El brillo de los ojos de Tim, tan extrañamente suave y agobiante a la vez, desapareció de repente, y su expresión se enfrió.
—Entendido —le dijo—. Pero no se te ocurra venir a verme cuando tengáis problemas, porque entonces seré yo quien no tenga ganas de hablar contigo sobre el tema.
Tardó un rato en darse cuenta de que estaba caminando más rápido de lo normal. La conversación con Tim la había molestado tanto que había salido de allí disparada, como si las prisas pudieran ayudarla a superar la tensión de aquel instante. Pero pronto empezó a faltarle el aliento y le entró flato, y pensó que agotarse de aquel modo no podía ser bueno para el pequeño que estaba creciendo en su interior. Tenía mucho calor. El jersey se le pegaba a la espalda y tenía la nuca empapada de sudor. Se sacó la chaqueta y se la ató a la cintura. Sólo entonces empezó a mirar alrededor.
Como siempre, comenzó a rodear el vasto terreno que pertenecía a Stanbury House. En él había diferentes caminos, que en su mayoría serpenteaban por diferentes campos donde los brezos habían sustituido a los árboles y las ovejas pastaban a su antojo. Jessica ya conocía la mayor parte de ellos, los había recorrido casi todos. Pero en esta ocasión debió de extraviarse, porque de pronto se encontró en una zona que desconocía. Era un terreno ligeramente elevado desde el que surgían, en ligera pendiente, campos de hierba verde atravesados por bajos muros de piedra. Las vacas pastaban a la sombra de los árboles. En el valle se oía el murmullo de un riachuelo. En algún lugar, en la distancia, pudo oír el traqueteo de un tractor. El cielo, de un azul intenso, estaba plagado de nubecillas blancas. El sol brillaba con una fuerza casi estival… o bien se lo parecía a ella, después de la prisa con que había andado.
Respiró hondo un par de veces para tranquilizarse y se sentó en la hierba. Cerró los ojos unos segundos. Un viento suave y reparador le acarició la frente.
«Todo va bien —se dijo—. No hay motivos para ponerse nerviosa».
Tim había conseguido irritarla, pero era lo habitual: Tim, el terapeuta, siempre demasiado insistente, entregado a la causa, dispuesto a rebasar los límites de la intimidad ajena con la intención de ayudar a los demás, quisieran ellos o no. Tim, el de los ojos dulces, el pelo quizá demasiado largo, la barba tupida, los zapatos ortopédicos.
Tim, al que no soportaba.
Era la primera vez que se atrevía a formular ese pensamiento, pero la hizo sentir mucho mejor; era un alivio no tener que seguir disimulando. No soportaba a Tim. ¡Así de sencillo!
Alexander casi nunca hablaba de su matrimonio con Elena, pero algunas veces le había comentado que parte del problema consistía en que ella había sido excesivamente crítica con sus amigos del alma, Tim y Leon. «Siempre ponía verde a Leon, y a Tim sencillamente no lo soportaba». Estaba claro que Alexander lo había pasado muy mal por aquel motivo, y Jessica se prometió que haría lo posible por llevarse bien con ellos y con sus mujeres. Así pues, desde el principio desoyó las quejas de su subconsciente. No quería tener problemas. Accedió a pasar todas las vacaciones con ellos y participó en todas las actividades de grupo; fue amable y de fácil trato, y repitió continuamente lo contenta que estaba de haber encontrado no sólo un marido, sino también un grupo de amigos.
Pero, para ser sincera, Tim no era el único que no le gustaba. Tampoco soportaba a Patricia. Ni a sus hijas, con sus eternas risitas. En realidad, los únicos que se libraban eran Leon y Evelin.
«Vaya desastre», pensó, mientras abría los ojos y parpadeaba bajo aquel sol de justicia.
Había conocido a Alexander a través de Tim y Evelin. Resulta que, pese a que nunca habían hablado entre ellos, la pareja y Jessica vivían en el mismo barrio de Múnich. Ella había visto a Evelin alguna que otra vez por la zona comercial, siempre con ropa cara y en algunas ocasiones con unas modernas gafas de sol, y le había parecido una mujer bastante anodina que se daba a la buena vida merced al dinero de su marido. A veces había visto también algunos pacientes de Tim entrando en la consulta que tenía en la planta baja de la casa en que vivían. Sin embargo, ninguno de los dos le había llamado especialmente la atención, y jamás pensó en acercarse a hablar con ellos.
