«Empiezo a amar esta tierra —pensó—. Tiene algo que me conmueve. Al final resultará que no hago todo esto sólo por mi padre, sino también por mí. Cada vez más por mí».
Observó una lápida que tenía un ángel grabado con las manos unidas en actitud suplicante. Al leer las fechas descubrió que allí yacía un niño fallecido a los seis años.
No pudo evitar pensar en Geraldine, en lo mucho que deseaba tener hijos y formar una familia. No es que de pronto barajara la posibilidad de hacer realidad el sueño de ella —tenía clarísimo que Geraldine no era la mujer con quien quería compartir el resto de su vida—, pero sí alcanzó a comprender sus deseos: de qué iba todo aquello y por qué ella lo anhelaba tanto. Casi le dio miedo que algún día él también llegase a sentir lo mismo, desear una clase de vida que siempre había rechazado pero encontrarse con que ya no le fuese posible conseguirla.
No tenía la menor intención de ocupar su tiempo en anhelar cosas imposibles.
¿O acaso Stanbury House era una de esas cosas imposibles?
Le costaba horrores librarse de la imagen de aquel jardín y aquella casa. De hecho, cuando salió del cementerio sintió un deseo tan grande de volver a la residencia de su padre que decidió dirigirse hacia allí inmediatamente. Tenía ganas de pasear por aquel bosque, contemplar de lejos la belleza de la construcción, ver cómo el sol se reflejaba en los relucientes cristales ahumados de las ventanas.
* * *
—¿Ha vuelto Ricarda? —preguntó Patricia.
Estaba inclinada sobre el abrevadero que había frente a la entrada principal y que ahora cumplía funciones de enorme macetero, quitando las ramas de abeto que habían puesto en el centro por Navidad. Algunas todavía conservaban sus lucecitas, pero la mayoría se habían podrido y ya iba siendo hora de retirarlas. Acababan todas en la enorme caja de cartón que había llevado a tal efecto.
—No —le contestó Alexander.
Él había salido de la casa y se había quedado en el porche, indeciso, y Patricia pensó que en las últimas semanas había envejecido una barbaridad. Parecía gris y cansado, incluso más lento de movimientos. Y andaba con los hombros levemente encorvados.
Patricia se puso a remover la tierra con los labios apretados e hizo un esfuerzo por mantener su palabra de no volver a hablar de aquel asunto.
—Bueno —se limitó a decir.
—Tenía pensado sentarme un rato en el banco en que estuvo Ricarda ayer —dijo Alexander—. Necesito estar a solas.
Patricia lo miró y le dijo:
—Hace varios días que todos pasamos la mayor parte del tiempo solos. ¿No te has dado cuenta?
—Ayer por la tarde…
—Bueno, sí, a las horas de la comida conseguimos reunirnos, menos en el desayuno, pero durante el día… ya no hacemos nada en grupo. Cada uno va a la suya, sin pensar en el resto. Parece que a nadie le apetece jugar a algo o pasar un rato con los demás.
—Hum. —Alexander la miró pensativo—. ¿Y a qué crees que puede deberse?
—Bueno, ya pasamos una etapa así hace unos años.
Él asintió lentamente.
—Lo sé. Durante el año y medio previo a…
—… a tu separación con Elena. Durante ese tiempo ella sólo buscaba enfrentarnos los unos a los otros, y la verdad es que consiguió enrarecer el ambiente.
—Pero Elena ya no está aquí.
Patricia calló significativamente.
Alexander respiró hondo y añadió:
—No, no puedes compararlas. Jessica no pretende enfrentarnos. A ella… a ella le gusta esto. Es posible que a veces se comporte de manera un poco… extraña, pero se ha integrado en el grupo y le gusta estar con nosotros.
—Pero desde que ella está aquí Ricarda se ha vuelto insoportable, y eso complica las cosas.
Alexander se encogió de hombros, resignado.
—Mi hija ya es una adulta. Y todos acaban levantando el vuelo tarde o temprano.
—La época entre ambas —dijo—, quiero decir entre Elena y Jessica, fue la mejor.
—No pretenderás que me quede solo toda la vida, ¿no?
Patricia pasó por alto esta observación y continuó recogiendo ramas de abeto y lucecitas de Navidad.
—¿Hablas con Elena por teléfono? —preguntó—. Por lo de Ricarda, digo, ¿hablas con ella?
Alexander se sintió como un colegial al que hubieran pillado copiando.
—Sí —respondió al fin, titubeando.
Ella lo miró. En aquella posición —con las manos sucias de tierra, el pelo rubio brillando al sol como si fuera seda y los ojos entornados para no deslumbrarse, convertidos apenas en una línea que le daba un aspecto gatuno— parecía una criatura salvaje al acecho, implacable y carente de compasión.
