Una esbelta mujer asiática unos años mayor que Kate se acercó con dos tipos musculosos —quise llamarlos «guardias»— a los lados. Tenía el pelo entrecano, recogido en una trenza larga y tirante, y los músculos de los brazos y las piernas muy marcados.
—Kate —dijo—, Eduardo, veo que lo habéis conseguido.
—Qué gran recibimiento —dijo Eduardo—. ¿Están los demás demasiado ocupados para venir a saludar?
—Los demás están demasiado ocupados para oír tus excusas por el ridículo asalto a Medianoche —espetó la mujer asiática.
Me di cuenta de que la gente que pululaba en la distancia nos ignoraba deliberadamente.
Los ojos de Eduardo ardieron de indignación.
—Nos dijeron que los estudiantes humanos corrían peligro.
—Aceptaste la palabra de un vampiro sin tener en cuenta los dos siglos de experiencia que avalan que los vampiros de Medianoche no matan cuando están en la academia. Y la utilizaste como pretexto para dirigir un ataque que podría haber acabado con la vida de tantos niños como vampiros. Si no sucedió así fue únicamente porque tuviste suerte.
Kate daba la impresión de querer defender a su marido, pero se limitó a decir:
—Para los que no la conocéis, os presento a Eliza Pang. Dirige este comando y ha aceptado acogernos una breve temporada.
«Estamos aquí por caridad», comprendí. No me importaba demasiado. No era algo que había elegido y tampoco tendría que aguantarlo mucho tiempo, pero seguro que a Lucas no le hacía ninguna gracia. En efecto, tenía la mandíbula apretada y estaba mirando fijamente al suelo. Me pregunté si era por él o por su madre que estaba así. Tendríamos que hablarlo más tarde.
En ese momento Eliza dijo:
—Eduardo me comentó que tenéis dos nuevas incorporaciones. ¿Quiénes son?
Raquel enseguida dio un paso al frente.
—Raquel Vargas, de Boston. Quiero aprender todo lo que puedan enseñarme.
—Bien. —Eliza no sonrió, empezaba a sospechar que nunca sonreía, pero parecía complacida—. ¿Quién más?
No quería dar un paso al frente, pero no me quedaba otra opción.
—Bianca Olivier, de Arrowwood, Massachusetts. Yo… eh… —¿Qué se suponía que debía decir?—. Gracias por acogernos.
—Kate nos habló de ti —repuso Eliza—. Fuiste criada por vampiros.
«Genial».
—Así es.
—Apuesto a que puedes enseñarnos muchas cosas. —Eliza dio una palmada—. Bien, para el resto de vosotros hemos montado literas al final de la vía. Tendréis que conformaros con eso por el momento. Las nuevas, seguidme.
¿Seguirla adónde? Dirigí una mirada nerviosa a Lucas, pero él, obviamente, sabía tan poco como yo. Cuando Eliza echó a andar, Raquel la siguió y yo no tuve más remedio que imitarla.
—¿Vamos a empezar ya nuestro adiestramiento? —preguntó Raquel mientras avanzábamos por la plataforma del metro.
—Estás impaciente, ¿eh? —A juzgar por su tono, Eliza parecía creer que Raquel no estaría tan impaciente cuando viera lo que le aguardaba—. No. Habéis tenido un día muy largo. Empezaréis por la mañana.
Llegamos al final de la plataforma y Eliza nos condujo por lo que en otros tiempo fue claramente un pasillo de mantenimiento. Olía a barro y óxido, y podía oír un goteo de agua a lo lejos. Un pequeño letrero amarillo me informaba de que este lugar podía servir como refugio antiatómico. Era bueno saberlo.
—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿Por qué no estamos con los demás?
—Tenemos algunas cabinas permanentes instaladas aquí. Sin lujos, pero mucho mejores que las literas que ocupará el resto de vuestro comando. Vosotras viviréis con nosotros veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
—¿Por qué nos las dan a nosotras? —Casi tropecé con el cemento resquebrajado del suelo, pero Raquel me agarró por el codo—. ¿Por qué no se las dan a Kate y Eduardo? —Me pregunté si era porque Eduardo había caído en desgracia y su modesto alojamiento era una forma de castigo. No era justo castigar a Lucas, Dana y los demás por un error de Eduardo.
En lugar de eso, Eliza dijo:
—Vosotras sois nuevas en el grupo. No nos conocéis y nosotros no os conocemos. Convivir estrechamente es una buena manera de asegurarnos de que lleguéis a saberlo todo de nosotros y nosotros lleguemos a saberlo todo de vosotras.
Encontrar oportunidades de beber sangre me iba a resultar aún más difícil en este lugar. Si no bebía sangre con la suficiente asiduidad, reaccionaría con más fuerza a la luz del sol, el agua en movimiento y las iglesias, y cada reacción tendría más probabilidades de señalarme como vampira.
¿Cómo iba a mantener mi secreto?
E
sa noche, después de apagar las luces, Raquel me susurró: —En realidad, las cosas no han cambiado tanto.