Por entonces, Evelin tenía un hermoso pastor alemán ya viejo, al que nunca había llevado a la consulta de Jessica. Por lo visto lo llevaba un veterinario de renombre, pero no lograron localizarlo la noche en que el perro agonizaba. Desesperada, Evelin recordó de pronto que apenas unas casas más allá vivía una joven veterinaria, y se decidió a llamarla por teléfono. Eran las dos de la madrugada cuando ésta llegó a su casa y durmió al pobre animal con una inyección. Evelin le quedó tan agradecida que una semana después la invitó a cenar. A aquella cena asistió también Alexander, a quien Evelin presentó como un «amigo íntimo de la familia». Por aquella época Alexander estaba en pleno proceso de separación; parecía muy melancólico y casi no abrió la boca en toda la noche. Jessica no pensó ni por un momento que pudiese haberse sentido atraído por ella, pero unos días después la llamó por teléfono y la invitó a comer en un restaurante. Durante la comida se enteró de que era profesor de historia y tenía una hija que ahora vivía con su madre cerca del lago Starnberger; es decir, muy cerca, aunque a él le pareciera tan lejos como si estuviera en la otra punta de Alemania.
Después de aquella noche empezaron a verse con regularidad, hasta que un día se casaron, sin grandes ceremonias ni grandes gastos, con una especie de tranquila y sobrentendida conformidad. Su historia había transcurrido con mucha calma: sin peleas, sin crisis, sin necesidad de llegar al típico tira y afloja y a los acuerdos por los que todas las parejas que conocía habían pasado.
Quizá les faltase un poco de pasión, pero Jessica no la echaba de menos. Sus anteriores relaciones habían sido más movidas y ardorosas, y al final siempre acababa sufriendo innecesaria y excesivamente. A sus treinta y un años ya había pasado esa etapa de la vida en que se espera que todo sea emocionante y cautivador. Alexander le aportaba una felicidad tranquila y segura. Y eso era justo lo que ella necesitaba.
Los amigos de él eran un poco pesados, cierto, pero jamás tuvo la sensación de que eso pudiera acabar suponiendo un problema para su matrimonio.
Volvió a recorrer el valle con la mirada. A cierta distancia descubrió la figura de un hombre, paseando solo entre los manzanos que empezaban a florecer. Las abejas y los tábanos zumbaban en el sedoso aire matinal. De pronto le entraron ganas de sacarse los zapatos y refrescarse los pies en las cristalinas aguas del lago. Empezó a descender con cuidado la vertiginosa pendiente que conducía hasta él, y, de repente, algo en el agua le llamó la atención. Se detuvo y fijó la mirada. Junto a unas rocas se veían unos pequeños torbellinos de espuma, y en medio parecía haber algo, algo oscuro… el agua no dejaba de zarandearlo de un lado a otro… o quizá… quizá se agitaba, pataleaba, luchaba…
Echó a correr; se tropezó y a punto estuvo de caerse al suelo, pero logró recuperar el equilibrio. Cuando alcanzó la orilla descubrió que se trataba de un cachorro de perro negro que se esforzaba con desesperación por mantener la cabeza fuera del agua y alcanzar una roca. Parecía que las patas traseras se le habían enredado en algo y empezaban a fallarle las fuerzas.
Jessica se adentró en el lago sin vacilar, vestida como estaba. El agua le cubrió los tobillos y comprobó que estaba mucho más fría de lo que imaginaba. Además, las piedras del suelo eran especialmente lisas y resbaladizas, pues estaban cubiertas de algas. Avanzó con mucha lentitud. Ahora podía ver perfectamente al perro. Parecía medio muerto de agotamiento. Su cabeza desaparecía continuamente en el agua para reaparecer al cabo de unos instantes, resoplando y gañendo. Estaba aterrorizado y agotaba sus últimas fuerzas en patalear y debatirse.
Jessica intentó tranquilizarlo mientras se acercaba:
—Aguanta que ya llego… No te preocupes, no te pasará nada.
