Despertar (20 page)

Read Despertar Online

Authors: L. J. Smith

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Vio cómo la expresión del rostro del muchacho cambiaba, cómo desaparecía la confusión y dejaba paso a la resolución. La observó fijamente durante otro instante, taladrando sus ojos con la mirada y asintió una vez. Luego dio media vuelta y se introdujo en la arremolinada multitud que iba de caza.

Matt se abrió camino limpiamente a través de la muchedumbre hasta alcanzar el otro extremo del gimnasio. Había algunos novatos de pie cerca de la puerta del vestuario masculino; les ordenó con brusquedad que empezaran a mover las mamparas caídas, y cuando su atención estuvo distraída, abrió la puerta de golpe y se metió dentro.

Miró a su alrededor rápidamente, poco dispuesto a gritar. Bien mirado, se dijo, Stefan tenía que haber oído todo el jaleo del gimnasio. Probablemente ya se habría ido. Pero entonces Matt descubrió la figura vestida de negro caída sobre el suelo de baldosas blancas.

—¡Stefan! ¿Qué ha sucedido?

Por un terrible instante, Matt pensó que contemplaba un segundo cuerpo sin vida. Pero al arrodillarse junto al chico, vio movimiento.

—Eh, estás bien, incorpórate lentamente..., con calma. ¿Te encuentras bien, Stefan?

—Sí —respondió él.

No parecía estar bien, se dijo Matt. Tenía el rostro pálido como un muerto y las pupilas terriblemente dilatadas. Parecía desorientado y mareado.

—Gracias —dijo Stefan.

—Puede que no me des las gracias dentro de un minuto. Stefan, tienes que salir de aquí. ¿No les oyes? Van tras de ti.

El muchacho volvió la cabeza hacia el gimnasio, como si escuchara. Pero no había comprensión en su rostro.

—¿Quién va tras de mí? ¿Por qué?

—Todo el mundo. No importa. Lo que importa es que tienes que salir de aquí antes de que entren. —Como Stefan seguía limitándose a mirarle sin comprender, añadió—: Ha habido otro ataque, esta vez en la persona de Tanner, el señor Tanner. Está muerto, Stefan, y ellos creen que lo hiciste tú.

Entonces, por fin, vio que la comprensión aparecía en los ojos del muchacho. Comprensión y horror y una especie de resignada derrota que era más aterradora que nada de lo que Matt había visto esa noche. Agarró con fuerza el hombro de Stefan.

—Sé que no lo hiciste —dijo, y en ese momento era verdad—. También ellos se darán cuenta cuando puedan volver a pensar. Pero, entretanto, será mejor que te vayas.

—Irme..., sí —respondió Stefan.

La expresión desorientada había desaparecido y había una amargura virulenta en el modo en que pronunció las palabras.

—Me... iré.

—Stefan...

—Matt —los ojos verdes se veían oscuros y abrasadores, y Matt descubrió que era incapaz de apartar la mirada de ellos—, ¿está Elena a salvo? Bien. Entonces, cuida de ella. Por favor.

—Stefan, ¿de qué estás hablando? Eres inocente; todo esto se olvidará...

—Tú sólo cuida de ella, Matt.

Matt retrocedió, con la vista fija aún en aquellos irresistibles ojos verdes. Luego, lentamente, asintió.

—Lo haré —dijo en voz baja.

Y contempló cómo Stefan se marchaba.

Capítulo 13

Elena estaba de pie dentro del círculo de adultos y policías, aguardando una oportunidad de escapar. Sabía que Matt había avisado a Stefan a tiempo —su rostro se lo dijo—, pero no habían podido acercarse lo suficiente para hablar.

Por fin, con la atención de todos puesta en el cadáver, pudo separarse del grupo y avanzó despacio hacia su amigo.

—Stefan consiguió marcharse —dijo él, con los ojos puestos en el grupo de adultos—. Pero me dijo que cuidara de ti y quiero que permanezcas aquí.

