»No quiero que Ricarda se entere nunca de lo de Marc. Prométeme, Jessica, que nunca se lo contarás.
»Tendría que haber acudido a un abogado, a un juez… pero si lo hubiera hecho, mi hija se habría quedado sin padre, porque él jamás habría renunciado a Stanbury por ella. Y Ricarda lo adoraba. En el fondo, cualquiera de mis opciones habría provocado dolor. Dejarla ir o prohibírselo; daba igual.
»Y ahora me encuentro desesperada, presa del miedo más pavoroso, temiendo que mi propia hija podría ser… ser la persona que no logró seguir soportando la terrible calma de Stanbury».
Evelin no tenía buen aspecto, pero había adelgazado unos kilos, lo cual la hacía parecer menos pesada y torpe de lo normal. Llevaba pantalones, algo inusual en ella, y una camiseta necesitada con urgencia de un lavado y planchado rápido. Ofrecía una imagen totalmente desaliñada. Olía a sudor y tenía el pelo grasiento. No se había maquillado y sus pies —iba descalza— estaban bastante sucios. Se alojaba en una habitación pequeña y barata del Fox and Lamb, y daba la sensación de que no se había movido de allí desde que había llamado a Jessica presa del pánico.
Se sintió ansiosa e incómoda al verse de nuevo allí. Había pasado poco más de un mes desde que llegó por primera vez a ese hotelito, aturdida por los acontecimientos y sin dar crédito a la celeridad con que la policía hallaba culpables y luego los soltaba aduciendo cosas que ella desconocía. Desde su regreso a Múnich había recordado todo aquello en la distancia, pero ahora era como si el tiempo no hubiese pasado, como si nada hubiese cambiado.
«Y es que en el fondo no ha cambiado nada —pensó—. Seguimos sin saber quién es el culpable. Al principio la policía creyó que era Phillip, después pensaron en Evelin, y ahora las sospechas han recaído sobre Phillip. Elena teme que sea Ricarda y yo he dudado muchas veces de Leon. Así que nada ha cambiado. Aún no sabemos nada».
—¡Evelin! —dijo—. ¡Cuánto me alegro de verte! —Avanzó hacia su amiga con los brazos abiertos—. ¡Y estás más delgada!
—No es que eso fuese importante, pero quería decirle algo positivo y que le hiciera ilusión.
—Sí, lo sé, ahora la ropa no me aprieta tanto. —Se levantó y respondió al abrazo de su amiga con fervor, casi aferrándose a ella—. Gracias por venir —le susurró—. ¡Te lo agradezco tanto!
—Faltaría más —contestó Jessica, sintiéndose un poco avergonzada porque al principio había querido escurrir el bulto. Evelin había tenido que aguantar que se sospechase de ella pese a que seguramente era tan inocente como los demás. No podían dejarla en la estacada. Otra vez no. Ya lo habían hecho demasiadas veces.
—Mi abogado estuvo aquí ayer por la tarde —dijo Evelin—. Qué amable, ¿no? ¡Un sábado por la tarde! Me dijo… me dijo que no tardarían en dejarme volver a casa. Que mañana se encargaría de que me entregasen el pasaporte. Que no tenían ninguna prueba definitiva que me inculpara.
—¡Estupenda noticia! ¿Sabes si han detenido a Phillip Bowen?
Evelin negó con la cabeza.
—Al menos hasta ayer por la tarde no. Me lo dijo mi abogado. Y hoy la radio no ha dicho nada al respecto, aunque no dejan de emitir anuncios sobre su busca y captura. De modo que si lo tuvieran lo dirían, ¿no crees?
—Supongo. ¿Ya están seguros de que fue él?
Evelin se encogió de hombros.
—Lo que sí saben seguro es que su coartada era falsa de principio a fin, y que cuando lo descubrieron él huyó de su piso. No parece del todo inocente, ¿no crees? De hecho, parece culpable.
Jessica suspiró.