Se acercó con una lentitud exacerbante, pero por fin llegó junto al cachorro. Cogió el chubasquero, que aún llevaba atado a la cintura, y lo pasó por debajo del chucho, que se revolvió aún más, pero Jessica logró coger ambos extremos y levantarlo de un tirón. El perro aulló de dolor cuando las plantas enredadas le ciñeron las patas bruscamente antes de romperse. Por su profesión, Jessica estaba acostumbrada a sujetar animales frenéticos, pero en todos los casos pisando suelo firme. No tenía ni idea de cómo podría afectar a su bebé el hecho de estar en aquellas aguas heladas, y prefirió no pensar en eso. Le costaba mantener el equilibrio y pronto reparó en que no le iba a ser fácil regresar a la orilla. Pero de pronto una mano la cogió con fuerza por el brazo y una voz dijo:
—¡Ya la tengo! No se preocupe. Sujete bien ese saco de nervios mientras yo la ayudo a salir. Dese la vuelta despacio…
Al volverse vio a un hombre que tampoco se había detenido a quitarse los zapatos. Con el ruido del agua no lo había oído llegar. Seguramente se trataba del caminante solitario que había visto antes a lo lejos.
Paso a paso fueron acercándose a la orilla. Ayudada por el desconocido, Jessica logró mantener sujeto al cachorro, que de repente dejó de resistirse, cayó en una especie de apatía y se dejó llevar como un peso muerto.
Por fin llegaron a la orilla. Una vez allí, Jessica depositó el perro en el suelo y se dejó caer a su lado, extenuada.
—Dios mío —dijo—, casi no lo logro. Estaba a punto de escurrírseme cuando apareció usted.
El desconocido se sentó a su lado y empezó a sacarse los zapatos, chorreando agua.
—Pues me temo que a éstos ya no los salvo —dijo con resignación—. Piel auténtica… aunque algo estropeados, ¿no?
—Quizá aún le sirvan para pasear —opinó Jessica mientras se quitaba los suyos; luego hizo lo propio con los calcetines y los escurrió entre las manos—. No se me había ocurrido que el agua pudiera estar tan helada.
—Ponga los pies al sol o acabará constipándose. ¿Qué tal está el pequeño?
Jessica miró al cachorrillo, que al parecer se había dormido.
—Yo diría que es sólo agotamiento. Pero le haré una revisión. Quizá tenga alguna herida…
—Parece que entiende de animales. Lo sujetaba con mucha resolución.
Ella soltó una risita.
—Eso espero, por mi propio bien. Soy veterinaria.
—Usted no es inglesa, ¿verdad? Habla muy bien inglés, pero tiene un acento…
—Soy alemana. He venido a pasar las vacaciones. —Le dio la impresión de que él la miraba con mayor interés: la espalda se le puso ligeramente tensa y entornó los ojos.
—¿Alemana? ¿Se aloja usted en Stanbury House?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, sólo por saberlo… Me llamo Phillip Bowen. Yo también he venido a pasar las vacaciones. Vivo en Londres.
Ella lo miró. Su aspecto descuidado resultaba atractivo: llevaba el pelo negro demasiado largo y barba de tres días, y su jersey azul de cuello alto estaba lleno de borlas y aparentaba unos mil años. De todos modos, Jessica tuvo la impresión de que no era uno de aquellos hombres que suelen ir de punta en blanco y sólo se abandonan un poco durante las vacaciones. Algo en él transmitía una idea de pobreza e incipiente abandono que parecía haber calado hondo. Quizá fuera la expresión de su rostro o sus ojos. Sin duda hacía una buena temporada que vivía alejado de la vida normal y aburguesada.
—Yo soy Jessica Wahlberg —se presentó—, y vivo en Múnich.
—Hace años que pasan aquí los veranos, ¿no?
Ella se sorprendió.
—¿Cómo lo sabe?
—La gente del pueblo habla.
—Bueno, somos un grupo de amigos. Los demás sí hace años que vienen por aquí. Yo sólo llevo uno con ellos.
El cachorro levantó la cabeza, se incorporó sobre sus temblorosas patitas y se sacudió el agua con fuerza, mojándolo todo alrededor y empapando aún más a Jessica y Phillip.
—Será mejor que regrese a casa —dijo ella—. O me constiparé de verdad. —Miró al cachorro, que se apretujaba confiado contra su cuerpo, y añadió—: Me pregunto cómo se cayó.
