Puesto que en Inglaterra, al contrario que en Alemania, es más normal comprar que alquilar, le costó lo suyo encontrar un lugar adecuado. Vio la oferta de Leigh-on-Sea en el periódico y, en un arranque de osadía, decidió telefonear a la inmobiliaria. Le informaron entonces de que los dueños de la casa tenían previsto pasar siete años en Estados Unidos, por motivos laborales, y querían alquilarla durante ese tiempo. Antes de marcharse habían encargado a la inmobiliaria que la alquilara a quien creyeran más conveniente.
La casita era exactamente lo que Geraldine siempre había soñado para Phillip y ella. No demasiado grande, cálida, algo anticuada y cómoda. A años luz del glamour propio del mundo de las modelos, pero también de la triste existencia y la madriguera semibohemia a que Phillip había ido a parar. Aquella casita era básicamente burguesa; quizá algo cursi, si se quiere (seguro que Phillip la consideraría increíblemente cursi, pensó), pero de lo más acogedora. Tenía un salón que daba al frente, con una bonita galería cubierta en la que Geraldine pondría una mesa para el té y dos sillones, y cuyas ventanas adornaría con flores. La cocina y el comedor daban a la parte trasera, al jardín, que tenía un manzano en el centro. Se vio a sí misma en los cálidos días de verano, tumbada a su sombra y leyendo un libro, quizá bendecida ya con una gran barriga en la que creciera el primer hijo de Phillip. Suspiró en voz baja. Si él comprendiera lo que…
—Como ve, el comedor tiene su propia chimenea —decía el agente inmobiliario—. Desayunar aquí en invierno ha de ser una experiencia maravillosa. Por propia experiencia, le diré que en la cocina y el comedor es donde se pasa la mayor parte del tiempo.
Le gustaba aquel hombre. Era pequeño y gordito, de mejillas sonrosadas. Y tenía la misma idea de familia y hogar que ella.
—¿De qué trabaja su marido? —le preguntó él.
Ella dudó.
—Es locutor de la BBC —dijo al fin.
—¡Vaya! —Pareció impresionado—. ¿Trabaja en algún programa conocido?
—No… bueno… dobla películas —contestó, y rogó que el hombre no supiera que los doblajes no suponen contrato ni salario fijos, sino que son actividades de autónomo.
Por suerte, él no parecía tener ni idea.
—¡Caramba, qué interesante! Entonces, seguro que a veces oímos su voz en la tele, ¿no?
—Ya. —Visto así daba la sensación de que Phillip era una estrella.
—Es la primera vez que tengo clientes importantes. ¿Usted también trabaja en la tele?
Geraldine sabía que su físico solía dejar embobados a los hombres. Él le habría creído a pies juntillas si hubiera contestado que era actriz, pero, para no desmerecer la imagen clásica y familiar que estaba interpretando, ni siquiera le dijo que era modelo.
—Trabajo en el mundo de la moda.
—Caramba. —El hombre iba de sorpresa en sorpresa—. Bueno, seguro que es usted la percha perfecta para cualquier tendencia.
Ella pasó por alto el comentario y preguntó:
—¿Puedo ver el piso de arriba?
El agente la precedió por la escalera de madera pintada de blanco. Arriba había tres habitaciones muy luminosas y un baño.
—Padres, dos niños y habitación para invitados —explicó el hombre—. ¿No le parece perfecta?
Lo era. Era tan perfecta que Geraldine sintió ganas de llorar. ¡Si Phillip estuviera de acuerdo! ¡Si al menos lo intentara! ¡Si quisiera darse una oportunidad! ¿Qué había dicho sobre su idea de irse a vivir juntos? Que era una mierda. Eso había dicho.
—Hablaré con mi marido y le daremos una respuesta —dijo.
—Esta casa gusta a mucha gente —comentó el agente—. Le aconsejo que se decida cuanto antes.
Estaban en una de las habitaciones del piso de arriba. Geraldine se acercó a la ventana y contempló el jardín. El manzano ya había perdido las flores y estaba completamente verde. Pensó en las manzanas rojas y robustas que traería el otoño.
—Lo antes posible —asintió.
