Jessica abrió los ojos y tuvo la sensación de que la había despertado una extraña agitación interior. Miró por la ventana y vio que empezaba a amanecer, aunque aún debía de ser muy temprano. Miró a su lado y descubrió que Alexander no estaba en la cama.
Hacia las cuatro de la mañana él había tenido su pesadilla y la había despertado con sus gritos. Como siempre, se había ido al baño temblando y blanco como el papel, y le había pedido que lo dejara solo. Ella había vuelto a la cama y se había dormido, frustrada y al mismo tiempo resignada, triste porque su marido siguiese negándose a confiar en ella.
Pero ahora la pregunta era: ¿por qué no había vuelto a la cama?
Echó una mirada al despertador: las siete y cinco. Se levantó, fue al baño y llamó suavemente a la puerta.
—¿Alexander?
No obtuvo respuesta. En el baño no había nadie.
Suspiró. Hasta hacía poco, cuando se lo preguntaban decía que su relación con Alexander iba viento en popa y que la institución del matrimonio era mucho mejor de lo que había imaginado. «Nos peleamos de vez en cuando, por supuesto —decía a sus amigas o a sus padres—, pero nuestras bases son inamovibles. Amor, confianza, cercanía… Creo que juntos podremos superar todas las dificultades que la vida nos depare». Pero en esas vacaciones de Semana Santa, allí en Stanbury, las cosas estaban empezando a cambiar. Lo que parecía inquebrantable empezaba a resquebrajarse; la seguridad se convertía en miedo, y la confianza en recelo. Si alguien le preguntara ahora por su matrimonio, Jessica tendría que contestar que creía que su marido tenía muchos secretos.
Y de pronto sintió pánico ante el futuro.
Se envolvió en su albornoz y salió descalza de la habitación. Tras las puertas contiguas a la suya no se oía ni una mosca. Pero cuando se acercó a la escalera distinguió la voz de Alexander. Hablaba quedamente, susurrando. Enseguida supo que estaba en el recibidor, hablando por teléfono.
—Ya no sé qué más hacer —decía. Parecía desesperado—. Es como si hablara con la pared. Creo que ni siquiera me escucha. Le importa un comino lo que yo le diga.
Se quedó callado unos segundos.
—No —dijo al cabo—, creo que no le parece un problema demasiado grave. O que no le importa tanto como a mí. En realidad no puedo reprochárselo; Ricarda no es su hija. Ya, ya lo sé, pero Ricarda sigue rechazándola. Ni siquiera le dirige la palabra.
Jessica sintió que se le secaba la garganta y bajó un escalón más. No le quedaba ninguna duda: Alexander estaba hablando con su ex mujer. Con Elena.
No es que fuera la primera vez, ni mucho menos; siempre tenían cosas que comentar sobre su hija, y a Jessica le parecía perfecto. Pero esta vez era distinto. Completamente distinto. Había un matiz de conspiración que daba a la conversación cierto aire de… cierto tono amenazador. Ya sólo lo intempestivo de la hora y los cuchicheos de Alexander habrían bastado para provocar a cualquier esposa una gran inseguridad, pero es que además estaban las cosas que decía. Parecía un niño pequeño en busca de ayuda, y resultaba que había decidido encontrarla en Elena. Jessica nunca lo había visto hablar así ni comportarse de aquel modo. Y estaba segura de que hasta entonces él jamás había hablado con su ex sobre ella, ni sobre su relación matrimonial, y mucho menos sobre sus posibles problemas de convivencia, o de lo que fuera.
Al parecer Elena hablaba largo y tendido, pues Alexander sólo intercalaba algún que otro «sí» o «no», y una vez «desde luego que no». Finalmente susurró:
—Elena, no te imaginas lo desorientado que estoy. Hace unos años me sentía fuerte y confiado, y estaba seguro de poder afrontar cualquier problema que se me presentase, pero ahora… a veces pienso que pierdo el norte, que me hundo, que no puedo apoyarme en nadie ni en nada.
