Después del silencio (5 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

Tim se inclinó de nuevo sobre su plato.

—Creo que ya nos entendemos —dijo, mientras se llevaba el tenedor a la boca, sin mostrar la menor emoción.

Reinó un tenso silencio, hasta que oyeron abrirse y cerrarse la puerta principal.

—¡Ha de ser Ricarda! —dijo Patricia a toda prisa, aliviada de dejar de ser el centro de atención—. Alexander, deberías ir a verla y reñirla por…

Alexander hizo ademán de levantarse, pero Jessica le puso la mano en el brazo y dijo:

—No vayas. Ahora sólo conseguirías empeorar las cosas. Mejor habla con ella por la mañana.

—No pensaba ir a hablar con Ricarda —respondió Alexander—. Sólo quería darles a todos una noticia. —Sonrió—. Yo…

Pero las uñas de Jessica se hincaron con fuerza en su brazo, y ella le suplicó en un susurro:

—¡No! Por favor, no.

Los demás los miraron asombrados.

—¿Qué sucede? —preguntó Evelin.

Alexander volvió a sentarse.

—No te entiendo —le dijo a Jessica, que se levantó sin más y murmuró:

—Voy a ver cómo está Ricarda.

Sabía que no lograría hablar con la chica y que le daría con la puerta en las narices, pero, aun así, salió del salón presurosa y empezó a subir la escalera.

4

Se despertó a medianoche, sin saber exactamente por qué. Tenía que haber sucedido algo inquietante, pues el corazón le palpitaba y sentía una angustia difusa que no podía atribuir a nada en concreto. Ya había estado varias veces en Stanbury, pero ésta era la primera que dormía en una cama diferente. Quizá era eso… Pero entonces vio el hilo de luz que salía por debajo de la puerta del baño, y en ese preciso instante se dio cuenta de que estaba sola en la cama. Oyó el ruido del agua en el lavabo.

Ya sabía qué la había despertado.

Suspiró.

Hacía semanas que no le pasaba. Empezaba a ser inevitable que volviera a tener una de aquellas noches.

Encendió la lámpara de su mesita, sacó los pies de la cama y echó una mirada al despertador, que estaba en el suelo. Eran casi las cuatro. Como siempre.

Llamó quedamente a la puerta del baño.

—¿Alexander?

Él no respondió, y ella entró.

Estaba frente al lavabo, mojándose la cara con agua fría del grifo. Tenía la cara blanca como el papel y el cuerpo le temblaba.

—¡Alexander! —dijo ella, acercándose y poniéndole una mano en el hombro—. ¿Has vuelto a tener pesadillas?

Él asintió. Cerró el grifo, cogió una toalla y se secó cara y manos. Ni siquiera el agua fría había devuelto algo de color a sus mejillas.

—Perdona si te he despertado —dijo—. Me temo que he vuelto a hablar, o a gritar.

—No lo sé. De hecho acabo de desvelarme ahora. Además, no importa. —Se sentó en el borde de la bañera y lo atrajo suavemente hacia ella—. ¿Por qué no me explicas de una vez qué es eso que sueñas? ¿Qué te inquieta tanto?

Él negó con la cabeza.

—No serviría de nada. Pasó hace mucho tiempo.

—Hablar siempre ayuda. Quizá el problema sea precisamente que te lo guardas demasiado dentro de ti.

Él volvió a negar con la cabeza y se frotó los ojos, enrojecidos de cansancio.

—No. Hay ciertas cosas que… que es mejor no remover. Hay que dejar que sigan descansando donde están. En el pasado.

Jessica suspiró.

—El problema es que no descansan. Continúan molestándote, agobiándote, inquietándote. No dejan que las domines.

Alexander movió la cabeza y ocultó el rostro entre las manos. Jessica supo que aquella conversación sería tan inútil como las demás. Habían vivido infinidad de noches como aquélla, sentados en el baño de su casa, a veces en la cocina o simplemente en la cama. Alexander se despertaba de un sueño gritando y tardaba un rato en controlar sus temblores. La primera vez, poco antes de su boda, Jessica pensó que se trataba de una pesadilla de esas que nos despiertan a todos de vez en cuando, aunque ya por entonces se quedó sorprendida de su intensidad y de que Alexander necesitara tanto tiempo para tranquilizarse. Le preguntó qué había soñado, evidentemente, pero él dijo que no se acordaba. «No lo recuerdo… Había algo que me inquietaba pero… ahora está todo borroso…»

Sin embargo aquello volvió a pasarle una y otra vez, y a Jessica no le cupo la menor duda de que había un motivo claro y concreto. Aun así, y pese a sus esfuerzos, no consiguió que Alexander se lo explicara. A veces le decía que ni él mismo lo sabía, y otras, en cambio, que prefería no tocar el tema.

—Si no quieres hablarlo conmigo —le había dicho ella una vez—, hazlo con otra persona. ¿Qué tal con tus amigos? ¿Leon y Tim?

Alexander casi se enfadó.

—Pero ¿qué dices? Los hombres no hablamos de estas cosas. ¿Qué, yo te cuento mis pesadillas y tú me cuentas las tuyas? No, eso sí que no. Ni en broma.