* * *
Había dejado su coche en Londres e ido a la casa en tren para luego poder decirle a Phillip cuánto se tardaba exactamente en llegar. Ahora caminaba de vuelta a la estación. Hacía mucho calor. Tanto que parecía verano. Sólo alguna que otra nube minúscula se atrevía a cruzar el cielo. Geraldine salió de la urbanización y cruzó la calle Marine, que avanzaba paralela al río pero algo elevada. Pasó por los cuidados senderos de piedra de un pequeño parque limpio y agradable, con varias señales de prohibido llevar los animales a defecar.
«La verdad es que sí es un poco cursi», pensó con sonrisa irónica.
Pero lo mejor era que tanto el Támesis, que discurría apaciblemente por la zona, como la vista del bosque de la orilla opuesta, las embarcaciones y las gaviotas, que volaban con las alas bien extendidas y refulgían al sol con tonalidades doradas, conferían al paisaje una sensación de amplitud y libertad. Poco más adelante el río llegaba a su desembocadura en el canal. Olía a salitre y mar. Después de todo, quizá habría suerte y a Phillip sí le gustaría. Al fin y al cabo, tenía que llegar el día en que comprendiera que no podía seguir viviendo para siempre en aquel agujero.
Pero había algo que no dejaba de rondarle por la cabeza y que de vez en cuando la desasosegaba aunque ella intentara soslayarlo: la idea de que Phillip sólo continuaba a su lado por el tema de la coartada. De que jamás la habría dejado volver a su casa si no se hubiese cruzado en su camino aquel terrible crimen. De que ése era el único motivo por el que ella podía permitirse pensar en el futuro y soñar con un proyecto común. De que sin los sangrientos acontecimientos de aquel 24 de abril ellos no seguirían juntos. Phillip la soportaba porque sabía que su libertad dependía en parte de Geraldine. Y así era, en realidad. Pero ¿cuánto estaba dispuesto a aguantar? ¿Hasta que ella alquilara la casa en Leigh-on-Sea, hasta que se casaran, hasta que tuvieran hijos? ¿O acaso le entraría un arrebato de orgullo o tozudez que le haría romper con todo sin reparar en las consecuencias?
Y, al revés, ¿cuánto estaba ella dispuesta a aguantar? Por ahora no habían vuelto a hablar del asunto. ¿Sería capaz de recordarle a Phillip cuánto le debía a ella? ¿Llegaría a amenazarlo? ¿Se atrevería a ir a la policía a cambiar su declaración en caso de que él no se adaptase a sus planes? Aquello la llevó a pensar en algo que, por el momento, no tenía ninguna gana de plantearse: si había facilitado una coartada a un inocente; es decir, si en caso de cambiar su declaración pondría en problemas a un inocente. O bien si tenía pensado compartir su vida con un asesino y convertirlo incluso en padre de sus hijos.
«No puedo dudar de él —se dijo—. ¡No puedo permitírmelo!». Pero la verdad es que sí lo hacía. Había dudado de él desde el primer segundo y nunca había estado segura de que su historia sobre el precipitado paseo por Leeds fuera cierta. Lo que más le había hecho desconfiar era la rapidez con que había confeccionado una coartada tan perfecta, aunque, por otra parte, era lógico dada su apurada situación. Consciente de que no tardarían en sospechar de él, era lógico que se hubiese devanado los sesos urdiendo una historia exculpatoria. Geraldine no dejaba de repetirse que en el fondo era normal pasarse horas haciendo cosas aparentemente irracionales, por ejemplo coger el coche e ir por ahí sin rumbo fijo. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho ella misma durante aquellas horas en que él se marchó con el coche? Básicamente, quedarse en su habitación y llorar. Si por algún motivo la hubiesen considerado sospechosa, tampoco habría tenido a nadie que confirmara su inocencia, y también habría necesitado inventar una coartada y buscar a alguien que la ayudara.
Pese a que no dejaba de repetirse estos argumentos, la verdad es que seguía dudando de él. Y quizá precisamente eso había hecho que Phillip se mostrase tan dócil últimamente. Él tenía suficiente intuición para percibir sus dudas, y por ello la temía. Sabía que cuando su sospecha de estar encubriendo a un asesino fuera suficientemente grande ella acabaría estropeándolo todo. De modo que debía mantenerla a su lado para controlarla, para demostrarle que seguía siendo el Phillip de siempre, su novio de tantos años, el hombre que la defraudaba pero al que ella no podía dejar de amar. El ser al que amaba. Y eso la hacía débil y maleable, más que si él le hubiese dado puerta y ella se hubiese quedado sola y deprimida en su habitación, intentando consolarse con la idea de que el hombre de su vida no era más que un asesino que debía dar con sus huesos en la cárcel. Porque en el fondo prefería verlo en la cárcel que en brazos de otra mujer.
