Después del silencio (38 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

—No soy estúpida, Phillip.

De pronto parecía más relajada. Era evidente que el miedo que sentía Phillip a que todo pudiera echarse a perder le daba mucha seguridad. Mientras siguiera preocupado no la abandonaría. Pero Phillip le había dado también otra información: si se iba de la lengua lo perdería todo. De modo que tampoco era imprescindible dejar que ella se le pegara de aquella manera. Entre los dos habían construido un edificio de mutua dependencia cuyos cimientos no dejaban de tambalearse.

«Vaya mierda de situación», pensó Phillip.

Se levantó y miró por la ventana. El tejado gris oscuro del bloque de enfrente brillaba bajo la lluvia.

La estrechez. Esa insoportable estrechez que de pronto parecía quitarle el aliento.

—El abogado me ha aconsejado que me olvide de Stanbury por un tiempo —dijo—. Dice que sería peligroso seguir con mis reivindicaciones, dadas las circunstancias. En cualquier caso, me dio pocas esperanzas de salirme con la mía.

Se mesó el pelo húmedo. Estaba tan deprimido que le habría gustado ahogar sus penas en un buen whisky. Quizá lo hiciera después.

Se acercó a la estantería en que guardaba todo el material —los recortes de prensa— sobre Kevin McGowan y les pasó la mano por encima. El roce con el plástico de la carpeta casi sustituyó al whisky por unos instantes.

Geraldine empezó a freír las cebollas y algo de beicon en una sartén, batió unos huevos y los añadió. La triste buhardilla se llenó de un aroma delicioso.

—Deberíamos cambiar de piso —comentó ella.

¿Deberíamos? ¡Pero si ni siquiera vives aquí!

—Éste es tan… tan pequeño y desolador…

¡Venga ya! ¿Acaso te he pedido que vinieras?

—Pero no me parece buena idea que nos vayamos a mi piso. Tendríamos que buscar un sitio nuevo para los dos.

¡Lo que me faltaba!

—Una casita a las afueras. Con jardín. —Se volvió y lo miró—. ¿Te parece una buena idea?

—Por favor —dijo, haciendo un esfuerzo.

—A mí me parece una idea maravillosa —continuó ella mientras acababa de preparar la cena.

—Pues a mí me parece una idea de mierda —explotó Phillip. Y añadió, terco como una mula—: Yo quiero Stanbury House.

—Nunca lo tendrás —le dijo ella con una pizca de regocijo, o eso le pareció a él.

Más adelante, Phillip sería consciente de que ése fue el momento en que empezó a odiar a Geraldine.

4

El sábado por la mañana Jessica despertó con el timbre del teléfono. Al principio pensó que aún era plena noche, pero ya eran fas diez. La noche anterior se había tomado una pastilla para dormir porque el recuerdo de Alexander la torturaba. La pastilla la había ayudado a diluir la realidad y el dolor. Ahora, al levantarse a tientas para coger el teléfono, tenía las rodillas temblorosas.

—¿Sí? —respondió escuetamente.

Saltándose los usos alemanes, no dijo su nombre. Todavía recibía esporádicas llamadas de periodistas. No tanto como al principio, claro, pero sí alguna que otra vez. Los asesinatos de Yorkshire habían despertado un gran interés en la prensa de su país. Pero ella no había concedido ninguna entrevista, y no pensaba hacerlo.

—¿Señora Wahlberg? —preguntó una voz femenina. Tenía acento extranjero y no hablaba bien el alemán.

—¿Quién es?

—Soy Alicia Álvarez. Limpio casa de señora Burkhard.

—¡Oh, señorita Álvarez! —Jessica recordó a la joven portuguesa que había conocido durante una cena en casa de Evelin y Tim. La mayoría de las veces Evelin contrataba servicios de
catering
para sus cenas, pero en aquella ocasión Alicia había ayudado a servir y después a recoger.

—Espero yo no haber despertado…

—No, no importa. ¿Qué sucede?