Alexander se sorprendió de sus propios pensamientos. ¿Acaso podía pensar eso de una amiga suya? Sí, Patricia era inclemente, no tenía escrúpulos ni ternura alguna. Elena la odiaba. Ella había sido la culpable de que su ex mujer no hubiese vuelto a poner los pies en Stanbury. De hecho, en cierto modo ella había sido la culpable de todo. Incluso de su divorcio.
—Bueno, me voy al jardín —dijo.
Ella asintió, le dedicó una sonrisa forzada y siguió con su tarea.
La granja parecía abandonada bajo el sol. Keith frenó haciendo chirriar los neumáticos. Había sido un viaje de locos, casi suicida. En varias ocasiones Ricarda había temido que no llegarían vivos.
Keith condujo a toda pastilla, se saltó una sarta de prohibiciones y señales de tráfico, y hubo momentos en que ella tuvo que contener la respiración.
En dos ocasiones le había pedido que condujera con más cuidado. La primera vez él no reaccionó, como si no la hubiera oído, y la segunda le gritó, fuera de sí:
—¡Joder, no me agobies! ¡Se nota que no es tu padre quien está a punto de palmarla!
—En realidad no sabes si es tan grave.
—Pero sí debe de estar muy mal, para que madre esté tan desesperada.
«En el fondo quiere a su padre», pensó Ricarda.
A esas alturas los ojos le escocían de cansancio y nerviosismo, y añoraba los ratos que pasaban a solas en el granero. Solos ellos dos, a la luz de las velas y de la luna en el exterior. La ternura y el calor de aquellas horas le parecían de pronto muy lejanas. El presente se había convertido en un Keith histérico que conducía como alma que lleva el diablo; en suma, una fuga frustrada y un humillante regreso a Stanbury House, el único sitio al que podía ir.
Habría querido llorar, pero temía que Keith se enfadara aún más con ella, así que se tragó las lágrimas y se puso a mirar por la ventanilla sin mover un solo músculo.
Keith saltó del coche y salió disparado hacia la puerta de la granja, que se abrió antes de que llegara. Estaba claro que desde dentro habían oído el coche. Ricarda vio a una mujer de aspecto frágil y escuálido, que temblaba por el mero hecho de mantenerse de pie. Se fundió en un abrazo con Keith y se derrumbó casi literalmente en sus brazos.
—Vaya —murmuró Ricarda.
Bajó del coche y se quedó de pie, sin saber qué hacer.
Keith y su madre desaparecieron en el interior de la casa. Pasaron varios minutos antes de que el chico volviera a salir. Estaba muy pálido.
—Ha sido un ataque de apoplejía —le dijo—. Está en el hospital de Leeds, pero no saben si sobrevivirá ni si… ni si podrá volver a llevar una vida normal. ¡Hay que joderse! —Volvió a pasarse la mano por el pelo, que tenía ya alborotado, y añadió—: Ayer nos peleamos más que nunca y ahora… —Parecía muy impresionado, como si no diese crédito a lo que estaba pasando—. Espero que no…
Ricarda comprendió lo que temía. Se acercó y le acarició el brazo, pero él se estremeció al sentirla.
—No te culpes —le dijo ella—. Lo que ha pasado no tiene nada que ver con vuestra discusión.
Keith asintió, pero no parecía convencido.
—Tengo que ocuparme de mi madre —dijo—. Está hecha polvo.
—¿Dónde está tu hermana?
—Por lo visto se ha ido a Bradford esta mañana. No sé qué se le ha perdido allá. El caso es que no logran localizarla. Escucha, Ricarda, yo…
—Claro. Tienes que estar aquí. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. —Estaba a punto de derrumbarse, pero se obligó a mantener la compostura y no llorar delante de Keith.
—¿Adónde vas a ir?
—No lo sé —contestó mientras sacaba su mochila del coche con una calma y una decisión que en realidad no sentía—. Ya lo pensaré.
Keith ni siquiera la escuchó. Volvió a meterse en la casa. Más que un hombre parecía una marioneta, incapaz de resolver la situación que de pronto se veía obligado a afrontar.
Ricarda se marchó con un peso terrible en el corazón. La idea de volver a Stanbury le resultaba insoportable. Volver a ver aquellos rostros, convivir con aquella gente, las perfidias de Patricia, las debilidades de su padre, las groserías de Tim, los sufrimientos de Evelin… y sabiendo que en el vientre de J. estaba creciendo un niño que sería hijo de su padre. Su único, amado, odiado y decepcionante padre.
Por fin, dio rienda suelta a sus lágrimas. Se dejó caer al borde del camino, entre la alta hierba, y rompió a llorar desconsolada, con sollozos de dolor e infinita rabia.
Ya no sabía qué hacer.