No le costaba imaginar que él razonara de esa manera, y por eso ella iba día tras día al diminuto piso, a limpiarlo y ordenarlo, y por eso también sabía que él haría un esfuerzo por no cortarle la cabeza cuando le explicara su repentino proyecto inmobiliario. Sólo por eso podía permitirse un atisbo de esperanza en el tema de la casa y en la posibilidad de que él aceptara vivir allí con ella.
Claro que, por otra parte, todo aquello la hacía estremecer. Desde luego no era una buena base para consolidar una relación, y menos aún un matrimonio. Tal vez no era más que un castillo de naipes que el día menos pensado se desmoronaría con la menor brisa. No se había ganado el amor de Phillip; sólo había conseguido un aplazamiento de la ruptura.
Se detuvo y respiró hondo para calmar las palpitaciones del corazón. No tenía que pensar tanto, no tenía que darle tantas vueltas al futuro. Lo único que contaba era el presente, y éste le ofrecía muchas posibilidades que debía aprovechar.
Logró ahuyentar aquellos pensamientos sombríos y empezó a pensar en cómo decoraría su futura casa. Podría aprovechar los muebles que ya tenía, pero también quería comprar algunos nuevos con Phillip. Muebles nuevos para una vida nueva.
Miró el reloj. Tendría que darse prisa si quería coger el próximo tren. Compraría una botella de champán y esperaría a Phillip en su piso.
Había llegado la hora de dar el siguiente paso.
EL DIARIO DE RICARDA
20 de mayo
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Mamá está desesperada porque no quiero ir al colegio. Cuando me levanté de la cama el sábado pasado, creyó que las cosas volverían a ser como antes. Pero yo no le veo sentido. Dejo que vayan pasando los días. No creo que en el colegio pueda encontrar un futuro. ¿De qué me serviría? Además, los periódicos han hablado mucho sobre lo ocurrido en Inglaterra y todos me mirarían como a un bicho raro. Eso es lo que siempre le digo a mamá para que entienda por qué no quiero salir de casa ni hablar con los compañeros de clase que me llaman de vez en cuando. «No quiero que me pregunten nada», le digo.
Claro que muchos han optado por no llamarme. Nunca he tenido una amiga íntima, y tampoco he formado parte de ningún grupito o pandilla. Me han llamado algunas de las chicas de baloncesto, pero sé que no les caigo demasiado bien. Es sólo que juego bien y quieren saber cuándo volveré al equipo. Por supuesto, también ha llamado la delegada del curso y ha hablado con mamá. Forma parte de sus obligaciones y quiere que el curso que viene vuelvan a elegirla. ¡Si supiera de qué poco va a servirle preocuparse por mí! Está claro que mi voto no será para ella.
Ni para ninguna otra, porque no pienso volver.
Ahora mamá viene a comer a casa todos los días. Antes que quedaba en el restaurante del trabajo, yo picaba cualquier cosa de la nevera y por las noches cenábamos juntas lo que ella cocinaba, pero últimamente se preocupa mucho por mí. En cierto modo me da pena, porque va superagobiada. Llega corriendo, saca algo del congelador, lo mete en el microondas, pone la mesa con la velocidad del rayo, se toma la comida casi sin masticar y vuelve a marcharse al trabajo. No sé qué pretende con todo esto. Ahora supongo que no tardará en proponerme que ponga la mesa y vaya a comprar. Como ya no estoy en la cama… He notado que lleva varios días barajando la posibilidad y pensando en lo mejor para mí: si dejar que sea yo misma la que «encuentre su propio camino de vuelta» (así se lo dijo ayer por la tarde a una amiga suya por teléfono, creyendo que yo no la oía) o bien actuar como si nada hubiera ocurrido y yo tuviera que colaborar en casa como cualquier hijo de vecino. Pero en este caso tendría que lograr que yo volviese a la escuela, y me parece que en este punto no sabe cómo actuar.