Alicia Álvarez estaba preocupada. A finales de abril, Evelin la había llamado desde Inglaterra para pedirle que continuara ocupándose de la casa y el jardín «hasta que las cosas se solucionaran», pero hasta el momento nadie le había pagado por su trabajo y ella no podía seguir así. Además, quería irse de vacaciones dos semanas y no sabía a quién comunicárselo.

—Usted es buena amiga de señora Burkhard —dijo—. Mi recordé su nombre y buscó número en guía. ¿Quizá si puede mi ayudar?

—Me temo que Evelin aún tardará en volver a Alemania.

—Una historia terrible —dijo Alicia—. ¡Una historia muy terrible!

—Puede tomarse tranquilamente sus vacaciones —dijo Jessica—, pero antes pásese por mi casa para dejarme la llave de la de Evelin, ¿le parece? Yo me ocuparé durante su ausencia. Además le pagaré las horas que haya trabajado hasta la fecha. Evelin ya me devolverá el dinero cuando pueda. —Pudo sentir el alivio de Alicia incluso a través de la línea telefónica.

—¡Eso es bueno! ¡Hacemos así! —Probablemente aquel dinero le venía de perillas para sus vacaciones—. La señora Burkhard sería de acuerdo, ¿no? ¡Ustedes tan buenas amigas!

—Sí, seguro que la señora Burkhard estará de acuerdo —le aseguró Jessica.

Quedaron en que Alicia pasaría por su casa a mediodía.

Cuando colgó se preguntó qué podía hacer. Tenía previsto visitar al padre de Alexander y también hablar con Elena. Se quedó mirando el aparato sin reaccionar. Cualquiera de las dos opciones le daba una pereza tremenda, pero de nada servía seguir retrasándolas. Quería ayudar a Evelin, y de paso comprender mejor algunas cosas.

Cogió la agenda de cuero que había junto al teléfono. La abrió por la
W
y encontró al padre de Alexander. Wilhelm Wahlberg. Vivía cerca de allí, junto al lago Chiem.

Marcó el número y esperó con el corazón en un puño.

Will Wahlberg no se mostró muy antipático al teléfono, de modo que Jessica se atrevió a proponerle un encuentro.

—Venga cuando quiera —respondió él—. Mañana, por ejemplo. Mañana es domingo, ¿no? Un día apropiado para visitar a los parientes. —Soltó una risita—. Usted es mi nuera. Mi segunda nuera. Y sí, me pica la curiosidad por ver a quién escogió mi hijo esta vez.

No se refirió en ningún momento a la trágica muerte de Alexander, ni pareció apenado por su pérdida. Jessica sabía que la madre de su marido había muerto muchos años atrás, y le sorprendió que Will no lamentara la desaparición de su hijo. Bueno, aún le quedaba una nieta, pero Alexander le había dicho que Will ni siquiera había querido conocerla. «Elena le envió algunas fotos cuando la niña era un bebé, pero él nunca contestó». Por supuesto, el hombre tampoco sabía nada de su otro nieto, el que crecía en el vientre de Jessica, pero ella supuso que tampoco le interesaría.

Le dijo que pasaría a verlo a las cuatro de la tarde, y él le contestó que no hacía falta que concretara una hora.

—Estaré solo, así que da igual cuándo aparezca. ¡Y no espere que le ofrezca café o pastas! No tengo ningún interés en servir a los demás. Ni pongo la mesa ni me meto en la cocina, ¿me entiende?

Ella le aseguró que lo entendía. Un viejo de lo más extraño, aunque menos antipático de lo que esperaba. En realidad no sabía nada de él. Alexander apenas le había hablado de su padre.

A mediodía apareció Alicia con la llave, y recibió con alivio el dinero. Preguntó a Jessica si creía posible que Evelin fuera culpable.

—No —le respondió ella—, desde luego que no. Evelin es una mujer complicada que no tenía una vida fácil, pero es imposible que un día le diera por cortar el cuello a cuatro personas y matar a una niña a cuchilladas. De todos modos, supongo que la policía está encantada de tener un supuesto culpable: da buena imagen y revaloriza su trabajo. Sólo la soltarán cuando encuentren al verdadero autor de los hechos.

