Ella lo había negado categóricamente, descartando de plano aquella posibilidad.
—Tonterías. Yo no soy así. Ya me conoces. ¿Me imaginas alucinando por irme a la cama con alguien?
—No hace falta que alucines. Sólo que dependas sexualmente de él.
En lo más profundo de su ser, y pese a que se negaba a aceptarlo y hacía siempre lo imposible por convencerse de lo contrario, Geraldine sabía que Lucy tenía razón. Su relación con Phillip se basaba principalmente en la sexualidad. Era adicta a estar en la cama con él. Era adicta incluso a esa indiferencia con que él la amaba. Nunca le faltaba el respeto, pero tampoco prestaba demasiada atención a sus necesidades. Era un acto de amor en el que él estaba tan lejos de ella como durante el resto del día. A veces, en los brevísimos momentos en que se atrevía a admitirlo, se preguntaba desesperadamente cómo era posible que deseara tanto algo que no era bello ni emocionante ni le aportaba felicidad, sino que, más bien al contrario, la hacía sentirse pura y llanamente utilizada.
¡Esto no es lo que quiero, no es lo que quiero, no es lo que quiero!
Phillip volvió a la mesa con una jarra de cerveza en una mano y un plato de arroz al curry en la otra.
—Te he traído un tenedor —le dijo—, por si quieres picar un poco.
Aquel gesto era tan sumamente atento para lo que la tenía acostumbrada que ella no pudo evitar ponerse alerta. Seguro que enseguida le diría algo desagradable.
—¿Qué sucede? —le preguntó, sin tocar el tenedor.
Phillip suspiró y empezó a comer con apetito, sin responder a su pregunta.
—Esta tarde no podré ir contigo de paseo por los terrenos de las Brontë —le dijo al cabo—. Quiero hacer una visita a Patricia Roth.
—¡Pero ibas a hacerla mañana!
—Ya, bueno, he cambiado de opinión. Estoy demasiado nervioso para esperar. Además, el tiempo apremia. Si se niega a hablar conmigo, como imagino, tendré que empezar a mover otros hilos, y no quiero perder el tiempo.
En los últimos años Geraldine se había vuelto más susceptible, y aquellas palabras le formaron un nudo en la garganta.
—Perder el tiempo —repitió—. ¿Te parece que dar un paseo conmigo es perder el tiempo?
Él intentó acercarle a la boca una cucharada de arroz al curry, pero ella la rechazó.
—No, gracias. No tengo hambre. De verdad.
—He venido aquí por Stanbury House —dijo Phillip—. En cierto modo, todo lo que no tenga relación con ello es perder el tiempo. No tiene nada que ver contigo.
—Pero me lo prometiste.
—Fuiste tú quien insistió en venir, una y otra vez, hasta que al final te dije que sí para que no me agobiaras. Pero yo no quería. Además, puedes pasear sola perfectamente.
Las lágrimas se le agolparon en la garganta. Rogó ser capaz de contenerlas y no romper a llorar.
—¡He venido hasta aquí sólo por ti, no para pasear sola!
—Ya, pero yo no te he pedido que lo hicieras, ¡por Dios! —Empujó su plato aún medio lleno hacia el centro de la mesa, enfadado porque ella le había fastidiado la comida—. ¡Y haz el favor de no llorar! Te expliqué claramente por qué venía a Yorkshire y jamás te pedí que vinieras conmigo. Fuiste tú quien quiso acompañarme, así que no esperes que ahora cambie mis horarios por ti.
—Pero pensaba…
Él sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo del pantalón.
—¿Sí?, ¿qué pensabas?
¿Qué había pensado? ¿Acaso había creído realmente que en Yorkshire se comportarían como una pareja feliz, o simplemente como una pareja? ¿Que darían paseos, irían de excursión, pasarían las tardes en bonitos restaurantes al calor de la chimenea y durante el día harían picnics a orillas de los lagos? ¿Que se amarían sobre la hierba? ¿Que verían rebaños de ovejas y contemplarían embelesados el cielo azul con pequeñas nubes blancas y olerían la hierba húmeda de rocío? ¿Que disfrutarían de una primavera inglesa con los sentimientos y las caricias a flor de piel? Sí, para ser sincera, eso era precisamente lo que había creído: que allí, lejos de Londres y del tumulto de la gran ciudad, sin coches ni autobuses ni gente empujándose por la calle ni olor a gasolina ni ruido, lejos de la horrible buhardilla en que vivía y de los bares con olor a tabaco en que solía pasar noches enteras, Phillip cambiaría.
En algún ingenuo recoveco de su cerebro se había imaginado realmente una especie de efecto curativo de la naturaleza. Deseaba creer que en Yorkshire él reconocería los verdaderos valores de la vida y se daría cuenta de que la existencia que llevaba hasta entonces acabaría por volverlo infeliz.
Pero, por supuesto, todo seguía como siempre, y ni el escenario del pantano ni la soledad lograrían cambiarlo lo más mínimo. Phillip era Phillip, y Geraldine era Geraldine. Y entre ellos todo seguiría igual.
Se levantó, porque de pronto sintió que al final no lograría contener las lágrimas.
