Después del silencio (56 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

—Me parece una idea maravillosa —aprobó Jessica—. Un perro es justo lo que necesitas. Te aseguro que sé de lo que hablo.

Evelin pareció aliviada al ver que a su amiga no le parecía una traición vender la casa.

—Sí —dijo—, en realidad ya quería uno tras la muerte del primero, pero… Tim me lo prohibió y… bueno —se encogió de hombros—, me daré el capricho ahora. ¿Y sabes qué? En mi futuro jardín plantaré un par de manzanos, como estos de aquí.

—Iré a visitarte a menudo.

—Por supuesto. Me gustaría que siguiéramos viéndonos, Jessica.

—A mí también, Evelin. Estoy segura de que no perderemos el contacto.

Guardaron silencio unos minutos, con los ojos cerrados, dejándose arropar por el calor del sol y el aroma de las flores. Jessica volvió a abrir los ojos cuando una abeja zumbó cerca de su cara. Apartó al insecto de un manotazo y se incorporó.

—¿Estás escribiendo una carta? —preguntó, señalando los papeles que Evelin tenía sobre el regazo.

Ella abrió los ojos.

—No; sólo estaba leyendo un poco.

—Oh. Lo siento si te he interrumpido…

—No, no te preocupes. De todos modos quería hablar contigo de esto.

—¿Son escritos tuyos?

—De Tim. Son los papeles que perdió la mañana de… aquel día.

De pronto lo recordó y supo por qué había tenido aquella intuición al ver la carpeta verde. Pudo oír la colérica voz de Tim diciéndole: «No habrás visto un montón de papeles que imprimí el otro día, ¿no? Llevo toda la mañana buscándolos».

—¿De dónde los has sacado? Tim estuvo buscándolos como un loco.

—Se los quité y los escondí —contestó Evelin con una extraña indiferencia—. Y ahora acabo de recuperarlos.

11

—¿En el sumidero? Por Dios, Evelin, ¿cómo se te ocurrió meterlos ahí?

—Tenía prisa y fue lo primero que me vino a la cabeza. Pensé que allí no los buscaría nadie.

—No, desde luego que no. Imposible. Pero, dime, ¿cómo lograste mover la losa?

—Pesa más que un elefante. Conseguí desplazarla con una palanca de hierro que encontré en el cobertizo. Pegué la carpeta con tiras de celo a la cara interior de la losa, y, por increíble que parezca, aguantó. Pero no quería dejarla aquí, así que vine a buscarla.

—¿Y la has abierto del mismo modo?

—Al principio lo intenté con las manos, pero no pude. Entonces me acordé de la palanca.

—Pero ¿por qué…?

—Descubrí los papeles la noche anterior a la catástrofe. Tim estaba trabajando en su tesis de doctorado y le ocupaba mucho tiempo. Aquella tarde había pasado horas en la habitación, escribiendo, pero de pronto apareció Leon y le dijo que tenía que hablar con él. Seguramente del préstamo, ya sabes. Tim quería recuperar el dinero, y de ahí que saliera disparado tras Leon sin molestarse en recoger sus papeles. Yo estaba en la cama, leyendo, y cuando vi que su trabajo se quedaba ahí… —Se encogió de hombros en un gesto ambiguo—. Ya sé que no tenía derecho, pero me pudo la curiosidad. Así que fui y me puse a leer.

—¿Y?

—Trataba de esos estudios de la personalidad que mencionó la primera tarde que pasamos en Stanbury, ¿recuerdas? Estudios muy concretos, cuyos sujetos éramos nosotros.

—¿Nosotros? No entiendo…

—Tim siempre tuvo una actitud sádica e hiriente respecto a las personas, mejor dicho, de criticarlas y diseccionarlas, ya sabes. Le encantaba. Pero a sus amigos del alma, Leon y Alexander, nunca se les ocurrió que quizá también hablara mal de ellos o de sus mujeres. Siempre creyeron que la pasión de Tim por destrozar a los demás se limitaba a los desconocidos, que no afectaba al grupo.

—¿Y se equivocaban?

—De pe a pa. Tim se dedicó a escribir despiadadamente sobre cada uno de nosotros. Debió de pasárselo en grande. De hecho estabais predestinados a ser sus víctimas, porque él conocía vuestros errores, debilidades y dificultades… y se regodeó en todo ello. A conciencia.

