«Quiere aparentar algo que no es —pensó—, al precio que sea. ¡Mirad lo felices que somos! ¡Mirad el idílico mundo en que vivimos! El marido perfecto. La esposa perfecta. Las hijas perfectas. ¿Quién necesita demostrar algo así? Sólo aquellos que no tienen lo que desean».
Volvió a observar los rasgos de la mujer. Aparentaba treinta y pocos años, y todo apuntaba a que ya se había hecho un
lifting
facial, pues su sonrisa revelaba la rigidez y el entumecimiento que suelen quedar en los rostros operados. Y sus ojos no brillaban, sólo escondían una terca voluntad. Y mucha disciplina.
No iba a ser una rival fácil.
Pasó a la tercera habitación, que le aportó poca información sobre sus inquilinos. No había fotos, ni ropa en los armarios. Sólo un albornoz blanco. Era una estancia sobria y austera y sólo unas cortinas rojas aportaban algo de color, como si alguien hubiese quitado todo lo que tenía de acogedora y aún no la hubiese redecorado para devolverle la vida y la comodidad que se le suponían. Pensó en el divorciado que llevaba poco tiempo casado en segundas nupcias. Habría apostado a que aquélla era su habitación.
Se disponía a subir la escalera de mano para echar una ojeada a lo que supuso serían los dormitorios de las niñas, cuando sonó el teléfono.
«Mierda», pensó.
La señora Collins se apresuró a contestar. Phillip oyó el taconeo de sus zapatos.
—¿Sí, diga?… Oh, señora Roth, ¿cómo está usted? Sí… sí…
Se pasó un buen rato sin decir más que «sí» o «de acuerdo» entre pausa y pausa. Probablemente, la perfecta Patricia estaba taladrando a la pobre mujer con infinidad de órdenes e instrucciones para encontrar la casa exactamente como quería. Pero en algún momento dejaría de hablar y la señora Collins le informaría de que su amable primo, tío, sobrino o lo que fuera había ido a arreglar la calefacción. Y para entonces sería mejor que él hubiese puesto pies en polvorosa. Además, recordó, Geraldine llevaba más de media hora esperándolo. Ya estaba acostumbrada a esperar, pero no debía abusar de su paciencia.
Con la mayor naturalidad, bajó la escalera. La señora Collins parecía un cordero degollado. Él no entendía lo que decía Patricia, pero su voz resonaba en el auricular. Hablaba alto, claro y rápido.
—¡Ya he acabado! —anunció él y agitó la mano despidiéndose—. ¡Me voy!
Por supuesto, la mujer no pudo dejar las cosas como estaban. Tuvo que estropearlo todo, la muy… Aunque seguramente lo consideró la única manera de interrumpir el aluvión de palabras con que Patricia la bombardeaba.
—Por cierto, señora Roth —dijo a toda prisa—, esto… su pariente está aquí. Por el tema de la calefacción, ya sabe. Ya lo ha arreglado todo.
Patricia debió de quedarse sin habla, porque durante unos instantes el auricular enmudeció. Entonces volvió a oírse como un enjambre de abejas y la señora Collins se quedó mirando a Phillip con expresión horrorizada.
—¿Cómo dice? —jadeó—. ¿Que no tiene ningún pariente en Inglaterra? —Patricia empezaba a ponerse histérica—. ¿Que la calefacción no estaba estropeada? —balbuceó la señora Collins.
Las manos de la mujer empezaron a temblar. Evidentemente, pensaba que aquel hombre la atacaría en cualquier momento, para matarla a cuchilladas o violarla.
«Y sin embargo —se dijo él, que ya había alcanzado la puerta—, tendría que darse cuenta de que lo único que quiero es marcharme».
—¿Quién es usted? —le preguntó ella, sin tener en cuenta a Patricia durante unos segundos.
Él cogió el pomo de la puerta y le sonrió con amabilidad.
