Descansa en Paz (31 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

«Aquí hay alguien».

El sonido sibilante volvió a aparecer, más débil en esta ocasión, y desapareció. Elias levantó la mano hacia Anna; ésta se la cogió y la besó. Ella miró enfadada a Mahler, aún sentado y girando la cabeza de un lado a otro en un intento de ver algo que no era posible ver. Él se pasó la lengua por la incipiente hinchazón del labio, cuyo tacto era resbaladizo como el plástico.

La presencia se había desvanecido.

Anna le tiró de la camisa.

—No puedes hacer esto.

—¿No puedo hacer... qué?

—Detestarle.

Gustav agitó los dedos, señalando de forma inconcreta distintos puntos de la cocina.

—Alguien ha estado... aquí.

Aún sentía la huella de una presencia en la piel de su espalda. Alguien los había mirado a él y a Elias. Se levantó, fue hasta el fregadero y se lavó la cara con agua fría. Después de secarse con un paño de cocina sintió la cabeza más despejada. Se sentó en una silla.

—No puedo soportar esto.

—No —le contestó Anna—. Ya lo veo.

Mahler levantó del suelo la locomotora medio rota y calculó su peso con la mano.

—No me refiero sólo a... esto. Me refiero... —Entrecerró los ojos y miró a Anna—. Hay algo que no entiendo. Aquí está pasando algo.

—No quieres escuchar —dijo Anna—. Ya has decidido.

Movió a Elias de lado de manera que estuviera echado sobre la alfombra de trapos que había delante de la cocina. Cuando uno lo miraba de verdad era imposible engañarse; tal vez Elias hubiera hecho ciertos progresos y se hubiera acercado a una especie de consciencia, pero su cuerpo había encogido aún más. Asomaban por las mangas del pijama unos brazos que sólo eran huesos cubiertos de piel apergaminada y su cara, una calavera pintada y adornada con una peluca. Era imposible imaginarse allí dentro un cerebro blando, húmedo y en funcionamiento.

Mahler apretó el puño y se golpeó la pierna.

—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Qué es lo que yo no entiendo?

—Que está muerto —contestó Anna.

Mahler estaba a punto de negarlo cuando se oyeron los pasos firmes de unos zuecos de madera en el porche, y se abrió la puerta de fuera.

—¿Hay alguien en casa?

Gustav y Anna se miraron a los ojos y compartieron por un segundo el mismo sentimiento: pánico. Los zuecos de Aronsson seguían avanzando dentro de la casa y Mahler se apresuró a levantarse y se colocó como un dique de contención en la abertura de la puerta de la cocina.

Aronsson alzó la mirada señalando el labio de Mahler.

—No me digas. ¿Te has pegado con alguien? —Y, echándose a reír ante su propia ocurrencia, se quitó el sombrero y se abanicó la cara—. ¿Qué tal con este calor?

—Bueno, bien —repuso Mahler—. Justamente ahora estamos algo ocupados.

—Lo comprendo —repuso Aronsson—. No te entretengo. Sólo quería saber si te han recogido a ti la basura.

—Sí.

—¿Ah, sí? Pues la mía no. Desde hace dos semanas. He llamado para quejarme y me dicen que van a venir, pero venir, no vienen. Y con este calor. No pueden hacer esto, ¿a que no?

—No.

Aronsson arrugó el ceño. Se olía algo. En teoría, sólo en teoría, Mahler podía sencillamente cogerlo en volandas, llevarlo hasta la puerta y echarlo fuera. Más tarde se arrepentiría de no haberlo hecho. Aronsson miró hacia dentro.

—Tienes invitados, ya veo. Toda la familia. Eso está bien.

—En este momento íbamos a empezar a comer.

—Ah, bien, bien, sí, yo no voy a molestaros. Sólo voy a saludar en un momento...

Aronsson intentó pasar, pero Mahler colocó la mano contra el marco de la puerta de manera que su brazo actuó de barrera. Aronsson parpadeó.

—Pero Gustav, ¿qué te pasa? Si sólo quiero saludar a la chica.

Anna se levantó rápidamente para acercarse a la abertura de la puerta y solucionar el tema de los saludos sin necesidad de que el vecino entrara en la cocina. Cuando Mahler bajó el brazo para permitir que ella saliera, Aronsson se coló dentro.

—No me digas... —dijo él, alargando la mano a Anna—. Uf, cuánto tiempo hace...

Sus ojos inquisitivos recorrieron la cocina y Anna ni se molestó en saludarlo, ya era demasiado tarde. Aronsson descubrió a Elias y sus ojos se agrandaron, se quedaron fijos como un radar que al fin había localizado su objetivo. Sacó la lengua, se humedeció los labios y el viejo periodista sopesó por un segundo darle un golpe en la cabeza con el gancho de la cocina.

Aronsson señaló al redivivo.

—¿Qué es... esto?

Mahler lo agarró por los hombros y lo sacó hasta la entrada.

—Es Elias, y ahora te largas. —Cogió el sombrero que Aronsson tenía en las manos y se lo puso en la cabeza—. Podría pedirte que guardaras silencio, pero ya sé que eso es absurdo. Lárgate de aquí.

