Jueves 24 de abril - Viernes 25 de abril
El cerebro de Jessica se negaba a asimilar lo que estaba viendo. Mejor dicho, una parte de su cerebro. La otra le decía en voz alta y clara que aquello no era un espejismo sino, en efecto, el cuerpo inerte de Patricia, desplomado sobre el viejo abrevadero y con la garganta degollada. Pero la primera parte seguía pidiéndole que no lo creyera, que no aceptara lo que sin lugar a dudas era real.
«Estas cosas nunca suceden —pensó—. Son absurdas. Y menos aún a Patricia. Ella nunca permitiría que alguien le hiciera algo así».
De pronto oyó una risa y sintió pánico, pero al punto se dio cuenta de que provenía de ella misma, sin duda causada por la idea de que Patricia no permitiría que la trataran así.
Por unos momentos olvidó la posibilidad de que el asesino, fuera quien fuese, siguiera por ahí, pero de pronto volvió a pensar en ello y le entró pavor. «Alguien ha hecho esto —se dijo—, y no puedo asegurar que después se haya marchado».
¿Por qué los pájaros seguían sin cantar? Era un silencio insoportable. Incluso llegó a pensar que sin aquel sigilo las cosas no parecerían tan terribles. ¿Y dónde estaban los demás? Alexander, Tim, Evelin, Leon, las niñas. ¿Por qué nadie había ido a verla? ¿Por qué la casa parecía muerta, abandonada?
¿Cuánto rato había estado fuera? No estaba segura. Cuando paseaba perdía la noción del tiempo. En cualquier caso, le parecía muy improbable que todos hubiesen decidido salir también a dar una vuelta. Bueno, Patricia se había quedado, y estaba claro que nadie había contado con la posibilidad de que alguien se le acercara por la espalda para matarla. Quizá no había sido más que una horrible y trágica coincidencia. Quizá un desequilibrado pasaba por allí y al ver una mujer sola había decidido… Jessica sintió un escalofrío. Si era cierto que un desequilibrado rondaba por el jardín, lo mejor sería encerrarse en la casa.
Al volverse advirtió que faltaba un coche. Así que se habían marchado. Bueno, ya regresarían. Hasta entonces permanecería en la casa, cerrada a cal y canto, y llamaría a la policía. Los pájaros seguían mudos, y eso sólo podía significar que el asesino estaba cerca. Los animales huelen el peligro.
De pronto sintió la vejiga a punto de estallar. No tardaría en hacerse pipí de miedo. Llamó a
Barney
en voz baja, cautelosa. El animal volvió a gruñir y se mostró reticente. Estaba claro que prefería huir de allí.
—Vamos,
Barney
, ven aquí —le susurró—. Todo va bien. Sé bueno y ven conmigo.
Se encaminó presurosa hacia la casa, que de pronto le pareció enorme, tétrica y amenazadora. A su sombra hacía mucho frío y Jessica volvió a sentir escalofríos. Le dolía el vientre. Tenía que ir al baño. Quizá hasta vomitaría.
La puerta de la casa no estaba cerrada con llave.
Barney
se detuvo en el umbral y gruñó de nuevo. Tenía el pelaje erizado, el lomo húmedo y los ojos inyectados de miedo.
¿Y si el asesino estaba dentro?
—Vale —dijo—, espérame aquí. Voy por las llaves del otro coche. —Lo más sensato era largarse cuanto antes. Sólo quedaba por ver si lograría llegar hasta el vehículo, pero si no se arriesgaba nunca lo sabría.
El recibidor estaba frío y oscuro. Necesitó unos segundos para acostumbrarse a la penumbra. Fue avanzando casi a tientas, tratando de hacer el menor ruido posible. Quizá debía hacerlo al revés, corriendo como una posesa.
Las llaves estaban colgadas en la cocina. La de la puerta principal, la del cobertizo, la de la verja del jardín —aunque ésta nunca se cerraba—. Jessica rogó que la del coche también estuviera. No recordaba si la había devuelto a su sitio después de haber ido al pueblo con Evelin. Quizá seguía en su bolso, arriba en la habitación, pero no pensaba subir hasta allí.
La puerta de la cocina estaba medio abierta. Jessica entró y a punto estuvo de tropezarse con Tim, quien yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, boca abajo. Sus piernas fuertes y peludas estaban en una postura muy extraña. La cocina apestaba a orina.
Se quedó mirándolo como hipnotizada. Al principio más sorprendida que asustada, como si estuviera viendo algo muy curioso pero no terrible. Sin embargo, poco a poco empezó a ser consciente de lo que tenía ante sus ojos, es decir, a Tim también degollado, y comprendió que por allí había pasado un psicópata; no sólo un asesino, sino un psicópata depravado, y de pronto tuvo la certeza de que encontraría más cadáveres, de que el silencio que planeaba sobre el jardín y la casa no se debía a que los demás hubieran salido a dar una vuelta, sino a algo mucho peor. El coche que faltaba quizá se lo había llevado el asesino, o los asesinos. Al final resultaría que estaban todos muertos y que sólo quedaban
Barney
y ella.