Jessica tragó saliva. No le sorprendía confirmar que Tim era un canalla, porque eso era justo lo que ella pensaba, pero sí le dolió enterarse de que al final Alexander había sido engañado por su amigo. O peor aún: de que su amigo nunca lo había sido. «Una sarta de mentiras —pensó—. Este grupo no era más que una sarta de mentiras». Señaló los papeles y dijo:

—¿Lo has leído todo?

—No, todavía me queda bastante. Aquella noche Tim no tardó en regresar, y yo apenas tuve tiempo de volver a poner los papeles en su sitio y meterme en la cama, haciendo ver que no me había movido de allí. Él estaba de mal humor y no dejaba de insultar a Leon. Por lo visto éste le había propuesto devolverle el dinero en plazos, de tal modo que Tim tardaría años en recuperarlo todo, y estaba furioso. No dejaba de despotricar y de preguntarse cómo había sido tan estúpido de prestar tanto dinero a un perdedor como Leon. Metió los papeles en el cajón de su escritorio y lo cerró de un golpe.

»Al día siguiente, cuando Tim salió de la habitación, volví a coger los papeles. Sólo quería llevármelos a algún sitio para leerlos tranquilamente, pero, por desgracia, Tim decidió retomar su trabajo ya por la mañana. Y como no los encontró en su sitio, se puso a recorrer la casa de arriba abajo hecho un basilisco. No podía arriesgarme a que me descubriera, así que busqué a toda prisa un lugar para esconderlos, y… bueno…

—Se te ocurrió meterlos en el sumidero. ¡Madre mía, qué escondite más asqueroso!

—Sí, pero seguro. Ni siquiera la policía los encontró, y eso que lo pusieron todo patas arriba en busca de pruebas.

—¿Y por qué no volviste a meterlos en el cajón, o los dejaste en vuestra habitación? Quiero decir, en realidad ya sabías de qué iban, ¿no? ¿Tanto te interesaba conocer los detalles?

—No, a mí ya no me interesaban.

—Pero…

—Quería dároslos a vosotros. Sobre todo a Leon y Alexander. Tenían que leerlos.

—¿Qué pretendías conseguir?

Evelin la miró. Los suaves rasgos de su rostro, que hasta aquel día sólo habían mostrado dolor, nunca odio, reflejaron una amargura y una intransigencia inauditas.

—Justicia —dijo—. Eso pretendía. Quería que supierais de una vez por todas la clase de persona que era Tim. Y luego quería que me vieseis a mí. Quizá así alguno se habría dignado ayudarme.

12

EVELIN. DOCUMENTO VI
POR TIMOTHEUS BURKHARD

Conocí a Evelin en la primavera de 1991. Era un frío día de marzo en el que, cuando parecía que el invierno ya había quedado atrás, se puso a nevar de repente. Yo iba a dar uno de mis primeros seminarios: «Métodos para potenciar la seguridad en sí mismo y para enfrentarse a otras personas y a los avatares del día a día». Tal como suponía, se inscribió mucha gente. Es alucinante cuánta gente anda por ahí con un claro déficit en el campo de la autoestima, y lo dispuesta que está a gastarse una suma inmoral de dinero para que alguien le ayude a solucionar su problema.

Evelin estaba sentada en la última fila y me llamó la atención porque parecía aún más tímida, reservada y apocada que el resto del grupo. Por Dios, era maravilloso la cantidad de problemas, defectos e inseguridades que se reunían en su persona. Durante esa etapa de mi vida había descubierto que al relacionarme con fracasados (y, como psiquiatra, tenía que tratarlos a todas horas) me volvía sumamente agresivo. En una ocasión llegué a preguntarme si había escogido la profesión más adecuada para mí, pero enseguida comprendí que sí, y que jamás lograría librarme de la atracción que la psiquiatría ejercía en mí. ¡Me gusta tanto mirar los rostros desesperados y aterrados de mis pacientes! ¡Esperan tanto de mí! Muchos están dispuestos a dejarse humillar hasta límites insospechados, sólo para que yo los ayude. Y me cuentan todos sus secretos, me dan toda clase de detalles sobre los aspectos más íntimos de su vida. Yo los escucho atentamente, y siento que me debato entre el asco, el desprecio y… sí, el odio, pero al mismo tiempo sé que son el elixir de mi vida y que jamás podré renunciar a ellos.

En cuanto vi a Evelin supe que era de las que sentían verdadero pavor de hablar en público, así que la hice subir a la tarima para que me ayudara a realizar el primer ejercicio del seminario. Cuando la llamé empezó a ponerse roja y blanca alternativamente, y le brillaron los ojos de puro miedo. Me lanzó una mirada suplicante, como un animal que acaba de pisar una trampa mortal, y recuerdo que recé para que nadie se diera cuenta de la erección que estaba teniendo y que, obviamente, no podía controlar.

