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Authors: Megan Maxwell

Deseo concedido (46 page)

Comenzaron su teatro cuando vieron a Margaret y ésta rápidamente se ofreció a ayudar ante las lágrimas que afloraban sin control por los ojos de Megan. Por lo que Sarah y ella, tras dejar a Megan sentada cabizbaja en una silla, salieron hacia la zona donde decía haber perdido el brazalete. Nada más verlas irse, Megan se levantó y se limpió rápidamente los ojos. Al cerciorarse de que cruzaban el patio, se recogió las faldas y comenzó a correr en dirección a las habitaciones del servicio. Estaban en la parte de abajo del castillo, pero una mano poderosa la cogió y de un tirón le dio la vuelta.

—¿Dónde vas con tanta prisa?

—Iba a avisar a Susan —pensó rápidamente al ver a su marido, al padre Gowan y a Niall observarla con extrañeza— para que mañana haga carne estofada para comer.

—¿Y es necesario que vayas ahora? —señaló Duncan, seguro de que aquello no era verdad. Agarrándola con fuerza de la muñeca, la guio hasta una mesa, donde Marlob les observaba pensando que iba a ser testigo de alguna de sus peleas—. Mejor ven y siéntate con nosotros.

«Maldita sea, Duncan», pensó molesta.

—¡Ahora no! Más tarde. —Consiguió zafarse de las manos de su marido, que la miró ceñudo mientras Niall sonreía al padre Gowan y a su abuelo—. En serio, Duncan. Me han advertido de que Susan es una mujer muy estricta en lo referente a las comidas y no quisiera incomodarla si no le doy tiempo para preparar en condiciones lo que yo le pido.

—Tiene razón tu mujer —asintió Marlob echándole una mano; a veces su nieto era demasiado exigente—. Susan es terriblemente gruñona cuando no le das tiempo para variar la comida.

—Oh, sí —asintió el padre Gowan—. Su humor a veces es agrio, aunque sus manos para cocinar son excepcionales.

—¿Dónde está Zac? —preguntó Duncan al temerse que alguna travesura del pequeño fuera lo que azoraba a su esposa.

—Ahí, jugando con el hijo de Edwina —señaló Niall, y volviéndose hacia su cuñada con guasa dijo—: Ya que vas a la cocina, dile a Susan que estoy deseoso de que haga su plato estrella, te gustará.

—Uf…, estoy segura. ¡Susan cocina tan bien! —asintió Megan.

Después de dar un rápido beso a su marido, comenzó a andar presurosa hacia las cocinas.

—Ah…, ¡cuñada! —la llamó Niall sin poder contener la risa—. El plato estrella de Susan son los
haggis
.

Al escuchar aquello su estómago se encogió. La imagen de los pulmones, corazón e hígado de oveja guisados en el estómago del animal le revolvió el estómago. Tras dedicarle una sonrisa matadora a Niall que sólo vio él, salió resuelta a cumplir lo que se había propuesto.

Una vez que llegó a la arcada de la habitación de Margaret y vio que nadie pasaba por allí, abrió y rápidamente se introdujo en su interior. La habitación no era muy lujosa, pero quizá más de lo que solía ser la de alguien del servicio. De pronto, vio el baúl. Se acercó a él, pero al intentar abrirlo vio que estaba cerrado con llave. Maldijo y buscó la llave a su alrededor. Tras mirar en varios sitios, al final dio con ella en uno de los bolsillos de una bata oscura que estaba metida en el armario. Con nerviosismo, corrió de nuevo al baúl. Cuando oyó chasquear el cierre, abrió la tapa e, incrédula, vio talegas de cuero y botes de ungüentos de distintos colores. ¿Para qué tenía todo aquello Margaret si decía que no sabía de plantas? Con cuidado, intentó no descolocar nada. De pronto, le llamó la atención un trozo de lino arrugado; al cogerlo, descubrió allí envuelto un broche en forma de lágrima con piedras preciosas. Admiró su belleza y comprobó que estaba roto, por lo que volvió a dejarlo en el mismo sitio donde estaba. Tras cerrar el baúl, dejó de nuevo la llave en el bolsillo de la bata, salió de la habitación y corrió para llegar de nuevo al salón. Pasó junto a Niall, el padre Gowan, Marlob y Duncan, quienes la miraron con curiosidad. Pero, al escuchar las voces de Margaret y Sarah, Megan se tiró casi de cabeza para llegar hasta la silla.