Había oído hablar de sectas que organizaban rituales de muerte. Precisamente en Inglaterra, en la campiña inglesa. Eran cosas que pasaban.
Pensó en Alexander y de pronto abandonó toda precaución. Pese a todo, pese a las decepciones, las peleas, la frustración y los problemas de los últimos días, la idea de no volver a verlo con vida le resultó insoportable. Salió corriendo de la cocina.
—¡Alexander! —gritó, y su voz resonó en el silencio de la casa—. ¡Alexander, soy yo, Jessica!
Se detuvo y escuchó. Nada.
¡Aquello no podía estar ocurriendo! Sintió un leve mareo y en su pecho empezó a formarse un sollozo, pero las lágrimas no la ayudarían a mejorar las cosas, sino todo lo contrario. Se esforzó por recobrar la compostura y al cabo de unos segundos empezó a subir la escalera. Se le hacía un mundo poner un pie en cada peldaño, y tenía la sensación de que algunos se le venían encima mientras otros estaban tan lejos que no podía alcanzarlos. Calculó que en unos minutos acabaría desplomándose. Perdería el conocimiento. Claro que a lo mejor eso era bueno. A lo mejor se quedaba dormida y al despertarse comprobaba que aquello no había sido más que una pesadilla.
Llegó arriba y se apoyó en la barandilla de la escalera para recuperar el resuello. Sentía pinchazos en el costado y estaba empapada de sudor.
—¡Alexander! —gritó con voz ronca.
Abrió la puerta de su dormitorio. Estaba vacío, y el baño también.
Fue a echar un vistazo a la siguiente habitación. En todas las paredes había fotografías enmarcadas de Patricia, Leon y las niñas. Sonrisas, sonrisas y más sonrisas. Patricia, el eterno anuncio de pasta de dientes. Pero ya no volvería a sonreír. ¿Aquella familia ya no volvería a ser igual? ¿Viviría aún Leon? ¿Y Diane y Sophie?
Curiosamente, pensar en las niñas la tranquilizó un poco. Hizo que remitiera parte de la súbita desesperación que sintió al pensar que Alexander podía haber muerto. Tenía que encontrar a las niñas. Si seguían con vida, debería evitar que viesen a su madre muerta en el jardín, o se quedarían traumatizadas para el resto de su vida.
No había nadie en el dormitorio, ni en el baño. Fue a la siguiente habitación. El pijama de Tim estaba hecho un lío en el suelo. Tim, el hombre que yacía en la cocina en un charco de sangre. Sacudió la cabeza para desechar aquella imagen espantosa. Tenía que mantener la calma, al menos la poca que le quedaba.
Subió la escalera de la buhardilla. Le costó menos que el tramo anterior. Al parecer empezaba a recuperar el ánimo.
La habitación de Ricarda también estaba vacía. Nadie había visto a la hija de Alexander en todo el día, y, por una vez, Jessica se alegró de ello. Estaría pasando el día con su novio. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado en Stanbury House, Ricarda se había librado de aquel horror. ¡Gracias a Dios!
Pasó entonces al dormitorio de las niñas. Al principio le pareció ver a Diane durmiendo en la cama y suspiró aliviada. Pero entonces se acercó y vio que las sábanas estaban manchadas de sangre y que la niña tenía la cabeza extrañamente apoyada en un libro abierto. Le cogió la muñeca para tomarle el pulso, aunque ya sabía que estaba muerta. Efectivamente, su corazón no latía. Diane había estado boca abajo en su cama, leyendo un libro, cuando el asesino se acercó por detrás y le cortó el cuello.
—¡Santo Dios! —murmuró.
Se dio la vuelta antes de que el pánico la embargase y se acercó a la otra cama para asegurarse de que Sophie no estaba bajo las mantas. No estaba. Jessica suspiró aliviada.
—¿Sophie? —llamó con un hilo de voz—. ¿Sophie, estás aquí? ¿Te has escondido?
Le pareció oír un ruido. Un sollozo. Muy bajito y desesperado, como el maullido de un gato. Provenía del pequeño cuarto de baño que había entre el dormitorio de las hermanas y el de Ricarda. Se acercó a la puerta, tras la cual alguna mente ingeniosa había colocado un retrete, un pequeño lavabo y una ducha diminuta. Todo eso entre cuatro paredes torcidas y un techo inclinado con una vieja claraboya que costaba abrir y no acababa de cerrar. En una pared había un póster de caballos y otro de los No Angels. A éste se le había caído el celo que lo sujetaba por la parte de abajo, así que estaba un poco suelto y abombado. Al entrar casi tocó el pelo de Evelin. Estaba sentada en el suelo, con su grueso jersey negro. Tenía sangre en la cara, las manos y los pantalones. Seguro que también en el jersey, aunque aún no podía verlo. Tenía los ojos abiertos como platos. De vez en cuando lanzaba uno de aquellos gemidos que Jessica había oído antes.
Probablemente estaba malherida, pero seguía viva.
No logró moverla de ningún modo. Le habló e hizo todo lo posible para que tratara de levantarse.
—Tenemos que salir de aquí, Evelin, por favor. ¡Es probable que el asesino siga en la casa!
