Bruno era el peluquero homosexual que trabajaba en South Kensington Road y peinaba a la mayoría de las modelos de la agencia de Lucy.
—Te daremos un nuevo
look
—añadió Lucy—. Quizá hasta sea una buena idea. Ya llevas muchos años con el pelo largo y una imagen aniñada y romántica. Seguro que con un buen corte parecerás más joven y atrevida.
Pero no hubo manera de convencerla. Geraldine no quiso ir a la peluquería ni a tomar café, y al final Lucy tuvo que llevarla a casa. Al día siguiente, sábado, volvió a visitarla y la encontró de nuevo en un estado de completa apatía. Tras comprender que sus esfuerzos por convencerla de dar un paseo serían en vano, Lucy bajó a la despensa e hizo acopio de botellas de champán. El alcohol pareció animar un poco a Geraldine y la ayudó a relajarse. Al menos podía hablar de nuevo.
—¿Sabes, Lucy? —le dijo—, en el fondo estoy convencida de que Phillip no ha matado a nadie. No sabría decirte por qué, pero…
Lucy soltó un bufido.
—No lo tomes a mal, Geraldine, pero tienes que admitir que eres la persona menos indicada para juzgar a Phillip con la mínima objetividad. Ese hombre se ha pasado años tratándote como si fueras un felpudo para limpiarse los zapatos, se ha aprovechado de ti y de tus sentimientos, y tú le has permitido que te pisoteara para volver siempre arrastrándote. Como ya he intentado explicarte muchas veces, tu actitud demuestra una dependencia emocional de lo más preocupante, y para librarte de ella necesitarás ayuda profesional. Fíjate, después de lo que te ha hecho —señaló el triste cabello de Geraldine— ni siquiera eres capaz de dejar de suspirar por él. Me temo que en el fondo incluso sueñas con que vuelva a tu lado, te pida perdón y todo se arregle.
Geraldine bajó la vista. Lucy tenía razón. Daría lo que fuera por…
—Por eso puedo asegurarte que te equivocas —continuó Lucy—. Sólo crees lo que quieres creer, y no lo que pueda ser verdad. Bueno, al menos has tenido unos instantes de lucidez y llamado a ese superintendente…
—Eso no fue más que… que un gesto de venganza. Estaba aturdida, desesperada, totalmente fuera de mí… Por primera vez en mi vida tuve miedo de Phillip y… —Se mordió el labio.
—Probablemente fue la primera vez en tu vida que sentiste algo coherente por ese hombre.
—Podría haberme matado. ¿Tú crees que un chiflado o un asesino se hubiese conformado con cortarme el pelo en lugar de… de clavarme las tijeras en el pecho?
—Ni siquiera los chiflados se pasan todo el día haciendo locuras —replicó Lucy con énfasis, convencida de lo que decía, aunque sabía que no era precisamente una especialista en analizar personas de tal calaña—. Hay momentos para todo. Por lo visto, Phillip tuvo uno de sus ataques en… ¿cómo se llamaba el pueblo? Stanbury, ¿no? Durante el resto del tiempo se comportó con normalidad. Claro que si me preguntas, en mi opinión nunca fue normal. En fin, sea como fuere, la otra noche tuvo claro que matarte sólo contribuiría a empeorar las cosas. Sin embargo, necesitaba una válvula de escape para su ira, así que decidió arruinarte el pelo. Un gesto que a mí me parece bastante enfermizo, la verdad. Tanto como la recolección de artículos sobre Kevin McGowan y toda esa estúpida historia sobre su supuesto padre. Todo en ese hombre es… todo da miedo. Y cualquiera coincidiría en decirte lo mismo que yo.
—A ti nunca te gustó.
—Porque no soportaba cómo te trataba.
Geraldine miró por la ventana. Parecía un pollito desvalido y muerto de frío. Lucy, que no solía emocionarse ni dar muestras de cariño en público, sintió ganas de acunarla en sus brazos como a un bebé. No lo hizo, claro. Por vergüenza y porque quizá habría violentado a Geraldine.
