Después del silencio (17 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

—¡Oh, vamos, no empieces con esa historia! —repuso de mala gana, antes de volverse hacia la cocina.

—¡Un momento! —pidió Tim. Se acercó hacia ella y bajó la voz—: Te aconsejo que no comentes tu encuentro con nadie más, Jessica. No queremos que se nos estropeen las vacaciones, ¿verdad?

Ella abrió la boca para replicar, pero Tim continuó como si nada:

—Y no dejes que ese Bowen te tome el pelo. Kevin McGowan fue un personaje muy conocido en Inglaterra. Algunos de sus trabajos lo hicieron merecedor de homenajes y distinciones públicas, y no me cabe duda de que hay un buen número de documentos que aportan información sobre su persona. Así que los conocimientos de Bowen sobre su supuesto padre no me impresionan lo más mínimo.

—Pero ¿qué pasaría si fuera cierto? Si de verdad lo fuera. ¿Qué pasaría si fuese hijo de Kevin McGowan?

—Eso a ti no te incumbe. En principio es algo que sólo les atañe a Patricia y a él.

En eso tenía razón, así que no replicó. Tenía la sensación de que Tim había intentado intimidarla, y eso, sumado al resto de los acontecimientos de la mañana, hizo que le entraran ganas de marcharse. De dejar atrás aquella casa y aquellas vacaciones y recuperar su antigua vida.

Keith Mallory estaba tumbado en el sofá de su granero, fumando un cigarrillo y mirando fijamente por una de las sucias ventanas hacia el cielo azul oscuro. Era un azul más intenso que el de los últimos días. Más frío. El ambiente también había refrescado considerablemente; ahora el viento era más fuerte y húmedo. Daba igual. El tiempo nunca le había importado demasiado. Le bastaba con poder estar allí, en su refugio secreto. Lejos de su padre y de lo que éste esperaba de él. Lejos de las nuevas exigencias que le imponía la vida y para las que aún no se sentía preparado.

Tendría que limpiar las ventanas, pensó, y exhaló el humo formando pequeñas volutas en el aire.

Aquella mañana su padre había vuelto a meterse con él. Casi lo esperaba. El viejo llevaba demasiado tiempo sin darle la lata, y eso no presagiaba nada bueno. Jamás había querido a su hijo y su mayor logro consistía en disimular sus sentimientos durante unos días, antes de volver a arremeter contra él y decirle lo que pensaba de su comportamiento. Aquella mañana le había salido al encuentro antes de marcharse de casa y le había preguntado cómo se imaginaba las siguientes semanas.

—No estoy preguntándote cómo te imaginas tu vida o qué planes de futuro tienes, no, eso no sería nada agradable, ¿verdad? No tengo derecho a importunarte con preguntas tan complicadas, ¿verdad? Vayamos poco a poco. La semana que viene. Sólo la semana que viene. ¿Tienes pensado seguir perdiendo el tiempo como en las anteriores o piensas hacer algo mínimamente productivo?

Estaba claro que su padre sabía que no tenía nada en mente. Keith se quedó mirándolo y se preguntó desde cuándo se odiaban. Nunca habían tenido una buena relación, pero tampoco podía decirse que se odiaran. Al menos antes. Ahora sí.

—No hay ningún puesto de trabajo libre —le dijo—, así que no hay nada que hacer.

Greg Mallory asintió e hizo ver que reflexionaba sobre la respuesta de su hijo. Una vez más, Keith constató que su padre era un hombre muy atractivo. De buena planta, fuerte, con una frente amplia que connotaba inteligencia. Era el dueño de la granja, y antes que él lo había sido su abuelo, y su bisabuelo, y su tatarabuelo… una cadena interminable de Mallorys dedicada a la cría de ovejas en el condado de Yorkshire. Y, como resultado, el poder vivir en familia, sin demasiadas estrecheces pero sin ninguna posibilidad de ahorrar algo para invertir en un proyecto nuevo o permitirse un capricho especial, como unas vacaciones o una cocina más moderna, por ejemplo. Keith Mallory jamás había viajado a ningún sitio, y su madre trabajaba en la misma cocina que su tatarabuela. La única novedad de la granja eran la nevera y el horno de gas. Con el tiempo había llegado la electricidad a la vieja casa de piedra. Y también tenían un baño con retrete, construido a finales de los sesenta. Antes sólo había una letrina, una caseta de tablones plantada en medio del patio trasero.

