Cuando Keith acabó de dar buena cuenta de todo, se sentó en el sofá y dijo:
—Yo tampoco voy a volver.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Que no vas volver? ¿Adónde?
—Con mis padres. No volveré con ellos. Con mi madre no tengo problemas, pero no dejaré que mi padre vuelva a ponerme en ridículo nunca más.
—Podríamos vivir aquí —sugirió Ricarda, moviendo el brazo para abarcar el granero—. Podríamos decorarlo un poco y…
—Nena, eso es imposible. Para empezar, este granero es de mi familia; ni siquiera podríamos estar aquí. Además, tú sólo tienes quince años. Tu padre te buscaría y…
—¡El cuatro de junio cumplo los dieciséis!
—Da igual, todavía te faltan dos para la mayoría de edad. Aunque, claro, dieciséis es mejor que quince —añadió, al recordar lo que él mismo había pensado acerca de irse juntos a Londres—. En cualquier caso, te buscarán por todas partes, y aquí te encontrarían enseguida. Además, ¿de qué viviríamos?
Ella lo miró desalentada.
—¿Entonces?
—¿Qué te parecería… —vaciló—, qué te parecería irte conmigo a Londres?
—¿A Londres?
—Allí podríamos buscar trabajo. Alguna cosilla para ir tirando mientras yo me esfuerzo por estudiar lo que me gusta. Seguro que en Londres es más fácil que aquí. Podríamos alquilar un estudio, algo muy pequeño para empezar, y…
A Ricarda le brillaron los ojos.
—¡Oh, Keith, claro que sí! ¡Iré contigo a Londres! ¡Los dos juntos! Empezaremos una nueva vida. ¡Será maravilloso!
—¿Tienes dinero? —preguntó él.
Cuando despertó, Jessica no supo dónde estaba. No olía como siempre y la habitación estaba más oscura. El sol no se colaba por las cortinas cerradas llenando de rojo la estancia, entre otras cosas porque las cortinas no eran rojas sino marrones. Y la habitación no tenía la misma decoración.
Comprendió que no estaba en la habitación que compartía con Alexander, y de pronto recordó que la noche anterior había preferido acostarse en el pequeño dormitorio de la planta baja, junto a la cocina.
Era una habitación pequeña y alargada que originariamente había sido la despensa. Ahora, sólo para las vacaciones, no se necesitaba tanta despensa; los armarios de la cocina eran más que suficientes. Y un día a Patricia se le ocurrió reconvertir la despensa en pequeño dormitorio para invitados, por si alguna vez venía alguien más con ellos, cosa que por supuesto nunca ocurrió.
«Y ahora se ha convertido en refugio para miembros de parejas que se han peleado», pensó Jessica. Aunque en realidad ellos no se habían peleado. Los separaba una mentira y los acontecimientos de la tarde anterior, que habían sumido a Jessica en un mutismo absoluto. Era la primera vez que le pasaba algo así.
Alexander había traicionado a su hija.
Seguramente también había traicionado así a Elena hacía años.
Y la traicionaría a ella en cualquier momento.
Pondría una soga al cuello de cualquiera que lo enfrentase a sus amigos, sin importarle lo cercano que le fuera o el amor que le profesara.
La pregunta era cómo podría seguir viviendo con un hombre así.
Tras la escenita del día anterior había ido a dar un paseo por el jardín, acompañada solo por
Barney
y con el único deseo de no encontrarse con nadie, y menos aún con Alexander. Él era la última persona en el mundo que deseaba ver.
Cogió unos cuantos narcisos, aunque no fue consciente de ello hasta que se descubrió sosteniéndolos en la mano. Entonces se preguntó por qué se le habría ocurrido coger flores en un momento así. Quizá pretendía consolarse de algún modo con su belleza…
Después había subido a su habitación. Tenía algo de miedo, pero estaba decidida a hablar con Alexander. Sin embargo, él no estaba allí y Jessica sintió alivio. Puso las flores en un jarrón junto a la ventana, cogió su camisón y su cepillo de dientes y se dirigió a la habitación de invitados para pasar allí la noche.
Tardó mucho en dormirse, y cuando lo hizo no dejó de tener pesadillas que la despertaron varias veces confusa y atemorizada. Sólo al amanecer logró descansar un par de horas seguidas, pero al despertar se sentía cansada y consumida.
Alexander no había ido a buscarla. Ni por la tarde ni por la noche. Al parecer ya no sabían cómo acercarse el uno al otro.
Se levantó y cruzó descalza el recibidor. En el aseo de invitados se lavó muy por encima con agua fría y se puso la misma ropa del día anterior, arrugada y algo sudada. Tuvo la sensación de que iba sucia y desaliñada. En el espejo comprobó que tenía unas marcadas ojeras. Si no fuera porque tenía la piel algo bronceada de sus paseos diarios, le habría parecido que en el espejo la observaba un cadáver.
Decidió salir a dar una vuelta con
Barney
por el parque. Al fin y al cabo, no tenía hambre. Estaba algo mareada.
Parecía que iba a hacer mucho calor.
