—No, ya no. Casi no tengo clientes, y los que tengo no me sirven para hacerme rico. Son casos insignificantes y con demandas de poca cuantía para los que trabajo mucho y gano poco: problemas entre vecinos por culpa de la valla del jardín, o por el volumen de la música o cosas por el estilo. Jamás imaginé que ser abogado podía llegar a ser tan aburrido.
—¡Pero antes no era así! Antes tenías…
—Antes no trabajaba por cuenta propia. Era socio de un bufete que funcionaba muy bien, tenía mucho arraigo y una excelente clientela. Los problemas empezaron cuando me instalé por mi cuenta.
La miró a la cara y vio que su mujer estaba intentando decidir quién era el verdadero culpable de que él hubiera abierto su propio bufete, y casi consiguió arrancarle una sonrisa seca y amarga. Típico de ella. Típico de su matrimonio. Su vida, su rutina, cualquier acontecimiento se ordenaba en función de quién se hacía responsable. De quién era el culpable.
—Fuimos los dos —dijo, sin esperar la pregunta—. En aquella época los dos estuvimos de acuerdo en que me independizara. Yo te dije que no sería fácil, pero tú me dijiste que me apoyarías, y… —Patricia abrió la boca para protestar y él levantó la mano para atajarla—. ¡Por favor, no nos peleemos! Te juro que no estoy echándote la culpa. Estaba a punto de añadir que agradecí la confianza que me mostraste, porque tenía muchas ganas de ser mi propio jefe.
Era verdad. Por una vez en la vida los dos habían estado de acuerdo. Él siempre había soñado con tener su propio bufete, y Patricia, con su inquebrantable confianza en las capacidades de Leon y en las suyas propias, pensó que aquello era exactamente lo que les convenía. Aunque estaba claro que ella no podía calcular los riesgos. ¿Tendría que haber sido él más cauto?
—¿Ya has hipotecado nuestra casa? —le preguntó Patricia.
Él asintió.
—¿Y qué pasa con Stanbury?
—Con Stanbury no puedo hacer nada —dijo Leon—. Es tuya.
—¿Y si…?
—¿Si vendieses Stanbury? Vamos, Patricia…
Se miraron a los ojos y en ese momento sintieron que, después de tantos años de matrimonio, volvían a estar unidos por un mismo sentimiento: su amor por Stanbury House, la certeza de tener allí un refugio, un espacio sólo para ellos, aislado de los avatares del mundo exterior.
—Stanbury no es simplemente una casa —continuó Leon—. Venderla supondría poner fin a toda una etapa. ¿Y cómo se lo explicaríamos a los demás?
—No puedo creer lo que me estás diciendo —murmuró Patricia—. Es todo tan repentino…
—Te ruego que empieces a ahorrar desde este mismo momento —dijo él—. Respecto a las clases de equitación de las niñas, por ejemplo… Bueno, ya no podemos permitírnoslas.
—¿Y qué les digo?
Él se encogió de hombros.
—Diles la verdad. Al fin y al cabo, en cuanto volvamos a Múnich se enterarán de todo. No hace falta que conozcan con pelos y señales la gravedad de la situación, pero sí es inevitable que comprendan que vamos a tener que cambiar nuestro ritmo de vida.
—¿Y si…? Quiero decir… ¿y si hablas con tus amigos? Me refiero a Tim y Alexander. ¡Los tres estáis tan unidos y os conocéis desde hace tanto tiempo que seguro que te ayudarían!
—Sí, pero a largo plazo tampoco servirá de nada. Mi bufete seguirá avanzando a trompicones, y antes o después volveremos a estar en el mismo punto. Sólo conseguiremos superar esto si ajustamos nuestro estilo de vida a mi sueldo.
Vio cuánto la afectaban sus palabras. La conocía perfectamente, y supo el tipo de cosas —para ella terribles— que estaban pasándole por la cabeza: descenso social, empobrecimiento, principio del fin… cuanto más subes más dura es la caída.
