—Entonces me fui. El superintendente era un hombre sensible e intuitivo.
—¿Se habían enfadado por el asunto del diario?
—Bueno, yo me sentía más bien… disgustada —dijo Jessica—. Había descubierto una faceta de mi marido que desconocía y que no encajaba con la imagen que tenía de él hasta el momento. No me hacía a la idea. Quería estar sola.
—¿No comentaron nada más?
—No. Luego me fui y cuando volví… —Contuvo un sollozo.
—Estuvo mucho rato paseando, ¿no? —dijo Norman, haciendo cuentas—. Usted misma dijo que entre su llegada a la casa y su llamada a la policía no debió de pasar más de media hora, lo cual sitúa su vuelta hacia las dos de la tarde. Así pues, ¿se pasó cuatro horas paseando?
—Sí, en mi caso no es extraño. Suelo caminar varios kilómetros al día. Y si encima estoy alterada, como hoy… Bueno, quería pensar, calmarme. Y no reparé en el tiempo.
—Entiendo. ¿Con quién más habló usted esta mañana?
—Con Tim. El señor Burkhard. A primera hora.
—¿A qué hora?
—Pues… a las ocho y pico, más o menos.
—¿Dónde?
—Junto a la puerta del comedor, la que da al jardín. Yo volvía de dar un paseo y…
—¿Cómo? ¿A esas horas ya había dado otro paseo?
—Sí, por la mañana temprano. Con mi perro. No podía dormir.
Norman no pudo evitar pensar en su médico de cabecera: siempre le decía que pasear era muy sano, pero a él le aburría una barbaridad. Suspiró.
—De acuerdo. Se encontró con el señor Burkhard. ¿Y entonces?
—Tim estaba un poco… un poco molesto. Nadie había preparado el desayuno, y la mesa ni siquiera estaba puesta. Además, me dijo que había perdido unas notas. No, más bien unos textos que había escrito en el ordenador y luego impreso. Es… era psiquiatra, y pasaba muchas horas en su habitación, trabajando en su tesis doctoral.
—¿Estaba preocupado?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba de mal humor, desde luego, pero yo lo dejé ahí plantado.
—¿No le gustaba el señor Burkhard?
—No.
—¿Por qué?
—Me parecía un impertinente. Quizá sólo fuera deformación profesional, pero se pasaba la vida analizándome, y a mí no me gustaba compartir mis problemas con él.
—¿Tiene usted problemas?
—Todos los tenemos, ¿no?
—¿Diría que su matrimonio iba bien?
—Sí.
—¿Y sus relaciones con el resto del grupo?
Dudó un poco antes de responder.
—Éramos amigos, aunque a veces tenía la sensación de que estábamos demasiado cerca unos de otros. Yo diría que nos faltaba un poco de aire y libertad. Pero en general nos llevábamos bien.
—¿Patricia Roth era su amiga?
—No.
Su respuesta sonó demasiado rápida y cortante.
—¿Le caía mal?
—Me resultaba agobiante. Le encantaba controlar todo lo que sucedía en la casa y no admitía que a algunos nos gustara pasar momentos a solas. A partir de ahí surgían los problemas. Pero tampoco puedo decir que me cayera mal.
—Hum… —El policía parecía desconcertado, y Jessica pensó que no era para menos.
—¿Se le ocurre quién puede haber hecho esto? —le preguntó tras una pausa.
—Pues…
Jessica tuvo la desagradable sensación de que Norman no iba a decirle toda la verdad.
—De momento ando un poco a tientas —respondió al fin—. Para serle sincero, nunca había tenido un caso tan extraño en toda mi vida profesional. Una carnicería… —añadió moviendo la cabeza.
—El asesino tiene que ser un demente —opinó Jessica—, porque está claro que no hay ningún motivo para hacer esto. Además, parece que no se han llevado nada. Es tan absurdo… Dos niñas pequeñas…
—Lo que a unos les parece absurdo puede tener mucha lógica para otros. Está claro que el asesino o asesina tenía un motivo.
—Por el amor de Dios, ¿qué puede haber motivado todo esto?
—Si lo supiera, señora, ya tendría al culpable.
—¿Hay por aquí algún manicomio? ¿O alguna cárcel? Quizá alguien se haya escapado y…
—Señora Wahlberg, no quisiera ponerla nerviosa pero… Admito que podemos encontrarnos ante un asesino que rompa todas las pautas, pero si algo he aprendido como policía es que, exceptuando los casos de mujeres violadas en los parques, o de los robos con homicidio cometidos en garajes, en la mayoría de los casos el asesino suele pertenecer a la familia de la víctima o a su círculo de amigos o conocidos. En este tipo de crímenes, las víctimas escogidas al azar pueden contarse con los dedos. Siempre hay una historia previa, y ése es el móvil que conduce a la tragedia.
A Jessica se le hizo un nudo en la garganta. Intentó hablar con voz normal pero apenas logró emitir un susurro.
—¿Está… está diciendo que fue uno de nosotros?
—Estoy intentando barajar todas las posibilidades. De ahí que no pueda excluir ninguna opción.