—Entonces, ¿no te importa si me marcho? —le preguntó con un tono que sonó forzado y extraño hasta para ella misma—. Como iré sola de todos modos, no tiene mucho sentido que me quede aquí sentada y espere a que acabes. ¿Me dejas el coche?
La última pregunta era más bien retórica, porque el coche era suyo. Phillip no tenía. Si ella no se lo hubiera dejado, él habría tenido que ir en tren hasta Yorkshire. Y de hecho instalarse de un modo mucho más modesto, pues al fin y al cabo era ella quien pagaba la estancia en aquel pequeño y agradable hotel.
Lo peor era que él ni siquiera lo valoraba, y Geraldine lo sabía perfectamente.
El malestar desapareció con la misma rapidez con que había llegado. De pronto la habitación dejó de dar vueltas a su alrededor, y hasta dejó de sentir náuseas. Se quedó un rato más, por si acaso, sentada en el borde de la bañera, donde se había puesto para estar cerca del váter en caso de necesidad. Pero no, parecía que de verdad se le había pasado.
Se levantó y volvió al dormitorio, donde Alexander la esperaba preocupado, paseándose de un lado a otro.
—¿Mejor? —le preguntó cuando la vio.
Ella asintió.
—Siempre había pensado que las náuseas se tenían sólo por la mañana, pero yo las tengo a todas horas —dijo.
—Por eso no entiendo por qué quieres seguir guardando la noticia en secreto —repuso Alexander—. Tarde o temprano acabarán dándose cuenta de que vomitas varias veces al día, sin tener en cuenta que empezarás a engordar, claro.
—Todavía falta un poco para eso. Sólo estoy en la undécima semana.
—Da lo mismo. Me gustaría saber por qué ayer me impediste que diera a conocer la feliz noticia.
—En primer lugar me parece un golpe muy duro para Evelin. Desde que perdió a su bebé…
—¡Pero eso fue hace un siglo! ¡Ya hace tiempo que lo ha superado!
En aquel momento, Jessica volvió a comprobar que hasta un hombre como Alexander, al que ella consideraba especialmente sensible e inteligente, era un perfecto ignorante de la psicología femenina y no tenía ni idea de lo que pasaba por la cabeza de una mujer aunque llevara años siendo su amigo.
—Evelin no ha superado lo de su aborto ni de lejos. Sólo podría aceptarlo, y aun así relativamente, si volviera a quedarse embarazada. Pero no estoy segura de que eso sea posible, después de tantos años… No tener hijos es algo muy duro para ella.
Alexander pareció sorprendido.
—Nunca lo hubiera dicho. Admito que es un poco introvertida pero… pero en general parece muy… equilibrada.
—¿Equilibrada? Pero bueno… Evelin no es equilibrada en absoluto. Supongo que hay otras cosas que se deben tener en cuenta, lo sé, pero de todos modos me parece que anunciar pública y oficialmente mi embarazo sería un error.
—Pero no podrás mantenerlo en secreto para siempre.
—Ya. Sólo creo que lo mejor será decírselo a ella antes que a Patricia, y en privado.
—¿Y a Tim? Él es psiquiatra y quizá pueda escoger las palabras adecuadas para darle la noticia.
—Sí, quizá. En cualquier caso —Jessica se sentó en la cama y se puso las zapatillas de deporte—, la primera persona a la que deberíamos decírselo es Ricarda.
—Pero tú me dijiste que seguramente reaccionará mal.
—¿Y qué? Aun así debería ser la primera en saberlo. Es parte de la familia, los demás sólo son amigos. —Se levantó y cogió su chubasquero—. Voy a dar un paseo. Estaré de vuelta a la hora de cenar.
—No vayas muy lejos. Y no te canses demasiado.
—Descuida.
Se besaron con el cariño y la dulzura de siempre. Había momentos —y aquél fue uno de ellos— en que se sentían increíblemente cerca el uno del otro. Jessica estuvo tentada de preguntarle otra vez por sus pesadillas, pero al final se abstuvo, porque pensó que él no le respondería y lo único que conseguiría sería romper la magia del instante.
En la escalera se encontró con Patricia, las niñas y Evelin. Iban vestidas para montar a caballo, y estaba claro que se dirigían a los establos que había cerca de Stanbury. Evelyn había enfundado su rolliza figura en unos pantalones demasiado estrechos, y llevaba un jersey de lana de cuello alto que con aquel calor iba a hacerla sudar de lo lindo. El caso es que el jersey le cubría las caderas, y Jessica supuso que por eso lo llevaba. Sin embargo, Patricia pareció darse cuenta justo en ese momento y comentó que era totalmente inadecuado.
—¡Es demasiado abrigado! ¡Sube a tu habitación y cámbiate de ropa! —le dijo. Entonces vio a Jessica—. Hola, Jessica, estaba buscándote. ¿Quieres venir con nosotras? Vamos a ver cómo montan Sophie y Diane.