Sabía por qué lo decía. Hacía tan solo una semana ella y yo éramos compañeras de cuarto en la Academia Medianoche. Ahora todo en nuestras vidas había cambiado pero seguíamos durmiendo en camas contiguas, si es que se les podía llamar camas.
Nos habían dado un cuarto que nada tenía que ver con lo que había visto hasta entonces. Por lo visto, cuando los ingenieros abandonaron este túnel también se dejaron algunos vagones viejos. El comando de la Cruz Negra los había reacondicionado para convertirlos en cabinas. Nuestras camas descansaban sobre viejos asientos y había barras de acero que iban del techo al suelo, como si estuviéramos en un centro de formación de
strippers
. Raquel y yo disponíamos de un tercio del vagón, con un tabique metálico para proporcionarnos privacidad a un lado y la pared posterior del vagón al otro.
—Echo de menos tus
collages
—dije. Las ventanillas del vagón habían sido blanqueadas pero eran sosas y frías—. Y mi telescopio. Y nuestros libros y nuestra ropa…
—Son solo cosas. —Raquel se apoyó sobre un codo. Tenía el pelo apuntando en todas direcciones, y si me hubiera sentido algo más animada probablemente me habría metido con ella—. Lo que importa es que por fin estamos haciendo algo importante. Los vampiros nos han jodido la vida, y los fantasmas… de esos no quiero ni hablar. Ahora podemos devolverles la pelota. El sacrificio merece la pena.
Sabía que no me atrevía a confiarle la verdad, pero quería que entendiera un poco lo que estaba sintiendo. Con un hilo de voz, dije:
—Mis padres cuidaron bien de mí.
Raquel no respondió. La había pillado desprevenida, y era evidente que no sabía qué pensar.
—Y Balthazar era amable conmigo. Con las dos. —Pensé que mis palabras podrían ayudar a convencerla.
En lugar de eso se incorporó bruscamente, impulsada por una rabia tan repentina que me dejó atónita.
—Escúchame bien, Bianca. No pretendo llegar a comprender por lo que has pasado. Creía que yo lo había tenido difícil, pero descubrir que las personas que pensabas que eran tus padres son en realidad vampiros… eso es mucho peor.
Tenía que dejar que siguiera creyendo eso, así que guardé silencio.
Siguió hablando.
—Te lavaron el cerebro, ¿vale? Los vas a estar disculpando mucho tiempo, pero lo cierto es que te jodieron la vida y que Balthazar les siguió el juego junto con todos los demás. Acéptalo de una vez. Espabila. Ya no somos unas crías. Descubrimos que hay una guerra y nuestro lugar está aquí, con los soldados.
Raquel hablaba con tal firmeza, con tal seguridad, que solo fui capaz de asentir en silencio.
—Bien —dijo. Cuando se acurrucó bajo la manta supuse que daba por zanjada la conversación. En cualquier caso, tampoco podía compartir con ella mucho más. Entonces, con voz muy queda añadió—: Un día de estos haré un
collage
para nosotras.
Sonreí y abracé la almohada.
—Algo bonito. A este lugar no le iría mal algo bonito.
—Yo estaba pensando en algo aterrador y perverso —replicó—. Ya veremos.
Durante las siguientes dos semanas, cada nuevo día parecía transcurrir de forma idéntica al anterior.
Por la mañana encendían las luces a una hora absurdamente temprana. Ignoraba qué hora era exactamente porque no teníamos reloj ni móvil, pero sabía, por las protestas de mi cuerpo, que era demasiado pronto para mí.
La gente se arreglaba superdeprisa. Apenas tenía tiempo de enjuagarme en la ducha. Eran duchas comunes —como en mi peor clase de gimnasia imaginable—, pero todo el mundo hacía sus cosas con tanta rapidez y eficiencia que casi no me daba tiempo de cohibirme. Inmediatamente después, nos poníamos nuestra ropa de deporte y nos dirigíamos a la zona de entrenamiento.
Y allí pasábamos nada menos que cuatro horas.
No todo el mundo, lógicamente, tenía que seguir el mismo programa. Los miembros de la Cruz Negra de Nueva York, cuyos nombres eran poco más que un soplido (ZackElenaReneeHawkinsAnjuliNathan), entrenaban por las mañanas y salían a patrullar cuando regresaban los del turno de noche. Tenían mapas de Nueva York con diferentes rutas marcadas. Siempre había alguien vigilando prácticamente cada barrio de la ciudad día y noche. Sabía que Lucas, Dana y el resto de nuestro grupo salían a veces con esas patrullas, pero Raquel y yo no. No, nosotras debíamos convertirnos en combatientes o morir en el intento.
A mí no me habría importado morir en el intento. Morir se me antojaba más fácil que intentar hacer una flexión de brazos, y no digamos las cinco que nos pedían.
—Vamos, Olivier. —Mi entrenadora de ese día, una pelirroja llamada Colleen, me tenía cogida por los pies mientras hacía abdominales—. Tienes que llegar a sesenta.
—¿Sesenta? —La cara me ardía y presentía que podía vomitar en cualquier momento. Iba por cuarenta—. No puedo.
—No podrás si no lo intentas. Sigue.
