Había dos capítulos, «Francia» y «Alemania», dedicados a su vida privada. En ellos contaba cuánto le había dolido en su juventud no poder participar en la guerra contra Hitler, y cómo se las había ingeniado para contribuir a la causa. Asumiendo un gran riesgo, había establecido contacto con la Resistencia —en las islas del Canal— y se había instalado clandestinamente en Francia gracias a la falsa identidad que le proporcionaron los patriotas franceses. Luego describía algunas de las aventuras vividas y relataba —al fin— su primer encuentro con Patricia Kruse. Pese a expresarse con discreción y tacto, resultaba claro que ambos habían compartido un amor muy intenso, pues habían afrontado muchos riesgos y grandes peligros con tal de pasar juntos el mayor tiempo posible. En varias ocasiones habían estado a punto de ser descubiertos, lo cual habría significado su ejecución.
Acerca del final de la guerra McGowan escribía:
Había terminado, por fin, y ahora se trataba de llevar una vida normal. Por desgracia, Patricia y yo no logramos conservar nuestros sentimientos. Parte de lo que hasta entonces habíamos considerado amor resultó tener mucho que ver con el romanticismo de enfrentarnos juntos al peligro y saber que nos jugábamos la vida cada noche que dormíamos juntos. Jamás podíamos bajar la guardia. No nos relajábamos ni un instante. A veces comentábamos entre susurros lo maravilloso que sería poder vivir juntos en tiempos de paz. Pero cuando se nos concedió el deseo no supimos hacerlo realidad.
Nos fuimos a Londres, donde nos casamos y yo empecé a trabajar como reportero de televisión. Haber militado en la Resistencia me abría todas las puertas. Pero no conseguimos que Patricia permaneciera en el anonimato, y en cuanto se supo que era alemana empezó a ser blanco de los peores hostigamientos. Gran parte de Londres se había visto reducida a escombros por culpa de las bombas nazis, y mucha gente vivía en condiciones espantosas. La televisión emitía documentales rodados por soldados ingleses en los campos de concentración, y el horror que mostraban superaba a las peores pesadillas. Además, muchas familias inglesas habían perdido uno o más miembros. Padres caídos, hijos caídos, hermanos caídos. Patricia no tuvo ninguna oportunidad. No era feliz y añoraba su hogar. Por desgracia, las cosas tampoco cambiaron con el nacimiento de nuestro hijo Paul, en 1946. Al principio pensé que el bebé le aportaría equilibrio y sosiego, pero ella continuó sintiéndose sola y desgraciada. Al final tuve que reconocer que las cosas no podían seguir así. De modo que en 1949 nos trasladamos a Alemania, a Hamburgo, la ciudad natal de Patricia. El país empezaba a renacer de las cenizas y todo el mundo intentaba desvincularse lo más posible del nazismo. Había juicios masivos en que se condenaba a los responsables de tanto horror, y todo el mundo se esforzaba en demostrar y proclamar su inocencia en el desarrollo de los hechos. También aquí se me abrieron las puertas gracias a haber luchado en la Resistencia, y pronto comencé a trabajar como reportero político en una emisora de radio. Parecía que ahora todo iba a salir bien: Patricia estaba cerca de sus padres, hermanos y amigos de la infancia, y ya nadie la atacaba por su nacionalidad; Paul crecía fuerte y sano, y yo no tardé en sentirme como en casa, pese a estar en el extranjero y tener amigos pertenecientes al bando enemigo.
Sin embargo, no logramos superar nuestra falta de comunicación. ¿Fueron realmente las situaciones extremas, las amenazas y el sufrimiento lo que hizo que permaneciéramos unidos? ¿Sólo eso mantuvo viva la llama de nuestra pasión? Discutíamos mucho sobre el tema, hasta que en cierto momento fuimos conscientes de encontrarnos en un círculo vicioso. En realidad lo único que quedaba era el vacío que nos separaba y nuestra incapacidad para llenarlo de algún modo. Pero todavía éramos jóvenes y no quisimos renunciar a ese maravilloso sentimiento que en su día nos había unido. Quizá podríamos volver a vivirlo con otras personas. Así pues, nos separamos en abril de 1953; sin peleas, de un modo tan amistoso como triste. Yo volví a Londres y Patricia se quedó en Hamburgo con Paul.
Así concluía el fragmento más personal de la autobiografía de McGowan, y, por mucho que buscó y rebuscó, Jessica no encontró la menor referencia a posteriores amores, y menos aún a posteriores hijos.
Tampoco encontró nada en los artículos de prensa. Si la madre de Phillip había formado parte de la vida de Kevin McGowan, se trataba sin duda de su secreto mejor guardado. Jessica comprendió entonces que Tim tenía razón: toda la información que Phillip le había dado sobre su padre podía encontrarse en aquellos libros, y, por tanto, no le servían para demostrar nada. Jessica no le había oído contar nada nuevo sobre la vida de McGowan, nada que no apareciera en esas páginas y el propio Phillip no hubiese podido extraer de allí.