—¿Y si vas al psicólogo?

Él le lanzó una mirada dándole a entender claramente que desperdiciaba su tiempo si dedicaba un solo segundo más a eso.

Ahora Alexander levantó la cabeza y la miró. Al menos sus labios habían recuperado algo de color.

—Vuelve a la cama —le dijo—. Dame un segundo y te sigo.

—Pero…

—Por favor. Ya sabes…

Sí, ya sabía. Sabía que en aquellos momentos prefería estar solo. Que lo agobiaba su preocupación. Precisamente él, que siempre buscaba su compañía y no dejaba de repetir lo mucho que la necesitaba y lo importante que era para él; él, que quería tenerla siempre lo más cerca posible, la mantenía obstinada y conscientemente alejada de aquel capítulo de su vida.

Jessica se levantó, le pasó la mano por el pelo, revuelto y húmedo de sudor, y volvió a la cama. Por la ventana entreabierta se colaba el aire frío de la noche, y ella se sumergió tiritando entre las sábanas. Se quedó en silencio y escuchó atentamente. En el baño no se oía nada. Él debía de estar sentado, esperando a que algo en su interior se tranquilizase. Algo que sólo él conocía. Y cuando lo consiguiera volvería a la cama y pasaría el resto de la noche volviéndose de un lado a otro, y al día siguiente estaría cansado y tendría cara de pocos amigos, aunque con el paso de las horas iría mejorando, como siempre sucede a quienes saben que de momento han superado el peligro.

Jessica se puso de lado. Aunque pensaba que estaba completamente desvelada, se durmió enseguida y ni siquiera oyó a su marido volver a la cama.

5

Se llamaba Geraldine Roselaugh; un nombre que hasta ella misma consideraba teatral. Pero su físico lograba darle sentido y ponerla a la altura. Era imposible que alguien pasara por su lado sin darse la vuelta para admirarla. Tenía el pelo negro azabache, largo hasta la cintura, y unos brillantes ojos verdes algo caídos hacia los lados. Sus pómulos elevados conferían cierta ternura a su pálido rostro, y sus labios carnosos le daban un toque de sensualidad. Sus medidas eran perfectas, y su agenda, como el de toda modelo, estaba llena a rebosar. Tenía veinticinco años y sabía que podía salir cada tarde con un hombre diferente, interesante y rico, y beber champán y dejarse mimar.

La pregunta era por qué no podía librarse de las garras de Phillip Bowen y de la fatal atracción que sentía por él. Sobre todo teniendo en cuenta lo poco que él se esforzaba por cuidar su relación.

Phillip era el único culpable de que Geraldine estuviera allí aquella tarde de abril, poco antes de Semana Santa, en el pequeño bar del Fox and Lamb, un hotelito al oeste de Yorkshire, esperándolo. Últimamente no hacía otra cosa que esperar. A veces tenía la sensación de que —más allá del estrés que le provocaba su trabajo— su vida no consistía en otra cosa que esperar a Phillip Bowen.

Antes de aquel viaje ni siquiera había oído hablar del pueblo de Stanbury, y jamás había estado en el condado de Yorkshire. Su trabajo la había llevado a diferentes metrópolis europeas, incluso a Nueva York, y las vacaciones las pasaba siempre en el sur, en algún lugar con playas de arena blanca, palmeras y cielo azul. También había estado una vez en Escocia, que la enamoró por su magnificencia, y había descubierto muchos lugares de un romanticismo solitario y salvaje. Pero Yorkshire…

Stanbury, aquel pueblecito minúsculo, estaba a un tiro de piedra de Haworth, el lugar que se había hecho célebre por haber visto nacer a las hermanas Brontë. Los turistas podían visitar la casa donde vivieron, y, tal como aconsejaba la guía turística, dar un paseo junto al pantano que había cerca de allí y conducía hasta las ruinas del caserón Top Within, supuesta inspiración de la archifamosa
Cumbres borrascosas
. Geraldine tenía pensado dar aquel paseo esa misma tarde, y Phillip había prometido que la acompañaría. Hacía una hora que tenía que haber vuelto. Había querido ir una vez más a Stanbury House y, por supuesto, se retrasaba. Como siempre.

Ella, cansada de esperarlo en la habitación, había bajado al bar, donde al mediodía servían un bufete libre. En una mesa de la esquina había una familia: cuatro niños insoportables y sus pobres y desesperados padres, que intentaban olvidarse por unos segundos de sus hijos y decidir qué iban a pedir para comer, pero sin lograrlo. La madre, pálida y agotada, parecía dispuesta a vender su alma al diablo por volver a aquella etapa de su vida en que su marido y ella estaban solos y no habían sido bendecidos con aquella tropa de malvados retoños. Geraldine, en cambio, pensó que ella lo daría todo por encontrarse en la situación de aquella mujer.