En efecto, al cabo de dos semanas ya podía hacer sesenta, aunque los diez últimos eran una verdadera tortura. Lamentablemente, todavía estaba lejos de marcar los seis cuadraditos que creía merecer.
Otras veces subíamos el muro de escalada, el cual era aterrador; vale, no era un precipicio, pero podías caer desde un metro y medio o dos, y seguro que eso dolía. O corríamos, no en círculos, porque no había circuito, sino por una larga pista construida sobre la vieja vía férrea. Esto se me daba mejor, porque me permitía concentrarme, dejar a un lado las preocupaciones y conectar con mi parte vampírica, con esa fuerza y ese poder sobrenaturales que se ocultaban en lo más hondo de mi ser. No corría demasiado deprisa porque no quería que se preguntaran cómo lo lograba, pero daba muestras de una gran resistencia, y eso normalmente bastaba para que mi entrenadora me dejara tranquila.
Ese lugar no era únicamente un centro de entrenamiento. Eso podría haberlo soportado. Las mañanas se destinaban al ejercicio y las tardes a otras cosas.
Por las tardes aprendíamos a matar vampiros.
—La estaca paraliza —explicó Eliza. Estaba en medio de una habitación que ellos llamaban la sala de sparring, pero que yo veía como la Zona Asesina. Raquel y yo estábamos sentadas cerca de la primera fila, con otras diez personas alrededor. Al parecer, los cazadores siempre estaban recibiendo esta clase de entrenamiento—. Eso lo sabéis todos. No obstante, son muchos los cazadores que han muerto porque creían que le habían clavado la estaca al vampiro cuando lo único que habían hecho era enfurecerlo. Dime, Bianca, ¿qué hicieron mal?
Me encogí con la esperanza de esquivar la pregunta. Mi táctica no funcionó. Eliza me miró fijamente y no me quedó más remedio que responder. Mi voz me sonó extraña.
—No… no traspasaron el corazón.
—Exacto. Si queréis llegar al corazón tenéis que conocer el ángulo correcto. Solo con que os desviéis un milímetro, el vampiro vivirá y vosotros estaréis muertos.
«Si acertaban, era el vampiro el que moría», pensé.
Yo ya no era la chica ingenua de dos años atrás, antes de que Lucas apareciera en mi vida. Ya no creía que todos los vampiros se abstenían de matar a humanos, como era el caso de mis padres y Balthazar. Después de conocer a Charity, y habiendo visto a la señora Bethany en acción, me vi obligada a aceptar que muchos vampiros eran mortíferos, incluso incontrolables. He aquí una de las razones de que hubiera decidido no cometer jamás ese primer asesinato y convertirme del todo en vampira.
Pero algunos vampiros no causaban ningún problema a los humanos. Muchos, de hecho. Lo único que deseaban era que los dejaran tranquilos.
Lucas lo sabía, y yo estaba convencida de que jamás lucharía con un vampiro con el que no hacía falta luchar. Las demás personas presentes en la sala creían que todos los vampiros eran malvados y estarían dispuestas a matarlos en el acto, sin preguntarles primero.
Eso no quería decir que los cazadores de la Cruz Negra no supieran nada sobre vampiros, porque sabían mucho, tanto que no dejaban de impresionarme. No solo estaban al corriente de la existencia de un santuario para vampiros en la Academia Medianoche, sino de otros tantos repartidos por todo el planeta. Sabían que éramos sensibles a las iglesias y demás lugares consagrados, fueran de la fe que fueran. Hasta conocían algunas cosas que muchos vampiros tachaban de leyenda, como que el agua bendita nos quemaba la piel. (La mayoría de los vampiros que eran rociados con agua bendita salían ilesos de la experiencia, pero únicamente porque la mayoría de los hombres santos no estaban comprometidos con su dios lo suficientemente para tener el poder de transformar el agua. La Cruz Negra había encontrado verdaderos creyentes que podían fabricar auténtica agua bendita, la cual abrasaba la piel de los vampiros como si fuera ácido).
Pero por cada dato correcto que poseía la Cruz Negra, había un dato erróneo. Creían que todos los vampiros eran malvados.
Creían que todos los vampiros pertenecían a violentas tribus merodeadoras; aunque tales tribus existían, eran poquísimos los vampiros que ingresaban en ellas. Creían que nuestra conciencia moría al morir nuestro cuerpo, por lo que la idea de matarnos no les inquietaba. Se me hacía muy extraño verlos practicar: clavar estacas en los muñecos desde ángulos diferentes, con diferentes llaves inmovilizadoras.
Pero más extraño se me hacía tener que clavarlas yo.
Trataba de imaginar que mi rival era Charity —que atacaba de nuevo a Lucas y yo era la única que podía detenerla— y así conseguía hundir la estaca hasta el corazón, con lo que me ganaba una nube de serrín y un aplauso de los demás cazadores. Eso, sin embargo, no lo hacía menos espeluznante.
La mejor parte del día era la noche, antes de que la patrulla nocturna partiera, porque era cuando aprendía a cargar y reparar armas y era el único rato que podía pasar con Lucas.