—No sé qué va a ser de mí, Lucy. Es como… como si todo hubiera llegado al final. No veo esperanza ni futuro. Lamento tanto lo que he hecho… —Escondió la cara entre las manos—. No tenía que haber quemado sus papeles. No era asunto mío. En el fondo los dos hicimos lo mismo: destrozar lo que más quería el otro. Él mi pelo y yo sus papelotes. Pero la que empezó fui yo. Yo fui la primera en cruzar la línea.
—¡Vamos, son cosas que no pueden ni compararse!
—¡Sí, Lucy, te aseguro que sí! —Levantó la vista—. Vi la cara que puso al comprender lo que yo había hecho. Lo herí en lo más profundo. Me entrometí en sus asuntos, y de la peor manera. En fin, que lo estropeé todo.
Lucy quiso replicar que entre Phillip y ella no había nada que pudiera estropearse porque en realidad entre ambos no había nada, pero se mordió la lengua. ¿De qué le serviría hablar si ella no la escuchaba?
—¡Y para colmo he acudido a la policía! ¡Nunca me perdonará, nunca!
«Volvemos al principio —pensó Lucy, agotada—. Otra vez».
—Estoy segura de que es inocente. Sé que no tiene nada que ver con ese horrible crimen. Pero lo acusarán de homicidio por culpa de lo de la coartada…
—Tendrá un juicio. Vivimos en una sociedad con leyes. Si es inocente (cosa que dudo) se demostrará. De modo que no tiene nada que temer.
—Vamos, Lucy, no sería la primera vez que un inocente va a dar con sus huesos en la cárcel por culpa de simples indicios, y se pasa allí años, incluso décadas, hasta que se lo exculpa. ¿Cómo puedes creer que las leyes y los jueces son infalibles?
—Está bien, pero si es inocente, ¿por qué inventó una coartada? ¿Y por qué ha huido ahora? No, Geraldine, debes dejar de reprocharte cosas continuamente, y más si están relacionadas con él. Phillip Bowen nunca estuvo enamorado de ti. Nunca pensó en un futuro contigo. Para serte aún más clara: ¡se la traías floja! ¿Lo pillas o no?
Lucy se levantó. Estaba nerviosa e indignada, y de pronto sintió que estaba hasta la coronilla de todo aquello. Geraldine había sido su mejor baza, su mejor modelo, pero llevaba años aprovechándola sólo al mínimo y teniendo que soportar su desesperado amor por aquel impresentable. ¿Cuántas veces había tenido que posponer una sesión de fotos porque tenía los ojos hinchados de tanto llorar? ¿Cuántas veces había rechazado citas con hombres ricos e influyentes —que podrían haber sido muy importantes para su carrera— para pasar una noche congelada en el mísero apartamento de Phillip Bowen, suspirando por que él le dirigiera al menos la palabra? Estaba harta. Ya no podía más. Y, como mujer, le indignaba que otra se dejara humillar tanto por un patán.
—Decir la verdad sobre la coartada ha sido lo mejor que has hecho en tu vida, caramba, lo mejor. Y en este sentido lo único que me preocupa… —Se interrumpió para preguntarse si debía participarla de sus preocupaciones. Se había pasado todo el día anterior pensando en ello. No quería confundir aún más a Geraldine, dado el estado de desesperación en que se encontraba, pero consideraba su deber ponerla sobre aviso…
Geraldine la miró.
—¿Qué? ¿Qué es lo que te preocupa?
—Ya sé que tú crees en su inocencia, pero… en el supuesto caso de que no fuese así…
—¿El qué?
—En el caso de que hubiera cometido esos espantosos asesinatos… O sea, en el caso de que sea culpable (y te recuerdo que no tienes nada que demuestre lo contrario), entonces se trata de un hombre extremadamente peligroso. Un loco. Una bomba de tiempo. Y lo has hecho enfadar.