Se sintió un poco descorazonada: había pasado varias horas intentando buscando algo que ni siquiera sabía qué era ni por qué quería encontrarlo. ¿Quería dar con alguna información que confirmara las afirmaciones de Phillip? ¿Quería ayudarlo? Sea como fuere, el caso es que no había encontrado nada.
«Y además, tampoco es cosa mía», pensó.
Quizá sólo se había sumergido en los libros para dejar de pensar en sus propios problemas. En ese sentido, la cosa había funcionado. Durante aquel rato había olvidado la conversación telefónica entre Alexander y Elena, pero ahora volvió a recordarlo todo, y los acontecimientos de la mañana la torturaron aún con más fuerza. Como siempre, su estrategia para superar el dolor consistía en enfrentarse a los sentimientos del modo más racional posible, y relativizar lo que tuvieran de exagerado o dramático. Lo mismo hizo esta vez.
«¿Qué es lo que me molesta tanto? —se preguntó—. Lo peor no es que él haya hablado con Elena. Al fin y al cabo hablan a menudo, ¿no?»
Había dos cuestiones que la afectaban sobremanera:
Una, el hecho de que Elena supiese cosas de la vida de Alexander que él no quería compartir con ella. A tenor de aquella conversación, estaba claro que Elena sabía la causa de las pesadillas de su marido. Además, con ella no había intentado disimular que se sentía desesperado e inseguro por el comportamiento de Ricarda. O sea que ante Elena se atrevía a mostrarse débil.
Y, dos, él le había mentido. Por primera vez, al menos que ella supiera.
Se enfrentó al primer punto con lógica y sentido común. Elena conocía el lado más débil de Alexander y los secretos que le impedían dormir con normalidad, vale, pero es que había estado quince años casada con él, y eso era una eternidad. «Nosotros nos conocemos desde hace apenas dos años —pensó— y acabamos de cumplir el primero de casados. Quizá Alexander necesite más tiempo. Quizá tardó cuatro o cinco años en abrirse a Elena. Quizá también acabe abriéndose así conmigo. Elena me lleva ventaja en el tiempo, seguramente lo único en que me la lleva», decidió.
Quedaba el tema de la mentira. Alexander habría pensado que ella se enfadaría si le decía que había hablado con su ex mujer. Con toda seguridad lo único que pretendía era evitarse las posibles aclaraciones que tendría que ofrecer y los supuestos reproches que ella le haría a su vez. Sea como fuere, no tendría que haberlo hecho. Las mentiras no pueden formar parte de una buena relación.
«Tengo que hablar con él —pensó—. Aunque sea embarazoso y desagradable, he de hacerlo. De lo contrario nunca conseguiré librarme del enfado y la desconfianza».
Decidió hacerlo después de la cena. Le propondría dar un paseo, para estar a salvo de oídos indiscretos.
—Me gustaría comentaros algo —dijo Patricia, cuando acabaron de cenar—. Acompañadme al salón.
Durante la cena apenas habían hablado. Sólo se oía el ruido de los cubiertos, algún que otro carraspeo o el borboteo del vino cuando alguien se llenaba la copa. Un visitante desprevenido habría puesto pies en polvorosa al percibir la tensión que flotaba en el ambiente.
—Alexander y yo íbamos a dar un paseo —dijo Jessica. Supuso que Patricia quería exponerles (e imponerles) alguna nueva estrategia para evitar a Phillip Bowen, y no tenía ganas de dedicar un solo minuto más a ese asunto.
—Bueno, ya iremos a pasear después —terció Alexander.
—Sabía que dirías algo así —le contestó su mujer.
Patricia se levantó y se dirigió a sus hijas:
—Diane, Sophie, vosotras podéis salir a jugar al jardín. Los demás venid conmigo.
—Yo no —dijo Ricarda. Era la primera vez que abría la boca en varias horas.
—Tú puedes hacer lo que te dé la gana —le respondió Patricia con un acento extraño en la voz.
Ricarda se encogió de hombros y se quedó sentada a la mesa mientras los demás se dirigían al salón.
«Diez minutos —se dijo Jessica—, le doy diez minutos. Ni uno más. Después me centraré en lo que tenía planeado».
Se sentaron todos frente a la chimenea. Algunos habían llevado consigo sus copas de vino. Jessica apenas se apoyó en el posabrazos de un sillón. Quería irse de allí. Tenía un mal presentimiento.
—Me gustaría hablar con vosotros —repitió Patricia—. Hoy he descubierto algo que me ha dejado muy preocupada. He estado dudando sobre si debía… Bueno, al final he decidido que nos afecta a todos.
«Suéltalo de una vez», pensó Jessica con acritud.
—Tiene que ver con Ricarda —continuó Patricia y, al ver que Alexander abría la boca para decir algo, le hizo un gesto indicándole que se callase—. No es lo de siempre. Es… es algo mucho peor. Como ya he dicho, muy preocupante.
Tim suspiró.
—¿De qué se trata, Patricia? Quizá podrías decírnoslo de una vez por todas. Hoy hace una noche preciosa y creo que a todos nos gustaría salir al jardín y disfrutarla un poco más.
Patricia se levantó, se dirigió al pequeño armario de los licores y del fondo sacó una libreta. Era sencilla y gruesa, de color verde, algo sobada y arrugada.