Al final Evelin comprendió que no tenía escapatoria. Se levantó y se acercó a la tarima con paso tembloroso. Yo me busqué un segundo ayudante, un joven con unas increíbles orejas de soplillo que quizá fueran la causa de sus problemas de relación. Él reaccionó también con pavor, pero no pareció tan asustado como Evelin. Los dos se esforzaron al máximo en realizar los ejercicios que les pedí, y yo los observé atentamente. Mejor dicho, sólo observé a Evelin. Me tenía absolutamente fascinado.

Por aquel entonces, hace doce años, era una mujer atractiva. Tenía veinte años y era rubia y muy delgada. Tenía unas piernas muy bonitas y podría haber sacado mucho partido de sí misma, si no fuera por su eterna expresión de por-favor-no-me-hagas-daño. Claro que, de no haber sido por aquella expresión, a mí nunca me habría excitado tanto. Ni indignado tanto. Seguramente ni siquiera me habría llamado la atención. Las mujeres seguras de sí mismas nunca me han interesado: son todas igual de aburridas.

Evelin sudó muchísimo durante todo el ejercicio. Bajo sus axilas iba formándose una mancha cada vez más grande que teñía de oscuro su jersey de lana gris. Estaba roja como un tomate y le brillaba la piel. Estaba a punto de llorar.

De pronto temí haber ido demasiado lejos. ¿Y si después de aquella experiencia decidía no volver a mi seminario? Así pues, cuando acabaron las dos horas de la sesión le pedí que se quedara un momento. Mientras los demás se precipitaban hacia la puerta yo me acerqué a Evelin y cogí su mano derecha entre las mías. Ella seguía sudando a mares.

—Evelin, sé que hoy ha hecho usted un gran esfuerzo —le dije con suavidad, mirándola a los ojos—, pero es usted la alumna con más problemas de este seminario, eso salta a la vista. Por eso voy a intentar ocuparme especialmente de usted, ¿le parece bien?

Ella asintió mientras se esforzaba por no prorrumpir en llanto.

Tuve que hacer un notable esfuerzo para no dejar traslucir el rechazo que me provocó su mano blanda y resbaladiza estremeciéndose entre las mías.

—No se dé por vencida —le aconsejé—. Creo que se encuentra en un momento crítico de su vida y es de vital importancia que dé los pasos adecuados.

Casi no se atrevía a mirarme a los ojos. Estaba claro que no pensaba volver a ese horrible seminario.

—¿Cómo es que se inscribió en este curso? —le pregunté con tono profesional.

—Mi… mi psicólogo me lo recomendó —respondió con un hilo de voz—. Me dijo que debía intentar pasar más tiempo con otras personas. Yo le dije que eso era muy difícil, porque la gente me da miedo. Son todos tan fuertes y tan seguros de sí mismos… Entonces decidimos que debía empezar por reunirme con gente que tiene problemas parecidos a los míos. Luego vi un anuncio de este seminario y…

—… y decidió coger el toro por los cuernos. Un paso muy valiente. ¿No le parece que sería una pena mostrarnos débiles de nuevo?

Presioné su mano levemente y le sonreí. Estaba claro que anhelaba recibir atención y cariño por parte de los demás, que lo deseaba con todo su corazón. Si lograba hacerle creer que en mí los encontraría, habría ganado la batalla.

Volvió. Durante un par de sesiones la dejé tranquila. Me costó lo mío, pero quería que se sintiera segura. Cuando vi que empezaba a relajarse, decidí pillarla por sorpresa y hacerla participar en un ejercicio complicado. No logró hacerlo correctamente y, tal como me dijo después entre sollozos, se sentía una inepta. Pero yo la felicité calurosamente, le dije que estaba muy contento con sus progresos y le dediqué numerosas sonrisas durante las siguientes sesiones. Poco a poco empezó a devolvérmelas tímidamente. Había sucedido lo que yo esperaba: me necesitaba; me había convertido en el eje central de su vida.

Nos casamos en julio de 1992, es decir, casi un año y medio después de nuestro primer encuentro. Leon y Alexander fueron los testigos, y de hecho los únicos que asistieron a la boda. Evelin no tenía amigos, y tampoco le quedaba ningún familiar. Su padre había muerto de un infarto hacía varios años y su madre no pudo soportar la pérdida y tuvo que ser ingresada en una clínica donde vivía sumida en continuas depresiones.

