Pero sabía que ya nada podría ser como antes. Habían cambiado tantas cosas… Me había visto obligada a elegir y me había decantado por la humanidad, la vida… y Lucas.
Tomó un mechón de mi pelo entre sus dedos para comprobar discretamente si necesitaba consuelo. Apoyé la cabeza en su hombro y durante un rato viajamos sumidos en el silencio, con la música como único sonido. Cada indicador kilométrico me recordaba lo mucho que nos estábamos alejando de mi último hogar y de la persona que había sido.
De vez en cuando parábamos para poner gasolina e ir al lavabo, pero hicimos un descanso más largo para comer.
Dana y Raquel se sumaron a la multitud que abarrotaba un restaurante mexicano de comida rápida, mientras que Lucas y yo optamos por la cafetería que había al final de la calle. Queríamos, obviamente, tener unos minutos a solas, pero más aún que estar con Lucas necesitaba comer y, más concretamente, beber.
Lo primero que dijo Lucas cuando nos alejamos por la cuneta, al fin solos, fue:
—¿Cómo va esa hambre?
—Estoy tan hambrienta que puedo oír los latidos de tu corazón. —Y hasta me parecía notar el gusto de su sangre en mi lengua. Probablemente, mejor no mencionar eso. La luz del sol me deslumbraba, sobre todo ahora que llevaba varios días sin beber sangre. Nunca había estado tanto tiempo seguido sin beber.
—Crees que en la cafetería… Puede que la carne cruda contenga algo de sangre. Podríamos escondernos allí detrás…
—No sería suficiente. Y, en cualquier caso, ya sé lo que tengo que hacer.
Me quedé muy quieta, contemplando la hierba zarandeada por el paso constante de los coches. Un petirrojo picoteaba la tierra buscando gusanos entre chapas y colillas.
—¿Bianca?
Solo podía ver el petirrojo y solo podía pensar en su sangre. «La sangre de pájaro es poco espesa, pero caliente».
—No mires —susurré.
Empezó a dolerme la mandíbula. Los colmillos se abrieron paso dentro de mi boca, arañándome los labios y la lengua con sus puntas afiladas.
Aunque estábamos bajo un sol radiante, todo a mi alrededor se tiñó de negro, como si el petirrojo se hallara bajo un foco de luz, moviéndose a cámara lenta.
Rauda como una vampira, me abalancé sobre mi presa. El pájaro se agitó un breve instante en mis manos antes de hundirle los colmillos en la carne.
«¡Ah, por fin un poco de sangre!». Cerrando los ojos de puro placer, bebí los pocos sorbos de sangre que el petirrojo tenía para ofrecer. Una vez muerto y reseco, lo arrojé al suelo al tiempo que me pasaba la mano por la boca. Solo entonces caí en la cuenta de que acababa de hacer eso delante de Lucas. Sentí vergüenza al pensar en mi aspecto salvaje y en el asco que debía de estar sintiendo.
Pero cuando levanté tímidamente la vista, vi que Lucas se había dado la vuelta, tal como le había pedido que hiciera. No me había visto. Intuyendo que había terminado, se volvió y me sonrió con ternura. Al reparar en mi angustia, sacudió la cabeza.
—Te quiero —murmuró—. Lo cual significa que no estoy contigo solo para lo bueno. Estoy contigo pase lo que pase.
Aliviada, le di la mano y caminamos hasta la cafetería. Estábamos sin blanca, yo llevaba ropa demasiado grande y nos encontrábamos en la cuneta de una carretera dejada de la mano de Dios, pero en ese momento me sentí más hermosa que una princesa o una modelo. Tenía a Lucas, que me amaba por encima de todo. No necesitaba nada más.
En la cafetería comimos a toda prisa. Lucas estaba hambriento y yo también necesitaba un poco de comida normal. Entre bocado y bocado de patatas fritas, tratamos de decidir qué más podíamos hacer con los valiosísimos momentos libres que nos quedaban.