Siempre había tenido claro que quería formar una familia. De hecho siempre había aspirado a llevar una vida de lo más aburguesada. Tenía dieciséis años cuando la descubrieron y lanzaron al mundo de la moda, pero ella nunca dejó de tener los pies en la tierra ni olvidó que sólo podría dedicarse a aquélla profesión durante unos años. La carrera de modelo es una de las más cortas que existen, y Geraldine siempre había pensado que al cumplir los treinta estaría casada y sería madre de dos niños. Pero a esas alturas parecía que nada iba a ser según lo previsto.

Bebió un trago del agua que había pedido, sin dejar de lanzar miradas hacia la puerta con la esperanza de que Phillip apareciera. Nada. El aroma que le llegaba del bufete era muy tentador, pero se esforzó en no pensar en la comida. Su cuerpo era su herramienta de trabajo, y, si lograba mantenerse firme durante el día, quizá aquella noche pudiera ir a cenar a algún sitio romántico con Phillip, e incluso beber un vaso de vino y hablar un poco sobre el futuro. Además, tenía pensado recordarle que había renunciado a una lucrativa oferta en Roma por ese viaje a Yorkshire, y que por su culpa se había peleado con su agente y…

Se interrumpió y esbozó una triste sonrisa. Si le dijera eso, Phillip podría responderle que él no le había pedido que lo acompañara. Lo cual era cierto. Había sido ella, y sólo ella, la que se había sentido incapaz de dejarlo marchar solo. Y esta vez Lucy, su amiga y agente, se había enfadado de verdad.

—¡No puedes permitírtelo! —había gritado, dando un golpe en la mesa con la palma de la mano—. No eres una estrella, ¿acaso tengo que recordártelo? No eres más que una modelo de fotos; bastante bien pagada, por cierto, pero eso es todo. ¡Y tienes veinticinco años! Ya has cruzado el ecuador de tu carrera, cariño. Tendrías que pasarte los próximos dos o tres años, en los que aún tendrás abierto el grifo de este trabajo, concentrada en conseguir un buen colchón económico para el futuro. ¡Claro que eso en tu caso parece imposible, porque eres tú quien mantiene a ese tío!

Lucy nunca le había hablado en aquel tono, pero era evidente que no estaba diciéndole nada nuevo. Geraldine sabía que su amiga tenía razón. Nunca había intentado engañarse a sí misma.

—Pero es que no puedo evitarlo, Lucy —había musitado—. Necesito estar cerca de él. Lo necesito. Es muy importante para mí.

—¡Pero es que no ha hecho más que decepcionarte desde que lo conoces!

—Algún día…

—¿… cambiará? ¡Eso no te lo crees ni tú! ¡Ya ha cumplido los cuarenta! No es un adolescente de esos que hacen el loco durante una etapa y después recuperan la cordura. Este tío es así, querida, está un poco tocado, ¡y seguirá estándolo!

Pese a todo, ella se marchó con él a Yorkshire, por supuesto, aunque sabía que era un error y en el fondo reconocía que Phillip era exactamente lo opuesto de lo que ella pedía al futuro, es decir, esa familia con cuatro hijos que estaba sentada a la mesa del rincón.

«Debería levantarme —pensó—, ir a la habitación, recoger mis cosas y volver a Londres. Vivir mi propia vida y olvidar a este hombre».

Justo en ese momento se abrió la puerta y Phillip entró en el local.

Su pelo oscuro estaba alborotado por el viento, y arrastraba consigo un olor a sol y tierra que le sentaba mejor que el de tabaco que solía acompañarlo a todas partes. Llevaba tejanos y un jersey azul marino de cuello alto, y Geraldine se sintió de pronto algo incómoda con su atrevido y elegante vestido de cuero.

Él echó una ojeada al bar, la vio y se dirigió hacia ella.

—Llego tarde. Lo siento. —Se sentó y señaló el vaso de agua—. ¿Ésta va a ser toda tu comida, otra vez?

—Comida y desayuno, sí.

—¡Pues ten cuidado, no vayas a engordar! —Miró hacia el bufete—. ¿Te molesta si tomo algo?

—Esperaba que saliéramos a cenar juntos.

—Una cosa no quita la otra. Es que me apetece picar algo.

Se levantó y se dirigió al bufete. Ella lo miró y se preguntó a qué podía deberse la fatal atracción que ejercía sobre ella. Al fin y al cabo, debía de haber algún motivo, ¿no? No podía ser sólo su físico, ya que en su profesión conocía continuamente a chicos guapos. Pero tampoco eran los clásicos valores espirituales y morales. Es decir, seguro que los tenía, pero no es que los manifestase demasiado. Solía comportarse con amabilidad, pero de una manera extraña e indiferente; sin implicarse. Sin complicarse. Geraldine sabía que él no había tenido una vida fácil, y a menudo intentaba convencerse de que ésa era la causa de su incapacidad para mantener una relación o establecer lazos de unión, pero ni ella misma se lo creía. Quizá fuera simplemente que Phillip era el amor de su vida, y en cambio ella no era el amor de la vida de Phillip. Que él estaba cómodo a su lado porque era guapa e inteligente y estaba dispuesta a hacerlo todo por él, pero que no la amaba.

Al final resultaría sencillamente que no la amaba.

—Quizá tú tampoco lo amas —le había dicho Lucy en una ocasión—. Quizá sólo dependas sexualmente de él.

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