—Además —añadió—, el verano pasado ya les pedí dinero prestado. A Tim. Su consulta funciona de maravilla. —Sólo un interlocutor muy atento habría percibido la envidia que aleteó en sus palabras—. Gracias a su dinero he podido pasar el invierno. Pero, como te he dicho, a largo plazo no es una solución.
—¿Cuánto te prestó?
—Cincuenta mil.
Ella se estremeció.
—¿Euros?
—Sí.
—O sea… —Patricia era de las que tenían que hacer el cambio para hacerse una idea del verdadero valor de las cosas—, ¿cien mil marcos? ¡Eso es mucho dinero! ¿Crees que podrás devolvérselo alguna vez?
—Poco a poco. Euro a euro. Pero, como tú misma has dicho, son mis mejores amigos. Y Tim no me presiona. Tengo tiempo.
—Voy a sentirme muy incómoda con Evelin —murmuró Patricia.
Él la miró con frialdad.
—Pero si tú misma acabas de aconsejarme que les pidiera…
—Sí, sí —lo interrumpió ella, notando que empezaba a dolerle la cabeza—, pero aun así tengo derecho a sentirme incómoda, ¿no? —Alargó la mano para coger su bolso—. ¿Puedes pagar? Me gustaría irme a casa.
En el camino de vuelta apenas se dirigieron la palabra. Cada uno iba sumido en sus propios pensamientos. Leon pensaba en los problemas que se le venían encima, montañas de problemas para los que veía aún menos soluciones de las que había dejado creer a su mujer. Por su parte, Patricia no dejaba de pensar en cómo disimular la precariedad de su nueva situación ante sus amigos. Eso suponiendo que no lo supieran ya todos. Seguro que Tim se lo había dicho a Evelin, y ésta a Jessica, y quizá hubiesen hablado también con Alexander. Tenía la angustiosa sensación de haber sido la última en enterarse.
¿Cómo podía haber tardado tanto en darse cuenta?, se preguntó desesperada. El verano pasado Leon había pedido a Tim una enorme suma de dinero, lo cual implicaba que por entonces ya tenía el agua al cuello. Y ella no se había percatado de nada. De nada en absoluto. «He aquí otra muestra de lo maravillosamente bien que funciona nuestro matrimonio», pensó con cinismo.
Cuando llegaron a la entrada de Stanbury House vieron un todoterreno aparcado a un lado. Tenía las luces apagadas, y por un momento ella pensó que se trataba de un vehículo abandonado —con lo cual se preguntó a quién demonios se le ocurriría dejar su coche precisamente a la entrada de Stanbury House—, pero de pronto, al iluminarlo con las luces del suyo propio, vio que algo se movía en su interior y se puso tensa.
—¡Para, para, ahí hay alguien!
—¿Dónde? —preguntó Leon mientras frenaba.
—En ese coche. Apuesto a que es ese impostor… ese… ¿cómo se llama? ¡Phillip Bowen!
—¿Y qué? Déjalo en paz. Está fuera de nuestro terreno, no dentro. No podemos decirle nada.
—Da igual. Quiero que se vaya de aquí. Para el coche. ¡Que pares el coche te digo!
Leon, que se disponía a enfilar el camino de entrada, frenó de nuevo. Patricia abrió la puerta.
—¡No salgas, Patricia! ¡No sabes si ese tipo es peligroso! ¡No hagas locuras!
Pero ella ya había bajado del coche y avanzaba hacia el otro vehículo. Era viejo y estaba oxidado, eso saltaba a la vista. Un trasto enorme que sin duda traqueteaba como una excavadora. Desde el principio había tenido claro que ese Bowen era un don nadie sin escrúpulos que intentaba a toda costa hacerse con sus posesiones.
Llegó al coche. Los faros del de Leon lo iluminaban un poco.
En su interior descubrió dos rostros que la miraban asustados.
Uno era el de un joven desconocido.
El otro era el de Ricarda Wahlberg.
—¡Quiero que ella salga de la habitación! —gritó Ricarda, mirando a Jessica con odio—. ¡Te he dicho mil veces que si quieres hablar conmigo J. tiene que marcharse!