Otra pausa.
—No —dijo después—; no es por Ricarda. Al menos no sólo por ella. Al fin y al cabo no pasa tanto tiempo conmigo. Es… es por todo. Por toda mi vida. Ya sabes…
Jessica cerró los ojos. Empezó a sentir náuseas, y esta vez no tenían nada que ver con su embarazo. Cuando dejaron de zumbarle los oídos oyó a Alexander decir:
—Casi cada noche. Bueno, una sí una no. Ahora es peor… No, no sabe nada… ¿Cómo? Le digo que tengo pesadillas… ¡Por el amor de Dios, no quiero que lo sepa!… ¿Tú crees? ¡Pero si apenas la conoces!
Se hincó las uñas en las palmas de las manos. Le dolió. Le dolió muchísimo.
—De todos modos… no. Puedo confiar en ti, ¿no? Júrame que no se lo dirás a nadie. Esto es sólo cosa mía. ¡Sólo mía, Elena, te digo que sólo mía! A Tim y Leon no les afecta como a mí… —Soltó una risa queda y cargada de tristeza, de desesperación—. No lograrás convencerme, Elena. Nunca podrás cambiarlos. Ya lo intentaste muchas veces. ¡Demasiadas!
Había dulzura en su voz. O si no dulzura —Jessica pensó en otra palabra para mitigar el dolor—, al menos sí confianza. Muchísima confianza. Ella era la mujer que lo conocía. Por dentro y por fuera, incluso sus facetas más oscuras y secretas. Sabía qué soñaba por las noches, y por qué se despertaba muerto de miedo, tiritando y empapado en sudor. Conocía las imágenes que lo perseguían. Y él se atrevía a mostrarse débil ante ella porque le tenía plena confianza. Era la persona a la que acudía cuando las cosas no le iban bien.
«Pero están separados —se dijo Jessica—. Las personas no se separan si todavía se quieren. Las cosas tienen que ir muy mal, la relación tiene que estar muy deteriorada para que una pareja decida romper su matrimonio, y más si tienen una hija menor de edad que se convertirá en la verdadera víctima de la separación. Muchos padres hacen el esfuerzo de seguir juntos sólo para que sus hijos no sufran». Alexander era un padre muy responsable y quería a Ricarda con todo su corazón, y la niña —pese a que últimamente intentaba distanciarse— lo adoraba. Él jamás se habría separado de su pequeña si no hubiese estado completamente seguro de que con Elena no tenía futuro.
—Si pudieras ayudarme… —lo oyó decir—, si pudieras ayudarme de algún modo…
«Es una pesadilla —pensó Jessica—, esto sólo puede ser una absurda pesadilla. Aquí estoy yo, en esta fría mañana de primavera, en una casona vieja y señorial que de pronto me parece oscura y tenebrosa, descalza y tiritando en el primer peldaño de una escalera, no sólo por el frío que hace fuera, sino por el que me hiela por dentro al escuchar a mi marido hablar con otra mujer en un tono que no utiliza ni siquiera conmigo».
De pronto comprendió la distancia que los separaba, lo poco que se conocían y lo frágiles que eran todos los principios en que hasta entonces había fundamentado su relación.
Alexander hizo otra larga pausa, escuchando a su ex mujer, y por fin dijo:
—Está bien, está bien, de acuerdo. Te lo agradezco de todo corazón. Quizá tengas más suerte que yo… Sí, vale, adiós, Elena, adiós.
Colgó. En el piso de arriba, Jessica retrocedió a toda prisa hasta la puerta de su habitación. Él subió la escalera, la vio y se detuvo con brusquedad.
—¡Jessica! ¿Ya estás despierta?
Ella quería saber si él pensaba decirle la verdad, así que hizo ver que salía de la habitación justo en ese momento.
—¿Estabas hablando por teléfono? —le preguntó, y simuló un bostezo de indiferencia.