—Le aseguro que soy pariente de la señora Roth. Sólo que ella aún no lo sabe.
Salió de la casa y desapareció en aquel cálido día de primavera, dejando atónita a la pobre mujer.
Ya se había hecho una primera idea del lugar.
EL DIARIO DE RICARDA
13 de abril
.
Mañana lunes iré a casa de papá, y luego con él a Stanbury. Lo echo muchísimo de menos. Más de lo que se imagina. Ni siquiera mamá lo sabe; pensaría que prefiero estar con él y se pondría muy triste. Cuando se separó de papá me preguntó con quién quería vivir, y me miró con una cara tan angustiada que le dije que con ella. Pero no era verdad. En mi interior no dejé de gritar ni un segundo: «¡Con papá, con papá, con papá!». Claro que eso mamá no lo oyó, y yo tuve tantos remordimientos que la abracé muy fuerte. Después nunca volvió a preguntar.
Vivir con mamá no está mal, pero es que papá es especial. No hay nadie como él. Daría lo que fuera por pasarme todo el día a su lado… siempre que no se hubiese casado con esa estúpida.
¡La odio, la odio, la odio!
Es idiota a más no poder. Es más joven que mamá, pero por supuesto ni la mitad de guapa. Para conducir usa unas gafas que le dan aire de profesora. ¡Y es veterinaria! Al principio papá intentó impresionarme con eso.
«¡Es veterinaria, Ricarda! Qué casualidad, ¿no? Tú siempre has querido ser veterinaria. Jessica puede explicarte muchas cosas sobre el tema, ¡y si quieres te dejará ir a su consulta!».
No, gracias, paso. Papá no se da cuenta de que ya no soy una niña. Lo de ser veterinaria lo pensaba cuando tenía nueve o diez años. Todas las niñas quieren ser veterinarias a esa edad. Sophie y Diane también. Todas. Pero ahora ya no sé lo que quiero ser. Lo mejor sería no ser nada. Sólo vivir. Conocerme a mí misma y al mundo. Y olvidarlo todo. La historia de mis padres. Toda esa mierda. ¿Es que los adultos no pueden decidir antes si quieren seguir juntos, es decir, antes de traer niños al mundo? Tendría que haber una ley que prohibiera separarse a las parejas con hijos pequeños. Que ninguna pareja pudiera romperse hasta que sus hijos hubiesen acabado el colegio. Seguro que para entonces ya no querrían dejarse…
Cuando mamá me dijo que papá iba a casarse otra vez juré que nunca volvería con él a Stanbury. Que no quería verlo nunca más.
Mamá no me tomó en serio, lo cual fue una novedad, y yo no logré mantener mi palabra. No pude soportar la angustia y el dolor de no verlo. El problema es que ahora J. siempre está con él. Y siempre va de comprensiva y supersimpática, y seguro que estaría encantada de que fuéramos amigas y yo le confiara mis secretos y todo eso. Pues lo lleva claro. Antes hablaría con Evelin o con Patricia. Bueno, no, con Patricia creo que no. Es fría como el hielo y siempre sonríe como para un anuncio de pasta de dientes. Pero Evelin es muy simpática. Un poco lenta de reflejos, pero la pobre no ha tenido una vida fácil.
Lo que más me gustaría es ir alguna vez de viaje con papá. Pero los dos solos. Sin nadie más. Me encantaría alquilar una caravana y viajar con él por Canadá, por ejemplo. Sería fantástico. Por las noches encenderíamos una hoguera, asaríamos la caza y contemplaríamos las estrellas. Y durante el día veríamos algún que otro oso pardo. Y alces.
A partir de ahora voy a pensar en esto siempre que tenga que pedir un deseo. En Navidad, en Semana Santa y en mi cumpleaños. No pensaré en nada que no sea pasar las vacaciones con papá en Canadá. Solos.
Seguro que algún día se cumple.
Por ahora, estas vacaciones volveré a estar en Stanbury. Lo odio.