Keith se había preguntado muchas veces si a su padre no le habría gustado romper con la cadena establecida por las generaciones Mallory. Con su aspecto y su capacidad intelectual podría haber desempeñado cualquier oficio en una gran ciudad. Podría haber sido empleado de banco o jefe de una pequeña empresa. Greg Mallory tenía talento suficiente para trabajar donde se propusiera, Keith estaba seguro de ello, así que ¿por qué demonios se había quedado en la maldita granja? ¿Por su sentido del deber? ¿Se había visto incapaz de frustrar las expectativas transmitidas de padres a hijos durante tantas generaciones? Quizá ése era precisamente el motivo por el que odiaba tanto a su hijo, ya que Keith pretendía romper la cadena, convertirse en el primer Mallory que se atrevía a desviarse del camino fijado.

—Conque no hay puestos de trabajo libres —dijo su padre—, vaya por Dios. ¿Y qué tipo de trabajo estabas buscando?

—Estucador —respondió Keith. ¡Como si el viejo no lo supiese!—. Quiero ser estucador.

—Estucador. Ya. También podrías decir yesero, ¿no? Al fin y al cabo, tu trabajo consistirá en coger trozos de yeso y pegarlos en paredes y techos, ¿no?

—Me gustaría dedicarme a restaurar casas antiguas —dijo Keith.

Con el rabillo del ojo distinguió el rostro asustado y pálido de su madre. Gloria Mallory vivía con el continuo temor de un enfrentamiento final entre su marido y su hijo que acabara con Keith abandonando familia y granja y Greg sufriendo un infarto o algo así. Hacía muchos años una gitana le había leído en la mano que su futuro marido moriría mucho antes que ella, de manera brusca e inesperada.

—Casas antiguas y bonitas —continuó Keith—, con los techos estucados. Me divertiría mucho…

Su padre adelantó el dedo índice de la mano derecha y lo clavó en el pecho de Keith.

—¡Ahí está! ¡La palabra que estaba esperando! ¡Divertir! Te divertiría. Y como te divertiría, tú (un joven sano y joven, en el mejor momento de la vida, fuerte, potencialmente productivo y capaz) has decidido pasarte la vida holgazaneando y esperando que algún día te caiga del cielo la oportunidad de dedicarte a lo que consideras una diversión. ¡Qué más da que pasen los años! ¡O toda una vida! ¡Lo importante es trabajar en algo divertido!

A Keith le habría encantado mandar a su padre a paseo, pero se esforzó por mantener la calma y no empeorar las cosas. Él era meticuloso y amaba la tranquilidad y la armonía, todo lo contrario que su padre, mucho más cáustico, intransigente y mordaz.

—Llevo mucho tiempo intentando que me den una plaza para estudiar… —empezó, pero su padre lo interrumpió.

—¡Sí, pero todavía no te la han dado! ¿No te da que pensar? ¡Quizá se deba a las vergonzosas notas con que acabaste la escuela, o bien al oficio de idiotas que se te ha metido en la mollera! ¡¡Estucador!! Y resulta que no tiene mucha demanda, ¿no? ¿Por qué será? ¿No se te ha ocurrido que podrías pasarte una eternidad intentando aprender el oficio y que al final no encontrarás trabajo y acabarás en el paro permanente? ¿Que no haya suficientes casas para restaurar? ¿Que esto de ser estucador no sea más que un absurdo al que sólo aspiran las personas que quieren divertirse en la vida? ¿Que sea una chorrada, una gilipollez de las que sólo se le ocurren precisamente a mi hijo?