Jessica volvió a tener la sensación de que no estaba siéndole del todo sincero, pero se sentía demasiado cansada y deprimida para seguir preguntando. Además, tampoco le habría servido de mucho… Tenía la boca reseca y quería estar a solas, encerrarse en su habitación y meterse en la cama. Necesitaba tiempo para asimilar lo que había pasado. Necesitaba llorar.
—Como comprenderá, no puede usted quedarse en esta casa —le dijo Norman—. La policía científica tardará en tomar todas las huellas y marcharse de aquí, así que le buscaremos un hotel.
—Me gustaría volver a Alemania lo antes posible. Quiero que mi marido sea enterrado allí y…
—Lamento decirle que las cosas irán bastante lentas.
Ella arrugó el entrecejo.
—Estoy embarazada de tres meses —le dijo—. Necesito ver a mi ginecólogo, pasar por los controles habituales… ¡Tengo que volver a Alemania!
Los ojos del policía reflejaron compasión.
—La entiendo perfectamente —respondió—, pero al menos podrá quedarse el tiempo que tenía previsto para sus vacaciones, ¿no?
—Hasta finales de semana. Nuestro avión sale el domingo.
—Bien. Y ahora… —Titubeó un poco—. Tenemos que tomarle las huellas dactilares. Pura rutina —se apresuró a añadir—. Necesitamos las huellas de todos.
Ella asintió. Le daba igual. Le escocían los ojos y quería marcharse de una vez.
Llamaron a la puerta y se asomó la policía rubia que le había informado de la muerte de Alexander.
—Creo que ya puede hablar con la señora Burkhard, señor.
Norman se levantó de inmediato.
—Voy.
En ese mismo momento se oyó un repentino jaleo en el recibidor. Voces exaltadas y un policía que exigía a alguien que se identificara.
—¿Identificarme para entrar en mi propia casa? ¡Esto es el colmo!
Leon apartó a la policía rubia y entró en el comedor. Vio a Jessica y exclamó:
—¿Qué cojones está pasando? ¿Qué hace aquí toda esta gente?
Jessica se cubrió el rostro con las manos y se volvió. Que fuera el superintendente Norman quien respondiera sus preguntas.
La noticia del terrible crimen se propagó por todo el pueblo como un reguero de pólvora, sin que nadie supiera quién ni por qué había filtrado tan rápido la noticia. Los rumores eran exagerados y contradictorios: se decía que no había supervivientes, que había sido una absoluta matanza con torturas incluidas, que ese grupo de extranjeros alemanes compartía noches de sexo y lujuria en cama redonda y que eso había desatado los celos homicidas de alguien. Decían cosas horribles, y algunos incluso se acercaron a la casa movidos por la curiosidad, aunque en ningún caso les fue permitido trasponer la verja de la entrada. La policía había aislado todo el perímetro de la propiedad. En el pueblo, donde hasta entonces la vida transcurría en paz y armonía con un toque de aburrimiento, todo cambió radicalmente. El asesino se convirtió en una presencia tangible. Desconocían su cara, pero sabían que había decidido traer muerte y desolación a aquella pequeña comunidad, y que las consecuencias serían mucho peores de lo que cabía imaginar.
Todos tenían miedo. Aquel soleado día de abril no había un solo niño jugando por las calles de Stanbury.
Geraldine se enteró de la noticia en la tienda de ultramarinos. Había pasado varias horas en su habitación tratando de decidir qué hacer, para concluir que, en efecto, si quería conservar una pizca de autoestima y no parecer ridícula ante Phillip, debía volver a Londres lo antes posible. Así que por fin, y aunque sollozando, hizo la maleta y luego bajó a recepción para informar de su marcha. Llevaba puestas las gafas de sol para ocultar que había llorado, pero la recepcionista la miró con tanta suspicacia que parecía estar al corriente de su drama personal y ansiosa por tener más detalles al respecto.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando Geraldine fue a la tienda por una botella de agua para el viaje. No había comido nada en todo el día, pero no tenía hambre; antes bien, temía que si tomaba algo se pondría a vomitar. En el hotel el ambiente era muy fresco y se sorprendió al comprobar que en la calle hacía calor. Llevaba unos pantalones de deporte grises y una gruesa sudadera negra. Tras andar unos metros ya estaba sudando, y también parecía tener algún problema de equilibrio, pues la calle se movía y se le iba la vista.
Daba igual. Ahora ya todo daba igual.
La tienda estaba llena de gente y ella estuvo a punto de desistir y dirigirse al coche. Aquella tienda era el lugar preferido de los habitantes del pueblo para intercambiar rumores y cotilleos. Resultaba difícil entrar allí y no toparse con varias mujeres cuchicheando. Pero esta vez era exagerado. Ahí dentro no cabía ni un alfiler y el tono de las conversaciones era excitado y más elevado de lo normal.
