—No sabía adónde ir.
—¿No quieres ir a tu piso?
—Es que… es muy silencioso. Y está muy vacío. Creo que… —se encogió torpemente de hombros— que todavía no he aprendido a vivir solo.
Jessica lo compadeció.
—Ve al salón —le dijo—. Prepararé un té.
—¿Tienes whisky?
—El té te sentará mejor.
Él asintió dócilmente.
—No quiero molestarte —dijo—. Seguro que piensas que soy un desastre.
Jessica meneó la cabeza.
—Teniendo en cuenta lo sucedido, más bien diría que te comportas de un modo muy normal —le dijo.
Mientras él esperaba en el salón, ella puso a hervir algo de agua, cogió dos tazas del armario, les puso sendas bolsitas de té y las colocó con el azucarero en una bandeja. No estaba nada cansada. En realidad no había llegado a dormirse del todo, como solía ocurrirle últimamente.
Leon estaba sentado con las piernas dobladas sobre el sofá. Ella le puso el té delante.
—Déjalo reposar un poco —dijo.
Él la miró. De pronto ella se dio cuenta de que casi no llevaba ropa: sólo una holgada camiseta de Alexander que apenas le cubría los muslos. Tendría que haberse puesto la bata, pero el calor de los últimos días se había apoderado de su casa y la verdad es que estaba más cómoda así. «¿Qué hay de malo en ello?», se dijo.
—Hay días —empezó Leon— en los que pienso que lo tengo todo controlado. Pero entonces vuelvo a derrumbarme y me doy cuenta de que mi supuesta recuperación es sólo un espejismo. De que el dolor sólo se ha acostado a descansar un rato y yo he sido tan tonto como para creer que se ha marchado. No lo sabía. ¿Y tú?
—¿Saber qué?
—Que el dolor necesita descansar. Que no puede acosar a la misma persona continuamente sin agotarse. Que tiene que descansar. Entonces la gente piensa que se ha ido para no volver y cree que puede empezar una nueva vida, pero es un error. Un terrible error.
—Sí, bueno, pero algún día deja de ser tan insidioso. No importa las veces que tenga que acostarse para recuperar fuerzas: con el tiempo acaba perdiendo rabia y agresividad. Al principio casi no se nota, pero te aseguro que es así. Y entonces, un día, desaparece.
—Quise venir a verte. Estar solo es… bah, da igual. El caso es que pensé que después de lo de la cena no te agradaría verme por aquí. Así que fui a un bar. Allí al menos había gente. Pero al final ya sólo quedaba yo, el último cliente, y volví a encontrarme solo. La soledad reapareció como el dolor, y me dijo: «Ey, hola, ¿acaso pensabas que me había olvidado de ti?». Genial, ¿no crees? La soledad te deja solo, pero luego siempre vuelve. Es jodidamente fiel.
—Leon —le dijo ella con dulzura—, deberías dejar de pensar esas cosas. Tienes un aspecto horrible. Necesitas dormir. Puedes tumbarte en el sofá y yo puedo darte un somnífero suave para que puedas dormir doce horas seguidas por una vez. Al despertar te encontrarás mejor.
—No quiero dormir. Quiero hablar contigo.
Jessica suspiró.
—Diciendo estas cosas sólo lograrás martirizarte, y eso no es bueno.
Él movió la cabeza.
—No quiero hablarte de mi… familia. De Patricia y las niñas. Eso no puedo hacerlo siempre, y hoy es uno de esos días en que no lo aguantaría.
—Leon…
Tenía miedo de cualquier cosa que él pudiera decirle. Miedo de sus autoacusaciones y sus análisis de la situación. Y miedo de su dolor, porque en el fondo era el mismo que ella se esforzaba por mantener a raya, y tal vez sus palabras acabarían conmoviéndola y entonces él entraría en su vida. De pronto se arrepintió de haberlo dejado pasar a esas horas. Quería estar sola. Quería tener la oportunidad de recomponer sus propias ruinas. No quería que los añicos de su vida se mezclaran con los de otra persona.
