Tras perderse en dos ocasiones y preguntar a varios peatones, Jessica dio por fin con la casa de su suegro. Era una antigua granja solitaria, situada a casi siete kilómetros de la población más cercana y emplazada entre las hermosas colinas que rodean el lago Chiem. Un paisaje encantador, frente a las extensas y verdes praderas que preceden a los Alpes. Era mayo y por todas partes pastaban vacas pías, y por encima de ellas las poderosas montañas se erguían con sus cimas aún nevadas. Allí había crecido Alexander los días que no estaba en el internado. En un mundo aparte que parecía a salvo del horror y los absurdos del mundo urbano. Aunque aquello no significaba, ni mucho menos, que aquel mundo aparentemente idílico no tuviese sus propios dramas. ¿Por qué, si no, había pasado el chico toda su adolescencia en un internado? ¿Por qué no asistió su padre ni a su boda ni a su entierro? ¿Qué mueve a un abuelo a no querer conocer a su nieta?
De pronto deseó no haber ido. El padre de Alexander no podría ayudarla con el tema de Evelin, y ahora se preguntaba si de verdad quería saber más cosas sobre Alexander y su pasado. Al fin y al cabo estaba muerto, y a los muertos hay que dejarlos en paz. No importaba lo que su padre le dijera sobre él: Alexander ya no podría defenderse ni dar su propia versión de las cosas. Y ella quizá sólo conseguiría tener nuevas preocupaciones e interrogantes y descubrir nuevas incongruencias.
Pese a todo, aparcó y bajó del coche. El terreno estaba bien cuidado y parecía luminoso y acogedor. En el balcón delantero de la casa, hecho de madera, crecían varios geranios. Dos castaños daban sombra a un patio adoquinado. Había establos y gallineros aparentemente vacíos. Las paredes de la casa eran de tono ocre, pero los marcos de las ventanas eran verdes y los cristales despedían destellos blanquecinos. Era una imagen preciosa.
Quizá no fuera todo tan horrible. En cualquier caso, ya no le quedaba otra opción que llegar hasta el final del camino que había emprendido.
No había timbre, así que llamó con los nudillos. Al principio no oyó nada, pero al cabo de un momento oyó pasos que se arrastraban lentamente hacia la puerta, que por fin se abrió. Apareció un anciano canoso y algo encorvado. Sus ojos, en un rostro chupado, parecían vivaces y su mirada tenía intensidad. Pero no se parecía en nada a Alexander. Sus rasgos eran muy distintos de los de su hijo, al menos a primera vista, y eso hizo que Jessica se sintiera mejor.
—Soy Jessica —dijo tendiéndole la mano—. Buenos días.
Él le estrechó la mano brevemente y sin demasiada convicción, mientras continuaba mirándola a los ojos. Le sonrió con frialdad.
—Así que eres Jessica. El segundo intento de Alexander. Debo reconocer que me picaba un poco la curiosidad. Me preguntaba qué mujer habría buscado mi hijo esta vez. Tenía una esposa maravillosa. Elena. ¿La conoces?
—Sólo un poco.
El hombre dio un paso hacia atrás y Jessica advirtió que arrastraba una pierna.
—Pasa —le dijo—. No sé qué buscas pero pasa.
Cojeó por el oscuro pasillo, delante de ella. Llegaron a un salón luminoso y acogedor. Había dos sillones mullidos y floreados, un sofá a juego, estanterías de tono claro y un armario de puertas de cristal, lleno de vasos, copas y una vajilla con borde dorado. Desde la ventana se veía el jardín trasero de la granja, lleno de flores y árboles frutales. Aquel entorno no pegaba con su morador, o por lo menos con la primera impresión que ella se había formado de él.