«Vayamos a visitarla para contarle nuestra relación», le propuse en una ocasión, poco antes de la boda. Pero ella no quiso de ningún modo. En cuanto insistí se puso a llorar (cómo no), así que dejé las cosas como estaban, al menos por el momento.

Después de la ceremonia comencé a preguntarme con creciente frecuencia por qué había creído que tenía que casarme con ella. Evelin era bonita, sin duda, pero había infinidad de mujeres más atractivas, así que por el físico no había sido. Seguro que no. Creo que lo que más me atraía de ella era la dependencia que tenía de mí, y mi deseo —mi obsesión, diría incluso— por comprobar continuamente hasta dónde llegaba mi poder sobre ella. Había puesto su vida en mis manos. Tenía buenos o malos días en función de lo que yo decidía. Yo exclusivamente. Si una mañana me presentaba a desayunar en silencio y de mal humor, ella se convertía en un perrito faldero que no dejaba de gemir e implorar algo de atención. Se arrastraba tras de mí y me besaba los pies, esforzándose por no cometer ningún fallo y conseguir arrancarme una sonrisa o una palabra amable. A veces me apetecía darle lo que me suplicaba, y entonces me encontraba con una mujer dispuesta a lamerme la suela de los zapatos si yo se lo pedía, y todo para demostrarme su agradecimiento. Otras veces, en cambio, prefería tenerla en ascuas durante unos días, sin decirle lo que me pasaba, y me divertía horrores observando cómo reaccionaba ante mi actitud: se quedaba hecha una piltrafa; en las primeras veinticuatro horas podía verse cómo iba empeorando por minutos. Después ni siquiera era capaz de sostener un salero en las manos, tanto le temblaban, ni contestar el teléfono, porque se le quebraba la voz. Y al final acababa encerrándose en el baño y vomitando hasta la primera papilla.

¿Y yo?

Yo sabía que acabar con su desgracia no me costaría más esfuerzo que apretar un interruptor, y que tenía pleno poder para escoger el momento que me pareciera adecuado. Aquello me hacía sentir… ¿cómo explicarlo? Era como una adicción. Era un juego, un logro, una droga. No me cansaba de practicarlo.

Creo que por ese motivo me casé con ella. Es una de esas personas que nacen para ser víctimas, y que lo son durante toda su vida. En cierto modo —y debo admitir que esto me asusta un poco—, reconozco que yo dependo tanto de ella como ella de mí. No soportaría perderla.

La única faceta de nuestro matrimonio que me molestó desde el principio es su dependencia respecto al doctor Wilbert, su psicólogo. Después de casarnos le propuse que dejara de visitarlo, porque al fin y al cabo ya estaba casada con un psiquiatra, y hasta le regalé un perro, un precioso pastor alemán, para que tuviera a alguien de quien ocuparse y con quien pasar el tiempo y se olvidara así de su relación con Wilbert, pero fue en vano. Durante los últimos años, y dado que yo no dejaba de insistirle, lo intentó varias veces, pero al final siempre vuelve a visitarlo. Creo que durante un tiempo hasta lo hizo en secreto. No podía arriesgarme a proponerle que viniera a mi consulta, pues, según todas las reglas de la psiquiatría, eso sería un tremendo error, y, estando seguro de que Evelin se lo comentaría a Wilbert, no habría hecho más que provocar mi descrédito entre mis colegas. Y eso que la mayoría ya no me soporta. Es lógico, porque tengo un éxito aplastante, gano muchísimo dinero y mis pacientes dependen de mí como del aire que respiran. No me extraña que me envidien.

Había un problema que cada día pesaba más sobre nuestra relación: el odio que provoca en mí el desprecio por las personas débiles; un odio que suelo sentir por mis pacientes y contra el que tengo que luchar con todas mis fuerzas. Este tipo de gente suele despertar en mí un deseo, que es el que da sentido a mi vida, pero al mismo tiempo me provocan una rabia y un desprecio, casi diría un asco (sí, un asco terrible), que no puedo controlar. Siempre me pasa lo mismo, y hace que mi profesión —que por lo demás me encanta— me resulte a veces un ejercicio agotador. En ocasiones siento un desprecio tan intenso por mis pacientes, que me veo incapaz de estar en la misma habitación. Por suerte sólo tengo que soportarlos cincuenta minutos, y ni siquiera los seminarios duran más de dos horas al día, así que suelo tener tiempo para relajarme y confortarme.