—Quiero hablarte de Marc —dijo él entonces.
La noche era oscura y helada, pero a él le pareció perfecta para lo que estaban haciendo. El frío le daba un toque de seriedad y la luz de las velas, que iluminaban sus rostros de manera tenue y titilante, hacía que todo pareciera más emocionante. De vez en cuando alguno de ellos se movía; entonces crujía alguna madera del suelo y los demás lo hacían callar.
—¡Chist!
Si alguno de los profesores o educadores los descubría, los expulsarían del colegio sin miramientos y sin la menor posibilidad de perdón o de una segunda oportunidad. Ellos lo sabían, y eso era precisamente lo que lo hacía todo tan emocionante. Fumar era una de las máximas prohibiciones del internado. Peor que tomar alcohol. Esto último también estaba prohibido, pero no de un modo tan riguroso como el tabaco. Si descubrían a un alumno bebiendo, le caía un castigo ejemplar y, a partir de ese día el chico en cuestión no podía permitirse el menor fallo de conducta, porque entonces sí lo expulsaban del colegio.
La brasa de los cigarrillos brillaba roja en la oscuridad. La habitación había ido llenándose de humo y cada vez les costaba más respirar. Los chicos se habían metido en un minúsculo trastero en desuso, separado del resto del desván por unos tablones. Si alguien oyera algún ruido y subiera a investigar, aquél era el único sitio donde quizá pudieran librarse de ser descubiertos. Además, en aquel espacio tan reducido, el calor de sus cuerpos, unido al de las velas y al de los cigarrillos, contribuía a hacer soportable el frío. En el enorme desván, que abarcaba toda la superficie del edificio, aquello habría sido impensable.
Los chicos fumaban concentrados y casi sin hablar. De hecho tenían poco que contarse. Además, una experiencia como aquélla resultaba más emocionante e intensa en silencio que parloteando. Aquella noche del desván tenía un significado especial: dentro de diez días sería Navidad y ellos dejarían de verse durante tres semanas. De modo que aquel encuentro nocturno era en cierto modo un ritual de despedida. Y también, aparte de eso, tenía que ser algo que les quedara como recuerdo. Algo para después, para la época de después del colegio. Él les dijo que la vida no era ni más ni menos que una acumulación de recuerdos, y que los recuerdos negativos también contaban, por supuesto, pues no había modo de librarse de ellos; de ahí que fuera tan importante potenciar los buenos recuerdos de experiencias divertidas, emocionantes, entretenidas y excitantes. A veces le daba por pensar que en el momento de su muerte él se daría cuenta de que se le había escapado lo mejor de la vida. Por algún motivo, aquello le obsesionaba. Pero no hablaba con nadie de ello, por temor a que los demás se rieran de él. ¡Sólo tenía dieciséis años y ya se pasaba las noches pensando en el momento de su muerte!
Lo de escaparse para fumar juntos en plena noche fue, por supuesto, idea suya. De hecho, casi todo lo que hacían era idea suya. «Leon volverá a meternos en problemas», solía decir Alexander. Claro. Le encantaban los desafíos y provocar a los demás. A los catorce años forzó la puerta de un coche y convenció a todos para dar una vuelta. Afortunadamente nadie los pilló. Como tampoco aquella vez en que pintarrajearon las paredes del internado con frases y dichos graciosos sobre los profesores. Evidentemente, a éstos los grafitis no les hicieron ninguna gracia y se armó un verdadero revuelo. Leon se lo pasó en grande con aquella historia e incluso fotografió las paredes pintadas antes de que llegaran los de la limpieza. Y es que las frases eran de verdad muy graciosas y Leon dijo que todo aquello tenía que quedar para la posteridad.
