Como no consiguió reunir la fuerza necesaria para marcharse de Yorkshire («¿De verdad creíste que podrías hacerlo?», le preguntó sarcásticamente Lucy, con quien habló por teléfono para intentar calmarse un poco), decidió hablar con él. Las cosas no podían seguir así. Su relación no estaba nada clara, y aquello acabaría destruyéndola, o destruyendo parte de su esencia vital: su alegría de vivir, su juventud, su confianza en sí misma. Lucy siempre se lo había advertido. Ahora, después de tantos años, comprendía al fin que su amiga tenía razón.
Estaba a punto de echar su vida a perder. La antigua Geraldine estaba difuminándose entre ilusiones vanas, esperas inútiles y una continua sensación de humillación, convirtiéndose en una figura enfermiza y triste, agradecida cuando alguien le prestaba una pizca de atención.
—Eres guapísima —solía repetirle Lucy—, además de inteligente y comprensiva. Seguro que hay docenas de hombres que perderían la cabeza por ti y estarían dispuestos a darlo todo por hacerte feliz. Por favor, deja a Phillip antes de deprimirte tanto que ya ni siquiera puedas reaccionar.
—No puedo, Lucy, no puedo hacerlo.
—¡Pero estás destrozándote!
Hablaron un rato, y al final Geraldine le prometió que hablaría con él y le explicaría claramente cuáles eran sus deseos y aspiraciones.
—No creo que vayas a solucionar nada hablando con él —le dijo Lucy con un suspiro—, pero hay una mínima posibilidad de que así lo obligues a darte una respuesta. Si le planteas bien las cosas, tendrá que explicarte cómo se imagina su futuro. Eso sí, si consigues que hable deberás ser consecuente y aceptar lo que te diga, ¿me oyes? Y si no te gusta lo que escuchas tendrás que romper la relación.
Aquello era lo que más miedo le daba, y más porque se daba perfecta cuenta de que las cosas no podían seguir así. No podía permitir que siguiera haciéndole daño. Y aquél podía ser el final de su relación.
Aquella mañana, Phillip se había marchado muy pronto, como siempre. Ella estaba despierta (¿acaso él no se daba cuenta de que llevaba varias noches sin dormir?) cuando él se levantó con sigilo, pero mantuvo los ojos cerrados y no se movió. Le dolía comprobar la indiferencia y naturalidad con que se alejaba de su vida. Iba y venía cuando le daba la gana. La ignoraba por completo.
Cuando se marchó, ella se levantó, se puso su ropa de deporte y salió a correr un rato. A la vuelta se sentía mejor. Como siempre, el ejercicio le había devuelto algo de confianza.
Se duchó, se vistió y se sentó en el vestíbulo del hotel. Había dos sofás enormes de piel marrón y varios ejemplares antiguos de la revista
Helio
. Ojeó uno sin prestarle atención. En muchas de aquellas páginas aparecía la reina sonriendo, o alguno de sus hijos o nietos. Las revistas estaban sucias y manoseadas, arrugadas, y a la mayoría les faltaban las páginas de las recetas, las dietas y los consejos de gimnasia. Por algún motivo, las revistas la deprimieron aún más. Quizá porque estaban muy anticuadas y polvorientas.
«Igual que yo», pensó.
Phillip volvió al hotel hacia las once, y ella enseguida comprendió que no era el mejor momento para proponerle una conversación en serio. No estaba de mal humor, no, en realidad se lo llevaban los diablos. Parecía dispuesto a saltarle al cuello a la primera persona que le diera el menor motivo.
Pero aunque sabía que era un error y que así sólo lograría perderlo, sintió que tenía que hablar con él en aquel preciso momento. Llevaba un buen rato pensando en lo que le diría; había preparado una serie de argumentos y memorizado frases contundentes y definitivas, y había hecho acopio de todo su valor. Si no hablaba con él ahora, tardaría semanas o incluso meses en volver a atreverse. Y se moriría si tenía que soportar tanta tensión.
—Hola, Phillip —le dijo, levantándose.
Él ni siquiera la había visto y se sobresaltó.
—¡Ah, Geraldine, estás aquí! —dijo, dándole a entender que lo único que deseaba era perderla de vista, que se desintegrara en el aire o desapareciera del modo más rápido posible.
Quería estar solo. Ella se acercó a él sintiendo un dolor casi físico.
—Parece que desayunar juntos se ha convertido en algo muy complicado —le dijo forzando una sonrisa.
—¿Desayunar? ¡Pero si nunca desayunas! —La arruga que se le había formado sobre la nariz sugería que le dolía la cabeza.
«No es momento para enzarzarse en una discusión», le advirtió una voz interior; pero ella, desesperada, supo que no lograría quedarse callada.
—Tomo un té, y ya sabes que me gusta mirar cómo comes. Además, es una buena ocasión para charlar un rato.
—Por favor, Geraldine, yo…
No permitió que la interrumpiera. Esta vez no.
—Tenemos que hablar, Phillip. Es importante.
—No creo que tengamos nada que hablar.
—Pues lo tenemos. Yo… —empezó a abrir y cerrar la cremallera del bolso—. Mira, me siento muy mal y necesito hablar contigo.