Y también que no sería un buen día.
* * *
Leon estaba sentado en la cocina. Tenía delante una cafetera llena y una tarta de arándanos algo seca que encontró en la nevera y que por alguna razón se había librado de los compulsivos ataques devoradores de Evelin. Picoteó un poco de tarta, haciendo muchas migas, y tomó varias tazas de café. Solo; sin leche ni azúcar. Su médico de cabecera le había recomendado que no abusara de la cafeína porque le provocaba taquicardia, pero eso ahora le daba igual. De hecho, a esas alturas casi todo le daba igual.
Aquella mañana, casi de madrugada, había llamado a su socia Nadja, una joven abogada suficientemente ingenua y confiada como para querer asociarse con él. Se habían acostado juntos varias veces, y tenían bastante confianza como para que él se atreviera a llamarla a su casa a las seis y media de la mañana.
Nadja contestó el teléfono en el baño. Leon lo supo por el eco de su voz.
—¿Qué tal va todo? —le preguntó él.
Ella se quedó sorprendida, hasta que comprendió que la pregunta no se refería a su estado, sino al del bufete. Suspiró.
—Leon, ya no tenemos trabajo. No nos queda ni un solo cliente, y los pocos casos que llegan son litigios basura que ni vale la pena mencionar. Me paso el día sentada mano sobre mano. Así que entenderás que me mueva para salir a flote.
Llevaba varios meses con el mismo discurso. En concreto, desde finales del año anterior. Y hacía unas semanas le había hablado de una oferta para trabajar en un conocido bufete de la ciudad. «Aunque no sé si al final me aceptarán», había añadido.
Leon dijo al teléfono:
—¿Que te mueves…? ¿Qué significa eso?
Ella suspiró de nuevo.
—Pues que me han aceptado en el otro bufete, Leon. Empezaré a trabajar con ellos el dos de junio. Lo siento, pero es una buena oportunidad para mí y… —Dejó la frase a medias.
—Claro —respondió él—, claro. —Pero en realidad no lo veía nada claro, así que añadió con cierta agresividad—: Seguir conmigo y luchar por sacar las castañas del fuego no es suficientemente lucrativo, ¿verdad?
Nadja suspiró por tercera vez. Aquella situación le resultaba de lo más desagradable.
—Llevamos una eternidad intentándolo pero no hay caso. Además, no entiendo cómo puedes echarme en cara que sólo me interese el dinero. De algo tengo que vivir, ¿no crees?
—Pues claro, como yo. ¡Sólo que además yo tengo una familia que alimentar!
—Es que tú tampoco podrás aguantarlo mucho más, Leon. Hasta ahora te las has arreglado pidiendo prestado, pero sin pararte a pensar en cómo harás para devolver todo lo que debes. Yo en tu lugar…
Leon colgó. Se quedó unos instantes sentado junto al aparato, esperando que ella le devolviera la llamada, pero no fue así. Nadja estaba encantada de largarse, y no quería seguir escuchando sus reproches o lamentos. Había emprendido su propio camino y no pensaba mirar atrás. Leon se sintió de pronto como un viejo tonto y derrotado.
Entonces, mientras estaba en la cocina atiborrándose de cafeína, se detuvo a pensar en lo que podría hacer a partir de ese momento. Cualquier cosa menos darse por vencido, por supuesto.
Aunque, ¿por qué no iba a poder darse por vencido?
Pues porque hacerlo junto a una mujer como Patricia significaba convertirse en un miserable y pobre desgraciado. Bueno, ahora estaba intentando echarle todas las culpas a ella, y eso tampoco era justo. Claro que su incapacidad para aceptar la derrota, asumir que no podía seguir por cuenta propia y desandar sus propios pasos tenía mucho que ver con Patricia. Eso era evidente.
Lo primero sería hablar con su banco. «Paso a paso —pensó—. He de ir poco a poco, sin perder la calma. Si pretendo adelantar acontecimientos acabaré con sofocos y taquicardia, y no podré pensar con claridad».
Así pues, el banco. Quizá volvieran a concederle una prórroga para saldar los intereses. Hacía unos años había mantenido una excelente relación con el director, incluso habían jugado al tenis en varias ocasiones, pero su amistad había ido enfriándose desde que él comenzara a solicitar créditos cada vez más elevados y a retrasarse en el pago de los intereses. Aun así, si apelaba a los viejos tiempos quizá…
Empezó a sentir un pinchazo en el corazón.
¡Calma, Leon, mantén la calma!
Tenía claro que no llamaría al banco desde el teléfono del recibidor, porque no quería que nadie escuchara su conversación y en esa casa siempre había alguien escondido tras alguna puerta. Ni siquiera se atrevía a coger el móvil y llamar desde el jardín. Lo mejor era alejarse dando un paseo por el campo y llamar cuando no hubiese nadie a la vista. Sólo tenía que recordar dónde había apuntado los intereses adeudados y…
Se sobresaltó al ver abrirse la puerta de la cocina. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no había oído acercarse a nadie. Era Evelin. Cojeaba más que nunca, y le llamó la atención la mala cara que tenía.
