Jessica ya había intentado hacer caso a su marido en algunas ocasiones, pero se había aburrido mortalmente. Diane y Sophie montaban a caballo en un circuito circular mientras Patricia comentaba todos y cada uno de sus movimientos y se pasaba horas contando anécdotas de la vida de sus hijas. Siempre era lo mismo. Sólo hablaba de su familia. De sus niñas y su marido. De su marido y sus niñas. Como mucho, de vez en cuando se refería a alguna de las amigas de sus hijas o alguno de los pleitos de su marido, que era abogado —según ella, uno de los mejores y más prestigiosos de Múnich—. El mundo de Patricia era tan perfecto y próspero que resultaba excesivo para cualquier persona normal. Jessica dudaba que tanta perfección pudiera ser cierta, y además le parecía una falta de respeto que dedicara tanto tiempo a hablar de sus hijas delante de Evelin, teniendo en cuenta el trauma que ésta había sufrido años atrás. Al principio no entendía por qué Evelin aceptaba pasar tanto tiempo con Patricia, pero luego pensó que, en el fondo, lo que buscaba era identificarse con ella. Daba la impresión de que Patricia fuera un modelo para Evelin, un ideal. Y por eso también intentaba practicar todos los deportes que ella dominaba. El problema era que Patricia disfrutaba al ver lo patosa que era Evelin.
Jessica miró a Evelin, ahí sentada en la cocina, con su bonito traje de seda, gorda y pesada, y pensó que era la más infeliz de todos ellos. Su mirada siempre estaba triste y parecía que nadie se hubiera tomado jamás la molestia de hablar con ella.
Sintió el impulso de acercársele, sentarse a su lado, pasarle el brazo por los hombros y preguntarle qué la entristecía, pero en ese momento se abrió la puerta de la cocina, entró Patricia y, como siempre, pese a medir apenas metro sesenta y tener una figura aniñada y frágil, pareció llenar por completo la estancia y dominarlo todo con su presencia. No importaba lo que hiciera: Patricia era siempre extraordinariamente intensa, y mucha gente la consideraba también extraordinariamente agotadora.
—Llego tarde —dijo—. Lo siento.
Su larga melena rubia brillaba a la luz del atardecer. Llevaba un ajustado traje verde botella de estar por casa, perfecto para la cocina pero al mismo tiempo suficientemente elegante para adecuarse a la cena y ofrecer en todo momento una imagen impecable. Se trataba de una de aquellas prendas que hacían que Jessica se preguntara cómo era posible que ciertas mujeres dieran siempre con ellas.
Se sentó en el borde de la mesa de la cocina. Típico de ella: Nunca se dejaría caer, como Evelin, en una silla. Tenía siempre mucha energía, una especial agilidad en todo lo que hacía.
—Acabo de hablar con la señora Collins. Es la persona más incompetente del mundo. Porque, a ver, ¿cómo se entiende que deje entrar en la casa a un desconocido sólo porqué le ha dicho que es pariente mío y tiene que arreglar la calefacción? ¡Al menos podía haberme llamado para consultármelo!
Jessica suspiró. Patricia llevaba varios días hablando de lo mismo. Inmediatamente después del suceso, es decir, de haber llamado a la señora Collins y haberse enterado del episodio del desconocido, los había llamado a todos para explicarles la historia. Y durante el vuelo de Múnich a Leeds no había dejado de quejarse de lo mismo. Estaba muy exaltada, y más teniendo en cuenta que su marido parecía no dar importancia al asunto.
«¡No entiendo cómo Leon está tan tranquilo! —repetía continuamente en el avión—. Ese hombre podría ser peligroso. Un criminal, o un violador, ¡o yo qué sé! Y tenemos dos niñas pequeñas. ¡Oh, Dios mío, no podré relajarme en todas las vacaciones!»
Y la verdad es que no se relajaba.
—La señora Collins me ha dicho que el tipo parecía decir la verdad. No entiendo cómo se puede ser tan tonta. ¡Ni que pudiéramos fiarnos de las apariencias! Pero ¿qué se ha creído?, ¿que los asesinos van por la vida con pasamontañas negro y barba de tres días? ¡Si al menos supiéramos qué buscaba!
—El caso es que no ha robado nada —observó Evelin.
Era la quinta o sexta vez que decía lo mismo, aunque Jessica pensó que no se trataba de falta de imaginación o inteligencia, sino de una reacción inevitable: la insistencia de Patricia en el tema del misterioso desconocido los obligaba a todos a repetirse hasta la saciedad. A esas alturas habían agotado todas las hipótesis y ya no tenía sentido continuar con el tema. Sin embargo, la propietaria de Stanbury aún tenía cuerda para rato.
—Ha estado investigando —dijo—; eso es evidente. Quizá intentaba encontrar el modo de entrar en casa por la noche, o dejó abierto algún ventanuco del sótano para sorprendernos más adelante.
—Lo comprobaré —se ofreció Jessica.
