«De hecho, nunca se da cuenta —pensó resignada—. En realidad ni siquiera me mira».
—Voy contigo —repitió—. Acabo de hacer un poco de calentamiento.
—No; será mejor que entres y desayunes.
—Nunca desayuno, ya lo sabes.
Él suspiró.
—Es que quiero estar solo.
En el fondo sabía que él diría aquello, pero aun así le dolió escucharlo.
—Entonces no hagas ver que te preocupas por mí y me mandes a desayunar. En realidad te importa un comino si desayuno o no. Sólo quieres estar solo.
—He venido aquí para hacer algo muy concreto, no a pasar unas vacaciones contigo.
Geraldine sabía que era un error enzarzarse en una discusión a esas horas de la mañana y en plena calle, ya que sólo lograría que Phillip se enfadara, pero no pudo contenerse.
—¿Llegará alguna vez el día en que querrás que hagamos algo juntos? Quiero decir, aparte de acostarnos de vez en cuando, esforzarte por soportar mi presencia y servirte continuamente de mi dinero. —No debió mencionar el dinero. Lo supo en cuanto acabó de pronunciar la frase. Lo vio en sus ojos. Lo había puesto furioso.
—¿Tu dinero? ¿Tu maldito dinero? —Habló en voz baja y dio un paso hacia ella—. ¿De verdad crees que me interesa tu dinero?
Geraldine quiso retroceder, pero se obligó a no hacerlo.
—Bueno, yo… —empezó, nerviosa.
—Nunca he querido tu dinero. Jamás te he pedido un solo céntimo. Si me has comprado algo ha sido porque has querido, no porque te lo haya pedido. Igual que este viaje. —La miró con desprecio—. Te empeñaste en venir conmigo y ahora esperas que te dé las gracias. Me das dinero para que me arrastre ante ti. Te metes en mi vida y esperas que algún día no pueda vivir sin ti. Pero te equivocas, Geraldine, te equivocas de cabo a rabo. Puedo vivir sin ti. Y también podré hacerlo en el futuro. Sólo seguimos juntos porque te niegas a aceptar que lo nuestro se ha acabado. Yo, en cambio —se le acercó un poco más, como si quisiera taladrarla con sus palabras y asegurarse de que no iba a olvidarlas—, nunca me he aprovechado de ti.
—Phillip…
Pero él se dio media vuelta y la dejó plantada, alejándose con largas zancadas, como si huyese de algo.
Como si estuviera huyendo de ella.
Se hincó las uñas en la palma de las manos, rabiosa e impotente. Phillip no le había dicho nada nuevo, pero sí había utilizado un tono nuevo. Había sido cruel, muy cruel. Le había dejado claro que no la amaba y que no esperaba compartir ningún futuro con ella. Que pensaba que era una pesada y que, en el mejor de los casos, no despertaba en él más que indiferencia.
«¿Cuánto tiempo más voy a permitir que me pisotee de este modo?», se dijo.
Consiguió entrar en el hotel y subir hasta su habitación antes de que se le derramaran las lágrimas. Lloró amarga y desconsoladamente. Se desahogó durante una hora entera, y no paró hasta que no pudo más. Hasta que el cansancio físico la obligó a relajarse.
«Haré las maletas y me iré antes de que vuelva», decidió.
A Phillip le daría igual.
Por primera vez empezaba a comprender los problemas que había tenido Elena. Se preguntaba cómo era posible que no le hubiesen preocupado antes de esas vacaciones. Quizá hasta entonces había sido todo demasiado nuevo. Ahora veía las cosas con más perspectiva, y cada vez se sentía más incómoda. Quizá incluso llevase tiempo sintiéndose así. Pero ahora ya no quería esconder sus sentimientos, Ésa era la diferencia.