Hoy he pensado que podría cocinar algo para las dos, pero al final no me atreví. Sería como romper las reglas de un juego que yo misma he impuesto y que de momento me va muy bien. El juego consiste en observar a mamá y ver lo mucho que desea que las cosas vuelvan a la normalidad. Cuando llega a casa sudando al mediodía trae una expresión tan peculiar que me hace reír: los ojos como platos y con un brillo asustadizo pero al mismo tiempo esperanzado (sólo que el susto es mayor que la esperanza). Llega a todo gas y cuando gira en nuestra esquina oigo chirriar los neumáticos. Después oigo cómo cierra la puerta del coche, cómo taconea por el sendero de entrada y cómo abre por fin la puerta, con tantas prisas que suele costarle meter la llave en la cerradura. Entonces lanza su chaqueta sobre la silla del recibidor y deja caer el bolso. El mediodía es puro estrés para ella, porque su tiempo de descanso es corto y no puede perder ni un segundo. Pero entonces, de repente, empieza a moverse con lentitud. Eso sucede cuando se acerca a la cocina. En ese momento refulge en su mirada esa pizca de esperanza. De una esperanza vana, loca y asustadiza.
Espera que la cocina huela a comida.
Que yo haya puesto la mesa, que esté cocinando algo y que le diga alegremente: «¡Hola, mamá! ¿Ya has llegado? ¡Bien! ¡Siéntate, la comida ya está a punto!». Entonces ella tendría la sensación de que he recuperado las ganas de vivir, y eso sería lo mejor que podría pasarle. Pensaría que pronto estaría preparada para volver a la escuela y que todo sería como antes.
Pero en lugar de eso me encuentra siempre sentada en el banco de la cocina, todavía con el pijama, o bien en chándal, y mirándola fijamente. Los restos del desayuno siguen esparcidos por la mesa. Huele a queso —hace rato que tendría que haberlo metido en la nevera— y la mantequilla está medio derretida. Mamá se derrumba una vez más, pero como ha decidido no reprocharme nada, intenta esbozar una sonrisa. Parece que le cuesta una barbaridad, y la verdad es que disfruto viéndola esforzarse tanto. También me encanta mirar cómo se desenvuelve en la cocina, de nuevo con las prisas de cuando llegó, incluso más. Mete algún plato precocinado en el microondas y acto seguido recoge el desayuno, quita las migas y pone la mesa de nuevo. Platos, cubiertos, vasos, el microondas lanza un pitido, ella saca la comida a toda velocidad, tanta que se quema los dedos y chilla de dolor. Entonces ve que en la nevera ya no queda agua y corre a la despensa del sótano a coger una botella. Y mientras tanto yo sigo sentada, observándola.
Me pregunto por qué disfruto tanto observándola. Por qué no puedo ser una buena hija y darle lo que tanto desea. Es muy difícil comprender lo que nos pasa a cada uno por la cabeza, pero en mi caso yo diría que se trata de una necesidad de venganza. Disfruto, y la venganza puede ser una forma de disfrute. Me gusta mamá. Quiero a mamá. Así que no entiendo por qué tendría que vengarme. Q mejor dicho de qué.
Porque abandonó a papá.
No fue él quien la dejó. Fue ella la que se marchó. «Necesitaba hacer borrón y cuenta nueva», me dijo en su momento.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Cuando pienso en todo esto me siento incapaz de ayudarla. Lo único que puedo hacer es seguir observándola correr de un lado a otro, preocuparse por mí, suplicarme con la mirada. Me doy un poco de miedo, pero sólo un poco. Después de todo lo que he pasado, creo que nunca podré volver a sentir verdadero miedo por nada.
Además, dentro de poco mamá ya no tendrá que preocuparse. Me iré a Inglaterra. Todavía no he decidido si debo llamar a Keith para avisarle o si basta con que me plante allí. En realidad no tengo el teléfono de la granja, porque antes no podía llamarlo nunca por miedo a su padre. Sólo que ahora el viejo no podrá hacerle ningún reproche. He intentado llamarlo al móvil en dos ocasiones, pero lo tenía desconectado, y aunque podría llamar a información para pedir el número de la granja, debo reconocer que me da un poco de cosa llamarlo.
¿De qué tengo miedo?
Como paso tantas horas al día sin hacer nada es lógico que me haga tantas preguntas. Pero al final ni siquiera me interesa responderlas. Keith me ama y yo lo amo a él. No hay nada que temer. Quería empezar una nueva vida conmigo, pero en aquel momento tuvo que pensar también en su madre. No pudimos despedirnos debidamente. Claro que, ¿cómo íbamos a hacerlo?
Bien, sencillamente me plantaré allí. En junio.