Como si le leyese el pensamiento, el viejo dijo:
—Tengo una mujer de la limpieza maravillosa. Como se decía en mi época, una perla. Se encarga de todo. De la casa, del jardín, de la cocina… De no ser por ella yo no viviría así, pero en el fondo me da igual. Que haga lo que quiera. —Se dejó caer en el sofá lanzando un ligero bufido—. Maldita pierna. Un accidente de caza, hace casi treinta años. Una cosa así puede destrozarte la vida. —Señaló un sillón—. Siéntate. Y dime a qué has venido.
Jessica se sentó. El anciano no le gustaba y tenía la sensación de que nada lograría cambiar aquella opinión. Estaba amargado, vivía en función de su amargura y le importaba un comino el resto de la humanidad. Quizá fuera por su pierna mala. Odiaba la vida, se sentía víctima de una injusticia del destino y pensaba que si él lo pasaba mal los demás no tenían por qué estar mejor. Emitía una frialdad casi palpable, y al mismo tiempo la fascinación de una independencia absoluta. No necesitaba a nadie y le daba igual lo que los demás pensaran de él.
—Estuve poco más de un año casada con Alexander —empezó Jessica— y fuimos novios muy poco tiempo. Ahora está… ha muerto antes de que pudiese conocerlo bien. Hay muchas cosas sobre su persona y su mundo que me resultan un misterio. Y pensé que usted podría ayudarme.
El anciano hizo un gesto despectivo con la mano y esbozó una mueca de desdén.
—Lo que me temía. ¿Sabes cuándo vi a Alexander por última vez? El día de su primera boda. Hace… no sé, unos diecisiete años. Él tenía veintipocos, si no me equivoco. Se casó con esa preciosa española. Elena. Al principio dije que no asistiría al enlace, pero ella se plantó aquí y se las arregló para hacerme cambiar de opinión. Craso error. Después lo he lamentado muchas veces. El caso es que me embaucó totalmente. Jamás pensé que una mujer pudiera tener tanto poder de convicción. Pero es que Elena era… ¡Diablos, era preciosa! Y muy inteligente. Pensé que si Alexander había logrado enamorar a una mujer así debía de haber cambiado y ya no sería el cobardica de siempre. Así que me puse mi traje de los domingos y asistí a la boda. Ella llevaba un vestido blanco, muy corto, muy ajustado y muy sexy. El juez empezó a tartamudear en cuanto la vio. Pero ¿sabes qué pensé yo? —Se inclinó hacia delante y la miró fijamente con regocijo, y Jessica supo que iba a decirle algo que le haría daño y que disfrutaría haciéndoselo—. Pensé que mi hijo continuaba siendo el mismo calzonazos de toda la vida. Sólo que ahora era un calzonazos con una mujer envidiable. La adoraba. Ni él mismo lograba comprender cómo era posible que Elena estuviera con él.
Sus palabras eran puro veneno y a Jessica le provocaron un dolor casi físico. Era estremecedor oír a un padre hablando así de su hijo muerto. Pero lo peor era que ella comprendía a qué se refería. De hecho, los días antes de la tragedia ella había pensado exactamente lo mismo que el anciano. No con esa acidez ni ese desprecio, pero sí a grandes rasgos. Había descubierto que Alexander tenía un carácter muy débil y se dejaba dirigir y dominar por los demás. Su peor momento fue la tarde en que se mostró incapaz de defender a su propia hija. Al quedarse como un pasmado impotente había humillado a Ricarda en lo más hondo. Se había convertido en la pura imagen de la cobardía.
—Su hijo ya no vive —dijo, no obstante.
—¿Y qué? ¿Acaso cambia eso los hechos? ¿Sólo porque te has quedado viuda crees que debes ser piadosa con su recuerdo? Pues te diré algo: estoy seguro de que al cabo de unos años tú también lo habrías abandonado, como hizo Elena. Me parece que tienes los pies en el suelo, y es obvio que irradias mucha más fortaleza y determinación que Alexander. De haber seguido con él habría llegado un día en que la situación te habría resultado insoportable. Y no habrías querido seguir viviendo con un blandengue como él. Lo habrías dejado, y él habría sentido pánico y corrido a buscar otra mujer con la que casarse y en la que apoyarse. Contigo fue todo muy rápido, ¿no? Seguro que celebró su despedida de soltero en cuanto le dieron los papeles de la separación. ¿Crees que era por amor? —Soltó una risotada que resonó en toda la sala—. Perdona que me cargue tus ilusiones, jovencita, pero me temo que mi hijo sólo amó a Elena. Estaba loco por ella, siempre lo estuvo. A ti sólo te utilizó para mantenerse a flote.