Salió a dar su paseo matinal sin siquiera detenerse a desayunar. Le pareció que aquella mañana la casa estaba cargada de una tensión insoportable. Nunca había tenido tantas ganas de huir de allí. Además, aún no sentía náuseas y no quería tentar la suerte tomándose unos huevos revueltos o leche con cereales.
Anduvo deprisa, como siempre, dando largas zancadas.
Barney
correteaba a su alrededor, y disfrutaba yendo a su antojo de un lado para otro. Aquella noche había llovido: el suelo estaba lleno de charcos y a los lados del camino la hierba brillaba de humedad. Soplaba un viento fresco que alejaba las nubes. A mediodía volvería a brillar el sol.
No se había enfadado con Alexander, pero le dijo que desaprobaba el modo en que había hablado a Ricarda, y era evidente que eso le molestó, pues se quedó callado y le dio a entender que no quería seguir hablando del tema. Por lo general, él solía preguntarle todo lo que concernía a Ricarda. En esta ocasión, en cambio, su marido parecía no querer plantarse entre Patricia y ella, como si temiera que entre las dos acabaran pulverizándolo. En su opinión, Patricia no tenía voz ni voto en aquella historia, pero estaba claro que Alexander no era capaz de dejarle claro dónde estaban los límites.
Y ahí, pensó Jessica, radicaba gran parte del problema. En aquel grupo no había límites. Todos tenían derecho a intervenir en la vida de los demás. Nadie podía pararle los pies a nadie, porque de ese modo se rompería la obra de arte que mejor custodiaban: su gran, profunda e imperecedera amistad.
Una amistad que Jessica consideraba cada vez más un arte o artificio y menos un sentimiento sincero y real. Resultaba evidente entre los hombres, los fundadores de aquella especie de logia, y más evidente aún entre las mujeres. Y la causa era, sin duda, que nunca habían tenido límites entre sus vidas. O, de haberlos tenido, se habían ocupado de eliminarlos. Para Jessica la verdadera amistad implicaba individualidad e independencia. Pero no así para los demás.
Cada uno de ellos se inmiscuía en los asuntos del resto, especialmente si se trataba de cuestiones insignificantes o irrelevantes. Patricia ponía el grito en el cielo por el comportamiento de Ricarda, cuando en realidad se trataba de algo perfectamente normal: la niña tenía novio. Y era lógico que se besasen, quizá incluso hacían el amor. Seguro que a su madre se lo habría contado. No había motivos para alarmarse de aquel modo.
Sin embargo, pasaban por alto lo verdaderamente importante. Ninguno de ellos hablaba de la evidente tristeza ni del estado depresivo de Evelin. Sabían que si tiraban del hilo podían ir encontrándose con nuevos problemas, y eso era lo que más temían. Según Ricarda —y no había motivos para no creerla—, el matrimonio de Leon y Patricia hacía agua por todas partes; no obstante, todos se comportaban como si no tuvieran ningún problema. Simulaban ser felices, y actuaban con una tenacidad que lograba convencer a todos, incluso, seguramente, a la propia Patricia.
Por lo visto, Elena no había sido capaz de seguir soportando ese grupo que tanto significaba para su marido. Alexander siempre le había dicho que el grupo no había sido más que una excusa, que el verdadero motivo había sido el distanciamiento entre ellos dos, y Jessica, por supuesto, lo había creído. Pero ahora ya no estaba segura. Quizá ellos se habían distanciado precisamente porque Elena no soportaba la hipocresía en que se sustentaba el grupo.
«Será mejor que dejes de pensar así», se dijo; pero en el fondo sabía que era cierto, lo sentía así, y también sabía que ya no podría seguir fingiendo que todo iba bien.
Sin darse cuenta, volvió a tomar el camino que llevaba al lago donde había encontrado al pobre
Barney
, y sólo más adelante se preguntaría si había acabado allí por mera casualidad o si su subconsciente había guiado sus pasos.