Alexander pareció relajarse, convencido de que ella no había oído nada de la conversación, así que le dijo:
—Sí, con la universidad. Con secretaría. Tenía que comentarles algo sobre el curso que empezaré el próximo semestre. —Vio la expresión de Jessica y pensó que debía añadir algo más—: Quería saber cuántos alumnos se han matriculado; tienen que llegar a un mínimo para que la asignatura pueda impartirse con normalidad.
Muy bien, le había mentido. Allí, junto a la escalera, iluminado por la débil luz del amanecer que se colaba por una ventana, Alexander había optado por mentir a su esposa sin ningún reparo.
Fue la peor manera de comenzar el día.
* * *
Patricia se puso histérica al encontrarse a Phillip en su casa a las nueve de la mañana, dispuesto a pedirle de nuevo que hablara con él. Fue Evelin quien le abrió la puerta y luego la llamó para que bajara. Cuando Patricia llegó al recibidor y vio que no sólo le había abierto, sino que encima lo había dejado entrar en casa, se puso hecha una furia.
—¿Te has vuelto loca? —le gritó—. ¿O es que no te has enterado de lo que os he dicho mil veces estos últimos días? ¡Si no he dejado de repetirlo! ¡Os dije que no pensaba permitir que este hombre volviera a entrar en mi casa! ¡Que no quería que pisara mi propiedad! ¡Que ni siquiera debíais dirigirle la palabra! ¿No te habías enterado? ¿No me has oído decirlo?
—Pensé que… —empezó Evelin, con los ojos bien abiertos por el miedo, pero Patricia no la dejó acabar.
—¿No me has oído decirlo?
—Sí, pero es que no puedo…
—¿Qué es lo que no puedes? ¿No puedes darle con la puerta en las narices? ¿Y por qué no, so imbécil? ¿Por qué no?
A Evelin se le humedecieron los ojos.
—Eres odiosa —le dijo entre sollozos, y se dio media vuelta para subir la escalera cojeando.
—Podemos hablar como personas civilizadas —abrió la boca Phillip.
Patricia se volvió hacia él como un abejorro venenoso.
—¡No señor, no podemos! ¡Ni como personas civilizadas ni como personas incivilizadas! ¡Usted y yo no tenemos nada de qué hablar! ¿Me oye? ¡Nada! ¡Y le ordeno que salga inmediatamente de mi propiedad y que no vuelva a aparecer por aquí nunca más! Si vuelvo a verlo merodeando por la zona, llamaré a la policía. Ya lo creo que lo haré. Así que ¡largo! —Casi se atragantó—. ¡Márchese de aquí! ¡Fuera!
Y, dejándolo plantado, se dirigió al comedor y cerró la puerta tras de sí con tanta fuerza que algo cayó al suelo y se hizo añicos.
Tim, que estaba en la escalera y había presenciado toda la escena, bajó los últimos peldaños y se acercó a Phillip.
—Debería hacer lo que le han dicho —le aconsejó— y no volver a pasarse por aquí. Mire… yo en su lugar no haría nada que pudiera empeorar las cosas. Deje de buscarse y de buscarnos problemas.
Él se encogió de hombros.
—Tengo derecho a estar aquí.
—Hasta ahora no ha aportado ninguna prueba que lo demuestre.
—Pero lo haré.
—Perfecto —asintió Tim—, en tal caso ya hablaremos. Mientras tanto, evite dejarse ver por aquí. No queremos volver a oír sus absurdos argumentos, ¿entiende?… Compréndalo, no nos resulta nada agradable.
—Entendido —dijo Phillip, y paseó la mirada por el vestíbulo—. Stanbury House es parte de mí —añadió—, parte de un pasado que se me negó. No lograré poner en orden mi vida hasta que lo asuma y lo haga mío de una vez. Y le aseguro que no me detendré ante nada. Espero que usted también me comprenda.