Hablaba en un tono cada vez más alto. Keith conocía los arrebatos de su padre. Pronto se pondría a gritar. Se enfurecería, maldeciría y lo insultaría.

«Quiero que me deje en paz de una vez», pensó.

—Debo seguir mi propio camino, padre —dijo.

Al parecer, aquéllas eran las palabras que Greg había estado esperando para explotar y abordar derechamente la cuestión que lo había llevado a iniciar aquella conversación.

—¿Que debes seguir tu propio camino? ¡Que debes seguir tu propio camino! —bramó. La señora Mallory se retiró asustada a la cocina. Un gato que acababa de acercarse salió corriendo de allí—. ¿Has dicho seguir tu propio camino? ¿Seguir? ¿Tienes idea de lo que significa seguir? ¡Seguir implica moverse! ¡Avanzar! ¡Fijarse una meta y dirigirse hacia ella! ¡Pero tú no haces nada de eso! ¿Podrías decirme hacia dónde demonios te mueves? ¡Si no haces más que holgazanear! ¡Te pasas el día sin dar golpe, yendo y viniendo a tu gusto! Te alimentas con mi dinero y dejas que tu madre te lave la ropa, pero no nos ofreces nada a cambio. ¡Nada! —Volvía a quedarse medio afónico. Aquello era lo mejor que el tiempo había hecho con el viejo: su voz ya no aguantaba como antes aquellas rabietas—. ¡Estoy hasta la coronilla de alimentar a un fracasado! ¡Me niego a seguir ofreciendo un techo a un haragán vagabundo! —Su voz sonaba ronca, y en sus esfuerzos por disimularlo se le marcaban las venas de las sienes—. ¡Estoy harto de matarme trabajando de sol a sol para dar de comer a un parásito! ¡Sí, a un miserable parásito!

Keith retrocedió un paso. Empezaron a zumbarle los oídos. No quería seguir escuchando aquello, no, le dolía demasiado. Su padre estaba yendo demasiado lejos. No tenía por qué soportarlo.

—¡Sigue tu propio camino! ¡Maldita sea, vamos, sigue tu propio camino de una puñetera vez! ¡Síguelo! ¡Lárgate de aquí! —Hizo un último esfuerzo y gritó con todas sus fuerzas—: ¡¡Márchate de una maldita vez!!

Keith se dio la vuelta y se marchó.

Y ahí estaba ahora, en el granero, fumándose un cigarrillo y sin saber qué haría a continuación. No era la primera vez que su padre y él protagonizaban una escena así, pero nunca lo había llamado parásito miserable. Por primera vez en su vida se sentía verdaderamente herido. Su padre había ido demasiado lejos.

Además, en cierta manera lo había echado de casa.

Ahora ya no quería volver. No quería regresar a su casa y tener que pasarse la vida esquivando a su viejo, que sin duda volvería al ataque a la menor oportunidad. No quería tener que sentarse a la mesa con la cabeza gacha y soportar la mirada de desaprobación de su padre, recordándole una y otra vez que no era más que un gorrón, un parásito que se aprovechaba de una comida para la que no había aportado ni un penique. Quería dejar de sentirse como un cero a la izquierda.

Quería largarse de allí y no volver hasta haber conseguido su sueño.

El problema era que estaba sin blanca.

En el bolsillo de sus pantalones llevaba dos tristes libras y calderilla. Y tras rebuscar en el coche había reunido otras tres libras. En total cinco libras y unos peniques. Así jamás conseguiría llegar a Londres, pagarse un alojamiento y sobrevivir durante el tiempo que tardara en encontrar un trabajo.

Aquello era un desastre. Un verdadero desastre.