—O lo es, o al enterarse del crimen se comportó de un modo tan tonto y absurdo que ya no sabe cómo demostrar su inocencia. Ojalá se aclare todo lo antes posible.
—Ojalá.
De pronto les entró cierta timidez. Tras el espontáneo abrazo volvieron a recordar todo lo sucedido, y el ambiente se cargó de una incómoda tensión.
—¿Has dicho a alguien que venías a verme? —preguntó Evelin.
Jessica estuvo a punto de contestarle que no quedaba mucha gente con quien hablar de ello, pero le dio miedo la reacción de su amiga y prefirió no decir nada al respecto.
—Quise decírselo a Leon —le contestó—. Lo llamé dos veces, pero no estaba en casa. Así que sólo lo sabe Elena.
Evelin la miró con los ojos como platos.
—¿Elena? ¿Has hablado con ella?
—Sí, el otro día. Quiero decir, ayer. Por Ricarda.
En pocas palabras le explicó sus temores de que la chica se había fugado para estar con Keith Mallory. Se abstuvo de mencionar el miedo de Elena respecto a la inocencia o culpabilidad de su hija. Tenía la sensación de que Evelin aún no estaba capacitada para asimilar noticias que pudieran resultar desconcertantes o preocupantes.
—Elena debería dejar que Ricarda siguiese su propio camino —dijo Evelin—. Si la niña está enamorada de ese Keith y quiere vivir con él, ¿por qué impedírselo? No hace daño a nadie, y además está bien que tenga las cosas tan claras. No quiere depender de nadie y se limita a seguir sus instintos. Sabes, en cierto modo la envido.
—Sí, bueno, pero sólo tiene quince años. Elena no puede quedarse de brazos cruzados como si no pasara nada. Al menos tiene derecho a saber dónde está.
Evelin cambió bruscamente de tema:
—¿No sabrás por casualidad si en mi casa está todo bien? Le pedí a mi asistenta que…
—Fue a verme. Le pagué y le pedí que me dejara la llave para ir a echar un vistazo. No te preocupes por nada. La casa está perfecta.
—No es que sea muy importante —murmuró Evelin. Miró más allá de Jessica, hacia la ventana—. De hecho ya nada es importante. Pero de algún modo, no me preguntes por qué, todos nos asimos a las cosas más banales, ¿no? ¿A ti no te pasa? Mientras estuve en la cárcel no dejé de preguntarme si la mujer de la limpieza se acordaría de regar las plantas, y te juro que me preocupó mucho el que no lo hubiera hecho y se hubieran resecado. ¿No es una locura? Ahí estaba yo, acusada de asesinato en una prisión inglesa, sin saber lo que será de mí, habiendo perdido a mi marido y a dos de mis mejores amigos, ¡y lo único que me preocupa son las plantas de mi jardín! ¡No es normal!
—¿Y qué es normal en lo que acaba de sucedernos? —Jessica se apartó el pelo de la frente. Hacía mucho calor y estaba muy cansada—. ¿Cuánta gente ha pasado por algo así? En estos casos no hay pautas de comportamiento: cada uno intenta asimilar las cosas a su manera, y al parecer tú necesitas concentrarte en lo que llamas «las cosas más banales». Me parece lógico.
—Si tú lo dices… —repuso Evelin, y pareció sentirse aliviada, como si de verdad hubiese estado preocupada por su salud mental.
Jessica sabía que en ese momento Elena estaría en casa junto al teléfono, esperando su llamada.
—Si no te importa que te deje una horita sola —dijo—, iré a casa de los Mallory. Tengo que saber si Ricarda está allí. Elena estará muerta de ansiedad.
—¿Volverás?
—Claro que volveré. Tú entretanto acuéstate un rato; pareces agotada. Y cuando vuelva saldremos a tomar algo, ¿vale?
—Vale.
