Después del silencio (27 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

Geraldine esbozó una sonrisa que no consiguió borrar de su cara la huella de la infelicidad.

—Creías que esa Patricia te abrazaría emocionada y se sentiría feliz de compartir su casa con un hermanastro, aunque fuera un perfecto desconocido, ¿no? Jamás pensaste que las cosas pudieran ir de otro modo, y ahora resulta que no sabes qué hacer.

—Puede. Pero ya encontraré el modo de salirme con la mía.

—Claro. Hasta entonces no te quedarás tranquilo.

—Puede —repitió él.

Se quedaron callados, el uno frente al otro, mirándose a los ojos, conscientes de los años que habían pasado juntos y de que ya no compartirían ninguno más.

—No has cambiado de opinión, ¿verdad? —dijo ella al fin.

Él sabía a qué se refería y negó con la cabeza.

—No. Lo siento.

—Así pues, no tengo ningún motivo para quedarme.

Phillip pensó que tampoco había tenido ningún motivo para acompañarlo, pero se abstuvo de mencionarlo.

—Supongo que para ti no ha de ser muy emocionante seguir en este hostal de poca monta. En Londres podrías trabajar.

—Sí. —Luchaba por contener las lágrimas, pero en esta ocasión parecía dispuesta a no perder los papeles delante de él. Un gesto que Phillip le agradeció de corazón—. Bien, voy a hacer la maleta. Quizá pueda estar en Londres esta misma noche.

—Ahora los días son más largos. No creo que tengas problema.

Le entregó las llaves del coche. Pensó que ella estaba comportándose con perfecta moderación y sensatez, llevando el final de su relación con la clase de calma recomendada por los consejeros de las revistas y la tele. Pero su reacción no era real. Geraldine no era así. Ella era la víctima. (Casi siempre hay una víctima cuando se rompe una relación). Phillip tenía claro que Geraldine habría preferido darle una bofetada y recriminarle los años perdidos en su compañía, y no descartaba que algún día lo hiciera de verdad. No creía que ella fuera a desaparecer de su vida tan fácilmente. Era del tipo de persona que lucha con uñas y dientes antes de renunciar a sus sueños.

Geraldine cogió las llaves. Él vio que había estado mordiéndose las uñas, una manía que ya tenía cuando se conocieron, pero había logrado superarla y ahora sólo se las mordisqueaba muy de vez en cuando. Ahora volvía a tener la carne al rojo vivo y en algunos puntos se veían pequeñas costras de sangre. No cabía duda de que estaba pasándolo fatal, pero él se negó a compadecerla. Y también a sentirse culpable.

—Bueno… —empezó con torpeza.

Ella le dirigió una mirada que él no supo descifrar y le dio la espalda.

—Quizá volvamos a vernos en alguna ocasión —le dijo mientras se alejaba.

—Claro, ¿por qué no? —respondió él—. En Londres podemos salir algún día a tomar una copa. —«Pero todavía no, primero ha de pasar el tiempo. Bastante tiempo», pensó.

Ella no respondió y empezó a subir la escalera. Desde abajo Phillip vio que le temblaban los hombros.

Estaba llorando otra vez.

3

Los dos jóvenes oficiales —Jessica calculó que aún no habían cumplido los treinta— llegaron a Stanbury House con una actitud escéptica respecto a la supuesta matanza, pero cambiaron radicalmente en cuanto vieron el cuerpo degollado de Patricia junto al viejo abrevadero. Uno de ellos tuvo que sentarse unos segundos en una roca cercana y pasarse un pañuelo por la frente para recuperarse. Después pidió refuerzos por radio y el envío inmediato de una ambulancia con personal médico.

El otro, más valiente, entró en la casa y se encontró con Jessica junto a la puerta del comedor, sentada en el suelo y acunando entre sus brazos a la pequeña Sophie. No se había atrevido a dejar sola a la niña y tampoco quería moverla, temerosa de empeorar su estado.

—¡Dios Santo! —exclamó el oficial—. ¿Está viva?

—Sí, pero malherida. Le han dado varias cuchilladas en el tórax. ¿Dónde está el médico?

El oficial se volvió y gritó a su compañero:

—¡Pide un médico inmediatamente! ¡Tenemos a una niña herida!

—¡Ya está de camino! —respondió el otro desde el jardín.

El policía se dirigió hacia Jessica.

—¿Es usted quien llamó?

—Sí.

—Vale, vale. —El pobre parecía superado por los acontecimientos—. Dijo que había varios muertos, ¿no?

—En la cocina hay otro, un hombre, y en el piso de arriba una niña. También hay una mujer en estado de shock. Ella también necesita un médico.

—Vale —repitió el oficial. Pensó un instante y añadió—: Voy a echar un vistazo. ¿Ha tocado usted algo?

—Moví el cuerpo de ahí fuera para comprobar si… No sabía que no… Y luego tomé el pulso de la niña que yace muerta arriba, en la cama. Nada más, aparte de los pomos de las puertas.