Pensó en Ricarda. En el modo en que la había tenido entre sus brazos la noche anterior. Ilusionada, enamorada, algo nerviosa. Era tan joven… ¡Quince años! ¡Por el amor de Dios! Pero al mismo tiempo parecía muy fuerte. Muy madura. No se pasaba el día lanzando risitas, como la mayoría de las chicas de su edad, ni se volvía loca con los cantantes pop ni se vestía con ropa horrorosa pero a la moda. Era tranquila y serena, y eso a él le encantaba. Quizá fuera más que serena: melancólica, a veces incluso triste. No había tenido una vida de color rosa: la separación de sus padres la había afectado muchísimo, y además estaba ese grupo de idiotas con el que tenía que pasar todas las vacaciones. Por lo que había contado, la cosa era casi de manicomio: seis personas que pretendían ser buenas amigas pero en realidad no hacían más que forzar una situación irreal. En su opinión se trataba de una panda de pirados, y lo único bueno que tenían era que gracias a ellos, y a sus viajes a Stanbury, Ricarda y él se habían conocido.

Su subconsciente llevaba un buen rato barajando una posibilidad, pero aún no se atrevía a enfrentarse a ella. Ahora, por fin, decidió admitirla en su conciencia: ¿Y si se largaba de allí con Ricarda?

Si él se lo sugería, ella no lo pensaría dos veces. Lo que más deseaba Ricarda era romper con su vida y escapar de todo. Lo amaba, y ya empezaba a ponerse triste al pensar en el final de las vacaciones y en el tiempo que tendrían que esperar hasta volver a estar juntos. Nada la haría más feliz que vivir con él en un pisito de Londres y empezar una vida propia e independiente.

El problema, por supuesto, era su edad. Sólo tenía quince años, y Keith no estaba seguro de lo que podría caerle encima si a alguien le daba por pensar que en cierto modo la había secuestrado. Sin embargo, a principios de junio cumpliría los dieciséis, y eso ya era otra cosa. A esa edad podría conseguir un trabajo sin demasiados problemas y aportar su parte a la vida en común. Si los dos ganaban algo de dinero, la cosa funcionaría. Quizá hasta abrieran una cuenta de ahorros o algo así. Y, sobre todo, no se sentiría solo. Tendría a alguien con quien hablar, con quien reírse, a quien abrazar. Alguien con quien compartir los problemas y buscarles soluciones.

Marcharse solo a Londres le daba mala espina, pero con Ricarda… con ella todo sería diferente. Una aventura maravillosa. Y su padre fliparía.

Apagó el cigarrillo, se levantó y se acercó a la ventana. El campo estaba silencioso y vacío. Era extraño que Ricarda aún no estuviese allí. También era cierto que la noche anterior tal vez habían llegado demasiado lejos, y se les había hecho demasiado tarde. Su padre le había prohibido que saliese de Stanbury House, pero ella no le había hecho ni caso. Probablemente le había caído una buena bronca, la habían encerrado en su habitación y ella no encontraba el modo de esquivar a sus carceleros. Empezó a preocuparse. Se sentía inquieto, y más en un día como aquél. Pero conocía a Ricarda, al menos creía conocerla bastante bien, y sabía que ella no permitiría que la mantuviesen alejada de él contra su voluntad. Ricarda no tenía miedo a nada. Sonrió. Sí, ella era así, no tenía miedo a nada. No se dejaba intimidar por nada ni por nadie, y a él le encantaba ese rasgo de su carácter.

Se preguntó si era correcto decir que le encantaba. Quizá era más que eso. Quizá lo que sentía era amor, aunque no estaba seguro del todo. No hay nada más difícil que conocerse a sí mismo.

Encendió otro cigarrillo, nervioso.

Vendría, de eso sí estaba seguro. La pregunta era cuándo.

18

EL DIARIO DE RICARDA

Todavía 23 de abril
.

¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer!