Dio una buena calada al cigarrillo. No era la primera vez que fumaba, ni mucho menos. Durante las vacaciones lo hacía a menudo, y algunas veces también con los amigos, los sábados cuando iba a la discoteca, o bien en el parque, escondido tras un arbusto. Bueno, lo había hecho con Tim. Alexander todavía no se había atrevido, y a Marc siempre le daba miedo por su asma. Le gustaban los dos, pero a veces los despreciaba un poco. Marc era el típico hijo único, hipermimado, que siempre se quejaba de alguna que otra pupa (Leon estaba seguro que la mayoría eran exageraciones suyas, o mejor dicho, ideas que la pesada de su madre le metía en la cabeza). Y Alexander estaba siempre preocupado por si metía la pata o hacía o decía algo que no gustara a los demás. Por si no caía bien y lo dejaban de lado. No era de extrañar, teniendo en cuenta cómo era su padre y cómo lo había educado. Leon lo conocía; en una ocasión habían ido todos a pasar las vacaciones en su casa. Era un viejo cascarrabias. No estaría de más que Alexander fuera liberándose de su influencia poco a poco.
Hacía días que hacía un frío terrible. Los chicos habían estado rebuscando en las arcas y cajas acumuladas a la entrada del desván, se habían hecho con algunos muebles viejos de la escuela y con los decorados construidos por los del grupo de teatro, y al final cada uno había cogido una manta o lo que pudiera encontrar para taparse. Alexander era el que estaba más ridículo: había pillado un abrigo negro largo hasta el suelo, con un cuello enorme y exagerado, de piel falsa, que le hacía parecer un zar ruso.
Un trágico zar ruso, pensó Leon. Trágico por sus rasgos, siempre demasiado serios y una pizca melancólicos. Aunque de vez en cuando se burlaba de él por su carácter, lo cierto es que Leon admiraba el físico de Alexander: había sido un niño precioso, era un adolescente encantador (si había alguien a quien aún pudiera atribuírsele este manido adjetivo, ése era Alexander, sin duda), y seguro que acabaría siendo un adulto muy atractivo. Leon, que concedía mucha importancia al aspecto físico y era perfectamente consciente de su propio éxito con las chicas, se sentía muy cercano a él por cuanto a físico se refería, aunque Alexander solía mostrarse bastante indiferente en ese tema. Tim en cambio… ¡por Dios! ¡Era cualquier cosa menos elegante! Leon lo miró disimuladamente. Tim era divertido y desvergonzado y no tenía miedo a nada, y por eso solían pasar la mayor parte del tiempo juntos, pero físicamente era fatal, no podía decirse de otro modo. Desde hacía más o menos un año se había apuntado a la moda ecologista y, por motivos que Leon no alcanzaba a comprender, no había vuelto a cortarse el pelo, llevaba unos jerséis que le tejía su madre con lana natural e iba a comprar con una bolsa de tela de yute (lo cual, todo sea dicho, pegaba con el tipo de tiendas naturistas que solía frecuentar). Con aquella melena y aquellos jerséis siempre demasiado grandes (Leon se preguntaba si la madre de Tim aún pensaba que su hijo estaba en época de crecimiento) parecía un Jesucristo moderno. Llevaba siempre su pin contra la bomba atómica, leía libros sobre psicología, y después de la selectividad quería marcharse un año a la India y después empezar la carrera de psiquiatría. Podría haber sido un tipo perfectamente insoportable, pero había algo más en él; algo muy difícil de comprender y definir. Tenía aspecto de pacifista-idealista, y hacía lo posible por potenciarlo, pero en el fondo no era así. Sus ojos escondían un brillo que fascinaba a Leon. A veces pensaba que algún día descubriría qué era, aunque tuviera que esperar varios años. Qué era ese destello de felicidad furtiva, que no provocaba felicidad sino más bien un escalofrío en quien lo observaba.
Alexander tosió en voz queda y rompió así el silencio casi sacro que mantenían. Leon sonrió.