—Mi querido señor Bowen —le dijo Tim—, creo que lo que usted necesita es un buen psiquiatra. Yo en su lugar no lo pensaría dos veces. Le resultará más fácil, rápido y efectivo que empezar a pelearse con las instancias jurídicas de este país, y más teniendo en cuenta, permítame que se lo diga, que ni siquiera puede estar seguro de que al final conseguirá lo que se propone.
—Las instancias jurídicas de este país —repitió Phillip lentamente—. Usted lo ha dicho. Las recorreré una por una. Puede que tarde años en conseguirlo, pero al final me saldré con la mía. Adiós, y salude a la señora Roth de mi parte. —Le dirigió una inclinación de la cabeza y se marchó sin más.
—Como una cabra —dijo Tim, acercándose a una ventana para verlo alejarse a paso ligero hacia la salida—. ¡Está como una cabra!
—¿Quién? —preguntó Jessica, que en ese momento salía de la cocina secándose las manos con un trapo.
Se había propuesto limpiar y ordenar todos los armarios. Era la única manera de dejar de pensar en lo sucedido aquella mañana.
Tim se volvió hacia ella y exclamó:
—¡Jessica! ¡Vaya! No has bajado a desayunar, ¿verdad?
—No, no he bajado —respondió ella, y se preguntó si era normal que en esa casa todos estuvieran pendientes de lo que no habían hecho o adónde no habían ido los demás. ¿Había sido siempre así? ¿En las anteriores vacaciones también? En cualquier caso, ella no se había dado cuenta hasta ahora. Quizá porque antes tenía más aguante. O porque era más feliz.
—Ese tío ha vuelto a estar aquí —dijo Tim—. Phillip Bowen. El presunto heredero del cincuenta por ciento de Stanbury House.
—Quizá no sea presunto. Quizá esté diciendo la verdad.
Tim volvió a sonreír. Aquella mañana tenía un aspecto extraño, como de gurú: llevaba unos amplios pantalones bombachos azules, una especie de chaqueta tejida a mano y bordada con adornos rarísimos, y los pies calzados en aquellas sandalias abiertas, su único y eterno calzado entre marzo y octubre. Si a todo eso se le sumaba la barba rizada y el pelo un poco largo, podría haber pasado perfectamente por miembro de alguna secta en busca del conocimiento interior. O eso, o un campesino pobre y vulgar en una mañana de domingo, pensó Jessica de mal humor, mientras volvía a preguntarse por qué Tim le caía tan mal.
—Ni se te ocurra repetir esas palabras delante de Patricia —le advirtió él en ese momento—. Ha estado a punto de asesinar a Evelin sólo por abrirle la puerta. Me parece que últimamente, y más en lo referente a este asunto, tiene los nervios a flor de piel.
—El señor Bowen sabe cosas de Kevin McGowan —dijo Jessica—. Cosas muy íntimas, diría yo.
Tim la miró con los ojos entornados.
—Vaya. ¿Y tú cómo lo sabes?
Jessica no quería seguir sintiéndose como una niña pequeña que tiene que mentir para ocultar su encuentro con una persona mal vista por sus papás.
—Me lo encontré ayer mientras paseaba. Estuvimos hablando un rato.
—Patricia nos obligó a jurarle que no le dirigiríamos la palabra…
—Puede que Patricia sea la dueña de Stanbury —dijo Jessica—, pero eso no le da derecho a decidir con quién debemos tratar y con quién no. Al menos no en mi caso.
Tim la miró como si tuviera delante un interesante caso psicológico. Le dirigió aquella mirada suya de psiquiatra.
«Esta actitud es lo que lo hace insoportable», pensó Jessica, pero al mismo tiempo supo que no era sólo eso. Que había algo más, algo más profundo, aunque todavía no lograra descifrar qué.
—Como Elena —murmuró él—. ¡Igualita que Elena!
Elena era precisamente el último nombre que le apetecía escuchar aquella mañana.