—No entiendo qué pretendes decirme.
—Sólo digo que no deberías correr ningún riesgo. Quizá tenga más deseos de venganza de los que crees. Quizá vuelva a perder el control sobre sus actos. No quiero que… No quiero que te pase nada, ¿entiendes? ¿Me prometes que tendrás cuidado?
—Lucy, me parece que…
—¡Promételo!
Geraldine se reclinó en el sofá. Su camisón arrugado y sucio se le abrió por la cintura. Lucy vio las hendiduras junto a los huesos de la cadera, y unas costillas que se marcaban de tal modo que parecían querer salirse de la piel. «Está en los huesos», pensó.
—Te lo prometo —le dijo Geraldine inexpresivamente.
También podría haberle prometido que bajaría el Kilimanjaro montada en un trineo. Su palabra habría tenido el mismo valor.
En algunas fotos, Elena se veía preciosa. Era la típica española, morenaza, de ojos negros, temperamental y llena de vida. Pero en las pocas ocasiones en que coincidieron, Jessica se dio cuenta de que cada vez se parecía menos a la Elena de aquellas fotos. Su palidez aumentaba, y parecía perder fuerzas y ser cada vez más bajita, más delgada y más arrugada.
Pero nunca la había visto tan mal como aquella tarde.
«Ha envejecido varios años», pensó al abrirle la puerta.
—Me he apuntado a un curso de formación —le había dicho Elena por teléfono—. De ahí que no estuviera en casa en toda la mañana, pese a ser sábado. Cuando volví, a las seis de la tarde, Ricarda ya no estaba.
—Quizá haya ido a casa de alguna amiga, o…
—No se ha movido de casa desde que volvió de Stanbury. Además, no tiene ninguna amiga íntima. Y a las compañeras con que mejor se llevaba ya las he llamado, igual que a las del equipo de baloncesto, pero nadie la ha visto ni sabe nada de ella.
—Bueno, aun así yo no pensaría inmediatamente en lo peor. Puede…
Elena la interrumpió una vez más.
—Se ha llevado su bolsa de viaje, varias camisetas, tejanos y ropa interior. Además ha… ha cogido algo de dinero que había en mi escritorio.
—Oh.
La voz de Elena sonó muy tenue y desanimada.
—Te aseguro, Jessica, que no te molestaría si no estuviera desesperada.
—Por desgracia, Ricarda nunca me aceptó como la nueva mujer de su padre —dijo Jessica— y jamás me confió ni el más mínimo secreto. Me temo, pues, que no podré ayudarte…
—Bueno, hay algo más —le dijo Elena tras una breve pausa—. Ricarda se ha dejado su diario. En principio jamás me atrevería a mirarlo, pero…
—¿Has leído su diario?
—¡Mi hija está enferma, Jessica! ¡Tiene que estarlo para escribir así! Lo que he leído me ha afectado mucho. ¿Tendrías… podemos hablar unos minutos? Tengo miedo, Jessica, jamás había tenido tanto miedo por mi hija.
Se sentaron en la terraza, pues todavía no había refrescado y fuera de casa se estaba mejor que dentro. Jessica sacó vino blanco y dos copas, así como panecillos untados con paté, pero Elena ni siquiera los probó. Se limitó a beber pequeños sorbos de vino y arrugar de vez en cuando la frente, como si tuviera jaqueca. Llevaba un vestido de color claro, muy elegante aunque un poco desaliñado. Estaba claro que desde la mañana no se había duchado ni cambiado de ropa. Su cabello espeso y negro ya comenzaba a virar hacia el gris, y tenía la nuca perlada de sudor.
El jardín estaba lleno de sombras y olores veraniegos, y se oían los primeros sonidos que trae consigo la noche. Mientras tanto,
Barney
, tumbado sobre la hierba, mordisqueaba con interés una rama que había cogido durante su paseo y había arrastrado jadeando hasta su territorio. Todo parecía tan normal como siempre, incluso más hermoso y apacible que nunca, pero todo había cambiado desde que Elena había entrado en la casa. La ex mujer de Alexander se mostró tímida y en extremo educada, pero su modo de cruzar el pasillo y el comedor hacia la terraza no dejó lugar a dudas de que aquélla también había sido su casa.