Alquiló un coche pequeño con una suspensión muy mala. Notaba en su cuerpo todas las irregularidades del terreno. Se preguntó cómo le sentaría a su bebé y decidió empezar a preocuparse más por él. Aquella noche no tomaría vino. Suspiró. Necesitaba tanto relajarse…
Había pedido a la chica de recepción que le explicara cómo llegar a la granja de los Mallory. Era la misma que en abril, la del acné, y cuando vio llegar a Jessica se quedó mirándola embobada. Los asesinatos de Stanbury, la posterior estancia de los supervivientes en el Fox and Lamb y la asidua presencia de la policía, incluso aquel detective de Scotland Yard, habían aportado una dosis de emoción y dramatismo a aquel pueblo somnoliento. Ahora Evelin había reaparecido, y de pronto también Jessica.
Miró a la chica, que sin duda se moría por escuchar una nueva entrega de aquella película policíaca en directo, y sintió aversión hacia ella.
—Me llamo Prudence —dijo la chica con tono confidencial—. Debo decirle que todo esto me parece muy misterioso, ¿no cree? ¿Se ha confirmado la inocencia de la señora Burkhard?
—Así es —dijo Jessica, lacónica.
Prudence esbozó una mueca que se pretendía cargada de compasión, pero no resultó del todo convincente.
—¡Pobre señora Burkhard! Tiene que ser horrible que sospechen de ti. ¡Y ella tuvo que estar cuatro semanas en la cárcel sin saber si al final la soltarían o no!
—Sí, bueno, nos puede pasar a todos. Y ahora, ¿podrías indicarme cómo…?
Prudence no tenía la menor intención de dejar escapar tan pronto a su presa. Quería enterarse de más cosas.
—¡Lo peor es que ese tipo aún anda suelto por ahí! Acabo de oír por la radio que siguen buscándolo, y la verdad es que da miedo. Quiero decir, ese tipo está chalado. ¡Quizá sea un asesino en serie o yo qué sé!
—Querría ir a…
—Por suerte la prensa aún no se ha enterado de que la señora Burkhard vuelve a estar aquí —añadió Prudence, en realidad apenada de que así fuera—. Creo que estuvieron esperándola a la salida de la cárcel, pero por lo visto su abogado supo darles esquinazo. Todos creen que la señora Burkhard está en Londres. Qué suerte, ¿eh? En estas situaciones nadie quiere que los periodistas se pasen el día incordiando.
Jessica no tenía duda de que si algún periodista se acercaba al Fox and Lamb en busca de información, Prudence se encargaría de comentarle un par de detalles que en cuestión de minutos atraerían un enjambre de reporteros. Ojalá el abogado de Evelin recuperara lo antes posible el pasaporte de su amiga y pudieran marcharse de allí.
Finalmente logró que la cotilla de Prudence le describiera el camino hasta la granja («Tiene varias opciones. Seguro que prefiere una de las que no la obliguen a pasar por delante de Stanbury, ¿no? ¡Si yo fuera usted no tendría ningunas ganas de acercarme a aquel lugar!»), y se puso en camino. Hacía una tarde clara y calurosa. La naturaleza había cambiado mucho en el último mes. Los árboles ya no tenían ese follaje suave de la primavera, sino las hojas fuertes del verano. En los campos empezaba a crecer el grano, y las amapolas teñían de rojo los márgenes de los caminos. Incluso este paisaje más bien remoto y árido se había llenado de colores y abundancia, y el cielo lucía azul claro.
«Qué bonito es todo esto», pensó Jessica, y se sorprendió de que aún le atrajese aquel paisaje, escenario de los más terribles recuerdos. En una ocasión se vio obligada a parar por un rebaño de ovejas que cruzaba la carretera. Intentó imaginarse a Ricarda en aquel lugar, que en otoño e invierno se volvía de lo más inhóspito. Intentó pensar en ella convertida en mujer de un granjero. La vio andando por los campos con sus botas de goma, dando de comer a las gallinas, arreglando las vallas y cocinando platos sustanciosos. La imaginó olvidándose de ir al cine, a conciertos y discotecas. Y, curiosamente, no le costó nada integrarla en aquel ambiente.