Esta vez no vio a Phillip tumbado en la hierba, que estaba demasiado húmeda, sino un poco más abajo, cerca de la orilla, sentado a horcajadas sobre un tronco caído, una pierna a cada lado y trenzando tallos de hierba. Ya tenía hechos varios centímetros.
Estaba casi segura de que él se levantaría y se marcharía sin saludarla en cuanto la viera llegar, pero tenía tantas ganas de hablar con él y pedirle perdón por su comportamiento que decidió arriesgarse.
—Phillip —le llamó cuando estuvo detrás de él.
Phillip se volvió y no pareció sorprenderse de verla. Quizá la había oído llegar. No abrió la boca y tampoco se movió, así que ella se sentó frente a él en el tronco y lo miró.
—Te pido disculpas —dijo—. Mi observación del otro día fue muy desafortunada. Comprendo perfectamente que te enfadaras conmigo, y espero que puedas perdonarme.
Él le entregó la trenza que había hecho.
—Ten. Te la regalo. Siempre regalo trenzas de hierba cuando perdono a alguien.
Jessica se sorprendió de la alegría que le produjo aquella respuesta. Cogió la trenza con ambas manos.
—Gracias. Yo… te aseguro que estaba muy… angustiada. Ahora me siento mejor.
Phillip acarició a
Barney
, que le había puesto las patas delanteras sobre la pierna y lo olfateaba cariñosamente con el morro.
—Yo diría que ha crecido desde el otro día, ¿no?
—Come como un hipopótamo —dijo Jessica—, pero de algún modo tiene que equilibrar el tamaño del cuerpo y el de las patas.
Barney
se volvió y salió corriendo tras un enorme y ruidoso abejorro. Phillip continuó trenzando hierba.
—Para que no te pille por sorpresa —dijo—, te advierto que mañana iré a Stanbury House y le pediré a Patricia que volvamos a hablar. En los últimos días he estado pensando mucho. He llegado a la conclusión de que no pienso rendirme ni olvidarme del tema. Patricia no se librará de mí tan fácilmente.
—No querrá hablar contigo, Phillip; los demás también están sobre aviso. Ninguno te dirigirá la palabra.
Él se rió.
—Entonces deberías andarte con cuidado, Jessica. Estás quebrantando una orden. ¡Podrían culparte de alta traición!
Ella se encogió de hombros.
—Prefiero mantenerme al margen de cualquier guerra.
—¿Opinas que esto acabará en guerra?
—Patricia jamás dará crédito a tus palabras. Se limitará a soslayarte. Y eso significa que deberás echar mano de toda tu artillería, lo cual podría acabar perfectamente en una especie de guerra.
—Pediré la exhumación del cadáver. Los análisis de ADN despejarán todas las dudas.
—Me temo que será un camino muy largo, Phillip. La justicia es lenta, y Patricia, como nieta legítima de Kevin McGowan, hará todo lo posible por evitar la exhumación. Ella tiene mejores cartas que tú, y no sé si… —Dejó la frase a medias porque no quería volver a decir alguna impertinencia, pero Phillip comprendió lo que quería decirle.
—No sabes si puedo permitirme los gastos de un litigio largo y complicado, ¿no es eso? Pues tienes razón: me será muy difícil. Pero estoy seguro de que encontraré el modo de conseguirlo.
—¿En qué trabajas?
Ahora fue él quien se encogió de hombros.
—Hago un poco de todo. He dejado a medias un montón de cursos de formación profesional. Parece que no logro acabar nada de lo que empiezo. Ni siquiera el colegio. Lo dejé cuando tenía diecisiete años. Entonces me fui dos años a Estados Unidos, donde trabajé en cualquier cosa y me dediqué a vivir al día. Me matriculé en una escuela de arte dramático, pero también la dejé poco antes de licenciarme. Después volví a Inglaterra, me casé y tres años después me divorcié. Luego…
—¿Cómo era ella?
—¿Quién?