Odio a J.
Odio mi vida.
La primera noche, al llegar a Stanbury House, tomaban espaguetis. Se había convertido en una tradición, y en aquel grupo las tradiciones se mantenían a toda costa. Por lo general, las mujeres preparaban la pasta y después cenaban todos juntos en el comedor, con dos botellas de champán. Al día siguiente cocinaban los hombres, al otro de nuevo las mujeres, y así sucesivamente hasta el final de las vacaciones. Sólo muy de vez en cuando salían a tomar algo por ahí.
A Jessica le sorprendió no encontrar a nadie en la cocina. Al llegar a la casa todos se habían retirado a sus habitaciones para deshacer las maletas, pero ellas habían quedado en poner manos a la obra a las siete. Y ya eran las siete y cuarto.
«No importa —pensó—, empezaré sola».
Se aseguró de que el champán estuviera en la nevera y llenó una olla con agua. Por la ventana se veía el jardín, donde refulgía el suave y dorado sol del atardecer. Aquel mediodía, nada más aterrizar en el aeropuerto de Leeds, habían comprobado que hacía mucho calor para abril. Habían recogido los dos coches de alquiler y durante el trayecto de Yeadon a Stanbury habían ido sacándose chaquetas y abrigos. El campo estaba lleno de narcisos y algunos árboles empezaban a mostrar un verde claro y fresco.
Jessica vio a Leon y Tim paseando por el césped de la casa. Iban muy serios y concentrados en la conversación. Fruncían el entrecejo y parecían cualquier cosa menos felices.
Leon era el marido de Patricia, y, aunque sus amigos lo trataban como si él fuera el dueño de Stanbury House, en realidad era Patricia quien la había heredado. De hecho él no tenía voz ni voto en lo que afectaba a la propiedad, y si alguien le comentaba algo relacionado con la casa, Leon tenía que dirigirse a Patricia para recabar su opinión y acatar su decisión.
Jessica echó sal en el agua, puso la olla sobre el fogón y encendió el fuego. Aquéllas eran sus segundas vacaciones de Semana Santa en Stanbury; en total las sextas que pasaba allí, pues también habían ido en Pentecostés, en verano, a mediados de otoño y por Navidades. A esas alturas ya podía manejarse sola en la cocina, y la verdad es que comenzaba a tenerle un gran cariño a la casa y sus alrededores, aunque a veces pensaba que le encantaría viajar con Alexander, su marido, a algún sitio los dos solos.
Por irónico que resultara, compartía aquel deseo con la hija de quince años de Alexander. Seguramente era lo único que tenían en común. Jessica sabía que Ricarda la odiaba a muerte. Antes, cuando estaban en el dormitorio deshaciendo las maletas, Alexander había sacado un papelito del bolsillo de sus pantalones y se lo había enseñado.
—Mira —le había dicho—. Es el deseo de Ricarda para Semana Santa.
Se trataba de una hoja arrancada con brusquedad de una libreta de espiral. Ricarda ni siquiera se había esforzado en escribir con buena letra. En la parte superior había garabateado «Mi deseo para Semana Santa», y más abajo, con letras enormes, «Pasar las vacaciones con papá en Canadá. Solos». El «solos» estaba subrayado tres veces.
—¿Y por qué no te vas de verdad unos días con ella? —preguntó Jessica, devolviéndole el papel—. Seguro que a ella le iría bien. Aún no ha aceptado que Elena y tú os separarais, y mucho menos que hayas vuelto a casarte. Deberías demostrarle que todavía hay un espacio en tu corazón que le corresponde a ella y sólo a ella.
Alexander meneó la cabeza.
—No quiero pasar tanto tiempo lejos de ti.
—Por mí no te preocupes. Lo entendería. Y quizá nos iría bien a los tres.