—¿Que cuidaras de mí?

Alarma y desconfianza fulguraron a través de Elena. Entonces, casi en un susurro, dijo:

—Entiendo. —Pensó un momento y luego habló con cuidado—: Matt, tengo que ir a lavarme las manos. Bonnie me manchó de sangre. Espera aquí; ahora vuelvo.

Él intentó decir algo a modo de protesta, pero ella ya se alejaba. Alzó las manos manchadas a modo de explicación al llegar a la puerta del vestuario femenino, y el profesor que montaba guardia allí la dejó pasar. Una vez en el vestuario, no obstante, siguió adelante, hasta salir por la puerta del otro extremo y entrar en la oscura escuela. Y de allí salió a la noche.

«¡Zuccone!»,
pensó Stefan, agarrando una librería y arrojándola al otro lado, haciendo volar su contenido por los aires. ¡Idiota! ¡Ciego y odioso idiota! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

¿Encontrar un lugar allí con ellos? ¿Ser aceptado como uno más? Debía de haber estado loco al pensar que era posible.

Levantó uno de los enormes y pesados baúles y lo lanzó a través de la habitación hasta que se estrelló contra la pared opuesta, astillando una ventana. Estúpido, estúpido.

¿Quién iba tras él? Todo el mundo. Matt lo había dicho. «Ha habido otro ataque... Ellos creen que lo hiciste tú.»

Bien, por una vez parecía como si los barbari, los insignificantes humanos vivos, con su miedo a cualquier cosa desconocida, tuvieran razón. ¿De qué otro modo se podía explicar lo sucedido? Había experimentado la debilidad, la confusa sensación de estar en un torbellino, de que todo daba vueltas; y entonces la oscuridad se había apoderado de él. Al despertar, había escuchado a Matt diciendo que habían despojado, asaltado a otro humano, al que en esa ocasión le habían robado no sólo su sangre, sino su vida. ¿Cómo se explicaba eso a menos que él, Stefan, fuera el asesino?

Un asesino, eso es lo que era. Malvado. Una criatura nacida en la oscuridad, destinada a vivir, cazar y esconderse allí para siempre. Bien, ¿por qué no matar, entonces? ¿Por qué no dar satisfacción a su naturaleza? Puesto que no podía cambiar, no había razón para no deleitarse en ello. Desataría su oscuridad sobre aquella ciudad que le odiaba, que le daba caza en aquellos mismos instantes.

Pero primero..., estaba sediento. Las venas le ardían igual que una red de cables secos y ardientes. Necesitaba alimentarse... pronto..., ahora.

La casa de huéspedes estaba a oscuras. Elena llamó a la puerta, pero no recibió respuesta. El trueno chasqueó en las alturas. Todavía no llovía.

Tras la tercera andanada de golpes, probó la puerta y ésta se abrió. Dentro, la casa estaba silenciosa y oscura como la boca de un lobo. A tientas, se encaminó hacia la escalera y ascendió por ella.

El segundo rellano estaba igual de oscuro, y tropezó intentando localizar el dormitorio con la escalera que llevaba al tercer piso. Había una luz tenue en lo alto de la escalera, y ascendió hacia ella, sintiéndose agobiada por las paredes, que parecían cernerse sobre ella desde cada lado.

La luz surgía de debajo de la puerta cerrada. Elena dio unos golpecitos rápidos.

—Stefan —susurró, y luego llamó en voz más alta—. Stefan, soy yo.

No hubo respuesta. Agarró el pomo y empujó la puerta, atisbando al otro lado.

—Stefan...

Le hablaba a una habitación vacía.

Y a una habitación que era un caos. Parecía como si un tremendo vendaval la hubiese recorrido, dejando destrucción a su paso. Los baúles que habían reposado en esquinas estaban caídos en ángulos grotescos, con las tapas abiertas, con el contenido desparramado por el suelo. Una ventana estaba destrozada. Todas las posesiones de Stefan, todas las cosas que había guardado con tanto cuidado y parecía tener en tan gran estima, estaban esparcidas por el suelo.