—No irás a decirme que es la primera vez que fumas, ¿no? —le preguntó.
—Claro que no —respondió Alexander—. Además, no he tosido por el cigarrillo; me duele la garganta, y aquí arriba, con el humo y el frío, no creo que vaya a curarme.
La verdad es que el humo empezaba a ser bastante espeso, y los chicos sólo se veían unos a otros como tras un velo.
—El dolor de garganta no hace toser —dijo Tim. Él fumaba como un profesional, sin inmutarse, pese a que como apóstol de la salud tendría que ser el primero en dejarlo.
—¿Cómo que no hace toser? —preguntó Alexander—. Te aseguro que cuando me pica continuamente la garganta no hago otra cosa que toser.
Tim abrió la boca para contestar, pero ninguno de ellos llegaría a saber jamás lo que iba a decir. Lo que jamás podrían olvidar fue que en ese momento Marc empezó a resollar.
Él se había opuesto varias veces a la idea de esconderse para fumar porque tenía asma, pero ninguno le había prestado demasiada atención: al fin y al cabo, Marc siempre estaba con alguna de sus pupas y sus problemas de salud, y ya nadie le creía demasiado. Además, tampoco es que lo obligaran a hacerlo. En principio dijo que se quedaría en su habitación, o bien que subiría con ellos al desván pero que no probaría el tabaco. Ésa era la teoría, al menos. La realidad era que los cuatro formaban una sociedad secreta, un grupo indestructible desde hacía años, y para separarse de él habría hecho falta una decisión y una madurez que no suelen encontrarse en un chico de dieciséis años.
Marc siempre había estado exento de las clases de educación física. No podía arriesgarse a sufrir uno de esos ataques de asfixia que solía tener de pequeño y que, según les dijo el médico, podían volver a repetirse en caso de realizar un esfuerzo físico excesivo. «Cuando era niño me llevaron varias veces a urgencias en ambulancia, porque me quedaba sin aire y la cara se me ponía azul», les había contado en una ocasión. Ellos lo habían escuchado, pero sin demasiada atención.
De modo que cuando empezó a toser como si le faltara el aire, los demás lo miraron con asombro.
—¿Qué? ¿A ti también te duele la garganta? —le preguntó Leon.
Pero lo que para Alexander fue un acceso de tos, en Marc adquirió un cariz de lo más inquietante. Soltó el cigarrillo, levantó la cabeza y se retorció en busca de aire. Jadeó y resolló como un desesperado, y de su pecho emergió un espantoso ruido metálico.
A los chicos les entró miedo, aunque ninguno quiso reconocerlo delante de los demás. Tim, que era el que estaba más cerca, alargó un pie y aplastó el cigarrillo de Marc, que seguía encendido en el suelo, para que al menos no se produjera también un incendio.
—Vamos, tío, cálmate —le dijo con dureza—. ¿Quieres que te dé unas palmaditas en la espalda? Quizá te has atragantado.
Marc no respondió y siguió luchando desesperadamente por respirar.
—Está teniendo un ataque de asma —dijo Alexander, asustado.
Leon soltó un gemido de dolor. Su cigarrillo había ido consumiéndose sin que se diera cuenta y le había quemado los dedos. Lo arrojó al suelo y lo pisó. Los demás lo imitaron.
Marc se cayó de la caja de mandarinas en que estaba sentado y se retorció sobre las baldosas del suelo. Pese a la débil iluminación, los demás pudieron ver que su rostro empezaba a amoratarse.
—¡Joder! —exclamó Alexander en voz baja.
Pasaron unos segundos, o quizá minutos, en los que todos se quedaron paralizados, mirando al amigo que luchaba por tragar un poco de aire y resoplaba como un animal agonizante.
Leon fue el primero en recuperar el sentido común.
—Tenemos que llamar a una ambulancia. ¡De niño también tuvo ataques como éste y pudieron salvarlo!