«No tenía que haber venido», se dijo Jessica, y cerró los ojos. Cada palabra que salía de la boca del anciano le dolía como una bofetada, aunque nada de lo que decía se diferenciaba mucho de lo que ella misma había empezado a pensar. Recordó la llamada telefónica que había escuchado en Stanbury. La sorpresa y el miedo que sintió, no tanto porque Alexander hablara con su ex mujer ni porque lo hiciera en secreto, sino por el tono que le oyó utilizar. Aún la quiere, había pensado en aquel momento, y siempre la querrá.
El anciano la observaba atentamente.
—No te gusta oír estas cosas, ¿verdad?, pero en el fondo sabes que tengo razón. Lo siento por ti. Tendrás que vivir con la sensación de haber estado casada con un hombre que nunca te amó de verdad. Eso es lo más trágico de la muerte de Alexander: te privó de la oportunidad de abandonarlo. Una separación siempre es dolorosa, pero habría sido fruto de tu voluntad y al final habría llegado el día en que te sería indiferente si Alexander llegó a amarte o no. Ahora eso no pasará, y vivirás con esa incertidumbre el resto de su vida. Al final todos acabamos arrastrando algo así y…
—¿Por qué odiaba tanto a su hijo? —lo interrumpió Jessica, refrenando el impulso de levantarse y marcharse sin más. Había ido allí a recabar información, y eso haría. Después ya tendría tiempo para enfrentarse a sus sentimientos.
Will intentó estirar la pierna tullida y volvió a emitir un bufido quedo.
—Duele una barbaridad. En cada movimiento. Tengo que vivir con esto.
—Su hijo…
—Mira, no estoy seguro de que lo odiara. «Odio» es una palabra muy fuerte, tanto como «amor». Y yo he tenido mucho cuidado con ambas durante toda mi vida. Nunca he dicho a nadie que lo amo, y tampoco que lo odio.
—Pero es muy extraño que un padre no ame a su propio hijo.
—Qué va, no es tan extraño. La mayoría de la gente sólo lo dice para guardar las apariencias, pero en realidad no sienten nada de eso. Hay muchos maridos que no aman a sus mujeres y muchas mujeres que no aman a sus maridos, pero todos se hartan de repetir la palabra «amor» porque creen que es lo correcto. —Hizo un nuevo intento de estirar la pierna, pero al final renunció, resoplando—. ¡Maldito dolor! Te diré algo, jovencita: yo no odiaba a Alexander. Sólo me sentía decepcionado por él, tanto que al final preferí olvidarlo. Y en ese sentido su muerte no cambia nada. Ya lo ves. Esto es lo que hay. Ni más ni menos.
—Bueno, ¿y por qué se sentía tan decepcionado?
Will puso los ojos en blanco.
—No te das por vencida, ¿eh? ¡Como si esta conversación fuera a cambiar las cosas! Escúchame bien: Alexander no era un hombre sino un ratón, un lameculos, un pelota. Lo fue desde que nació. ¡Dios mío, de crío no dejaba de llorar! Y siempre estaba obsesionado con hacerlo todo bien. Nunca se saltaba las normas, nunca metía la pata. Tenía los ojos de un caniche asustado, le faltaban agallas. ¿Entiendes ahora? Y yo no podía soportarlo.
—Un niño no nace así. Si tiene miedo de todo es porque alguien o algo se lo provoca.