—Podríamos buscar un cibercafé. Me gustaría enviar un correo a mis padres.
—No. NO. En primer lugar, olvídate de encontrar un cibercafé en este lugar perdido. En segundo lugar, no puedes enviarles correos. Podrás telefonearles una vez que sepas dónde están, pero no desde un móvil ni desde nada con lo que podamos ser localizados. Puedes enviarles una carta, pero nada de correos electrónicos. Es otra orden de la Cruz Negra que no vamos a desobedecer.
Lucas aseguraba que existía una diferencia entre desobedecer una orden y saltarse una regla estúpida, pero en ese preciso instante yo no podía verla. No importaba. Conocía otra manera de averiguar qué había sucedido la noche que Medianoche ardió en llamas.
Primero quise usar el móvil de Lucas, pero señaló que la Cruz Negra podría rastrear la llamada. Por suerte, cuando terminamos de comer encontramos una hilera de teléfonos públicos al fondo de la cafetería. Los dos primeros no daban tono y el tercero tenía cortado el cordón, pero el cuarto funcionaba. Sonreí aliviada en cuanto oí el tono de llamada. O de operadora.
—Cobro revertido —dije, y leí el número de teléfono de la lista de contactos del móvil de Lucas—. Diga que llama Bianca Olivier.
Siguió un silencio.
—¿Ha colgado? —pregunté.
—Las llamadas a cobro revertido son lentas. —Lucas estaba a mi lado, apoyado en la marquesina del teléfono—. No quieren que te pongas a gritar el mensaje a la otra persona antes de que esta acepte pagar la llamada.
Hubo un chasquido en la línea y una voz adormilada dijo:
—¿Bianca?
—¡Vic! —Empecé a dar saltos de alegría, y Lucas y yo nos miramos con una sonrisa de oreja a oreja—. Vic, ¿estás bien?
—Sí, sí. Uf, espera un momento, todavía estoy dormido. —Podía imaginarme a Vic despeinado, con el móvil apretado contra la cara, en medio de una habitación increíblemente desordenada y rodeado de sus pósters. Probablemente tenía unas sábanas alucinantes, a cuadros o topos. Bostezó y, algo más despierto, preguntó—: ¿Estoy soñando otra vez?
—No, soy yo. ¿No resultaste herido en el incendio?
—No. Nadie sufrió heridas graves, lo cual fue toda una suerte. Pero perdí el salacot. —Comprendí que Vic consideraba eso una gran tragedia—. ¿Y tú? ¿Estás bien? Después de que apagaran el fuego nos volvimos locos buscándote. Alguien dijo que te había visto en los jardines y por eso supimos que habías logrado escapar del edificio, pero ignorábamos adónde habías ido.
—Estoy bien. Estoy con Lucas.
—¿Lucas? —Era lógico que Vic pareciera sorprendido. Que él supiera, Lucas y yo habíamos roto hacía meses. Desde entonces nos habíamos visto obligados a mantener nuestra relación en secreto—. Esto es del todo surrealista. Si se trata solo de un sueño, voy a cabrearme mucho.
—No estás soñando —gritó Lucas. Aunque se encontraba a treinta centímetros del auricular, tenía el oído lo bastante aguzado para escuchar la voz de Vic—. Espabila, tío. ¿Qué haces durmiendo a las once de la mañana?
—Por si lo has olvidado, soy un ave nocturna. En mi caso, dormir hasta el mediodía no solo es un derecho, sino una responsabilidad. Además, como dice la vieja canción, adiós al colegio en verano, adiós al colegio para siempre.
Ahogué una exclamación.
—¿Para siempre? ¿Me estás diciendo que la Academia Medianoche ha sido destruida?
—Destruida, no. La señora Bethany asegura que abrirán en otoño, pero la verdad es que yo no lo tengo tan claro. ¡Si un poco más y la calcinan!