—Escuche, el médico está a punto de llegar. Quédese con la pequeña mientras yo echo un vistazo por la casa. ¿Cree que el asesino puede seguir por aquí?

—Yo no he visto a nadie.

—De acuerdo. Empezaré por la cocina.

Jessica añadió de repente:

—No he localizado a mi marido. Espero que no esté… —Dejó la frase sin acabar, negándose a pronunciar aquella palabra.

—Intente no pensar en lo peor —le aconsejó el policía, pero enseguida se dio cuenta de que, dadas las circunstancias, aquélla era una frase bastante absurda.

Encontraron a Alexander en un pequeño claro del bosque, sentado en un banco y con la cabeza extrañamente ladeada. Le habían cortado el cuello de un solo tajo, igual que a Patricia, Tim y Diane. Al parecer el asesino se le había acercado por la espalda, porque no había ningún indicio de que Alexander hubiera intentado defenderse. La única a la que habían atacado de modo diferente era Sophie: el agresor le había clavado varias veces un cuchillo en el tórax. Pero seguía viva, al menos de momento. Se la habían llevado en helicóptero a Leeds, donde permanecía ingresada en una UCI en estado crítico. El médico forense que examinó los cadáveres no había tenido tiempo de verla, pero se suponía que todos habían sido atacados con la misma arma. Desde luego, en el caso de los muertos era así. Los investigadores no tardaron en encontrar el cuchillo en la terraza de atrás. Un afilado cuchillo de cocina como los que colgaban sobre el fregadero. En la casa faltaba uno, efectivamente, y aquello llevó a pensar que el asesino lo había cogido de allí mismo. Lo encontraron entre las macetas que Patricia había plantado hacía apenas unas horas, y parecía que el autor —o los autores— ni siquiera se había esforzado en esconderlo. Los agentes de la policía científica lo metieron en una bolsa de pruebas y lo enviaron al laboratorio.

Las primeras investigaciones estuvieron dirigidas por el superintendente Norman, de la policía de Leeds, al que llamaron desde Stanbury en cuanto vieron que el caso superaba las posibilidades de la policía local, habituada a reyertas en los bares, robo de ganado o conductores borrachos, pero de ningún modo a un crimen de semejantes dimensiones.

Tenían cuatro degollados a sangre fría y una niña en estado muy grave. Y, para mayor complicación, resultaba que las víctimas eran extranjeras. Nadie se explicaba los móviles de la tragedia.

El superintendente Norman, bajo y gordo, tenía unos astutos ojos oscuros y dos cicatrices en la mejilla derecha que daban un toque peculiar a su rollizo rostro. Llevaba un traje oscuro y sudaba por todos los poros. En esos momentos estaba en el salón con Jessica. Al lado, en el comedor, un médico examinaba a Evelin mientras una agente intentaba obtener de ella algo de información. El médico había conseguido que bajase la escalera, pero lo había hecho como una autómata, sin darse cuenta de nada. Tenía la mirada perdida.

—Una historia increíble —dijo Norman—. Absolutamente increíble. ¿Cree que podrá relatarme otra vez lo que ha visto y vivido esta mañana, señora… esto… señora Wahlberg? —preguntó tras echar un vistazo a su libreta—. ¿Se siente con fuerzas?

Hacía veinte minutos que sabía que su marido había muerto. Una joven policía rubia se lo había comunicado con tacto. En cierto modo Jessica se lo esperaba, y reaccionó con calma y serenidad. Durante unos minutos su mente fue incapaz de asimilar lo que en verdad estaba sucediendo. No llegaba a captar la verdadera magnitud de aquel drama.

—Sí. Estoy bien.

—Perfecto. Pero no dude en decírmelo si en algún momento quiere dejarlo, o si cree que necesita un médico, ¿de acuerdo? No debe forzarse a nada.

—De acuerdo.

—Bien. Para empezar, y si no he entendido mal lo que me ha dicho mi compañero, en esta casa había nueve personas pasando sus vacaciones. Cuatro de ellas han sido… han sido asesinadas. Además hay una niña herida, una mujer en estado catatónico y usted misma. Así pues, faltan dos. ¿Quiénes son?

—Una es mi… hijastra, Ricarda. Hija de mi marido y de su primera mujer. Y…

—¿Cuántos años tiene su hijastra?

—Quince.

El hombre asintió, y ella continuó:

—Y también está Leon, el marido de Patricia. O sea, de la mujer que… de la primera que encontré.

—La que fue asesinada en el jardín delantero.

—Sí.

—¿Tiene idea de dónde están Ricarda y Leon?

—No. Falta un coche, así que imagino que Leon habrá salido a dar un paseo. Pero no sé adónde.

—¿Suele marcharse a menudo sin decir adónde va?

—La verdad es que no. —Jessica pensó que el superintendente no tenía ni idea de cuánto entrañaba aquella pregunta, de lo mucho que significaba en las relaciones entre los miembros del grupo. Nadie hacía nunca nada sin decírselo a los demás—. Pero quizá se lo dijo a su mujer —añadió entonces—. El problema es que no podemos saberlo.