La granja quedaba bastante aislada, pero a la luz del atardecer parecía cálida y acogedora. Nadie salió a recibirla cuando detuvo el coche. Sólo al bajar se encontró con un perro negro dormitando sobre una franja de hierba entre dos establos. Al verla, el perro levantó la cabeza, movió la cola ligeramente y siguió tumbado. El hocico gris y el velo lechoso que le cubría los ojos revelaban que ya era viejo, y al parecer se había jubilado como perro guardián.
Jessica se dirigió a la casa y llamó a la puerta. Tardó unos segundos en oír pasos, y finalmente le abrió una mujer de aspecto triste y apesadumbrado. Llevaba el pelo enmarañado, no iba maquillada y sus ojos delataban muchas horas de llanto.
—¿Sí? —preguntó, recelosa.
Jessica le tendió la mano.
—Hola, soy Jessica Wahlberg. Una… parienta de Ricarda.
La mujer se sobresaltó levemente. Así pues, Ricarda no le era desconocida.
—Gloria Mallory —respondió—. ¿Quiere hablar con mi hijo?
—En realidad quería hablar con Ricarda…
Pero Gloria se había dado la vuelta y estaba llamando a su hijo:
—¡Keith! ¡Keith! ¡Aquí hay alguien que pregunta por ti!
No tardó en aparecer un joven alto, de hombros anchos y una cara franca y agradable.
—¿Sí?
—Esta señora… —dijo Gloria, dando un paso atrás.
—¿Sí? —repitió Keith.
—Me llamo Jessica Wahlberg. ¿Eres Keith Mallory?
—Sí —respondió él, en un tono más frío que antes. No es que de pronto se mostrara antipático, pero sí un poco a la defensiva.
—La madre de Ricarda y yo estamos preocupadas por ella, pues ha desaparecido en un momento en que anímicamente no está bien. Estoy buscándola.
—¿Y por qué ha venido aquí?
—Porque sabemos que entre vosotros hay una amistad muy especial. Imaginamos que ella querría vendría aquí.
—No está aquí.
Jessica lo miró a los ojos.
—Por Dios, Keith, tienes que decirme la verdad. No queremos enfadarnos con ella ni nada de eso; es sólo que su madre está muy angustiada. Tienes que comprenderlo.
El chico hizo un gesto de rechazo.
—Por una vez en la vida tendrían que ponerse en el lugar de Ricarda —dijo—. Ya ha sufrido demasiado para su edad. Primero la separación de sus padres, luego el segundo matrimonio con usted, después las aburridas vacaciones en Stanbury House, rodeada de un grupo de pirados que no la dejaban moverse, y finalmente esa matanza en la que perdió a su padre. La mayoría de las chicas de su edad se derrumbarían.
—Exacto. Ricarda está traumatizada y necesita ayuda. Aún no está en condiciones de vivir su propia vida. Tienes que entenderlo, Keith.
—Quizá es que no quiere seguir soportando a su familia, ¿no le parece? A su madre, que le deja hacer lo que le viene en gana; a su madrastra, que le robó a su padre, y —su mirada bajó hasta el vientre de Jessica— a su nuevo hermanito, que sin duda la habría alejado aún más de su querido padre. A veces las personas necesitan un cambio radical en su vida.
Jessica se esforzó por no perder los estribos. Miró más allá de Keith y se dirigió a Gloria, que escuchaba la conversación en silencio.
—Señora Mallory, ¿usted tampoco sabe dónde puedo encontrar a Ricarda?
Gloria se encogió de hombros. Parecía muy incómoda, y Jessica se preguntó a qué podía deberse. Se dirigió de nuevo a Keith:
—Mira, me alojo en el Fox and Lamb. Si por casualidad te enteraras de dónde está Ricarda, te agradecería fueras a decírmelo, o bien que me telefonees. Ni su madre ni yo queremos hacer nada que la perjudique, pero no olvides que sólo tiene quince años. Es menor de edad. Y no podemos quedarnos de brazos cruzados ante su desaparición.