—Se llama Jessica, y yo… —empezó Alexander.
Jessica, que consideraba lógico que padre e hija hablaran a solas, se dirigió hacia la puerta.
—Si necesitáis algo, estaré abajo —dijo.
—¡Tú te quedas aquí! —exclamó su marido. La frase sonó tan dura que Jessica lo miró atónita—. Por favor —añadió él en voz baja.
Ella suspiró. «No, Alexander, no puedes obligarla —pensó—. Algún día me aceptará voluntariamente, pero no así». De todos modos, se quedó. Le daba pena verlo tan desorientado.
Alexander miró a su hija. Estaban en medio de la habitación porque Ricarda se había negado a sentarse en la silla que él le ofreció. Por primera vez en su vida, Jessica se dio cuenta de lo parecidos que eran padre e hija. Como Ricarda había heredado el pelo oscuro de su madre, lo primero que pensaba todo el mundo era que la niña era el vivo retrato de Elena y que no tenía mucho de su padre, que tenía ojos claros y pelo rubio. Pero en realidad ambos eran de la misma estatura, y Ricarda tenía la misma mandíbula cuadrada y los labios delgados de Alexander, y, ahora que estaba furiosa, también su misma y profunda arruga sobre la nariz. En ese momento cualquiera habría sabido que eran parientes.
—Quiero saber el nombre de ese joven —exigió Alexander. Era la tercera vez que lo preguntaba, pero Ricarda se negaba a decírselo. Le respondía que era su vida y que él ya no pintaba nada en ella.
Una vez más volvió a negar con la cabeza.
—No te importa.
—Oh, desde luego que me importa. Te recuerdo que sólo tienes quince años y aún te falta mucho para poder vivir tu vida por cuenta propia. Soy responsable de tus actos, y no estoy dispuesto a permitir que te pases las noches metida en un coche con cualquier desconocido que… —De pronto no supo cómo acabar la frase ni cómo referirse a lo que podía haber hecho su hija en aquel coche.
Ricarda irguió el mentón y lo miró desafiante.
—¿Sí…? ¿Qué más ibas a decir?
—Patricia nos dijo que estabais medio desnudos.
La chica soltó una risa cargada de sarcasmo.
—¡Pobrecilla! ¡Ha debido de ser traumático para ella! ¡Dos personas medio desnudas en un coche! ¡Y por supuesto no tuvo tiempo para correr a chivarse!
—Pues yo me alegro de que lo haya hecho, la verdad —le respondió Alexander.
Patricia había llamado a la puerta de su dormitorio a primera hora de la mañana y apenas había esperado a que le respondieran para entrar. Jessica acababa de ducharse y estaba envuelta en una toalla. Alexander seguía en la cama. Ella llevaba los pantalones de deporte con que solía comenzar el día y tenía pinta de haber dormido muy poco. A continuación les contó con mucho aspaviento lo que había visto la noche anterior. Jessica pensó que no había para tanto, pero Alexander se dejó contagiar por la histeria de Patricia, palideció y de pronto pareció triste y desconsolado. Jessica sintió pena por él.
—¡Tienes que hacer algo de una vez! —chilló Patricia—. Tus principios liberales están muy bien, pero esto no puede seguir así. Ellos… bueno, si quieres saberlo, creo que… que estaban manteniendo relaciones sexuales. El coche tenía una pinta terrible. ¡Y el chico también! ¿Qué harás si se queda embarazada? ¿O si le pasa cualquier otra cosa? ¡Sólo tiene quince años, Alexander! ¡Todavía es una niña! ¡No puedes dejar que haga lo que le apetezca, esconder la cabeza y decir que no te importa!
—¡Creo —terció Jessica con dureza— que Alexander jamás ha pronunciado las palabras «no me importa» para referirse a nada de lo que haga o diga Ricarda!
Patricia siguió con su filípica como si nada, y cuando por fin se marchó Alexander se quedó sentado en la cama, como paralizado, y tardó un buen rato en reaccionar y ponerse de pie.