Había conseguido acercarse bastante a la casa. No se había colado en el jardín por la verja sino por la parte trasera del terreno, con la esperanza de que así no lo descubrirían. Había pasado un buen rato escondido entre los matorrales, tras el tronco de un árbol, observando la casa, la terraza con sus escalones, las ventanas bien alineadas, el frontón del tejado. Había hecho unas veinte trenzas de hierba sin darse apenas cuenta. Al final se atrevió a acercarse un poco más, pues no se veía un alma. No pudo evitar preguntarse fugazmente qué impresión les causaría si lo descubrieran: un hombre oculto entre los matorrales, obsesionado con aquella casa, acercándose como un asesino se aproxima a su víctima. ¿Estaría volviéndose loco?
Como no quería quedarse frente a la terraza —allí podría verlo cualquiera que se asomara a una ventana—, se dirigió hacia un lado del jardín y avanzó a hurtadillas por la izquierda del mismo. Tardó bastante en darse cuenta de que, un poco más adelante, medio oculta por los matorrales, una mujer tomaba el sol sentada sobre una roca. Fue demasiado rato, de hecho, porque ella distinguió sus pasos y abrió los ojos para mirarlo. Era la gorda. ¿Cuál era su nombre? Aquella mujer le había llamado la atención desde el primer momento, no por su corpulencia física sino por la tristeza que escondía siempre su mirada.
—Ah, es usted —dijo ella. No parecía sorprendida.
Él se acercó un poco más.
—No consigo quitarme esta casa de la cabeza —dijo con una sonrisa de disculpa—. Siempre vuelvo a dejarme ver por aquí.
Ella le devolvió la sonrisa. Incluso así parecía triste.
—Pues no tiene ninguna posibilidad —le dijo con calma—, al menos mientras su adversaria sea Patricia.
—Oh, ya lo veremos. Le sorprendería saber lo cabezota que soy. Si lo que me dijo mi madre es cierto, me corresponde la mitad de esta propiedad, y le aseguro que lograré demostrarlo.
—Quizá —dijo ella con incredulidad.
Él señaló la roca sobre la que estaba sentada.
—¿Me permite que la acompañe un ratito?
Ella le hizo sitio de buena gana.
—Claro.
Se sentó sobre la roca caliente.
—Es un lugar muy agradable —comentó—. ¿Suele venir a tomar el sol aquí?
—No —respondió ella, moviendo la cabeza—. Por lo general siempre estoy dentro, en la cocina. Yo… —Puso cara de circunstancias—. Es evidente, ¿no? Me encanta estar en la cocina.
—Bueno, se ve que le gusta comer. Pero eso no es malo, ¿no? Hay que disfrutar de las cosas. Mi novia es modelo, y tiene que estar tan pendiente de su figura que en la mayoría de las comidas sólo toma agua. Yo le digo que eso es un disparate. Se pierde uno de los grandes placeres de la vida. Además, para la pareja no es demasiado estimulante.
—Pero seguro que tiene un tipo maravilloso.
—Es muy delgada, tal vez demasiado. Pero en las fotos queda bien.
Descubrió interés en los ojos de ella.
—¿Es guapa?
—¿Mi novia? Sí, sí, podría decirse que es muy guapa.
—¿Van a casarse?
Él rió.
—¿Es usted siempre tan directa?
Ella se ruborizó y sus ojos perdieron el brillo de hacía unos instantes.
—Oh, discúlpeme, no pretendía…
—No, no se preocupe, no me ha molestado. Y… pues no, no vamos a casarnos. Geraldine sueña con tener una familia, pero eso no es para mí.
—Entonces la pobre ha de ser muy infeliz.
—¿Quién, Geraldine?
—Sí. Si tiene tantas ganas de casarse y de… —casi se atragantó— de t-tener hijos…
—Ya, me temo que no es demasiado feliz. Creo que nos separaremos. Es triste, pero tampoco tiene sentido continuar si no es lo que deseamos.
—Eso es cierto. —Lo dijo con tono neutro y monocorde.
Él sintió lástima por ella, pero no supo qué decir para animarla. Era gorda, infeliz y seguramente depresiva; tal vez sólo podría ayudarla un buen psicólogo profesional.
La miró de soslayo. Tenía un cutis terso y blanco y olía a perfume del bueno. Podría ser una mujer muy guapa si se quitara treinta kilos y tuviera una mirada más alegre. Se preguntó cómo era posible que aguantara con aquel enorme jersey negro de lana y cuello alto. Hacía demasiado calor para vestirse así.
—¿No tiene calor? —le preguntó—. Hoy es uno de los días más calurosos del año.
—No, no tengo calor.
Le sorprendió interesarse por aquella mujer, aunque en su vida se había cruzado muchas veces con personas de ese tipo, y de un modo u otro ninguna lo había dejado indiferente.