—La señora Burkhard mi da tanta lástima —dijo Alicia—. Debe ser mucho horror, en país extranjero, en cárcel, sin esperanza…

—Ella aún no ha perdido la esperanza —dijo Jessica—. Tiene un buen abogado, y la acusación sólo cuenta con indicios; ninguna prueba. No es tan fácil condenar a alguien en prisión sólo porque se cree que ha cometido un crimen. —Entonces se le ocurrió preguntarlo—. ¿Sabe usted algo sobre el matrimonio de Evelin y Tim, quiero decir, el señor Burkhard? ¿Se llevaban bien?

Alicia no supo qué responder.

—¿Qué poder decir? Es… era… muy tormentoso.

—Evelin se hacía daño a menudo —dijo Jessica—. Al parecer jugaba al tenis y hacía
footing
, pero tenía muy mala suerte. Siempre se torcía el tobillo o se hacía esguinces o magulladuras o lo que fuera. —Miró a Alicia a los ojos—. Seguro que usted lo veía…

—No era… con cuerpo de deportista —dijo Alicia—. Quizá por eso tantas heridas…

—¿Eso cree?

—Ella dijo.

—Sí, a mí también me lo comentó. A todo el mundo, de hecho. Pero ahora corren otros rumores. Dicten quera marido podría haber tenido que ver con sus lesiones.

—Yo no sé.

«Claro que lo sabes —pensó Jessica—. El servicio siempre sabe estas cosas. Pero no quieres meterte en problemas».

Se despidieron con cierta tirantez.

Jessica metió una pizza en el microondas, dio de comer a
Barney
y se sentó a comer en la terraza. Era un día caluroso y seco. La hierba del jardín estaba muy alta. «Tengo que cortar el césped —pensó—. Plantar flores. Convencerme de que la vida sigue».

La pregunta era si quería seguir viviendo en aquella casa. Todavía no se había enfrentado a ello, y le daba pánico hacerlo. ¿Cómo saber cuál era la opción correcta? ¿Cómo saber lo que sentiría dentro de un año? «No tengo que decidirlo ahora mismo —se dijo—, puedo esperar a que nazca el bebé».

Tomó media pizza y de pronto la repugnancia sustituyó al apetito. La apartó. La tarde de mayo avanzaba lenta y perezosamente. No tenía a nadie con quien salir a dar un paseo, o tomar un café, o charlar. O sencillamente sentarse al sol. Con Alexander los fines de semana nunca se quedaban vacíos. Siempre tenían algo que hacer: escuchar música, leer, ver una película, reunirse con los amigos…

Lo que más hacían era esto último, la verdad. Salían a tomar algo, iban a dar un paseo por alguno de los lagos de la zona o bien cenaban en casa de alguno de ellos. Entonces no le parecía nada extraño. Ahora, tres semanas después de la muerte de Alexander, se preguntó si aquel modo de ocupar su tiempo libre le había gustado realmente o no.

Por supuesto, Patricia siempre llevaba la voz cantante. De hecho ella era la única que podía hablar y comentar cosas a sus anchas. Evelin solía quedarse callada, pálida y con aspecto melancólico; Tim solía hacer un aparte con alguien y mantener una conversación paralela a la de Patricia, mientras psicoanalizaba a su interlocutor; Alexander tendía a estar tenso todo el rato, como si tuviese jaqueca, aunque siempre decía que estaba bien, y Leon acostumbraba llegar tarde y se excusaba en que había tenido que quedarse en el despacho por culpa del trabajo acumulado. No había un solo fin de semana que no trabajara. Pero ahora Jessica sabía que el bufete estaba al borde de la quiebra y Leon llevaba mucho tiempo sin ocuparse de grandes casos, así que su impuntualidad debía de ser un intento desesperado por aplazar lo inaplazable, esto es, el encuentro con Patricia y los amigos. O eso o algo más interesante. Leon el atractivo, el que no había querido casarse con Patricia, el que sufría cada día la presión a que ella lo sometía. ¿Habría sido tan extraño que buscase consuelo en los brazos de otra mujer? ¿Ése había sido el motivo por el que Patricia se esforzaba por ofrecer una imagen de familia feliz?