El terror invadió a Elena. La furia y la violencia resultaban dolorosamente claras en aquella escena de devastación y hacían que se sintiera casi mareada. Alguien que tenía un historial de violencia, había dicho Tyler.

«No me importa —pensó, mientras la ira brotaba en su interior para apartar a un lado el miedo—. No me importa nada, Stefan; sigo queriendo verte. Pero ¿dónde estás?

La trampilla del techo estaba abierta, y por ella descendía un aire frío. «Vaya», se dijo, y sintió un repentino escalofrío de temor. Aquel tejado estaba tan alto...

Nunca antes había subido por la escalera para salir al mirador y la falda larga dificultaba la ascensión. Emergió a través de la trampilla despacio, arrodillándose en el tejado y luego poniéndose en pie. Vio una figura oscura en la esquina, y fue hacia ella con pasos rápidos.

—Stefan, tenía que venir... —empezó a decir, y se detuvo en seco, porque un relámpago iluminó el cielo justo en el momento en que la figura de la esquina giraba en redondo.

Y entonces fue como si todo mal presentimiento, temor y pesadilla que hubiese tenido jamás se convirtieran en realidad a la vez. No podía ni chillar; no podía hacer nada en absoluto.

«Dios mío... no.» Su cerebro se negó a encontrar una explicación a lo que sus ojos veían. No. No. No quería mirar aquello, no quería creerlo...

Pero no podía evitar verlo. Incluso aunque podía haber cerrado los ojos, cada detalle de la escena estaba grabado en su memoria. Como si el relámpago lo hubiese escrito a fuego en su cerebro para siempre.

Stefan. Stefan, tan pulcro y elegante vestido con su ropa de todos los días, con su chaqueta de cuero negro con el cuello levantado. Stefan, con los cabellos oscuros como una de las nubes de tormenta que había detrás de él. Stefan había quedado atrapado en aquel fogonazo de luz, medio vuelto hacia ella, con el cuerpo torcido en la posición agazapada de una bestia y con una mueca de furia animal en el rostro.

Y sangre. Aquella boca arrogante, sensible y sensual, estaba embadurnada de sangre, que resaltaba espeluznantemente roja en la palidez de su cutis, en el blanco intenso de los dientes al descubierto. En las manos sostenía el cuerpo inerte de una paloma torcaz, blanca como aquellos dientes y con las alas extendidas. Otra yacía en el suelo a sus pies, igual que un pañuelo arrugado y desechado.

—Dios mío, no —musitó Elena.

Siguió musitándolo mientras retrocedía, sin darse apenas cuenta de que hacía ambas cosas. Sencillamente, su mente no era capaz de hacer frente a ese horror; sus pensamientos corrían alocadamente llevados por el pánico, igual que ratones intentando escapar de una jaula. No quería creer eso, no quería creerlo. Una tensión insoportable se adueñó de su cuerpo, el corazón parecía a punto de estallar, la cabeza le daba vueltas.

—Dio mío, no...

—¡Elena!

Más terrible que cualquier otra cosa fue eso, fue ver a Stefan mirándola con aquel rostro animal, ver cómo la mueca se trocaba en una expresión de sobresalto y desesperación.

—Elena, por favor. Por favor, no...

—¡Ah, Dios mío, no!

Los chillidos intentaban abrirse paso violentamente fuera de su garganta. Retrocedió más, dando traspiés, cuando él dio un paso hacia ella.

—¡No!

—Elena, por favor... ten cuidado...

Aquella cosa terrible, la cosa con el rostro de Stefan, iba tras ella, los verdes ojos llameando. Se lanzó hacia atrás al dar él otro paso, con la mano extendida. La larga mano de dedos delgados que había acariciado sus cabellos con tanta delicadeza...

—¡No me toques! —gritó.