—Quizá no se cayó. Quizá alguien lo arrojó al agua. Supongo que es lo mismo en todas partes: los campesinos suelen librarse de los cachorros no deseados con métodos expeditivos.
—Pues habría que hacer lo mismo con ellos —dijo Jessica, indignada—. Así sabrían lo que se siente. En fin, por suerte, parece que el pequeño lo ha superado.
—¿Y qué hacemos ahora con él?
—¿Quiere quedárselo? —dijo ella, encogiéndose de hombros.
Phillip levantó las manos.
—No, por Dios, no. Tendría que ver la madriguera londinense en que vivo. ¡Me temo que ni siquiera me permitirían tener perros!
—Entonces me lo quedaré. No podemos dejarlo aquí.
—No, pero podríamos llevarlo a la perrera.
Como si supiera que estaban debatiendo sobre su futuro, el perro volvió a erguir la cabeza. Los miró con sus grandes ojos y empezó a menear la cola.
—No —decidió Jessica—; de perreras ni hablar. Se queda conmigo. Al fin y al cabo, no nos hemos encontrado por casualidad.
—¿Ah, no?
—No. No creo en las casualidades.
Él sonrió, divertido.
—Qué interesante. Entonces nuestro encuentro tampoco ha sido casual…
Jessica se levantó, se sacudió la hierba y la tierra adheridas a los pantalones y cogió al cachorro en brazos. El animalillo parecía haberla adoptado de buen grado, porque se dejó hacer y suspiró mimoso.
—Será mejor que nos vayamos —dijo ella, pasando por alto la última observación de Phillip. Arrugó la nariz con expresión de asco al calzarse los zapatos, que rechinaron por la humedad, y se despidió—: Le agradezco su ayuda, señor Bowen. Pásese cuando quiera por nuestra casa y podrá ver al pequeño.
—Desde luego que sí —dijo él, que también se había levantado. El viento le llevó el pelo hacia la cara—. Ya lo creo.
Jessica tuvo la sensación de que las últimas palabras sonaban con un deje especial.
Pero en el camino de vuelta a casa dejó de pensar en ello.
EL DIARIO DE RICARDA
15 de abril
.
¡Ha sucedido algo maravilloso!
¡He visto a Keith! Ha sido hoy, en el pueblo. He vuelto a saltarme la cena, porque me pone de los nervios tener que hacer el numerito con esa pandilla de hipócritas. No soporto lo falsos que son, siempre con su buen humor y con su hay-que-ver-lo-mucho-que-nos-queremos. Pero no es más que teatro. ¡Puro teatro!
(Papá empieza a ponerse pesado. Dice que si mañana no ceno con ellos se enfadará conmigo. Pues lo lleva claro. ¡Con amenazas no conseguirá nada!)
He ido hasta el pueblo caminando. Me llevó más de media hora. Evelin, la pobre gordinflona, siempre se queja de lo largo que es el camino, pero a mí no me importa. Estoy en forma. Me alegro muchísimo de que mamá insistiese tanto en que no dejara el deporte. Lo que más me gusta es el baloncesto. ¡Y no lo hago nada mal!
Al llegar al pueblo me senté en el borde de la maceta gigante que hay frente a la tienda de comestibles. Allí suelen reunirse los jóvenes del pueblo. Pero hoy no había nadie. Falta poco para Semana Santa y seguro que la mayoría se han ido de vacaciones o aprovechan para ir a Leeds o así durante la semana. Pero no me importó. De hecho, me gustó estar un rato sola, lejos del grupo superguay. Las que más me molestan son Diane y Sophie. Dan pena; son tan insoportables que las mataría. Ya a su edad son casi tan horribles como su madre, así que cuando sean mayores no habrá quien las aguante. ¡Qué asco!
¡¡¡Y entonces llegó él!!!
Al principio no lo vi. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás mientras pensaba en todas estas cosas. De pronto noté que un coche se detenía cerca de mí y oí su voz:
—¡Eh, pequeña!
Así me llama. Y eso que no soy nada pequeña. ¡Con sólo quince años ya mido metro setenta y cinco! Claro que Keith debe de medir al menos uno noventa, y para él todos somos pequeños. (De todos modos, me mola mucho que yo sea la única a la que llama «pequeña».)