Evelin no pronunció una sola palabra. De vez en cuando emitía sollozos y gemidos, pero no parecía capaz de articular palabra alguna. Y tampoco quiso ponerse en pie.
Jessica le echó un vistazo y comprobó que no estaba herida. Eso quería decir que había estado cerca de uno de los cuerpos, si no de varios, pues de otro modo no se explicaban las manchas de sangre. Probablemente había intentado comprobar si Patricia, Tim y Diane seguían con vida. De todos modos, no podía estar segura de que los hubiera visto a todos. ¿Sabría Evelin que su marido estaba muerto?
—Evelin —le dijo—, voy a bajar a llamar a la policía.
Estaba en estado de shock y quizá ni siquiera comprendía quién le hablaba o qué le decía. Así que tendría que bajar sola al recibidor, llamar a la policía y luego volver a la buhardilla tan rápido como se lo permitieran sus piernas. Se moría de miedo de sólo pensarlo, pero no podía quedarse ahí esperando a que su amiga saliera de su estupor.
Abandonó el baño y evitó mirar hacia la cama de Diane. Conteniendo el aliento bajó al piso de abajo. Todo estaba en absoluto silencio.
Alexander. ¡Ojalá él también siguiese con vida!
Llegó a la planta baja. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que pudo ver una de las manos de Tim apoyada en el suelo. Le temblaban las rodillas, pero al final logró alcanzar el teléfono y hacer las cosas con cierta coherencia. Quizá gracias a su profesión de veterinaria. Siempre había tenido que tratar con sangre.
Cuando el sargento de guardia contestó la llamada, Jessica habló en susurros.
—Por favor, vengan enseguida. Stanbury House. Dense prisa, por el amor de Dios. También necesitamos una ambulancia.
—¿Puede hablar más alto, señora? ¿Adónde quiere que vayamos?
—A Stanbury House… Está…
—Ya sabemos dónde está. ¿Qué ha sucedido?
Sabía que sonaría como una broma de pésimo gusto, pero dijo:
—Hay tres personas muertas. Quizá más, no lo sé. Y una mujer ha sufrido un colapso nervioso. No sé si el asesino se ha ido o sigue en la casa. ¡Vengan rápido, se lo ruego!
—¿Tres muertos?
—No sé qué ha pasado. Fui a dar un paseo y cuando volví encontré a tres personas muertas. Mi marido ha desaparecido, y su hija, y el marido de una amiga… —Respiró hondo y añadió—: ¡Por el amor de Dios, vengan cuanto antes!
—De acuerdo —contestó el policía, y colgó.
«Enseguida estarán aquí —pensó Jessica—. Todo irá bien».
No, nada iría bien. Viviría con miedo el resto de su vida. Jamás olvidaría el horror que había asolado aquella casa. Nada volvería a ser como antes. Y continuaba sin saber nada de Alexander.
De pronto oyó un ruido y se volvió esperando encontrarse cara a cara con el asesino, pero en su lugar vio la puerta del comedor abriéndose muy despacio. Por un instante creyó —o quiso creer— que era cosa del viento, pero entonces vio una pequeña figura ensangrentada que, arrastrándose, empujaba la puerta a duras penas. Era Sophie. En cuanto asomó la cabeza al umbral perdió el conocimiento y se quedó inmóvil.
Pero estaba viva.
Phillip sabía que no podría esquivar a Geraldine eternamente, pero temía el encuentro y esperaba que de un modo u otro no llegara a producirse. Sin embargo, la conocía demasiado bien: ella no se iría sin hablar con él una vez más. Además, él le había dado la excusa perfecta al cogerle el coche y obligarla a quedarse en Stanbury.
Aparcó, entró en el vestíbulo del Fox and Lamb y casi se dio de bruces con ella. Imposible zafarse. La tenía justo delante.
Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de llorar. No se había pintado y, por primera vez desde que la conocía, iba vestida descuidadamente. Unos pantalones de chándal negros que sólo se ponía para correr y una vieja camiseta blanca. No se había maquillado y llevaba el pelo recogido en una coleta con una goma roja, de la que se escapaba alguna mecha que le caía sobre la cara. Se la veía hecha polvo.
—¡Ah! —dijo—. ¡Geraldine! —Era un saludo estúpido, pero ella no pareció notarlo.
—Pensé que te habías ido —dijo ella.
Él soltó una risita nerviosa.
—¿Con tu coche? Ya sé que no tienes muy buena opinión de mí, pero te aseguro que no soy un ladrón.
—¿Adónde has ido?
—A dar una vuelta por ahí. —Movió vagamente la mano—. A ningún sitio en especial. Tenía pensado ir a Leeds para buscar un abogado que llevase mi caso, pero al final he vuelto aquí.
—No conoces a ningún abogado en Leeds.
—Lo sé. Telefoneé a un amigo de Londres para que me ayudara a encontrar uno, pero no logré dar con él. Entonces decidí buscarlo por mi cuenta, pero… —Meneó la cabeza—. Ha sido una tontería. He desperdiciado casi medio día. En fin, no importa, pensaré en otras opciones. Quizá me busque un abogado en Londres, no lo sé, aún no lo he pensado bien.