Aronsson se retiró la saliva de la boca con el dorso se la mano.

—¿Está... muerto?

—No —dijo Mahler empujando a Aronsson hacia la puerta—. Es un redivivo y yo estoy intentando que mejore, pero, si te conozco bien, ya no podré seguir haciéndolo.

Aronsson retrocedió hasta salir al porche con una sonrisilla furtiva pegada en la cara. Probablemente estaba pensando a qué teléfono exactamente debería llamar para ir con el cuento.

—Bueno, que vaya bien, entonces —dijo, alejándose de espaldas. Mahler cerró de un portazo.

Anna estaba sentada en el suelo de la cocina con Elias en brazos.

—Debemos irnos de aquí —dijo Mahler esperándose una negativa, pero ella se limitó a asentir.

—Sí, será lo mejor.

* * *

Recogieron a toda prisa el contenido de la nevera, lo pusieron en una cesta frigorífica y metieron las cosas de Elias en una bolsa de deporte. Mahler se aseguró de guardar en ella la locomotora y el resto de los juguetes, así como el teléfono móvil y algo de ropa para cambiarse.

No disponían de sacos de dormir ni de una tienda, pero Mahler tenía un plan. Durante los últimos días, sobre todo antes de dormirse, había ido imaginando diferentes escenarios, pensando qué podrían hacer si ocurría algún imprevisto. Bien, pues ahora había sucedido, y en la bolsa de plástico, junto a la ropa, echó un martillo, un destornillador y una palanqueta.

Otros veranos, cuando habían salido a pasar el día en el mar, los preparativos les habían llevado más de una hora. Ahora, cuando se trataba de estar fuera de casa por un tiempo indefinido, tardaron diez minutos, y era muy probable que se hubieran olvidado la mitad de las cosas.

No importaba. En ese caso, Mahler podía volver a tierra firme después y comprar lo que necesitaran. El caso era esconder a Elias.

Caminaron despacio a través del bosque. Anna llevaba el equipaje y Mahler a Elias. No notaba nada raro en el corazón, pero sabía que aquélla era una de esas situaciones en las que podía darle un ataque si no se lo tomaba con calma.

Elias parecía una talla de madera en sus brazos: no daba ninguna señal de vida. Mahler caminaba con cuidado, tanteando con el pie las raíces de los árboles que cruzaban el sendero, ya que no podía ver el suelo. El sudor le picaba en los ojos.

«Tanto trabajo por esta pequeña pizca de vida».

Svarvargatan, 11:15

El Volvo-740 de Sture estaba recién lavado, pero aun así seguía impregnado de un fuerte olor a madera y aceite de linaza. Sture era carpintero y vivía entregado a su casita hexagonal de madera, que él mismo había dibujado y que construía, más que nada, para los veraneantes.

Magnus se acurrucó en el asiento de atrás, David le entregó el cesto con Baltasar y se sentó en el asiento del copiloto. Sture ojeaba el mapa que había arrancado de la guía de teléfonos y se rascaba la cabeza tratando de encontrarlo.

—Heden, Heden...

—Creo que no viene en el mapa —dijo David—. Está en Järvafältet, en dirección a Akalla.

—Akalla...

—Sí. Hacia el noroeste.

Sture meneó la cabeza.

—Quizá sea mejor que conduzcas tú.

—Preferiría no hacerlo —contestó David—. Me siento tan... Mejor no.

Sture alzó la vista del mapa. Apareció una sonrisa en la comisura de sus labios, se inclinó hacia la guantera y la abrió.

—He traído esto. —Le dio a David dos muñecas de madera, de unos quince centímetros de altura, y arrancó el coche.

—Voy a coger la E-20, y después ya veremos.

Las muñecas eran tan suaves como sólo pueden serlo a fuerza de limarlas con las manos y con los dedos. Eran la representación de un chico y una chica, y David conocía su historia.

Cuando Eva era pequeña, Sture trabajaba como carpintero en la construcción de edificios por toda Noruega, pasaba dos semanas fuera y otra en casa. Durante una de esas semanas que trabajaba en casa había hecho las muñecas y se las había dado a su hija, que por aquel entonces tenía seis años. Para su satisfacción, esas muñecas se convirtieron en los juguetes preferidos de ella, pese a que tenía tanto la Barbie como Ken y el perro de Barbie.

Lo curioso era que ella les había puesto nombre a las muñecas: se llamaban Eva y David. Eva le había contado la historia unos meses después de conocerse.

—Es inevitable —dijo entonces Eva—. Yo ya te había elegido desde que tenía seis años.

David cerró los ojos mientras deslizaba los dedos sobre las muñecas.

—¿Sabes por qué las hice? —le preguntó Sture con la vista puesta en la carretera.

—No.

—Por si moría. Como sabrás, aquel trabajo no carecía de riesgo. Así que pensé que si... que ella tendría algo. —Soltó un suspiro—. Pero no fui yo el que murió.