Phillip apretó los labios.
—Preferiría que fuese en otro momento.
—Me da igual. Yo quiero hablar ahora.
Él masculló un juramento y miró en derredor.
—Está bien. ¿Dónde? ¿Aquí?
—Podemos ir al bar. Quizá hasta te den algo para desayunar.
—No tengo hambre, aunque quizá necesite una copa. Joder, Geraldine, tienes el don de complicarme las cosas cuando más problemas tengo.
Fueron al bar. Ella apretaba el bolso contra el pecho. Tenía la sensación de estar comportándose como una niña intimidada.
Cuando llegaron comprobaron que no había nadie. Phillip tuvo que llamar tres veces —cada vez con más rabia— al timbre que había encima de la barra antes de que apareciera una jovencita con acné.
—La hora del desayuno ya ha pasado —dijo, sin esforzarse siquiera por esbozar una sonrisa.
—Es que no quiero desayunar —repuso Phillip—. Quiero una cerveza. —Se dirigió a Geraldine—. ¿Y tú?
—Nada. Gracias.
Se arrepintió inmediatamente de su negativa, porque le habría ido fenomenal poder sujetar un vaso mientras hablaba, pero no quiso rectificar para no ponerlo aún más nervioso. Fue a sentarse a una mesa del fondo y esperó a que él llegara con su jarra de cerveza, se sentara frente a ella y bebiese un largo sorbo.
—Bueno —dijo Phillip—, ¿qué pasa?
Ella se había preparado para una argumentación fundada y exhaustiva, pero de pronto se quedó en blanco. Sólo veía el aspecto huraño de Phillip, aquellos rasgos por los que sentía un amor tan desesperado e intenso, y no pudo evitar olvidarse de todo y salirle con su más antiguo y visceral deseo:
—¡Quiero que nos casemos!
Y al punto la desesperación y el horror por ese insensato arranque se le vinieron encima como una enorme y oscura ola. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Una vez más lo había atacado con sus deseos, con su sueño de estrechar al máximo su relación, justo a él, que reculaba como un potro salvaje cada vez que alguien pronunciaba la palabra «relación». Ahora reaccionaría como si le hubieran echado una red sobre la cabeza y empezaría a revolverse como un enloquecido, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera zafarse de la trampa.
Sin embargo, apenas un instante después el horror se desvaneció y Geraldine empezó a experimentar una sorprendente paz interior. No llegaba a ser felicidad, pero sí alivio. Una sensación de liberación. Al fin lo había dicho. Con aquellas cuatro palabras le había dicho en realidad lo único que quería decirle. Se había saltado de un plumazo la presentación de motivos, exposición de hechos y comentarios razonados, había ido a la conclusión derechamente. Le había abierto su corazón. Por fin había acabado con aquel horrible juego de silencios y sobrentendidos.
Tardó lo suyo en atreverse a mirarlo. Y cuando lo hizo vio que él, cabizbajo, miraba fijamente su cerveza. Su expresión continuaba tan huraña y sombría como antes. En su rostro no se apreciaba ni un solo rasgo de felicidad o amabilidad.
Sintió un escalofrío.
«En vano —pensó—, todo ha sido en vano».
Por fin, Phillip alzó la vista.
—La respuesta es no —le respondió—. Y te ruego que no vuelvas a proponérmelo nunca más.
Ella sabía que intentar alcanzar un acuerdo sería en vano, pero una vez más no pudo quedarse callada.
—Necesito algo a lo que agarrarme. Necesito tener perspectivas —le dijo, y se aborreció al escuchar el tono de súplica que se coló en su voz. Parecía estar humillándose a sí misma—. No entiendo cómo logras vivir sin ellas, pero te aseguro que yo no puedo.
—Yo tampoco. ¿Qué te hace pensar que vivo sin perspectivas?
—Pues… que no veo hacia dónde conduces tu vida.
—Ya. Y como tú no lo ves resulta que no hay nada, ¿es eso?
Ella suspiró. Sabía perfectamente a qué se refería, cuál era su perspectiva, y se preguntó si habrían tenido más posibilidades como pareja de no haber existido aquella obsesión suya por su padre.
—Te refieres a la casa —dijo—. A Stanbury. ¿Cómo puedes estar tan obsesionado?
Los ojos entornados de Phillip cobraron vida de pronto.
—No lo estarás diciendo en serio, ¿verdad? ¡Precisamente tú!
—No entiendo tu fanatismo. ¿Qué buscas? ¿Dinero? Pues no podrás venderla hasta que Patricia Roth esté de acuerdo en hacerlo. Además, deberás pagar la mitad de los gastos de mantenimiento, que en esos edificios antiguos suelen ser bastante elevados. No obtendrás ninguna ganancia, y a cambio deberás pagar los trámites legales, que de seguro serán carísimos, y… —Se interrumpió al ver el odio que empezaba a reflejar su expresión—. Hum… ya veo que no se trata de dinero —musitó.