Pero con Evelin, que era la peor de entre las peores, no tenía ni un minuto de descanso. Estaba conmigo por la mañana, por la noche y durante los fines de semana. Los días laborables y los de las vacaciones. ¡Era mi mujer! Es mi mujer. Y no puedo permitirme el lujo de echarla de casa a los cincuenta minutos, abrir la ventana, respirar hondo y librarme del asco y el odio que me provoca.

Asco y odio. Sí. Eso fue lo que empecé a sentir cada vez con más fuerza en los primeros años de mi matrimonio. Y es lo que hoy en día siento por ella. A veces este asco y este odio son mayores que el placer que me proporciona su dependencia de mí, y entonces me da por pensar que nuestro matrimonio fue un error, aunque siempre acabo diciéndome que jamás me habría casado con una mujer que no fuera como ella. No tengo nada que reprocharme. Al fin y al cabo, lo que provocan en mí las mujeres psíquicamente desequilibradas no es ni más ni menos que pura atracción sexual. Y, evidentemente, jamás me habría casado con una mujer que no me apeteciera sexualmente. Total, que si no hubiese sido Evelin, habría sido una cortada con el mismo patrón. Y yo habría acabado divagando sobre la misma cuestión.

Quizá el problema sea yo, no ella.

Claro que ella es un caso especial. Muy especial. Como ya he dicho, el doctor Wilbert era su máximo confidente, pero, aun así, yo también mantuve muchas charlas con ella, y, como psiquiatra (algo de lo que sé un poco), estoy acostumbrado a obtener de la gente toda la información que quiero. Y debo decir que Evelin nunca estuvo a mi altura a nivel intelectual en general, y a nivel retórico en particular. Al final ya ni siquiera era capaz de responder mis preguntas.

El padre de Evelin era escritor. Uno de esos a los que nadie conoce pero que, sintiéndose seguros de sí mismos, se empeñan y se empeñan pese a no obtener jamás ningún éxito. El hombre había heredado una casa del patrimonio familiar, así como una suma de dinero nada despreciable que le permitió sacar adelante a su mujer y su hija sin tener que trabajar como un mortal común. La casa era muy antigua y estaba deteriorada por el paso del tiempo. Crujían los suelos, las ventanas no cerraban bien, los grifos goteaban y el jardín que la rodeaba habría podido describirse como una selva. Por motivos que no acierto a comprender, Evelin adoraba aquella ruina y lamentó enormemente su pérdida. Nunca dejó de insistir en que compráramos una casa parecida. Por supuesto, me negué en redondo a sus pretensiones.

Pero lo peor de mi suegro no era su fracaso profesional en sí, sino lo que su continua frustración acabó haciendo con él. Empezó a beber y se volvió cada vez más agresivo. No contra Evelin, sino contra su mujer. Yo no llegué a conocer a mi suegra, pero tras todo lo que he oído de ella estoy seguro de que debía de ser una criatura de lo más sumisa. Atractiva, insegura y siempre devota y fiel al zángano de su marido. Una de esas mujeres que piensan que deben estar toda su vida agradecidas por haber encontrado un hombre, aunque sea uno que les haga la vida imposible. Está claro que ella definió la imagen de mujer para Evelin, así como su percepción de cómo tenía que ser una relación.

Según tengo entendido, el padre de Evelin padecía ataques de rabia de proporciones alarmantes: destrozaba cualquier objeto que tuviera al alcance de la mano; ni siquiera las sillas o las mesas se libraban. Desgarraba las cortinas, rompía las puertas de los armarios, arrancaba los cables de las paredes… Algunos días parecía que en la casa había caído una bomba. El hombre se embrutecía con alcohol y se quejaba de Dios y del mundo porque algún estúpido editor había vuelto a rechazar una de sus geniales obras. Y su ira necesitaba diferentes válvulas de escape, entre las que se encontraba, como ya he dicho, su esposa.

En cierto modo puedo entenderlo. El mundo editorial alemán se había confabulado contra él y allí estaba ella, ingenua y tontorrona, sin entender nada de su tragedia, mostrándose asquerosamente servicial y logrando así exasperarlo todavía más. Le sonreía en los momentos menos oportunos, le hablaba con voz temblorosa de asuntos que le importaban un pimiento… Era lógico que de vez en cuando tuviera que atizarla. Y así empezaba todo. A partir de ahí llegaba un momento en que apenas le quedaba nada por destrozar. Sólo su esposa.

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