—Hoy he encontrado esto en la habitación de Ricarda —les anunció.
Todos miraron la libreta. Jessica se irguió súbitamente indignada.
—¿Qué demonios…? —empezó, pero Alexander le puso la mano en el brazo y pidió:
—Prosigue, Patricia.
Ésta se sentó y empezó a pasar páginas. Todas estaban escritas por las dos caras y con letra muy apretada. Quedaban muy pocas en blanco.
—Es un diario —dijo Patricia—. El diario de Ricarda.
—¿Y cómo te atreves a hurgar en sus cosas? —saltó Jessica, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
—Esta mañana entré en su habitación por casualidad —explicó Patricia—. Fuiste tú quien me envió, ¿recuerdas? Tenía que ponerse al teléfono. Pero no estaba allí.
—¡Pero eso no te autoriza a rebuscar entre sus pertenencias!
—Ahora no estamos hablando de eso, Jessica, sino de lo que encontré en su habitación. Tenéis que escuchar esto. Alexander, estoy convencida de que tu hija necesita ayuda psicológica.
—¡Alexander! —dijo Jessica. Le habría gustado zarandearlo por los hombros para hacerlo reaccionar—. ¡No le permitas que lea en voz alta las intimidades de Ricarda! ¡Eso sería traicionarla! ¡Significaría el fin de vuestra relación!
—Me gustaría saber qué ha sorprendido tanto a Patricia —respondió él y apretó los labios.
Patricia se detuvo en una de las páginas del final.
—Os leeré sólo lo último que ha escrito. Es de ayer. Sólo dos ejemplos. En una ocasión dice: «Quiero verla enferma y hecha polvo. ¡Quiero verla muerta!». Está refiriéndose a mí.
Jessica se levantó.
—¡Pues no me extraña! —le espetó.
—¡Jessica! —gritó Alexander con voz dura y cortante—. ¡Vigila lo que dices!
Patricia continuó leyendo:
—«… un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso…». Y unas líneas más adelante: «Tim… probablemente temía que le diera un ataque de apoplejía y la palmara, lo cual sería, en mi opinión, lo mejor que podría hacer por nosotros».
—¡No pienso seguir escuchando! —exclamó Jessica. Estaba mareada y tenía náuseas, y esta vez no tenía nada que ver con su embarazo.
—Creo que deberías escuchar un fragmento más, para que comprendas que nos encontramos ante una psicópata. ¡Una psicópata peligrosa! —Aún leyó un poco más, poniendo cara de repugnancia—: «Empecé a encontrarme mal y de pronto me pasó una escena por la cabeza… Me vi a mí misma con una pistola, disparándoles a todos en la cabeza. Ellos me miraban con los ojos como platos, empezaban a sangrar por la boca e iban cayendo al suelo uno tras otro, hasta que por fin dejaban de observarme».
—¡Dios santo! —murmuró Evelin, horrorizada.
—Una aguda agresividad potencial —diagnosticó Tim, con el gesto ceñudo del médico preocupado y experimentado.
Jessica les chilló indignada:
—¿Estáis todos chiflados? ¡Tim, no deberías preocuparte por Ricarda sino por los presentes en esta sala! ¡No puedo creer esta escena! Es inadmisible que ella lea ese diario en voz alta, y más aún que la escuchéis. ¡En este grupo pasan cosas muy extrañas, por no decir otra cosa! ¡Empiezo a sentirme rodeada de neuróticos!
—¡Jessica! —volvió a advertirle Alexander. Nunca había utilizado un tono tan cortante con ella.
—Ah, y por cierto, para que veáis que mis sospechas eran ciertas… —continuó Patricia, sin tener en cuenta el estallido de Jessica y retrocediendo unas hojas—. Aquí pone: «Lo hemos hecho». Se refiere a un joven llamado Keith y a lo que ha hecho con él últimamente en un granero abandonado… «Sólo tuve la sensación, la seguridad, de que lo amo, de que voy a ser suya para siempre, de que he nacido para él, y él para mí». —Leía en un tono amanerado y artificial.
Jessica estaba a un paso de ella y sin más le arrebató la libreta de las manos. Roja de rabia, le gritó:
—¡Ricarda tiene razón! ¡Toda la razón del mundo! Eres un insecto asqueroso, minúsculo y venenoso. Eres una…
—¡Jessica! —Esta vez la voz de Alexander sonó como un disparo.
Ella miró a su marido, que tenía los ojos inyectados en sangre. Casi le pareció intuir odio en su mirada, aunque enseguida decidió que no podía ser.
—¡Ya basta, caray! —añadió él.
—Pero…
—¡He dicho que ya basta! —Se dirigió a los demás—: No se lo tengáis en cuenta. Últimamente está muy nerviosa. Habríamos preferido decíroslo en otro momento, pero quizá sea bueno que lo sepáis ahora porque así se explican muchas cosas: Jessica está embarazada. Estamos esperando un hijo para octubre.
La última frase quedó suspendida en el aire, y la habitación se llenó de silencio. Incluso parecía que hubiesen dejado de respirar.