Esto último sonó como un lamento. La madre de Eva había muerto de cáncer seis años antes, y a Sture le pareció injusto, que él era menos importante. Que debería haber sido él.

El antiguo carpintero lanzó una mirada a las muñecas.

—No sé. Creo que pensé en... hacer algo por lo que me recordara.

El humorista asintió, y pensó en lo que le iba a dejar él a Magnus: montones de papeles y cintas de vídeo con sus actuaciones. Nunca había hecho nada con sus propias manos. Al menos, nada que hubiera valido la pena guardar.

David fue guiando a Sture a través de la ciudad lo mejor que pudo. Les pitaron varias veces, pues el anciano conducía muy despacio, pero consiguieron llegar. A las 11:50 estacionaron el vehículo en una explanada próxima a un cartel de aparcamiento colocado a toda prisa. Ya había allí cientos de coches aparcados en filas. Sture apagó el motor y permaneció sentado.

—No hay que pagar aparcamiento, por lo menos —comentó David para romper el silencio.

Magnus abrió su puerta y bajó del coche con la cesta en brazos. Sture seguía con las manos sobre el volante. Miró hacia el grupo de gente agolpada ante las verjas.

—Tengo miedo —admitió.

—Sí —repuso su yerno—. Yo también.

El niño dio unos golpecitos en la ventanilla.

—Pero
venga,
¡salid ya!

Sture recogió las muñecas antes de salir. Las apretaba muy fuerte entre las manos mientras se iba acercando a Eva.

La zona se hallaba rodeada con una alambrada levantada hacía poco, lo cual le confería el desagradable aspecto de un campo de concentración, cosa que, en el sentido literal de la expresión, también era: un campo de prisioneros. La perspectiva quedaba distorsionada porque la aglomeración de gente se encontraba fuera de la valla, mientras que el interior estaba vacío, salvo unos pocos edificios grises esparcidos por la explanada; esparcidos y cercados.

Había dos entradas y cuatro vigilantes en cada una. Aunque no portaban pistolas —ni siquiera porras, al parecer confiaban en la urbanidad de la gente—, resultaba difícil pensar que aquello fuera Suecia. A David le molestaba menos el aire represivo provocado por la alambrada y el gentío que la impresión de estar en un circo, donde el público esperaba jadeante e impaciente para ver qué se ocultaba detrás de las barreras. Y Eva se encontraba allí dentro, en el corazón de ese circo.

Se acercó un hombre joven y le puso un papel en la mano.

¿Te atreves a vivir sin Dios? El mundo se va a acabar. El hombre va a desaparecer. Por favor, por favor, por favor, regresa al seno de Dios antes de que sea demasiado tarde. Podemos ayudarte.

El papel estaba bien hecho: un texto bellamente impreso sobre una imagen pálida de fondo que representaba a la Virgen María. Le entregó el pasquín un hombre cuyo aspecto guardaba más parecido con el de un agente inmobiliario que con el de un fanático. David le hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias y siguió caminando con Magnus de la mano. El hombre dio un paso a un lado y se colocó delante de ellos.

—Esto va en serio. Esto... —dijo, señalando el papel y encogiéndose de hombros—, estas cosas son difíciles de formular. No somos ninguna asociación, ni ninguna iglesia, pero lo sabemos, ¿vale? Todo esto... —Hizo un gesto envolvente hacia la alambrada—... todo esto se va a ir al infierno si no nos volvemos hacia Dios.

Lanzó una mirada compasiva a Magnus, y si hacía un par de segundos David se había dejado seducir por la labia humilde y ese «por favor, por favor, por favor», aquella mirada le hizo desencantarse; quizás el hombre estaba en lo cierto, pero era repulsivo.

—Perdona —le contestó, y se alejó con Magnus. El hombre no hizo ningún intento más para impedírselo.

—Locos —comentó Sture.

David se metió la cuartilla en el bolsillo; al poco vio tirados y esparcidos por la hierba otros folletos arrugados. Ocurrió algo dentro de la aglomeración: se volvió más compacta y apretujada. Se oyó un sonido que David reconoció enseguida; alguien estaba probando un micrófono.

—Uno, dos...

El trío se detuvo.

—¿Qué hacen? —preguntó Sture.

—Ni idea —contestó David—. Será alguien que va a... actuar.

La impresión de fiesta popular al aire libre no hacía más que aumentar. Pronto aparecería en el escenario el cantante Tomas Ledi para interpretar un par de canciones. A David se le encogió el estómago. Su padecimiento aumentó hasta englobar toda la situación, y temió que aquello fuera un rotundo fracaso ante el suplicio de tener que mirar a un cómico que no es divertido ni ha comprendido qué es lo que está pasando.

El ministro de Sanidad se acercó al micrófono. Se oyeron algunos abucheos dispersos, pero enmudecieron al no hallar acogida. David miró a su alrededor. Pese a que la tele y los periódicos los últimos días no habían hablado de otra cosa más que de los redivivos, él no había sido capaz de considerar aquel drama más que como el suyo propio. Ahora lo veía de otra manera.

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