Y entonces sí que empezó a chillar, cuando su movimiento llevó a su espalda a apoyarse en la barandilla de hierro del mirador. Era hierro que había estado allí durante casi un siglo y medio, y en algunos lugares estaba casi totalmente oxidado. El peso aterrorizado de Elena contra él fue demasiado y la joven sintió que cedía. Oyó el chirrido de metal y madera bajo una tensión excesiva mezclándose con su propio grito. Y luego ya no había nada detrás de ella, nada a lo que agarrarse, y caía.

En ese instante, vio las turbulentas nubes moradas, la oscura masa de la casa junto a ella. Le pareció que tenía tiempo suficiente para verlo todo con claridad y sentir un terror infinito mientras chillaba y caía, y caía.

Pero el terrible impacto demoledor no llegó. De improviso había unos brazos a su alrededor que la sostenían en el vacío. Se oyó un golpe sordo y los brazos la apretaron más, con un peso cediendo contra ella para absorber el golpe. Luego todo quedó silencioso.

Permaneció inmóvil dentro del círculo de aquellos brazos, intentando orientarse. Intentando creer otra cosa más que resultaba increíble. Había caído del tejado de una casa de tres pisos y sin embargo estaba viva. Estaba de pie en el jardín de detrás de la casa de huéspedes, en medio del silencio total que mediaba entre los truenos, con hojas caídas en el suelo donde debería estar su cuerpo destrozado.

Lentamente, alzó la mirada hacia el rostro de la persona que la sujetaba. Stefan.

Había habido demasiado miedo, demasiados desastres esa noche. Ya no podía reaccionar. Sólo era capaz de alzar los ojos hacia él para mirarle fijamente con una especie de asombro.

Había tanta tristeza en los ojos de Stefan... Aquellos ojos que habían ardido igual que hielo verde estaban en esos instantes oscuros y vacíos, sin esperanza. La misma expresión que ella había visto aquella primera noche en su habitación, sólo que ahora era peor. Pues en ese momento había odio a sí mismo, mezclado con pesar y amarga repulsa. Elena no pudo soportarlo.

—Stefan —susurró, sintiendo que aquella tristeza penetraba en su propia alma.

Aún veía las trazas rojas en sus labios, pero ahora despertaban un estremecimiento de piedad junto con el instintivo horror. Estar tan solo, ser tan distinto y estar tan solo...

—Stefan —musitó.

No hubo ninguna respuesta en aquellos ojos sombríos y extraviados.

—Ven —dijo él en voz baja y la condujo de vuelta hacia la casa.

Stefan sintió un arrebato de vergüenza cuando llegaron al tercer piso y a la destrucción que reinaba en su habitación. Que fuera Elena, precisamente, quien lo viera, resultaba insoportable. Pero, de todos modos, tal vez era también conveniente que viera lo que él era en realidad, lo que podía hacer.

La muchacha avanzó despacio, aturdida, hasta la cama y se sentó. Luego alzó la vista hacia él, los ojos ensombrecidos yendo al encuentro de los suyos.

—Cuéntame —fue todo lo que dijo.

Stefan lanzó una breve risita, sin humor, y vio que ella se echaba hacia atrás. Eso hizo que se odiara aún más.

—¿Qué necesitas saber? —preguntó.

Puso un pie sobre la tapa de un baúl derribado y la miró casi desafiante, indicando la habitación con un ademán.

—¿Quién hizo esto? Yo lo hice.

—Eres fuerte —repuso ella con los ojos puestos en un baúl volcado.

Alzó los ojos, como recordando lo sucedido en el tejado.

—Y te mueves de prisa.

Other books

El Maquiavelo de León by José García Abad
Invasion from Uranus by Nick Pollotta
The Plagiarist by Howey, Hugh
Beginner's Luck by Richard Laymon
All the Way Home by Wendy Corsi Staub
B00AY88OHE EBOK by Stevens, Henry
Guinea Dog by Patrick Jennings
World Memorial by Robert R. Best
Secret Value of Zero, The by Halley, Victoria