—¿Qué crees que hice en cuanto llegamos? —repuso Patricia—. Pues meterme en ese maldito sótano y asegurarme de que todos los ventanucos estuvieran bien cerrados y la puerta bien atrancada. —Se estremeció teatralmente—. ¡Por Dios, ahí abajo hay polvo por todas partes! Y un montón de trastos. Hace siglos que nadie baja a ordenar o limpiar.
—Me parece muy improbable que ese tipo pretenda volver —dijo Jessica—. La casa ha estado deshabitada desde Navidad. Totalmente deshabitada. De modo que si hubiera querido colarse, lo habría hecho en cualquier otro momento, ¿no crees? ¿Para qué esperar a que llegásemos? Es absurdo. ¿Y por qué arriesgarse a que la señora Collins le viese la cara, o decirle su nombre? Si hubiese querido robar algo, dispuso de tres meses para hacerlo sin ningún problema. Además, aquí no hay mucho que robar.
—Ya, pero eso él no puede saberlo. Siempre echamos las cortinas al marcharnos y nadie puede ver el interior de la casa.
—Bueno, pero ahora sí lo sabe. Por lo visto ha estado observándolo todo detenidamente, y aquí no hay nada por lo que merezca la pena arriesgarse.
—Quizá no se trate de un ladrón, sino de un maníaco sexual —aventuró Patricia, que era terca como una mula—. Un loco perverso que pretende violarnos y asesinarnos a todos al caer la noche.
Evelin palideció.
—¡No digas esas cosas! —gimió—. ¡No podré pegar ojo en todas las vacaciones!
Patricia la miró con dureza.
—No conseguiremos que las cosas se arreglen sólo por dejar de hablar de ellas.
—Pero ¿qué conseguiremos pintándolo todo tan negro?
Jessica temía que acabaran discutiendo y decidió intervenir.
—¿Y si de verdad es pariente tuyo? —preguntó, como quien no quiere la cosa.
Patricia la fulminó con la mirada.
—No tengo ningún pariente en Inglaterra.
—¿Cómo puedes estar tan segura? Quizá se trate de un primo tercero, o más lejano aún, o de algún pariente político, ¡yo qué sé! Tu abuelo era inglés, así que parte de sus parientes deben de ser de aquí, ¿no?
—No, mi abuelo formó su familia en Alemania, y mi padre me recordó muchas veces que de la rama inglesa no quedó nadie. Cuando volvió a Inglaterra comprobó que estaba solo.
—¿Cómo lo sabe? Quizá quedara alguien que no llegó a ponerse en contacto con él. Podría ser que ese tipo sólo intentara presentarse y hablar un rato contigo.
—¡Pues vaya modo más raro de presentarse! ¿Por qué no viene, me dice quién es, me deja que le ofrezca un té y luego se marcha?
—Quizá quería eso. Vino creyendo que nos encontraría, pero no estábamos, y entonces se topó con la señora Collins y decidió aprovechar la oportunidad de echar un vistazo a la casa. Es posible que se muriera de curiosidad por saber más cosas de su… prima alemana, o lo que sea.
—Pues…
—Está claro que no son maneras de hacer las cosas. Nadie debe entrar en las casas ajenas. Pero se trata de una hipótesis más, tan posible como la de tu maníaco sexual.
Patricia no parecía nada convencida.
—Ya, bueno —dijo, sin ganas.
Jessica abrió la nevera y sacó una botella de vino.
—Vamos —dijo—, tomemos una copa las tres juntas. Sin los hombres. Brindemos por que el maníaco de Patricia sea en realidad un buen hombre del que lleguemos a hacernos amigos.
Fuera empezaba a oscurecer y en la cocina se hizo el silencio. El agua hervía en el fuego. Jessica miró por la ventana y vio acercarse a los paseantes por el jardín. Tim tenía los labios tan apretados que su boca se había convertido en una línea recta. Leon hablaba y gesticulaba.
«Esos dos tienen un problema», pensó Jessica, sorprendida y algo inquieta. Qué extraño. En aquel grupo nunca había problemas. Eso era lo que lo hacía tan especial: que nunca había nada que los alterase o sacase de la normalidad.
Ricarda no se dejó ver durante la cena. Alexander ni siquiera pudo hablar con ella porque no logró encontrarla, ni en su habitación ni en el resto de la casa, así que se sentó a la mesa con cara de pocos amigos, mientras Patricia se dedicaba a bombardearlo con sus agotadoras observaciones.
—No entiendo cómo se lo permites. ¡Sólo tiene quince años! Es una edad muy difícil y quizá esté viéndose con algún chico. ¿Acaso quieres que te haga abuelo tan pronto?
—¡Por Dios, Patricia! —exclamó Alexander, harto, y se pasó la mano por la cara—. Todavía no hemos llegado a ese extremo.
—¿Ah, no? ¿Y cómo lo sabes? ¡Si ni siquiera sabes dónde está! Y no es que tengas mucha influencia sobre ella, que digamos. Al fin y al cabo, estás separado. Ya sabes que nunca me gustó demasiado el modo en que Elena educaba a vuestra hija. Le dio demasiada libertad. Claro, atarla corto habría significado tener que ocuparse más de ella, y eso habría sido demasiado para la señora. Cuando pienso en el tiempo que paso yo ocupándome de Diane y Sophie… pero no, ¡eso habría sido excesivo para Elena!