Cuando Geraldine cruzó la puerta todos enmudecieron como por arte de magia, como si hubieran estado hablando de ella. Se quedaron mirándola de tal modo que ella se sintió incómoda, sabiéndose sudada, pringosa, con el pelo sucio y unas gafas de sol para disimular unos ojos terriblemente hinchados y enrojecidos. Pero al final resultó que a nadie le importaba su aspecto ni sus asuntos personales.
—¿Se ha enterado? —le preguntó la señora Collins, ansiosa por contarle toda la historia desde el principio—. ¿Se ha enterado del monstruoso asesinato cometido en Stanbury House?
No, no sabía de qué hablaban. ¿Cómo iba a saberlo si llevaba todo el día llorando en su habitación? Tiempo después recordaría que en ese momento, cuando le hablaron por primera vez del crimen de Stanbury, una alarma se había disparado en su interior. Se puso tensa y escuchó la historia con suma atención.
Al hacerle la pregunta con tanta rapidez, la señora Collins se había ganado el derecho a contar a Geraldine la historia de los asesinatos, cosa que hizo con evidente satisfacción, aunque, por supuesto, inevitablemente interrumpida por las continuas observaciones del resto de los presentes, que añadían o adornaban la historia con sus comentarios. No lograban ponerse de acuerdo respecto al número de muertos. La señora Collins decía que había oído hablar al menos de dos supervivientes, mientras que su hermana estaba convencida de que la matanza había acabado con todo el grupo.
—¡Pero dicen que hay una niña en el hospital! —dijo alguien.
—¡Y parece que uno de ellos huyó y se ha convertido en el principal sospechoso! —aportó otro.
—Sea como fuere —continuó la señora Collins—, a partir de hoy, y hasta que atrapen al culpable, cerraré mi casa a cal y canto y no saldré a la calle después de la puesta del sol.
—A mí me da pena toda esa gente que vive aislada en las granjas —dijo una anciana que se había acercado para no perderse nada—. ¡Tiene que ser horrible no contar con el respaldo de los vecinos y estar rodeado de campos por todas partes!
Todo el mundo pareció coincidir con aquella observación.
—Pero ¿se sabe algo cierto sobre quién puede ser el culpable y por qué? —preguntó Geraldine.
Por supuesto, también había muchos rumores y teorías para responder a estas preguntas, aunque la que contaba con más adeptos era la del crimen pasional motivado por celos.
—Ahí se lo montaban todos con todos, y, claro, esas cosas nunca acaban bien.
Algunos también barajaban la posibilidad de que el asesino fuera un loco escapado de un manicomio, o bien una secta satánica. No se mencionó el nombre de Phillip Bowen y en ningún momento se habló de nadie parecido a él. Geraldine estaba segura de que en el pueblo todos sabían que ella era la novia del atractivo londinense que se hospedaba en el Fox and Lamb, y le pareció que todo el mundo la trataba con naturalidad. Seguro que no se habrían comportado así si hubiesen albergado alguna sospecha sobre Phillip. Aun así, cuando se dispuso a pagar las botella de agua se dio cuenta de que le temblaban las manos. Por suerte nadie lo advirtió. La conversación había vuelto a subir de tono y todos intentaban hacerse escuchar.
Salió corriendo hacia el hotel, con la botellas apretada contra el pecho, sudando como nunca pero sin preocuparse ya por ello. Seguía mareada, más que antes, y tenía la cabeza llena de pensamientos preocupantes y confusos. Phillip siempre se había descrito a sí mismo como un fanático, ¿no? De hecho ella misma había llegado a tenerle miedo a veces, cuando le daban sus arranques de ira al sentirse incomprendido o encontrarse en dificultades. Desde hacía un tiempo lo subordinaba todo a la ilusión de ser hijo del fallecido Kevin McGowan, y se había empeñado en hacer depender toda su vida de esa maldita casa, Stanbury House, y de su derecho a entrar y salir de ella cuando le viniera en gana. Odiaba a Patricia Roth, y no sólo porque no le creía y quería quedarse con toda la herencia de su bisabuelo, sino también por el deprecio con que lo había tratado. Como a un miserable vagabundo que intentaba hacerse con algo que no le pertenecía. La odiaba, sin duda, pero ¿la había matado?
¿Y por qué iba a matar a todos los demás? Por lo visto estaban todos muertos, o casi todos, y era imposible que él hubiese hecho algo así. Phillip podía ser un neurótico, un loco, un fanático, un soñador empedernido, pero no era agresivo, eso no, y además ella lo amaba. ¡Lo amaba tanto! Nunca podría dejar de amarlo.
Volvieron a saltársele las lágrimas, provocadas por la tensión, el miedo y la desesperación. ¿Por qué tenía que pasarle eso a ella? ¿Por qué tenía que estar tan perdidamente enamorada de alguien que no la amaba?
Llegó llorando al pequeño hotel, y a punto estuvo de tropezarse con Phillip. Fue una absurda repetición invertida de la escena del mediodía: casi chocaron a la entrada del Fox and Lamb y los dos se llevaron un susto de muerte. Él estaba pálido y tenso, algo evidente pese a la poca luz que había en aquel vestíbulo. La joven del acné, por su parte, se parapetó tras el mostrador de recepción y los observó.