Llegó el momento de las preguntas difíciles. Apreté con fuerza el auricular y procuré que no me temblara la voz.
—¿Cómo están mis padres? ¿Los has visto?
—Están bien. Como ya he dicho, estamos todos bien. Tus padres lograron escapar del fuego y, de hecho, nos ayudaron a buscarte. —Vic hizo una pausa—. Estaban acojonados, Bianca.
El sentimiento de culpa se abrió paso en mí, pero estaba tan feliz de saber que mis padres habían sobrevivido al ataque de la Cruz Negra que apenas noté su impacto.
—¿Sabes dónde están? —No creía que se hubieran alejado mucho de la Academia Medianoche. Seguramente se habrían quedado por los alrededores, sobre todo porque confiarían en que yo regresara. Yo sabía que no podía regresar, pero detestaba la idea de que me estuvieran esperando.
—La última vez que los vi estaban en los alrededores del internado —dijo Vic.
Adiós a la posibilidad de telefonearles. Mis padres se esforzaban por adaptarse a la vida moderna, pero no habían llegado tan lejos como para tener móvil.
—¿Y Balthazar?
Lucas frunció el ceño. Balthazar no le caía demasiado bien, primero porque era vampiro, y segundo porque él y yo habíamos tenido una historia. Entre nosotros ya no había nada —en realidad, apenas hubo algo en su momento—, pero eso no significaba que no estuviera preocupada por él.
—Balty está bien —contestó Vic—, pero se quedó muy mal después del incendio, creo que porque no sabíamos dónde estabas. El tío estaba hecho polvo.
—No por mí —dije en voz baja. De repente sentí el peso de todo lo que había perdido y me desplomé contra el teléfono.
—Vale, vale, lo que tú digas.
Lo que Vic no sabía era que el sufrimiento de Balthazar se debía a su hermana Charity, que era quien había organizado el ataque de la Cruz Negra. Charity era la persona más importante del mundo para Balthazar y, por extraño que pareciera, yo intuía que él era igual de importante para ella. Eso, sin embargo, no la frenaba a la hora de hacerle daño a él o a las personas con las que tenía una relación estrecha, como yo.
Vic, que estaba cada vez más espabilado, dijo:
—¿Sabes algo de Raquel? Fue la única que no pudimos encontrar. ¿No estará contigo, por casualidad?
—Sí, y está perfectamente.
—¡Genial! Eso significa que nos hemos salvado todos. Un auténtico milagro.
—¿Dónde está Ranulf? —pregunté.
—Ahora mismo está sobando en nuestro cuarto de invitados. ¿Quieres que le despierte?
—No hace falta, pero me alegro de que esté bien. —Lucas y yo intercambiamos una sonrisa de asombro. Si Vic supiera que había invitado a un vampiro a dormir a su casa, probablemente no dormiría hasta tan tarde, si es que dormía. Por suerte, Ranulf era demasiado dulce para hacer daño a nadie—. Oye, ahora tenemos que irnos, pero estaré en contacto.
—Jo, no soporto a la gente que se pone misteriosa de buena mañana. —Vic suspiró y luego dijo, bajando el tono—: Llama a tus padres. Tienes que hacerlo, ¿vale?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Adiós, Vic.
Cuando colgué, Lucas me cogió la mano.
—Ya te he dicho que existe una forma de ponerte en contacto con ellos.
Había estado tan preocupada por mis padres que no me había parado a pensar en lo preocupados que ellos debían de estar por mí.
Debí de poner cara de angustia, porque Lucas me dio un abrazo.
—Pronto nos comunicaremos con ellos. Puedes escribirles, si quieres. Todo se arreglará, ya lo verás.
—Lo sé, pero no es fácil.
—No, no lo es.