—¡Lo encontramos,
milady
! —señaló Margaret, que entró triunfal con el brazalete en la mano seguida por Sarah.

—¡Oh, gracias! —sonrió Megan que respiraba con dificultad por la carrera. Eso hizo más creíble su emoción, mientras abrazaba amorosamente a Margaret y guiñaba un ojo a Sarah, que asintió al entenderla—. Este brazalete representa tantísimo para mí que, si lo hubiera perdido, creo que me habría muerto. Gracias, Margaret. Eres maravillosa.

—No ha sido para tanto —manifestó la mujer justo en el momento en que Duncan aparecía mirándolas desconfiado—. Si me disculpáis, iré a terminar la labor que estaba haciendo.

—Megan, ¿qué te ocurre? —preguntó Duncan al verla tan acelerada.

—No os preocupéis —informó Margaret pasando junto a él sin mirarlo—. Vuestra mujer perdió algo que yo recuperé. Y está tan emocionada por ello que casi no puede hablar.

—Milady
, debo ir a las cocinas, estoy segura de que Susan requerirá de mi ayuda —se despidió Sarah, que desapareció tras Margaret.

De nuevo los dos solos, y ante la mirada de su marido, Megan intentó recuperar la compostura.

—No sé qué ocurre aquí —señaló Duncan con desconfianza—, pero me encantaría que me lo contaras antes de que tenga que enterarme por terceras personas.

Con una sonrisa que derribó la rigidez de su marido le murmuró:

—Ven aquí, mi amor. —Le sentó en la silla y ella se sentó encima. Con la sensualidad que sabía que derretía a su marido, le susurró—: Duncan, ¿por qué crees que estoy haciendo algo extraño?

—Porque te conozco y sé cuándo no dices la verdad —dijo él mientras sentía los labios de su mujer recorrer su cuello y sus dedos se enredaban con peligro en su pelo—. Y ahora sé que estás intentando que deje de preguntarte.

—Te he echado de menos hoy —rio al ver cómo él comenzaba a sonreír.

—¿Qué estabas haciendo, Megan? —insistió Duncan al comprobar cómo aquella pequeña bruja había aprendido a engatusarle, algo que, por cierto, le encantaba.

—Aunque no lo creas, ayudaba a Sarah. Necesito tener alguna amiga en mi nueva casa —susurró al ver que su marido comenzaba a sonreír—. Y ahora bésame y deja de mirarme con ojos de halcón.

—¿Ojos de halcón? —Se carcajeó al escuchar aquello.

—Sí. Lo haces cuando intentas adivinar algo. —Haciéndole burla comenzó a imitarle—. Normalmente, cierras un poco el ojo izquierdo, tuerces la cabeza y clavas tu mirada verde. Ésa es tu mirada de halcón.

—¡Eres deliciosa! —sonrió besando su boca con avidez.

—¡Por san Ninian! —se mofó Niall, que pasaba por allí junto a Marlob y el padre Gowan. Megan y Duncan se levantaron rápidamente de la silla al ser sorprendidos—. ¿Acaso no tenéis una habitación para dar rienda a vuestras pasiones?

—¡Alabado sea Dios! —susurró el padre Gowan mirando hacia otro lado mientras Marlob se carcajeaba.

—Ahora que lo dices… —asintió Duncan sonriendo al ver la cara de su abuelo, y cogiendo la mano de Megan, que estaba roja como un tómate, dijo mientras se dirigían a las escaleras—: Gracias, Niall, por sugerirme el lugar.

Tras aquello, Duncan y Megan desaparecieron de su vista.