¿A qué se debía que resultase tan claro?, se preguntó Jessica. ¿Porque no vaciló como suele hacer cualquier invitado al entrar en una habitación desconocida? ¿O porque no mostró ninguna curiosidad por ver la casa? ¿O porque su aparente timidez era en realidad tacto y discreción? ¿O sólo se lo imaginaba porque sabía que Elena había vivido allí? Quizá se trataba de una extraña relación de armonía: Elena encajaba perfectamente en la casa, y viceversa.
De repente supo la respuesta a lo se preguntaba desde su vuelta de Inglaterra, y lo tuvo tan claro que le pareció increíble haber dudado al respecto: no, no se quedaría en aquella casa. Nunca había sido su verdadero hogar, y eso ya no cambiaría. Era la casa de Alexander, Elena y Ricarda.
No la suya ni la de su bebé.
Y lo que más le dolió fue comprender súbitamente lo importante que habría sido irse a vivir a otra casa con Alexander, porque ahora le quedaría algo. Habían cometido un error habitual en mucha gente. Sólo que ellos, por la repentina muerte de Alexander, ya nunca podrían subsanarlo. «Son cosas que pasan —se dijo—, pero ¿por qué ha tenido que tocarme a mí precisamente?»
Intentó concentrarse en Elena, que estaba hablándole de Ricarda. De lo cambiada que había vuelto tras «lo de Stanbury». De que ahora se mostraba impertinente e insolente o bien se aislaba en su propio mundo. De que se negaba a volver al colegio. De que ni siquiera se vestía y jamás salía de casa.
—Por supuesto, me consta que necesita ayuda psicológica —añadió—, pero también se opuso a ello con uñas y dientes. Y no podía obligarla a someterse a tratamiento contra su voluntad. No sé, quizá debí ser más dura con ella.
—No hubiese servido de nada —dijo Jessica—. Cada uno tiene su propio modo de superar el horror. Cada uno necesitará su tiempo, Ricarda quizá más que el resto. Está en una edad muy difícil.
—No ha superado lo de nuestra separación. Adoraba a su padre, y verlo sólo los fines de semana fue un golpe terrible para ella. Y si a eso le sumas… —Se interrumpió, pero Jessica supo qué intentaba decir—. …que se casara conmigo —añadió—. Eso acabó con todas sus esperanzas, ¿verdad?
—Sí —admitió Elena, cansada—, así fue.
Y con manos ligeramente temblorosas abrió su bolso para sacar una gruesa libreta verde. Por desgracia Jessica sabía lo que era. El diario de Ricarda. Volvió a verlo en manos de Patricia y a escuchar la frialdad con que su amiga (¿amiga?) lo había leído en voz alta. Fue un recuerdo tan repentino e intenso que no pudo reprimir un suspiro.
Elena lo malinterpretó y se apresuró a comentar:
—Lo sé, lo sé, no tenía que haberlo hecho. Créeme, en circunstancias normales jamás habría abierto esta libreta, pero estaba desesperada y ya no sabía qué hacer…
—Te entiendo —respondió Jessica—. Yo habría hecho lo mismo.
Elena palideció al observar el diario de su hija.
—Pero ahora me arrepiento de haberlo leído —musitó—. Dios… ha escrito cosas horribles, llenas de odio y rabia. Ideas espantosas… A esto me refería cuando afirmé que está enferma. Esto que ha escrito… no es normal.
Jessica se levantó. Sabía perfectamente a qué se refería Elena, y rogó que su expresión no la delatara. Intuía que era mejor no mencionar lo sucedido en Stanbury; seguro que Ricarda no le había contado nada al respecto, y si ella lo hacía sólo conseguiría asustar a Elena aún más.