Las dos niñas lanzaron unas risitas nerviosas. Tenían diez y doce años, y de hecho se pasaban el día riéndose así. Por supuesto, Patricia, la madre perfecta, las había vestido impecablemente para la ocasión: los pantalones de montar beige les quedaban como una segunda piel, las botas negras brillaban, y las blusas eran de un blanco inmaculado. Diane, la mayor, llevaba un jersey anudado con gracia sobre los hombros y el pelo recogido en una coleta. Igual que su hermana pequeña, se comportaba con la seguridad y el desenfado de los niños mimados que disfrutan de una buena situación económica y familiar y están acostumbrados a tener todo lo que desean.
—Prefiero ir a dar un paseo —le dijo Jessica, y se sintió algo culpable porque precisamente el día anterior Alexander le había pedido que se esforzara por pasar más rato con el grupo. Pero sabía que se sentiría profundamente frustrada si tuviera que pasar dos horas en el campo mirando cómo montaban a caballo aquellas dos pequeñas.
Patricia la miró con frialdad.
—Como quieras —dijo—. Y tú, Evelin, ¿qué haces? ¿Te cambias o no?
—Da igual, me quedo así —respondió Evelin, ruborizándose ligeramente.
¡Haz el favor de callarte, Patricia!, le habría gustado gritar a Jessica, ¿no ves que con esos pantalones no puede llevar una camiseta corta y entallada como la tuya?
Salieron de casa todas juntas. Al llegar al portal se encontraron con Tim, que observaba encantado la multitud de narcisos que abarrotaban la rotonda de césped que había a la entrada del jardín. Él se dio la vuelta para mirarlas. Sus ojos tenían un brillo especial.
—¿No es fantástica? —les preguntó—. Me refiero a la primavera. ¿No es fantástica?
—Tim podría pasarse horas enteras mirando flores —comentó Evelin.
—Sobre todo en primavera —corroboró él—. Después del largo invierno… Pero ¿qué veo? —dijo, acercándose al grupo—. ¿Vais a montar?
—Todas menos Jessica, se entiende —dijo Patricia con acritud—. Prefiere la soledad.
Tim miró a Jessica con aquella mirada de psiquiatra que a ella le parecía incómoda y excesivamente penetrante desde su primer encuentro. Se trataba de una mirada que Tim podía lanzarte en cualquier momento, siempre que le pareciera oportuno, y con la que en pocos segundos borraba la distancia que lo separaba de ti. Jessica podía comprender que ciertas mujeres reaccionaran inmediatamente a aquella mirada y estuvieran dispuestas a confesarle sus más íntimos secretos. Así lo confirmaba también su éxito profesional. Pero en su caso el efecto era el contrario: cada vez que él la miraba así le entraban ganas de dar un paso atrás.
Evelin, Patricia y las niñas subieron a uno de los coches aparcados en la entrada. La primera aún estaba ruborizada.
Tim las observó marcharse.
—¿Por qué no has querido ir con ellas? —le preguntó de repente.
—¿Perdona?
—Bueno, nunca quieres ir con ellas, ¿no? Ya me di cuenta en las pasadas vacaciones, y en las anteriores. Tus interminables paseos… ¿Por qué lo haces?
Esta vez dio realmente un paso atrás. La penetrante mirada de Tim la atravesaba de arriba abajo.
—No sé por qué lo hago —respondió con cierta insolencia—, y tampoco pretendo saberlo.
Como si no la hubiera oído, Tim continuó:
—Elena también era así, ¿lo sabías? ¿La conoces? Es la primera mujer de Alexander.
—Claro, la he visto algunas veces, cuando trae a Ricarda a casa o vuelve a buscarla.
—Una mujer muy bella —dijo Tim—, realmente preciosa. Española. De pelo oscuro. Con unos maravillosos ojos de color castaño dorado. Orgullosa. Serena. E intransigente.
No podía creerlo. Era la primera vez que oía decir algo bueno sobre Elena.
—Siempre se mantenía al margen —continuó Tim—; iba a lo suyo. No daba tantos paseos como tú pero se internaba en el bosque y se sentaba bajo algún árbol a leer, o se tendía a tomar el sol y meditaba, relajada. Patricia se ponía muy nerviosa porque nunca hacía nada con el grupo.
—No os gusta el individualismo, ¿eh?
Una vez más, pareció como si no la hubiera oído.
—Lo que me gustaría saber es por qué atrae Alexander a mujeres como vosotras. Cuando buscamos una pareja no la escogemos por casualidad. Ni siquiera cuando las cosas salen mal… Me consta que Alexander sufría por el comportamiento de Elena, y sin embargo… —La miró, y ella supo lo que quería decir.
—… y sin embargo yo soy como ella, ¿verdad? ¿Supones que mi comportamiento también lo hará sufrir?
—Me pregunto si vuestro matrimonio funcionará —respondió él, casi con simpatía. Y cuando vio que ella iba a replicar, añadió, como quien no quiere la cosa—: ¿Qué te han parecido mis palabras?
Sin saber muy bien cómo, Jessica fue capaz de recobrar la calma y decirle con dureza:
—Ahora no estamos en una de tus sesiones, Tim, y yo no soy una de tus pacientes. No necesito hablar de mi matrimonio contigo, ni ahora ni más adelante.