—Creo que dentro de poco —rio el anciano junto a Niall— tendremos unos cuantos niños corriendo por este castillo.

—Y yo los bautizaré —asintió el padre Gowan convencido de ello.

Capítulo 32

Marlob estaba encantado con los nuevos residentes de la casa. Cada día estaba más feliz de ver cómo su nieto Duncan, aquel a quien cientos de hombres temían por su valor y destreza, se deshacía ante las sonrisas de aquella mujercita. Sin que Megan lo supiera, Marlob a veces la observaba desde el alféizar de su habitación y se maravillaba al verla cuidar a lord Draco o cabalgar sobre Stoirm, aquel impresionante caballo pardo.

Conocía por Niall las distintas maneras de ser de Megan. Había reído a mandíbula abierta cuando él le había contado ciertas cosas de aquella joven, que Duncan nunca se atrevería a contarle. Se maravilló cuando supo que ella manejaba la espada, cosa que hasta el momento no había realizado ante él, y se quedó sin palabras cuando le contó cómo Megan se había vengado de las personas que mataron a sus padres y posteriormente a su abuelo y a Mauled. Marlob era feliz viendo lo dichoso que esa muchacha hacía a su nieto, una felicidad que nunca palpó años atrás cuando Duncan estuvo enamorado de Marian, la mujer que le rompió el corazón y le agrió el carácter hasta que llegó a su vida Megan.

Como
laird
de sus tierras, Duncan debía visitar a su gente y en especial velar por los intereses de todos ellos. Intereses que les proporcionaba grandes beneficios por la venta de la lana. Hacia el interior de las Highlands, el clan McRae poseía una gran extensión de tierras donde se dedicaban a la cría de ovejas. A pesar de los duros inviernos por aquellas zonas, ellos habían conseguido sacar con éxito aquella difícil empresa.

El rebaño que poseían era bastante importante. Cerca de dos mil ovejas pastaban tranquilamente al cuidado de varias personas, que se ocupaban de alimentarlas y cuidarlas dentro de los corrales. Cuando llegaba la época de esquilar, muchos de los aldeanos se marchaban hacia las tierras interiores y comenzaba el proceso: el lavado de los vellones, la clasificación y la división. Una vez clasificada, la lana se distinguía por buena, mediana, gruesa, poco basta y muy basta. Toda era transportada hasta los aldeanos de Eilean Donan y, en el pueblo, al igual que el herrero se encargaba de la herrería, distintas mujeres y hombres se ocupaban de cardarla y peinarla en el hilado para tejerla en el telar, donde se conseguían tejer finos paños para cogullas, capas de tela para los hábitos de los monjes, cobertores e incluso zapatillas. Con los años, los productos que el clan McRae vendía fueron adquiriendo fama. Cada vez eran más numerosas las abadías de Escocia que les encargaban sus hábitos y cobertores.

Tras retrasar todo lo que pudo el viaje, finalmente Duncan decidió marchar junto a su hermano, dejando a Marlob y Megan solos en el castillo.

—Sólo serán dos noches —sonreía Duncan, que jugaba con su mujer en la cama. Mientras él le hacía cosquillas, ella se revolcaba de risa—. Tengo que ir. Me han informado de que al este de Stirling varios rebaños de ovejas han cogido el escabro, y ayer me llegaron noticias nada halagüeñas de nuestros rebaños, por lo que necesito ver con mis propios ojos qué pasa.

—Tengo una idea —dijo Megan sentándose a horcajadas encima de él—. ¿Por qué no me llevas contigo y así puedo conocer yo también esa zona?

—Esta vez no puede ser, cariño —sonrió maravillado como siempre por la belleza salvaje y natural de ella. La tenía sentada encima de él, vestida únicamente con una fina camisa de lino medio abierta, que dejaba ver su fino y moreno cuerpo y sus tersos y redondos pechos—. Te prometo que la próxima vez que vaya, te llevaré.