—¡Provocar, provocar! —Will pareció enfadarse—. ¡No me vengas con psicología barata! Yo lo traté con mano dura; desde el principio. Los mimos no sirven para nada; sólo logran que los niños acaben siendo unos ineptos.
—¿Y la dureza? Al parecer, con ese método no le fue mucho mejor.
—Quien nace débil continúa siéndolo toda la vida. Haga lo que haga. En ese sentido tienes razón. Mis esfuerzos fueron en vano. Podría haberme ahorrado muchos dolores de cabeza en la educación de mi hijo.
La aversión que Jessica sentía hacia aquel hombre crecía por momentos, pero se contuvo.
—Alexander tenía cinco años cuando murió su madre, ¿no?
—Sí, fue un momento muy duro para él. Dependía totalmente de ella. Claro, ella no dejaba de malcriarlo y afeminarlo. Cuando murió, yo tomé las riendas con mano dura y el chico se derrumbó.
Le pareció percibir un deje de odio en las palabras del anciano.
—¿No le parece que un niño que ha perdido a su madre necesita cariño y atenciones en lugar de mano dura?
—Por todos los demonios —dijo Will—, no se me ocurre ni un solo motivo por el que tenga que justificarme ante ti. Lo creas o no, yo quería lo mejor para mi hijo. Deseaba que las cosas le fueran bien, que supiera enfrentarse al mundo en lugar de dejarse vencer por él. Pero fracasé. ¿Y de qué me sirve ahora analizar las causas de mi fracaso?
—A los diez años lo envió usted al internado.
—Estaba claro que jamás lograría hacer de él el hombre que yo quería, así que pensé en llevarlo a la escuela para que se relacionase con niños de su edad. Al despedirme de él le dije que suponía que de un modo u otro su comportamiento acabaría avergonzándome, pero que esperaba que al menos no acabara siendo el hazmerreír de la clase. En fin…
Hizo un gesto ambiguo con la mano que podría haber significado muchas cosas, aunque seguramente sólo quería decir que ya por entonces sabía que su hijo sería un perdedor.
—¿Y bien? —lo instó Jessica—. ¿Lo avergonzó? ¿Fue el hazmerreír de la clase?
—Se adaptó al internado como se adaptaba a todo, sin llamar la atención ni alterar el orden. Nunca tuve ninguna queja de él.
—¿Fue a visitarlo alguna vez? ¿Fue a verlo en alguna de las actividades extraescolares o cosas así?
Will soltó una carcajada.
—¿Por qué tendría que haberlo hecho? Alexander no destacaba en nada. No jugó en el equipo de fútbol ni en el de hockey ni en el de tenis. ¡No imaginas lo que me habría gustado sentarme en la tribuna y aplaudir a mi hijo cuando éste ganara una copa para su escuela, del deporte que fuese! O cuando protagonizara alguna obra de teatro… Cualquier cosa. No sé si me entiendes. ¡Podría haber hecho algo que lo diferenciara del rebaño! ¡Lo que fuera! Pero no, él se limitaba a dejarse llevar por la corriente, concentrado sólo en no meter la pata, en no estropear nada ni quebrantar ninguna regla. Ésa era su divisa. ¿Qué querías que viera en mis visitas, jovencita? ¿Al niño más anodino que jamás hubo en aquella escuela?
—Sólo a su hijo. A Alexander.
Él volvió a inclinarse hacia delante. «Sus ojos —pensó Jessica—. Tienen el mismo color que los de Alexander». Si no fuera porque éstos estaban tan vacíos, podría decir que se parecían mucho a los de su marido.
—¿Qué pretendes? ¿Intentas decirme que fui un mal padre? ¿Y qué? ¿Qué cambiaría eso? Mi hijo ha muerto. Conocerás a otro hombre y te casarás de nuevo, y poco a poco olvidarás todo este asunto. Y nuestros caminos no volverán a cruzarse.
De repente, Jessica tuvo claro que no le mencionaría el nieto que estaba en camino. A él no le habría importado.