Tengo ganas de gritar, de clavar las uñas en la pared o, mejor aún, ¡en el rostro de esa bruja! Quiero oírla llorar, ver cómo se retuerce de dolor. Quiero verla enferma y hecha polvo.

¡Quiero verla muerta!

La odio con todo mi corazón. Creo que no hay nadie en el mundo a quien odie o pueda llegar a odiar tanto como a Patricia. A su lado J. es una delicia.

Estaba a punto de salir de casa. No había bajado a desayunar, evidentemente, porque cada día que pasa me resulta más insoportable tener que enfrentarme a la panda y soportar sus miradas idiotas y repulsivas. Papá no había aparecido por mi habitación, lo cual me sorprendió, porque estaba convencida de que lo primero que haría esta mañana sería venir a darme el coñazo y recordarme qué puedo y qué no puedo hacer, así que supuse que por fin había entendido lo poco que me afectan sus palabras, y estaba a punto de salir de casa para ir a ver a Keith. Sentía tanto amor y cariño y ternura que necesitaba verlo cuanto antes.

Pero cuando llegué al recibidor, Patricia salió del comedor como un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso, y me cogió por los brazos con tanta fuerza que hasta noté sus uñas a través de mi cazadora tejana.

—¿Adónde crees que vas? —me gritó con voz estridente.

Parecía una histérica.

Intenté zafarme. Soy unos veinte centímetros más alta que ella, pero la muy asquerosa tiene una fuerza impresionante. Podía haberla tumbado sin más, pero no me atreví a pegarle un puñetazo en el estómago o darle una patada en la ingle, así que me quedé quieta, con la sensación de que estaban arrestándome y llevándome ante un juez.

—¿Adónde crees que vas? —repitió.

Creo que en total me lo preguntó tres veces, mientras yo me retorcía como un pez en el anzuelo para intentar librarme de su presa.

—¿Y a ti qué te importa? —le grité al fin—. ¡No es cosa tuya!

—¿Ah, no? ¡En eso te equivocas, guapa, te equivocas por completo!

Su voz sonaba mucho más aguda de lo normal, en serio, y tenía las mejillas muy rojas. Su corazón debía de estar bombeando sangre a toda pastilla. Todavía me alucina que se haya puesto tan nerviosa por mi culpa. Quizá es que ya venía de estar enfadada con su marido. Quizá le había suplicado que le hiciera el amor pero él había vuelto a negarse. Debía de sentirse como una mierda.

—¡Ésta es mi casa —chilló—, y todo lo que pasa aquí es cosa mía!

Me hacía daño con las uñas. Y entonces, para colmo de los colmos, ha tenido que aparecer el imbécil de Tim, con sus horribles zapatos ortopédicos y su barba cerrada.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, y fue como si estuviera diciendo «confiad en el bueno de Tim».

Siempre que dice alguno de sus disparates intenta dar la misma impresión. Te mira por encima del hombro, como si estuviera por encima de todo y nosotros fuéramos unas pobres y pequeñas criaturas que no logran poner su vida en orden. ¡Hay que joderse! ¡Es ridículo que se sienta superior! ¡Precisamente él!

Sea como fuere, Patricia empezó a chillar que soy una pelandusca (me ha llamado pelandusca, ¡en serio! Claro que después lo negó y papá, por supuesto, ha preferido creerla a ella) y que alguien tenía que pararme los pies de una vez porque, si no, acabaría muy mal.

Tim intentó calmarla (a estas alturas tenía ya la cara casi lila y el tío probablemente temía que le diese un ataque de apoplejía y la palmara, lo cual sería, en mi opinión, lo mejor que podría hacer por nosotros).

Entonces me soltó el brazo y empezó a vociferar como una loca, de modo que los demás no tardaron en asomar la cabeza. Evelin, J., Leon con las tontas de sus hijas, y al final incluso papá, que parecía un muerto y no dejaba de pasarse la mano por la cara.