—¿Existe alguien allí que no deseas que yo conozca? —preguntó mordiéndose el labio inferior.

De un movimiento, Duncan la hizo rodar por la cama hasta dejarla debajo de él.

—Cuando te refieres a alguien —rio al ver cómo ella fruncía el ceño—, ¿te refieres a otra mujer? —preguntó con voz ronca mordiéndola en el cuello para hacerla reír—. ¿Estás celosa?

—¡No! —aclaró ella mirándole a los ojos—, pero como nuestro matrimonio se acaba en unos meses…

—¿Cómo puedes pensar esa tontería? —dijo inmovilizándola debajo de él mientras la miraba con seriedad—. Yo no necesito otra mujer que no seas tú.

Sólo pensar en perderla le martirizaba, por ello frunció el ceño y señaló:

—¿Acaso estás pensando acabar con nuestro matrimonio, Megan?

—No, en absoluto —sonrió al sentir cómo él se tensaba—. Sólo recordaba que el
Handfasting
se acaba en unos meses.

—Y te casarás de nuevo conmigo —dijo con rotundidad sujetándole los brazos por encima de la cabeza, clavando sus preciosos e inquietantes ojos verdes en ella—. No voy a permitir que te alejes de mí.

Aquello la animó, aunque no escuchara de su boca románticas palabras de amor.

—Entonces, puedes irte con la seguridad de que no estaré celosa.

Sin querer cambiar de tema, Duncan, aún encima de ella, susurró:

—Ten la seguridad de que te casarás conmigo. —Al ver que ella sonreía la besó y dijo—: Cariño, te diré tres razones para que no estés celosa: la primera es porque mis besos son sólo para ti; la segunda es porque me gustas muchísimo.

—¿Y la tercera? —preguntó Megan en un susurro—. ¿Cuál es la tercera?

—Ah…, amor, ésa es la más importante. —Rio al saber que ella protestaría y, cogiéndola de las muñecas mientras le abría las piernas, susurró—: La tercera es porque todavía no he conocido a nadie que tenga el mismo color de pelo que mi caballo.

—¡¿Cómo puedes decir eso?! —gritó riendo. Tras abandonarse a sus caricias, murmuró—: Cada vez tengo más claro que te casaste conmigo por mi cabello.

—Sí, cariño —suspiró volviendo a besarla—. Tienes toda la razón.

A la mañana siguiente, junto a Marlob, Margaret y Zac, Megan, algo triste pero con una sonrisa en los labios, se despedía de Duncan, quien, tras guiñarle el ojo, se marchó al galope con varios de sus hombres. Aquella tarde, ella bajó a las cocinas, pero al ver las caras y los gestos de incomodidad de la mayoría de las mujeres volvió a subir al salón, donde se sentó y miró a su alrededor sin saber realmente qué hacer.

Sus ojos se posaron sobre el horroroso tapiz que colgaba en el lateral del salón, frente a la mesa presidencial. Aquel tapiz en tonos tan siniestros daba oscuridad. Además, estaba colgado ante unos pequeños ventanucos orientados a la escalera que subía a las habitaciones. Decidida, solicitó la ayuda de varios hombres para quitarlo. El salón se inundó de luz y dejó al descubierto un escudo de armas labrado en la misma piedra, que más tarde supo que pertenecía a los padres de Duncan.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo Margaret al entrar en el salón—. Por todos los diablos, ¿quién ha ordenado quitar ese tapiz?

—Fui yo —respondió Megan quitándose el polvo del pelo—. ¿Ocurre algo?

—Ese tapiz —señaló furiosa— fue un encargo que Duncan nos hizo a otra persona y a mí. Y no estoy segura de que le agrade ver que lo habéis quitado.

Megan, dispuesta a no dar su brazo a torcer, dijo:

—¡Pero si es horroroso! —se mofó ante la mujer haciendo reír a los hombres y mujeres que lo recogían—. ¿Esa cosa tan fea la encargó Duncan?

—Sí —respondió la mujer, muy digna, tosiendo por el polvo.

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