—Desde luego que no. Tengo muchas otras razones para negarme a dejar que esa bruja se salga con la suya. Puede hacer todo el teatro que quiera, gritarme en la cara y hasta echarme de la casa, pero algún día, te lo juro —al decir esto acercó su rostro al de ella, que se apartó involuntariamente—, algún día entraré con honores en Stanbury, con los papeles en regla y todo el derecho del mundo, y ella no podrá evitarlo.
Sus manos apretaban con fuerza la jarra de cerveza y tenía la frente perlada de sudor.
«Absolutamente obsesionado», pensó Geraldine.
—Pero la casa no logrará acercarte a tu padre —le dijo.
Él soltó una risa fría y amarga.
—¿Y tú qué sabes? Geraldine la protegida, la niña crecida en un pequeño mundo burgués, con su papá y su mamá, a salvo de todo mal. No tienes ni idea de lo que significa crecer sin un padre, y menos aún descubrir al fin quién es y constatar que fue un perfecto cabronazo, pero aun así tu padre. ¡Tu padre, joder! —Dio un puñetazo en la mesa—. ¡Fue mi padre y voy a recuperarlo!
La chica con acné, que estaba limándose las uñas tras la barra, dio un respingo. Geraldine lo advirtió y dijo:
—¡Otra cerveza, por favor! —Su voz sonó muy aguda. Carraspeó y dijo—: Lo que no entiendo es por qué no quieres casarte. —Estaba decidida a no entrar en una discusión acerca de la lógica o el absurdo de su plan sobre Stanbury, porque estaba claro que en cualquier caso ella saldría perdiendo—. Es decir… ahora tienes este proyecto, vale, pero eso no tiene por qué separarnos, ¿no? Es que… es que… —Desesperada, buscó argumentos convincentes, aunque en el fondo sabía que nada lo haría cambiar—. Quiero tener hijos. Una familia.
Phillip dibujó un corazón torcido en el cristal de su jarra de cerveza.
—Claro, y una casita en el campo con un perro y un duendecillo de cerámica en el jardín —ironizó con dureza; y luego, con un gesto brusco, borró el corazón del cristal—. Yo no estoy hecho para eso —añadió—. Olvídalo.
—¿Quieres seguir soltero toda la vida?
—Ya he estado casado, y fue una mierda.
—¡Estuviste casado con una drogadicta! ¿Qué esperabas? ¿Que todo fuera paz y armonía entre vosotros?
—Amaba a Sheila, pero aun así no conseguí que nuestro matrimonio funcionara. A ti, en cambio…
Geraldine sintió un escalofrío. Sabía lo que Phillip había querido decir. Nunca se lo había dicho a la cara, pero en ese instante comprendió que en el fondo siempre lo había sabido.
—A mí, en cambio —completó la frase por él—, ni siquiera me quieres.
La camarera llegó con la cerveza. Al dejarla en la mesa, un poco de espuma resbaló por la cara externa de la jarra. Geraldine le pasó el dedo para evitar que llegara al posavasos, pero tenía la mano entumecida. No pudo sentir la espuma.
—Exacto —corroboró Phillip—. No te quiero.
Geraldine se sorprendió de poder seguir respirando, pese a que en aquel momento, en aquel inhóspito bar del condado de Yorkshire, su vida acababa de hacerse añicos y sus últimos años, largos y tristes, se le aparecían de pronto como una inversión absurda. Todo estaba impregnado de olor a cerveza. A partir de ese momento siempre relacionaría aquellos minutos con el olor de la cerveza y la imagen de una joven con acné que se dedicaba a limarse las uñas con esmero.
—¿No crees que podías habérmelo dicho antes? —preguntó por preguntar.
—Creía que era evidente —respondió Phillip.
El teléfono sonó cuando Jessica llegaba al recibidor.
El grupo se había dispersado tras el desagradable encuentro entre Ricarda y Patricia, y ahora cada uno hacía lo suyo. Alexander se había encerrado en su habitación, y Jessica se había quedado unos minutos plantada frente a la puerta, intentando decidir si debía entrar o no, pues por una parte quería hablar con él pero por otra sabía que no tendría el coraje para decirle exactamente lo que pensaba.
«Te oí esta mañana cuando hablabas con Elena por teléfono. ¿Por qué me mientes? ¿Y qué es eso que necesitas comentar con ella y no conmigo?» «¿De qué tengo más miedo? —se preguntó—. ¿De que me responda con alguna excusa ridícula o de que me diga la verdad? ¿O de ambas cosas?»
Como no se decidía, optó por dirigirse a la habitación de Ricarda. Pero, una vez más, tras haber subido media escalera comenzó a dudar. Se moría de ganas de abrazar a la chica y decirle que la entendía, que estaba de su parte, que la actitud de Patricia era repugnante. Pero al mismo tiempo temía que ella la rechazara con la misma brusquedad de siempre.
Se dio media vuelta.
«Desde luego somos una familia feliz», pensó, pero no logró acompañar aquella frase con una sonrisa, ni siquiera irónica.
Oyó el teléfono en cuanto llegó al pie de la escalera. Lo cogió.
—Jessica Wahlberg.
—Elena. También Wahlberg —le respondió una voz—. Buenos días, Jessica.