Jessica siempre se asombraba de la dureza y la falta de tacto con que todo el grupo solía hablar de la ex mujer de Alexander. A fin de cuentas había pasado muchos años con ellos, compartido muchas vacaciones en Stanbury, convivido, charlado y reído con todos en multitud de ocasiones. Quizá incluso les había abierto su corazón. Pero desde su separación parecía haberse convertido en una extraña. Decidió intervenir en la conversación porque Alexander parecía haberse quedado indefenso ante la ráfaga de recriminaciones de Patricia.
—No hace falta pensar siempre lo peor —dijo—. Es muy normal que una niña de la edad de Ricarda necesite alejarse un poco de la familia y seguir su propio camino. Yo también lo hice, a su edad.
—Pues mis hijas no lo harán —respondió Patricia con seguridad, mientras las niñas, que según Jessica eran ya el colmo de la vanidad, sonreían dándole la razón.
Leon propuso un brindis por las vacaciones que empezaban y todos entrechocaron las copas. En aquel instante el viejo comedor de madera se inundó de una calidez que irradiaba amistad, confianza y afinidad. Era lógico que todos hubieran acabado dependiendo de aquella estructura de grupo, casi familiar, compartida durante tantos años. Jessica observó a los tres hombres, que eran amigos desde el colegio. Alexander, Leon y Tim. «Siempre íbamos juntos a todas partes —le había explicado Alexander en una ocasión—. De hecho, lo hacíamos todo juntos. Y estamos encantados de haber podido mantener esta amistad pese a que cada uno haya seguido su propio camino».
Poco antes de la cena, Jessica había preguntado a Leon si había sucedido algo entre él y Tim.
—¿Os habéis peleado? Os vi pasear por el jardín y…
Leon tuvo que contener la risa.
—¿Enfadado? ¡No, por Dios! Nos has malinterpretado. Tim me hablaba de su último caso y yo lo escuchaba con mucha atención. Seguramente tomaste nuestra concentración por mal humor, pero te juro que no hay ningún problema.
Jessica estaba segura de no haberse confundido en absoluto, pero sabía muy bien que si se trataba de desentrañar desavenencias entre los miembros del grupo, insistir no servía de nada. Así pues, lo que hizo fue dirigirse a Tim durante la cena.
—Tim, he oído que estás trabajando en un caso muy interesante. ¿Puedes hablarnos del tema?
—Bueno —dijo él—, ahora mismo no estoy en nada en concreto. Lo que sucede es que he empezado a hacer el doctorado.
—¿Y por qué quieres doctorarte? —preguntó Patricia—. Tu consulta funciona de maravilla, y también tus seminarios de autoayuda y autoestima. ¿De verdad necesitas que la gente te llame doctor?
—Querida Patricia —respondió Tim—, yo opino que una de las cosas más interesantes de la vida consiste en ir marcándonos nuevos retos y desafíos a los que entregarnos en cuerpo y alma. No se trata de conseguir sólo lo que necesitamos, sino de progresar sin descanso y de subir cada día un poco más el listón.
—¿Qué tema has escogido? —preguntó Jessica.
Estaba claro que a Tim le encantaba ser el centro de la conversación.
—La dependencia —contestó.
—¿La dependencia entre personas?
—Exacto, y también la que se establece entre el responsable de un hecho y sus víctimas, por ejemplo. Quién asume cada papel y por qué. Qué provecho saca cada uno de la situación.
—Parece interesante —dijo Jessica.
—Lo es —afirmó Tim con un deje de suficiencia—, pero también es muy complejo, y requiere mucho trabajo. Voy a estar muy ocupado durante estas vacaciones.
—¿Cuánto hace que has empezado? —se interesó Patricia.
—Todavía me encuentro en los preliminares. Estoy intentando encontrar y analizar unos cuantos tipos de personalidad que me sirvan para presentar y demostrar con sencillez mi teoría.
Patricia soltó una risita nerviosa.
—Entonces puede ser peligroso estar cerca de ti, ¿no? Al final nos veremos reducidos a simples cobayas.
—Puede —confirmó Tim.
Ella lo miró fijamente.
—Bueno, pero no creo que yo te sirva. Es evidente que ni haciendo un esfuerzo podría atribuírseme ningún tipo de dependencia.
—¿Estás segura? —replicó Tim.
Los ojos de Patricia brillaron de sorpresa y contrariedad.
—¡Me encantaría ver si eres capaz de encontrar algo así en mi vida!
—En realidad salta a la vista. Dependes completamente de la imagen que pretendes dar. La de la perfecta Patricia. La de esposa y madre perfecta. Con sus hijas perfectas y su marido perfecto en su casa perfecta. La de dueña de una vida perfecta, en definitiva. Y en este sentido dependes total y absolutamente de Leon. No podrías representar sola esa imagen familiar, y, como necesitas su cooperación, a cambio le haces… ciertas concesiones.
Patricia se había puesto roja como un tomate y estaba tan tensa y erguida en su silla que parecía haberse tragado una escoba.
—¿A qué te refieres exactamente? —repuso con un hilo de voz.