J. intentó poner un poco de orden y dijo algo como que papá y ella querían hablar a solas conmigo, pero yo salté y le grité que no tenía ningunas ganas de hablar con ella, y que lo único que quería era que me dejaran en paz. Al parecer, también le dije que se fuera al cuerno. Papá asegura que lo dije, pero yo no me acuerdo. En principio diría que sólo le dije que me dejase tranquila. En fin, ahora da igual.

El caso es que Patricia sufrió un segundo ataque de ira, justo cuando empezaba a recuperarse del primero, y se lanzó a atacar al pobre papá al más puro «estilo Patricia». Bueno, tampoco es que papá me dé mucha pena, la verdad: eso le pasa por llevar tantos años permitiendo que esa loca lo trate así. La tía empezó a decirle que soy una maleducada, un desastre de hija que va por el peor camino, y que no le sorprendería que acabara convirtiéndome en una delincuente. Le dijo que el único modo de meterme en vereda sería encerrarme en un internado, y que —¡¡y esto fue lo más fuerte de todo, la mayor impertinencia!!— por respeto a Elena se sentía obligada a tomar cartas en el asunto e impedir que siguiera acostándome con cualquier tiparraco de la zona.

Entonces yo le grité a la cara que mi novio no era ningún tiparraco.

—¡Ajá! —exclamó ella—. ¡Al menos reconoces que sales con alguien!

—¡Sí, y estoy enamorada de él!

—Vamos, vamos —terció el cabrón de Tim.

—A mí me parece muy normal —dijo J. en voz baja.

Entonces les dije que me iba, pero papá me respondió que no, que ya estaba harto, y que hoy me quedaba en casa.

—¿Cómo que hoy? —chilló Patricia—. ¡Hoy y todos los días a partir de hoy!

Pero al menos esta vez papá no la tuvo en cuenta y se dirigió sólo a mí.

—Nunca sé lo que haces ni dónde te metes. ¿Tienes novio? Genial, hablemos de ello. Invítalo a comer. Me gustaría conocerlo.

—¡Pero yo quiero irme con él! —le contesté, desesperada al darme cuenta de que estaba a punto de echarme a llorar. Tenía lágrimas en los ojos y me temblaba la voz.

—Hoy te quedas en casa —repitió papá.

No sé cómo explicar lo terrible que fue ese momento. Cómo me sentí, ahí plantada en medio de todos ellos, sin poder defenderme, sin poder hacer nada, y con todas las miradas clavadas en mí. Evelin y J. me observaban como si me compadecieran, Tim como si estuviera haciéndole pasar un buen rato, Leon como si tuviera dolor de cabeza, Diane y Sophie alucinadas —seguro que se pasarían el resto del día poniéndome a parir—, y Patricia como el cazador mirando su presa. Papá parecía más triste que nunca. Empecé a encontrarme mal y de pronto me pasó una escena por la cabeza. Brillaba con una luz cegadora, como si estuviese iluminada por un rayo y por unos segundos hubiese dejado a la vista algo que normalmente permanecía en la sombra.

Me vi a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos, empezaban a sangrar por la boca e iban cayendo al suelo uno a tras otro, hasta que por fin dejaban de mirarme. Ya no tenían ningún control sobre mí.

Por fin era libre.

La imagen desapareció con la misma rapidez con que había llegado, y ahí estaban todos de nuevo, vivitos y coleando, situados a mi alrededor como un muro de piedra.

Me abrí camino entre ellos, subí la escalera y me encerré en mi habitación. Por suerte logré contener las lágrimas hasta llegar aquí. Ahora lloro de rabia y de impotencia. No dejo de pensar en mamá. Ella había llegado a odiarlos tanto que incluso tuvo que divorciarse de papá.

Y tampoco dejo de pensar en Keith. Seguro que estará esperándome. Seguro que se preguntará dónde me he metido.

Estoy desesperada.

¡Quiero irme de aquí!

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