Ella también se sobresaltó al verlo.
—¡Oh! ¿Ya estás despierto? Pensaba que aún dormíais todos…
—Últimamente estoy volviéndome todo un madrugador —repuso Leon y sonrió, aunque no tenía ningún motivo para hacerlo y no entendía por qué forzaba tanto su expresión—. Parece que tú también, ¿eh?
—Sí, yo… —Hizo un gesto torpe con la mano—. Bueno, no he podido pegar ojo en toda la noche.
—¿Es por el pie? —preguntó, señalándoselo—. ¿También te duele cuando estás acostada?
—Me duele todo el rato.
—Tendrías que ir al médico, Evelin. Podrías tener un ligamento distendido, o roto, y con estas cosas no se juega.
—Ay, no sé. —Evelin le lanzó una mirada de lo más extraña y se dejó caer en una silla.
«Cada vez se parece más a un saco de harina», pensó Leon.
—Es que los médicos siempre me salen con que estoy demasiado gorda y tengo que adelgazar —continuó ella—. Voy a verlos porque me he hecho daño en el tobillo o porque me he torcido la muñeca, y salgo preocupada por la hipertensión, el colesterol, la osteoporosis y los problemas de corazón derivados de mi sobrepeso. Y lo único que me recetan es un poco de gimnasia y una dieta más estricta. —Hizo una mueca—. Y estoy harta, ¿me entiendes? Ya no puedo más.
Leon la entendía, aunque también entendía que ningún médico que se preciara podía pasar por alto el tema de su obesidad.
—De todos modos, deberías ir —insistió, sintiéndose algo incómodo.
—¿Puedo tomar un café?
Él asintió con la cabeza. Ella se levantó con esfuerzo, cojeó hasta el armario, cogió una taza, volvió a la mesa y se sirvió de la cafetera. El azucarero estaba ahí y Leon observó maravillado la cantidad de cucharadas que ella vaciaba en la taza. Entonces reparó en que ella estaba mirando fijamente la desmigajada tarta de arándanos, y se la ofreció.
—¿Quieres? Espero que no te moleste que la haya destrozado un poco…
Ella asintió. Claro que la quería. La devoró como si llevara días sin probar bocado, y después se tomó su café en pocos y largos sorbos.
—¿Sabías que…? —empezó, pero se detuvo para coger aliento, como si le costara un enorme esfuerzo poder acabar la pregunta—. ¿Tú sabías que Jessica… estaba embarazada?
—Pues no. —Aquella noticia lo traía tan al pairo que casi la había olvidado—. No tenía ni idea.
—Yo tampoco. Ha sabido disimularlo muy bien, ¿no crees? Se lo ha callado hasta encontrar el momento más emocionante, y entonces ha soltado la bomba.
Leon creyó notar cierto enfado en su voz, y se sorprendió. Siempre había pensado que Jessica le caía muy bien a Evelin.
—En realidad no fue así exactamente —le contestó, recordando de mala gana la escenita de la noche anterior. No le importaba lo más mínimo, y menos teniendo en cuenta su situación—. Jessica no dijo ni una palabra, ¿recuerdas? Fue Alexander el que dio la noticia, y yo diría que a ella no le hizo mucha gracia.
Evelin se encogió de hombros.
—Da igual. En cualquier caso, fue de lo más irresponsable. Sí, irresponsable. Las cosas no se hacen así. ¡Al menos tenían que haber pensado en Ricarda! ¡La noticia la dejó destrozada!
—Puede ser. —Empezaba a ponerse nervioso. Miró su reloj y dijo—: Evelin, perdona, tengo que dejarte. Debo hacer una llamada urgente a mi… despacho, y todavía me quedan unos papeles por revisar.
Ella asintió, sumida en una repentina apatía y al parecer concentrada en sus propios pensamientos. Hacía apenas unos segundos se había mostrado alterada y hasta indignada, pero ahora volvía a mostrarse débil y derrotada.
No estaría de más que Tim, el gran psiquiatra, se ocupara un poquito de su mujer en lugar de pasarse el día trabajando en su tesis doctoral.
Se levantó.
—¿No crees que pasarás calor con esa ropa? —le preguntó mientras se dirigía hacia la puerta. Evelin llevaba un grueso y amplio jersey de cuello alto que se ponía muy a menudo y que a él le parecía horroroso. Patricia le había comentado que se vestía así para disimular sus kilos de más—. En la radio han dicho que hoy va a hacer mucho calor —añadió.
Ella no contestó. Se quedó mirando la cafetera como si tuviera algo que valiera la pena descubrir.
Leon salió de la cocina sin hacer ruido.
Tim estaba en la puerta del jardín cuando Jessica lo cruzaba en dirección a la casa. Llevaba unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus piernas gruesas y peludas. Por una vez en la vida no calzaba sus eternas sandalias, sino que iba descalzo. Parecía decidido a recibir oficialmente el verano.
—¿Has vuelto a dar un paseo? —le preguntó amablemente.