Nos besamos. Era un beso flojito, sin pasión, pero el primero que nos dábamos en privado en mucho tiempo. En ese momento, el agotamiento y la preocupación no nos frenaron; estábamos otra vez juntos, otra vez solos, recordando con deleite todo aquello a lo que habíamos renunciado por estar juntos. Me inclinó hacia atrás, rodeándome fuertemente con los brazos. El mundo entero se tambaleó menos Lucas. Si él me sujetaba, nada malo podría pasarme.
«Lucas es mío —pensé—. Mío. Nadie puede arrebatarme eso».
Para cuando llegamos a Nueva York ya había anochecido. Al ver el perfil de Manhattan a lo lejos estallamos en gritos y silbidos. Era todo un espectáculo. Nueva York constituía para mí un lugar casi más mitológico que real. Era donde transcurrían todas las películas y las series de televisión, y los nombres de las calles que debíamos buscar a medida que avanzábamos tenían un sonido mágico: Calle 42, Broadway…
Entonces recordé que Manhattan era una isla y temblé ante la idea de volver a cruzar un río. Para mi alivio, entramos por un túnel. Por la razón que fuera, prefería pasar por debajo del agua que por encima. Ojalá les hubiera preguntado a mis padres por qué.
Salimos del túnel prácticamente a la altura de Times Square, cuyas luces y destellos me dejaron deslumbrada. Los demás se rieron de mí, pero yo sabía que estaban tan entusiasmados como yo.
Pero después de una treintena de manzanas, Broadway perdía su esplendor. La iluminación se volvía más tenue, y empezamos a pasar frente a un montón de edificios de apartamentos que se elevaban a nuestro alrededor como muros. Las perfumerías caras y los restaurantes familiares daban paso a tiendas de todo a un dólar y a tugurios de comida rápida.
Finalmente, la caravana entró en un aparcamiento que anunciaba fuera sus desorbitadas tarifas. El guarda nos indicó con la mano que pasáramos, así que no tuvimos que pagar. El aparcamiento estaba sucio y alejado del centro, por lo que sus tarifas resultaban aún más desproporcionadas. Efectivamente, no parecía que hubiera otros coches aparcados.
Miré a Lucas.
—Bienvenida al cuartel general de Nueva York —dijo.
El grupo bajó no sin dificultad de las furgonetas y camiones; durante el viaje apenas habíamos parado a estirar las piernas, salvo un par de veces para poner gasolina e ir al lavabo después de comer. Nos metieron como ganado en un enorme ascensor industrial, que se hundió ligeramente con nuestro peso. Las paredes del ascensor, de acero mate, estaban llenas de rayones y la luz del techo parpadeaba.
Nerviosa, cogí a Lucas de la mano, y éste me apretó los dedos.
—Esta parte irá bien —dijo—, te lo prometo.
«No es para siempre —me recordé—. Solo hasta que Lucas y yo tengamos la oportunidad de hacer planes. Pronto nos marcharemos y las cosas volverán a irnos bien».
Las puertas del ascensor se abrieron y ante nosotros apareció una caverna. Ahogué una exclamación. El cielo, alto y curvo, estaba iluminado con esas luces recubiertas de plástico que los trabajadores de la construcción utilizan en las obras. En el espacio arqueado resonaban voces. Parpadeando, divisé a lo lejos unas siluetas humanas. Parecían estar metidos en una suerte de trinchera que atravesaba la cueva.
Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, me di cuenta de que no se trataba de una caverna. Estábamos en un túnel de metro.
Tenía pinta de llevar mucho tiempo abandonado. Tablones y bloques de hormigón cubrían las vías y varias pasarelas conectaban las dos plataformas que flanqueaban el túnel. En una pared, un azulejo resquebrajado rezaba con letra pasada de moda: «Sherman Ave».
Estaba tan sorprendida con nuestra nueva guarida que al principio no reparé en el silencio que reinaba ahora en el grupo. Estaban todos quietos y callados. Por lo visto, yo no era la única que dudaba de nuestra acogida.