—Primero tendrá que cambiar sus modales. Si sigue como hasta ahora no se merece ningún premio. Si le concedo este deseo, pensará que puede conseguir todo lo que quiera. Conozco a mi hija.
Después, Alexander había subido la escalera que llevaba a la buhardilla. Tenía intención de hablar con Ricarda porque, antes de llegar, cuando aún iban en el coche, les había dicho que no pensaba cenar con ellos aquella noche. Jessica tenía curiosidad por ver si él conseguía hacerla bajar.
La puerta se abrió de golpe y Evelin entró en la cocina como un torbellino. Se había cambiado para la cena. Llevaba ropa cara, como siempre. Un vestido de seda azul claro, de bonito corte, que disimulaba bellamente su figura y que Jessica sólo se habría puesto para ir al teatro. Allí, en Stanbury, llevaba casi exclusivamente tejanos y camisetas.
—Llego tarde, ¿no? —dijo Evelin con tono de colegiala excusándose por una falta—. Disculpa, no reparé en la hora hasta que… —Tenía las mejillas encendidas—. ¿Dónde está Patricia?
—Parece que tampoco ha reparado en la hora —respondió Jessica, restándole importancia—. No te preocupes, todavía falta un rato para que el agua hierva.
—No tengo ni idea de dónde está Tim.
Jessica señaló la ventana.
—Fuera, con Leon. Parece que están manteniendo una conversación de lo más interesante.
Evelin se sentó en una silla.
—¿Quieres que trocee unos tomates?
—Con ese vestido, será mejor que no hagas nada. Además, tu mano…
Evelin llevaba vendada la mano izquierda. Aquella mañana, al salir hacia Stanbury, lo había atribuido a un accidente jugando al tenis. Evelin jugaba al tenis muy a menudo, iba cada día al gimnasio, hacía
footing y
tomaba clases de aeróbic, pero era muy torpe, muy poco ágil debido a su gordura, y solía tener accidentes o hacerse daño a todas horas. A Jessica no le sorprendía: su figura no la acompañaba.
No es que fuera un poco regordeta, no, era absolutamente gorda y parecía que no paraba de engordar. Se pasaba todo el día en la cocina, ingiriendo calorías en forma de pasteles, chocolate y copas de vino, y sus actividades deportivas no podían compensar ese exceso de alimentación. No parecía feliz pese a vivir en una casa preciosa y tener un marido como Tim. No trabajaba ni tenía hijos, y Tim, que era psiquiatra, se pasaba el día en su consulta, con la que tenía mucho éxito y ganaba mucho dinero. La mayor parte del tiempo Evelin estaba sola. Era la más pura imagen de la soledad y la derrota. «Hace seis años —le había contado una vez Patricia— sufrió un aborto espontáneo y perdió el bebé que esperaba. Desde entonces no ha logrado volver a quedarse embarazada. Creo que le cuesta aceptarlo».
—¿Qué piensas hacer estas vacaciones? —le preguntó Evelin—. ¿Volverás a pasear como una posesa?
Desde el principio, Jessica había desconcertado a todos con su pasión por los paseos, interminables y solitarios. Cada día dedicaba dos o tres horas a dar vueltas por ahí, sin importarle que lloviera o hiciera sol. A veces nadie la veía en todo el día. Jessica sabía que Patricia la criticaba por eso; opinaba que se apartaba del grupo y que iba muy a la suya. Alexander se lo había dicho.
—Quizá alguna vez podrías invitarlas a que te acompañaran, ¿no? —le había comentado—, o quedarte con ellas. Si no, pueden acabar pensando que te caen mal…
—Puede que me caigan bien pero que no quiera tenerlas todo el día enganchadas a mí, ¿no te parece? Patricia y Evelin se pasan el día en el campo, mirando cómo montan las hijas de Patricia, y, la verdad, eso no me atrae lo más mínimo.
—Sólo digo que podrías hacerlo de vez en cuando. Compartir un poco. Comprobar que tenéis cosas en común.