¡Estaba tan guapo, tan moreno! Llevaba unas gafas de sol chulísimas, una camisa tejana arremangada y una pasada de reloj en la muñeca. Keith tiene unas muñecas superfuertes, muy morenas. Me encantan su pelo oscuro y ondulado y sus ojos verdes.
Casi me desmayé, y creo que me puse muy roja.
—Hola, Keith —le dije—, ¿qué tal? —Bien, ¿y tú?
—También, gracias.
—Sube —me dijo—; vamos a algún sitio a charlar un rato.
Cuando subí al coche me temblaban las piernas y tenía una sensación extraña en la barriga. Keith empezó a conducir. Ya ni siquiera recuerdo de qué hablamos. Creo que le hablé de baloncesto y de cuánto me agobian Patricia, Diane y Sophie. Keith se rió mucho cuando imité a la cursi de Diane. Y entonces dijo que mi inglés ha vuelto a mejorar mucho, y que ya no tengo tanto acento y me expreso fenomenal. ¡Si supiera que me paso horas enteras estudiando inglés como una loca! Mi profesor está alucinado de lo que me esfuerzo y de lo que he mejorado últimamente.
Salimos del pueblo y nos adentramos en el campo hasta llegar a una granja abandonada en el pantano. Yo nunca había estado allí, pero Keith dijo que él solía ir mucho cuando era pequeño y tenía que asistir a la escuela.
—Aquí fumé mi primer cigarrillo —me contó—, y aquí venía cuando me peleaba con mis padres o me dejaba una chica o simplemente quería pasar solo un rato.
—¿Tenías pensado venir aquí hoy también?
—No. Estaba a punto de irme a Leeds, a ver quién había por ahí. Pero contigo… —al decir esto me miró directamente a los ojos— contigo prefiero estar solo.
Aquel lugar fue en su día una granja de ovejas, pero su último dueño murió hace muchos años y desde entonces todo está abandonado. La casa está tapiada con tablones de madera y no se puede entrar, pero hay un granero que se conserva bastante bien. Es evidente que Keith va mucho por ahí, porque en una esquina hay un sofá y un sillón viejos, y un montón de botellas vacías usadas como candelabros. No pude evitar acordarme del último verano, y del granero que había en la granja de un amigo de Keith, cuyo padre nos descubrió a solas. No pasó nada de nada, pero el hombre montó un circo impresionante. Lo único que hicimos fue acostarnos sobre la paja y contarnos historias cogidos de la mano, aunque sé que en el pueblo dijeron que nos habíamos dado un revolcón en el pajar. Por suerte mi padre no se enteró de nada. Aun así, supongo que la idea no era pasarnos toda la vida cogidos de la mano y charlando, así que yo estaba bastante nerviosa. Nunca he besado a un chico en la boca, y por supuesto nunca he hecho nada de lo otro. En cambio Keith ya tiene diecinueve años y seguro que ha tenido muchas experiencias.
Hoy estuvimos un rato sentados en el sofá. Keith encendió las velas (¡súper romántico!), pero al cabo de un rato empecé a tener frío. Él lo notó y entonces me pasó un brazo por los hombros y me atrajo hacia su cuerpo.
—Eres distinta del resto de las chicas —me dijo—. Me encanta estar contigo.
¡Y entonces me besó!
Fue genial, nada que ver con lo que me imaginaba. Sus labios son muy suaves, y su piel olía genial, y sus brazos me estrechaban con fuerza. Sabía un poco a tabaco, pero fue el mejor momento de mi vida. ¡El mejor momento de todos!
—Estás temblando —me dijo.
—Es que eres el primer chico que me besa en la boca —le respondí.
Entonces se rió y
dijo
:
—¡Mi pequeña!
Su voz sonó tan tierna que lo único que pude pensar fue: ¡Dios mío, por favor, haz que este momento dure para siempre! ¡Haz que dure para siempre!
¡Madre mía, el corazón me iba a mil!
Pero de pronto me pareció como si Keith tuviera prisa.
—Pronto hará demasiado frío —me dijo—. Será mejor que te lleve a casa. Además, ya son más de las diez.
Yo no tenía nada de frío —seguramente por la emoción— y se lo dije, pero él me respondió que debíamos irnos de todos modos.
—No quiero que acabemos haciendo algo para lo que aún no estás preparada —me dijo—, así que mejor te llevo a casa, ¿entiendes?