—Tu mujer. Por entonces debías de tener unos veinte años, y seguro que ella no era mucho mayor.
—Tenía dieciocho. Era drogadicta. Yo intenté… —Hizo un gesto de hastío con la mano—. Siempre volvía a caer. Siempre. Y llegó un día en que no pude soportarlo más.
—¿Qué pasó con ella?
—Murió. —Phillip continuó sin darle tiempo de reaccionar—: Después lo intenté con todos los oficios. Fotógrafo. Periodista. De nuevo actor. Intenté acabar el graduado escolar. Marcharme a la India para colaborar con el Tercer Mundo. Etcétera, etcétera, etcétera. Mil cosas más. Lo empecé todo y no acabé nada. —Por primera vez entrelazó dos tallos de hierba con tanta fuerza que se rompieron—. Es el hilo conductor de mi vida. El maldito hilo conductor del que no logro zafarme por mucho que lo intente. Pero esta vez las cosas serán diferentes. Quiero que Kevin McGowan sea reconocido como mi padre y quiero que me concedan la parte de herencia que me corresponde.
—Pero la herencia es la casa. Aunque lograras hacerte con la mitad no verías ni un centavo, porque sólo podrías venderla con el consentimiento de Patricia, y estoy seguro de que ella jamás querrá deshacerse de Stanbury. Además, sus amigos no se lo permitirían.
—No me importa el dinero.
Ella lo entendió.
—Se trata de tu padre, ¿verdad?
—De lo que queda de él —dijo Phillip.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Tim? —pidió Leon.
Había oído a Tim bajar la escalera y salido del comedor para encontrarse con él. Aunque volvía a hacer buen tiempo y parecía que lo más agradable era salir de casa, Leon no tenía ganas de dar un paseo o trabajar un poco en el jardín. Estaba demasiado preocupado, y sus preocupaciones le impedían divertirse o relajarse.
—¿Qué pasa? —preguntó Tim.
«Su aspecto tampoco es demasiado festivo —pensó Leon—. Cómo va a serlo, con la sosa de Evelin siempre a su lado».
—Sólo quería decirte que he hablado con Patricia y que ya conoce lo delicada que es mi situación económica. Por fin podré cambiar el ritmo de vida que llevamos y espero que en poco tiempo pueda ahorrar algo de dinero y…
—¿El nuevo ritmo de vida consiste en que Patricia siga yendo cada día a montar a caballo con las niñas? Porque eso es lo que ha hecho esta mañana —repuso Tim con cierta acritud—. Me han dicho que los campesinos cobran lo suyo por alquilar sus caballos a los turistas, y me parece un hobby demasiado lujoso para alguien que no tiene un centavo.
—Las niñas tendrán que dejar la equitación, y Patricia lo sabe. Sólo pretendemos que el cambio no sea demasiado brusco, porque podría provocarles un trauma a las niñas. En el camino de vuelta a casa Patricia les explicará que tendrán que dejar de montar durante una temporada.
—Ya, claro —dijo Tim, incrédulo.
Leon se acercó más a él.
—Te devolveré el dinero, Tim. Es una cuestión de honor. Sólo te pido un poco más de tiempo. Tu consulta va viento en popa y no necesitas la pasta. Te lo devolveré en cuanto…
—Escúchame bien —lo interrumpió Tim, pero justo en ese momento Evelin empezó a bajar la escalera.
Cojeaba. Al verlos se detuvo.
—¿Qué hacéis ahí? —preguntó, y sin esperar respuesta añadió—: Me he torcido el tobillo. Esta mañana salí a correr un poco pero… —Se interrumpió.
«Su infelicidad radica en que pretende ser algo que no es», pensó Leon con tristeza. Le gustaría ser tan deportista, delgada y atractiva como Patricia, pero no hay manera de que lo consiga. Con sus noventa kilos intenta hacer lo mismo que mi mujer con sus cincuenta, y siempre acaba fracasando.