—Creo que no bajaré a desayunar —dijo—. Prefiero ir a hablar con Ricarda inmediatamente. ¿Te importaría venir conmigo?
Ya entonces Jessica había vacilado.
—No creo que sea bueno que te acompañe. Si vamos los dos será… no sé, excesivo. —Por lo general solía convencerlo con esa clase de argumentos, pero en aquella ocasión Alexander siguió en sus trece.
Así que ahí estaban, los tres reunidos en la pequeña habitación de Ricarda. Jessica y Alexander vestidos, la chica en bata y con el pelo alborotado. Jessica cayó en la cuenta de que aún no había sentido las náuseas de la mañana, y se preguntó cuánto tardarían en aparecer.
—¡Lo que pasa es que Patricia se muere de envidia porque Leon ya ni siquiera la toca! —despotricó la acusada.
—¡Ricarda! —Alexander estaba escandalizado—. ¿Cómo puedes decir algo así?
—¡Porque es cierto! Una vez oí hablar a Tim y Leon, y éste le dijo que hacía mucho tiempo que no tenía ganas de acostarse con Patricia.
—Pero eso es cosa suya —puntualizó Alexander, incómodo—. No intentes cambiar de tema para disimular tus problemas.
—Yo no tengo problemas.
—Perfecto, y para que sigas así te prohíbo que vuelvas a ver a ese chico.
Ricarda palideció.
—No puedes prohibirme eso.
—Dado que no quieres decirme su nombre ni presentármelo como Dios manda, me temo que ésta es la única solución posible. No puedo permitir que mi hija de quince años se pase las noches en un coche dejándose toquetear por un hombre que no conozco y cuyas intenciones ignoro por completo.
Jessica contuvo la respiración. Vio que los ojos de Ricarda se llenaban de lágrimas, probablemente lágrimas de rabia.
—Ya no eres como antes —dijo la chica con acritud—. Antes eras mi mejor amigo. Siempre me entendías. Siempre estabas a mi lado. Pero desde que estás con J…
—¡Maldita sea, Ricarda! —Alexander estaba lívido de ira—. Haz el favor de llamarla por su nombre. ¡Se llama Jessica! Y a partir de ahora te comportarás correctamente con ella, o de lo contrario…
—¿O de lo contrario qué?
—O de lo contrario descubrirás que puedo ser mucho menos amable de lo que, por lo visto, crees que soy. Te aconsejo que no me pongas a prueba. Por lo demás, a partir de hoy tienes prohibido salir de los terrenos de Stanbury House. Si necesitas algo del pueblo, tendrás que pedirle a Jessica o a mí o a cualquier otro que te acompañe. Y te presentarás puntual a cada comida. ¿Me has entendido?
La joven lo miró con desprecio.
—No puedes obligarme —le advirtió—. No puedes obligarme a hacer nada.
Se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró dando un portazo.
—¡Ricarda! —gritó Alexander, pero ella ya no lo oyó.
—Creo que acabas de cometer un error —dijo Jessica.
—¿Adónde vas? —preguntó Geraldine.
Había ido a correr un rato por el pueblo, y volvía al hotelito justo cuando Phillip salía a la calle. Tenía cara de sueño y, como siempre, no se había peinado.
—Tengo que salir —le dijo—. Caminar. Moverme. Pensar.
—Voy contigo.
Había corrido durante cuarenta minutos, pero se había recuperado bastante rápido; podía hablar sin que se le cortara la respiración y se sentía con fuerzas para seguir un poco más. Siempre había estado muy orgullosa de su buena forma física. Además, sabía que estaba muy guapa con sus pantalones negros ajustados, su sudadera blanca con capucha y sus zapatillas blancas de deporte. Llevaba la larga melena negra recogida en una coleta, pero se había dejado sueltos un par de mechones que le bailaban sobre la frente. Como siempre, en su paseo matinal se había cruzado con muchas personas, y todas, tanto hombres como mujeres, se habían dado la vuelta para admirarla. Phillip, en cambio, parecía no darse cuenta de lo guapa que era.