—¡No hables tan alto! —dijo Alexander—. ¿Quieres despertar a todo el mundo?
—Pues no veo cómo podremos llamar a una ambulancia sin despertar a todo el mundo —le respondió Leon.
Alexander lo cogió del brazo.
—Escúchame, ¿sabes lo que pasará si hacemos lo que dices? ¡Nos echarán del colegio, porque sabrán que hemos estado fumando!
Leon lo miró fijamente.
—Pero no podemos…
Marc empezó a sufrir espasmos y unos calambres terribles. Sacudió los brazos como un enloquecido y golpeó un taburete que cayó al suelo con cierto estrépito.
Tim, que era el que estaba más sereno, anunció:
—Me temo que para cuando venga el médico será demasiado tarde.
—¿Lo ves? —dijo Alexander, blanco como el papel—. El médico no podrá hacer nada por ayudarlo, y a nosotros nos echarán del colegio.
Marc chilló como un cerdo. Leon se mesó el pelo.
—Le falta aire pero sigue vivo —dijo, desesperado—. ¿Y qué pasará si sigue así durante una hora?
—Seguro que no aguantará una hora —opinó Tim.
Alexander cogió del brazo a Leon con tanta fuerza que le hizo daño.
—¡Leon, por favor! ¡Sabes que yo no quería estar aquí! Y al final seré yo quien salga peor parado. Mi padre…
—¿Sí? ¿Qué pasa con tu padre? ¿Qué te hará?
—Si me expulsan del colegio… no sé… ¡Vosotros no lo conocéis! Me desprecia. Le importo un rábano. No soporta mi forma de ser. Pero esto… estamos en una escuela de lujo. Si me echan… ¡Por Dios, intentad comprenderme! —Casi se atragantó—. Si me echan, tendré que pasarme el resto de la vida escuchando que no soy ni más ni menos que el pobre gilipollas que él siempre vio en mí.
—¡Pero no podemos dejar que Marc la palme por eso! —exclamó Leon, fuera de sí.
En ese momento pensó que estaban manteniendo un debate que ni siquiera tendrían que haber empezado. Y mucho menos él. Nunca lo habían expresado con palabras, pero todos tenían claro que él era en cierto modo el jefe de la pandilla. Los demás lo escuchaban. Él tomaba las decisiones.
Para entonces Alexander temblaba como una hoja. Marc ya sólo emitía algún que otro gruñido sordo y débil. Más adelante, Leon pensaría que fueron precisamente aquellos gruñidos lo que le decidió: aquellos sonidos tan sordos y tan débiles.
—Recoged vuestros cigarrillos —dijo—, y los ceniceros. Llevaos de aquí las cajas y las sillas en que nos hemos sentado.
Los otros dos comprendieron lo que se proponía: tenía que parecer que Marc había subido allí solo.
En silencio y deprisa recogieron todas las huellas o indicios que pudieran delatarlos: metieron en sus arcas las mantas y el abrigo de piel, recogieron las sillas, hicieron desaparecer las colillas… Sólo dejaron la caja sobre la que se había sentado Marc, un plato que hacía las veces de cenicero y dos velas que habían pegado al suelo con su propia cera. Marc ya no emitía ningún sonido ni se movía. Ninguno lo miró. Se comportaron como si no estuviese allí. Alexander seguía temblando, y se quedó en cuclillas, agazapado, junto a la escalera de mano que llevaba al piso de abajo.
Leon apagó las velas. El desván se quedó a oscuras.
—No, no puede ser —dijo Tim—, la gente se preguntará cómo es posible que… él… —se veía incapaz de llamar a Marc por su nombre— pudiera apagar las velas antes de sufrir su ataque de asma…
—Pero si no las apagamos provocarán un incendio —respondió Leon—. Quizá piensen que hubo una corriente de aire, o que las apagó al revolverse…