—Me gustaría saber por qué Patricia me odia tanto —dijo entonces—. Tenemos la misma sangre. Nuestras vidas convergen en un punto común, Kevin McGowan. A mí me resulta muy interesante. Me sorprende que ella no lo vea así. ¿O es por el dinero? Eso de ahí —dijo señalando la casa, que con el césped recién cortado y las flores nuevas en la terraza tenía un aspecto muy distinguido e imponente— debe de valer mucho. Quizá le moleste la idea de tener que compartirlo.
Evelin se encogió de hombros.
—No creo que sea por el dinero. Yo diría que se trata más de una cuestión de autoridad. Quiere seguir siendo única ama y señora de este lugar. Es una persona muy… —buscó las palabras adecuadas—, muy ávida de poder.
—¿No le cae bien?
—La conozco desde hace mucho.
—Ésa no es una respuesta.
—Desde luego que lo es. —A Phillip le pareció descubrir un punto de agresividad en su tono y su mirada—. Es una respuesta porque entre nosotros no cuenta que nos gustemos o no. Eso ni siquiera puede plantearse. La única mujer que se atrevió a sacarlo a colación ya no está con nosotros.
—¿A quién se refiere?
—A la predecesora de Jessica. La ex mujer de Alexander. Él la dejó porque ella no se llevaba bien con Patricia.
Phillip la miró con incredulidad.
—¡No puedo creerlo!
Ella volvió a encogerse de hombros y no contestó.
—Pero eso es muy… muy extraño —dijo él—. ¿Sólo porque no se llevaba bien con Patricia? ¿Quién demonios es ella? ¿La gurú del grupo? ¿La persona de la que todo depende? ¿La única que puede decidir y la única de la que nadie puede apartarse? ¿Qué méritos tiene para ostentar ese rango?
—Usted no lo entiende —dijo ella—. El problema no es Patricia. Ella sólo se sirve de la situación para exteriorizar su necesidad de dominar a la gente. El verdadero problema son los hombres. Todo gira en torno a ellos. —Se rodeó el cuerpo con los brazos, como si tuviera frío—. Al fin y al cabo, todo gira siempre en torno a los hombres, ¿no? Son las figuras determinantes.
Phillip no entendió a qué se refería, y tuvo la sensación de que preguntar no le ayudaría a comprenderlo.
Se quedaron un rato en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos pero sintiéndose a gusto en compañía del otro. Phillip hacía trenzas con la hierba y Evelin toqueteaba el dobladillo de su jersey y trazaba líneas con las uñas sobre sus pantalones. De pronto un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Se puso tensa como un animal al intuir un peligro. Alzó la cabeza y pareció tan aterrorizada que Phillip creyó oler su miedo. La miró.
—¿Qué sucede?
Ella se puso en pie.
—Mi marido —dijo.
Phillip siguió su mirada: un hombre con barba caminaba por el campo. El mismo con el que había hablado el día anterior. Observó sus movimientos y se fijó en su expresión. De lejos no podía estar seguro, pero diría que reflejaba energía y decisión.
—¡Evelin! —gritó el hombre.
Ella no reaccionó. Estaba paralizada. Tim la había divisado entre los matorrales. Él se detuvo y entornó los ojos.
—¿Estás ahí, Evelin? —preguntó en alemán.
Phillip sólo sabía unas palabras en ese idioma, pero, cuando escuchaba alguna conversación, lograba enterarse más o menos.
Ella dio un paso adelante.
—Sí, estoy aquí —dijo.
—¡Maldita sea! —Las palabras, cargadas de rabia, fueron pronunciadas en voz baja—. Llevo siglos buscándote. He perdido unos papeles muy importantes y hace horas que los busco. Tengo que encontrarlos. Aquí todo es un caos, como siempre. Quiero que vengas inmediatamente…
—Tim… —repuso Evelin en voz baja.
Pero él ya se había dado la vuelta para marcharse. Por lo visto no se había percatado de que junto a su mujer había alguien más.
—Quiero que dentro de un minuto estés en casa —añadió sin volverse. Parecía totalmente convencido de que ella obedecería sin rechistar.
Phillip se levantó y le puso una mano en el hombro. Ella dio un respingo pero no lo miró.
—No permita que le hable en ese tono —le dijo él—. Nadie tiene derecho a tratarla así, y menos aún su marido.
Le pareció que ella ni siquiera lo escuchaba. Se marchó sin decir nada y lo dejó allí plantado. Phillip la vio cojear, alejándose de él como si fuera un juguete teledirigido o una marioneta sin voluntad. Quiso decirle algo más, pero supo que ella ya no lo oiría. En cualquier caso —y era algo que tenía que repetirse continuamente—, todo aquello no era de su incumbencia.
Además, ¿no había decidido hacía poco —¡hay que ver cómo pasa el tiempo!— que los odiaba a todos?