«¿Y yo?», se preguntó Jessica.

Ella no se sentía cómoda en el grupo. Notaba demasiada tensión, todo era forzado. Y había dos personas que no soportaba: Patricia y Tim. Voluntariamente, jamás habría pasado tanto tiempo con ellos. Entonces, ¿por qué lo hizo? «Porque sabía que no lograría separar a Alexander del grupo —pensó—. Ni en broma. Antes de dejarlos a ellos me habría dejado a mí».

Empezaba a dolerle la cabeza, así que se levantó e intentó pensar en otra cosa. ¿Qué podía hacer? Alexander estaba muerto. Tim y Patricia también. Leon y Evelin necesitaban ayuda.

«¡No pienses en eso, no pienses en eso, no pienses en eso!», se ordenó.

Como no se le ocurrió nada mejor que hacer, decidió ir a casa de Evelin y echar un vistazo. Después daría un largo y bonito paseo con
Barney
.

* * *

Alicia se había tomado su trabajo muy en serio. La casa estaba limpia y ordenada, perfectamente habitable. Nadie diría que hacía cinco semanas que sus dueños no vivían allí. No había ni una flor seca, nada de polvo, ninguna correspondencia acumulada en el buzón. Ni siquiera olía a encierro. Debía de haber abierto todas las ventanas aquella misma mañana. Cualquiera habría pensado que Tim y Evelin habían salido a dar un paseo o visitar a algún amigo. Nada hacía pensar que el señor de la casa había muerto y su mujer estaba en una cárcel inglesa, acusada de asesinato.

Barney
iba de un lado a otro, olfateándolo todo, hasta el punto de que Jessica empezó a temer por alguno de los carísimos jarrones y decidió sacarlo al jardín. Allí comprobó que hasta el césped estaba perfectamente segado. Alicia había logrado mantener más al día una casa ajena que Jessica la suya propia.

No tenía ganas de ver la consulta de Tim, así que decidió echar un vistazo en las habitaciones de la pareja. Antes deambuló un poco sin buscar nada en concreto. Sólo quería llevarse una impresión de la atmósfera que se respiraba allí.

La casa de Evelin.

Evelin. Le había gustado desde el primer momento. Incluso antes de saber que le presentaría a su futuro marido y pasaría a formar parte de su exclusivo grupo de amigos. Recordó el día en que la llamó a medianoche por lo del chucho. «Por favor, venga lo antes posible. Mi perro está muy enfermo. No aguantará el trayecto hasta la clínica veterinaria».

Vivía sólo a dos calles de allí. Ella se había vestido en un abrir y cerrar de ojos, y apenas cinco minutos después estaba frente a la puerta de Evelin con su maletín de urgencias en la mano. La dueña del perro llevaba puesto un camisón y vendada la mano izquierda. «Una caída jugando al tenis», le dijo. ¿Por qué tendría que haber dudado de su explicación? «De hecho —pensó Jessica—, siempre estaba herida. Nunca la vi sin algún tipo de tirita o vendaje en alguna parte del cuerpo. Desde la primera vez».

¿Tendría que haber sido más desconfiada? La explicación parecía lógica: la gorda de Evelin, extrañamente obsesionada por parecerse a su deportista, delgada y atractiva amiga Patricia, pero tan torpe que no dejaba de sufrir pequeños accidentes, arriesgándose a realizar ejercicios impropios para su sobrepeso. Era lógico que se fastidiara los tendones, se hiciera esguinces y moretones. Todos le hacían bromas al respecto. En Stanbury, por ejemplo, muchas mañanas la saludaban con frases como «¿Qué, Evelin, acabas de ejecutar un doble salto mortal?», o bien «¿Al menos has dejado la barra tan tocada como tu cuerpo?». Ella siempre respondía con una sonrisa, haciendo un esfuerzo por conformarse con su imagen de torpe del grupo. Gorda y tonta a la vez; la patosa que entretenía a los demás.

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