Lo seguí torpemente mientras salíamos del granero. Me dio pánico pensar que pueda encontrarme aburrida o demasiado infantil, y además empecé a pensar que me llevaría a casa y luego se iría a Leeds, en busca de chicas más excitantes que yo; de las que no tiemblan cuando las besan. Era una noche preciosa. El cielo estaba altísimo, sin una sola nube y con infinidad de estrellas. Hacía frío pero olía fenomenal, a primavera, a tierra, a campo y flores. Aunque no quería parecerle una cría, no pude evitar preguntarle si tenía pensado irse a Leeds.
Se rió y me dio un beso en la frente.
—No, claro que no —me dijo—. Me iré a casa, me tumbaré en la cama y pensaré en ti.
Me dio una alegría enorme y me sentí mucho mejor. ¡Lo quiero tanto! ¡Si al menos pudiera hablar con alguien de él!
En el coche fuimos escuchando música, unas cintas muy románticas de Shania Twain. Keith condujo todo el rato con una mano. La otra la tenía puesta sobre las mías.
Cuando llegamos a la entrada de Stanbury House le dije que sería mejor que me bajara allí.
—Si no, no dejarán de hacerme preguntas —le dije—. Prefiero caminar el último tramo.
—¿No quieres que te acompañe hasta la casa?
—No, no, nos verían desde las ventanas.
Me gustaría contarle lo de Keith a alguien, pero no querría que mi padre me oyera o que Diane y Sophie se rieran de mí. ¡Y lo peor sería tener que soportar el rollo maternal de J. y sus intentos de convertirse en mi mejor amiga!
—¿Podemos volver a vernos mañana? —me preguntó Keith.
—Claro —le dije—. ¿Cuándo?
—¿A mediodía? Podría recogerte a las doce.
Eso significa que mañana tampoco apareceré a la hora de comer. Ya estoy imaginándome el lío que se va a montar, pero está claro que no iba a decir a Keith que no. ¡Que mi padre se aguante! Al fin y al cabo, él lo único que quiere es estar con J. De mí pasa. Sólo me riñe para dar la impresión de que se preocupa por mí.
—Estaré aquí mañana a las doce —le dije.
Él volvió a besarme en la boca para despedirse, pero esta vez no fue como en el granero, sino más bien como… como un amigo. Creo que no quiere acosarme. Bajé del coche y enfilé de muy buen humor la pendiente que conduce hasta la casa. ¡La vida es bella! La noche aún era tan clara y olía tan bien como en el granero, y los narcisos, que crecían por todas partes, lanzaban destellos plateados al encontrarse con algún rayo de luna que se colaba entre los árboles. Me sentía tan feliz que podría haber caminado durante horas. Estaba totalmente despierta y pensaba que todo a mi alrededor era estupendo y maravilloso.
Cuando por fin llegué a casa eran poco más de las diez y media. En la ventana de la habitación de mi padre y de J. todavía se veía luz. Todo lo demás estaba a oscuras. Al menos todo lo que da a la entrada. Cerré la puerta y entré en el vestíbulo, y justo en ese momento salía Evelin de la cocina. Llevaba uno de sus extraños vestidos, una especie de manto de seda. Me parece que cree que así puede disimular lo gorda que está últimamente, pero eso es imposible. Sea como sea, debo admitir que Evelin me cae bien. Es simpática, y me da muchísima pena. Está desesperada, pero ninguno de ellos (los supuestos amigos) se da cuenta. O eso, o disimulan. Cuando me vio, Evelin se volvió a toda prisa y se metió de nuevo en la cocina, sin duda con la esperanza de que yo no la hubiese visto a ella. La oí contener la respiración y supe que había estado llorando de nuevo y que había vuelto a hacer una de sus incursiones nocturnas a la nevera. Me da mucha pena, y hoy todavía más, porque soy muy feliz y me gustaría que todo el mundo lo fuera (excepto Patricia y J.).
Subí la escalera sin hacer ruido. Seguramente papá no me oyó, o al menos no salió de su habitación. Al llegar a mi cuarto respiré tranquila. Ahora estoy escribiendo en la cama, tapada con la manta, y he abierto la ventana de par en par porque hace una noche maravillosa. Nunca había disfrutado tanto de la primavera, nunca la había vivido así.
Amo a Keith. ¡Tengo ganas de que sea mañana!