—¿Y usted? Dice que esta mañana salió temprano de casa, ¿no?

—Sí, más o menos a las diez.

Él lo anotó en su libreta.

—¿Y qué hay de su hijastra? ¿A qué hora la vio por última vez?

—Anoche.

El policía enarcó una ceja.

—¿Y esta mañana?

Jessica comprendió que iba a ser complicado explicar al comisario la relación de Ricarda con el resto del grupo, y también lo absurdo que ahora parecía todo, pero sabía que no tenía sentido ocultar información a la policía.

—Esta mañana, al despertarnos, nos dimos cuenta de que Ricarda se había ido. —Y resumió en pocas palabras la historia del diario, aunque evitó mencionar las manifestaciones de odio de Ricarda, limitándose al noviazgo de la chica con un joven de la zona—. Se ha enamorado por primera vez y lo único que quiere es pasar el mayor tiempo posible con su chico. A mí me parecía normal, pero Patricia tenía otra opinión.

—Patricia Roth —dijo él, pensativo—. Era quien llevaba la voz cantante, ¿no?

—Bueno, Stanbury es… era su casa, y…

—Ya, pero Ricarda no era su hija. Me sorprende que se inmiscuyera en algo tan ajeno a su incumbencia.

—Ella era así. Todo le parecía de su incumbencia —dijo Jessica, horrorizada al darse cuenta de que estaban hablando en pasado. Hacía apenas unas horas había estado con ella, y ahora el
es
se había convertido en
era
.

—¿Quién es el joven enamorado?

—No lo conocemos.

El superintendente volvió a arquear una ceja.

—¿Ah, no?

—Las cosas se habían complicado. Tanto que ella se negó a revelarnos el nombre de su chico.

Norman la observó con sus astutos ojillos.

—Así que al fin y al cabo ustedes no eran un simple grupo de amigos que pasaban las vacaciones en feliz armonía, ¿no es así?

Ella se limitó a suspirar quedamente.

—¿Cree que Ricarda estará ahora con su novio?

—Sí, lo creo.

—Pues tendremos que encontrarlos. Tarde o temprano deberá saber que… —No concluyó la frase.

«Que su padre está muerto», pensó Jessica, y creyó que iba a desmayarse. Se sujetó al brazo del sillón.

El superintendente no le quitaba ojo.

—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que avise al médico?

Ella logró recuperarse.

—No, gracias, ya estoy mejor.

—Se ha puesto usted blanca.

Ella se pasó la mano por la frente. Estaba empapada.

—Yo… todo este asunto…

Él la miró con verdadera amabilidad.

—Es terrible. Una pesadilla. Estoy admirado de cómo logra mantener usted la calma.

«No creo que pueda aguantar mucho más», pensó ella.

—Veamos —continuó Norman—. Dice que salió usted de casa hacia las diez, y que a esa hora Ricarda ya no estaba aquí. ¿Qué me dice del señor Roth, de Leon?

Ella intentó recordar.

—Hum… me temo que nada. La verdad es que no lo vi, pero no podría decirle si el coche aún estaba aquí o no. Lo lamento, no me fijé.

—A ver, ¿recuerda haber visto a alguien antes de salir? ¿Habló con alguien?

Había estado en el comedor hojeando las memorias de Kevin McGowan y luego, al disponerse a salir para dar su paseo, en el recibidor…

—Con Patricia —respondió—. Estaba en el recibidor cuando yo me marchaba. Hablaba con Steve, el jardinero que viene de vez en cuando.

—¿Cómo se apellida Steve?

No tenía ni idea. Steve era Steve, y punto.

Norman no le dio importancia.

—No pasa nada, ya me enteraré. El caso es que ese Steve ha venido aquí esta mañana para ocuparse del jardín, ¿no?

—Supongo que sí. Yo… —Miró por la ventana y reparó en cuánto había cambiado el jardín—. El césped —dijo entonces—. Detrás de la casa está perfectamente segado. Seguramente lo hizo Steve.

—Lo comprobaremos. Bueno, la señora Roth y Steve estaban en el recibidor. ¿Alguien más?

Ella tragó saliva. La última vez que lo había visto con vida.

—Mi marido bajaba la escalera en ese momento.

—¿Habló con él?

—Sí, por supuesto —contestó. Aquella última noche habían dormido separados por primera vez desde el día de su boda. Ella no sabía qué iba a pasar con su matrimonio; Alexander la había disgustado, contrariado, decepcionado. Y ella había preferido esquivarlo, no hablar con él. Ahora ya no podría hacerlo. «Lloraré. En algún momento romperé en llanto y no pararé. Pero ahora no. Por favor, todavía no», pensó—. Estaba preocupado por Ricarda. No sabía cómo actuar. Yo le dije que, después de lo ocurrido la noche anterior, ella debía de haberse escapado a ver a su novio. Le aconsejé que la dejara tranquila y que no fuera a buscarla. Que seguramente necesitaba estar sola.

—¿Y entonces? —la instó Norman al ver que se quedaba callada, y pudo ver la desesperación en sus ojos cuando respondió:

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