bien.

—Pues no tienes muy buen aspecto.

Elvy se pasó los dedos por la cicatriz de la frente.

—Quizá es que estoy un poco... cansada.

El vigilante empujó al joven hasta donde se encontraba Elvy.

—Ya os estáis marchando de aquí, ahora mismo —ordenó.

A su alrededor se había congregado un grupo de personas, sobre todo señoras mayores que se acercaban a Elvy, le daban palmaditas y susurraban algo entre ellas.

—Abuela, ¿qué estáis haciendo aquí? —le preguntó Flora.

—Hola. —El hombre joven le tendió la mano y Flora se la estrechó—. Entonces, ¿tú eres Flora?

La muchacha asintió retirando la mano. No podía leerle el pensamiento a través de aquel murmullo, lo cual era una sensación extraña y desagradable. Hagar llegó junto a Flora y le dio unas palmaditas en el brazo.

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